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Estamos dejando que otros tomen las decisiones por nosotros, decisiones que van a afectar de forma importante a nuestro futuro. Estamos dejando que la tecnología se haga autónoma, convencidos de que es imposible su control y regulación. El imperativo tecnológico, según el cual lo que puede hacerse se hará, se ha convertido en un dogma que pocos recusan. El resultado es una amenaza para la libertad. Sin embargo, la tecnología puede controlarse y regularse. Lo hemos venido haciendo hasta ahora, de forma más o menos exitosa, porque, obviamente, no es algo fácil. No solo lo dificulta la complejidad y opacidad creciente de los sistemas técnicos, con un número de intervinientes que no siempre pueden determinarse, sino que también hay fuerzas poderosas que se oponen a ese control, incluida la voluntad de los propietarios y directivos de las grandes empresas tecnológicas. Los intentos todavía incipientes de control de la IA están siendo una buena prueba de esas dificultades. Pero no debemos cejar en el empeño, si es que nos preocupa la calidad de la democracia. La dejadez o la desesperanza con la que muchos se toman este asunto está contribuyendo a que no estemos aún adecuadamente preparados para gestionar el desarrollo de tecnologías tan transformadoras como la IA y las biotecnologías. Cuando ni siquiera se cree que eso sea factible, difícilmente se verá como una demanda social.
Sin embargo, para afrontar esta tarea con alguna solvencia es necesario empezar por comprender los aspectos fundamentales de la tecnología actual y por establecer debates públicos sobre sus fines, sobre su diseño y sobre su uso. Es necesario conocer igualmente el esfuerzo cultural que todo esto supone, y cuáles son los beneficios a alcanzar, pero también los riesgos y los posibles perjuicios. Y, por supuesto, es necesario estar informados de cuáles son los intereses comerciales que puede haber detrás de algunos discursos tecnológicos. Aquí tampoco son pequeñas las dificultades. Ya en los años 30 del siglo pasado hizo notar Ortega en La rebelión de las masas que el desarrollo tecnológico hipertrofiado propicia la obnubilación y el desinterés por las propias condiciones culturales que lo hacen posible. Esta obnubilación se agrava debido al efecto más preocupante que tiene en nosotros, según Ortega, dicha hipertrofia de la técnica: la crisis de los deseos. No saber qué desear, no saber qué fines elegir. En sus reflexiones sobre la tecnología esboza un camino que sigue siendo útil: ni tecnofilia ni tecnofobia, sino conocimiento y atención a los fines.
Ahora bien, cuanto más se desarrolla la tecnología, más impredecible se vuelve el futuro y más esfuerzo y rigor se requiere, por tanto, para cualquier intento de predicción. Por eso no habría que tomar como verdades indiscutibles los discursos apocalípticos que empiezan a proliferar en relación con el futuro de la tecnología y a los que tan dados son los transhumanistas. A veces, como señaló de forma certera en junio de 2023 un editorial de la revista Nature, esos discursos lo que hacen es ocultar los verdaderos problemas que plantea el desarrollo de las tecnologías más disruptivas. En dicho editorial, que debería haber sido más difundido por los medios de comunicación, se nos decía: “Muchos investigadores en IA y expertos en ética con los que ha hablado Nature se sienten frustrados por el discurso catastrofista que domina los debates sobre la IA. Es problemático al menos en dos sentidos. En primer lugar, el fantasma de la IA como máquina todopoderosa alimenta la competencia entre naciones para desarrollar la IA de modo que puedan beneficiarse de ella y controlarla. Esto favorece a las empresas tecnológicas: fomenta la inversión y debilita los argumentos a favor de regular la industria. […] En segundo lugar, permite que un grupo homogéneo de ejecutivos de empresas y tecnólogos domine la conversación sobre los riesgos y la regulación de la IA, mientras que otras comunidades quedan al margen”.
La tarea educativa, tanto a través de la divulgación científica, como en los centros de enseñanza, es aquí fundamental. Precisamente por ello, sería un error retirar las tecnologías de la enseñanza, como algunos proponen. Lo que sería aconsejable, por el contrario, es proporcionar a los alumnos una buena información acerca de lo que la tecnología es y el modo en que transforma a los seres humanos y conforma la realidad en la que nos movemos, entrelazando así, como hace Pirsig en su novela, la tecnología con la cuestión de los valores y los fines. Esto haría que los alumnos cobraran mayor consciencia del enorme poder adquirido con la tecnología actual y del consiguiente grado de responsabilidad que debe asumirse en su desarrollo y uso. Se intentó con la asignatura Ciencia, Tecnología y Sociedad, pero no se diseñó de forma correcta, y fue un fracaso.
Para ello, una condición previa sería que en las facultades de humanidades y de filosofía se diera una formación que proporcionara a los futuros profesores de bachillerato conocimientos adecuados sobre la tecnología, y que, simultáneamente, en las facultades tecnológicas se diera a los ingenieros una formación suficiente en los problemas éticos, políticos y sociales que presenta la tecnología, de modo que conocieran bien, por ejemplo, las necesidades y los derechos de los usuarios. Pero esto, por lo general, no es lo que sucede. En su lugar, en las humanidades se toman con frecuencia como dogmas oraculares las disquisiciones de algunos autores que no tuvieron conocimientos profundos sobre la tecnología de su tiempo o no vieron en ella más que una amenaza a todo aquello en lo que creían, y en las carreras de ingeniería, al menos en las universidades españolas, los planes de estudio solo incluyen asignaturas especializadas.
Aclaremos, no obstante, que en las actitudes ante la ciencia y la tecnología no es todo cuestión de conocimiento. Muchas personas que aceptan las pseudociencias o que mantienen actitudes anticientíficas y tecnofóbicas tienen un nivel educativo por encima de la media. El conocimiento no inmuniza frente a esos posicionamientos reactivos, pero sí ayuda a clarificar ideas si no se está dispuesto a dejarse atrapar por corrientes que tienen mucho de reafirmación identitaria. Volviendo para terminar a las enseñanzas de Langdon Winner, el desconocimiento fomenta la ausencia de control y por eso tenemos la percepción de que la tecnología se ha vuelto autónoma.
Antonio Diéguez, En nombre de la libertad, regulemos la tecnología, elconfidencial.com 25/09/2023
... el modo en el que Shklar interpreta el liberalismo político a partir de una original lectura, a veces a contrapelo, de su propia tradición liberal, se despliega en toda su potencia revulsiva y renovadora. El título con el que bautiza su aproximación, «liberalismo del miedo», es bastante expresivo a este respecto. Tal como expone en el libro así denominado, el liberalismo que le interesa no es uno basado en ideal alguno de progreso, optimismo histórico o virtud ética. Shklar sitúa muy acertadamente el acento sobre los rasgos más genuinamente políticos del liberalismo frente a una interpretación excesivamente economicista del mismo, que a su juicio ha extraviado la herencia política liberal. Asimismo, e igual de acertadamente, de modo análogo a su propuesta en la cuestión de la justicia de mirar no los ideales, sino las realidades donde estos fallan, la pensadora sitúa su liberalismo político no en una perspectiva cargada de optimismo histórico o imbuida de la promesa de progreso sino en una que practica una conciencia histórica desengañada, un inventario de los daños y abusos de los que son capaces los sistemas políticos abandonados a su poder. En otras palabras, su enfoque liberal renuncia a esbozar una versión más del summum bonum de las grandes teorías ético-políticas para, en cambio, abordar una labor más modesta pero crucial: vigilar el constante peligro del summum malum que acecha, como rasgo intrínseco, al ejercicio de todo poder, un mal supremo que sitúa en la crueldad arbitraria.
Ahora bien, esta vigilancia del mal no se refiere a ninguna visión trascendente del mismo, a ningún mal radical. Lo interesante es que fija su atención en las manifestaciones aparentemente más insignificantes del mal en política, pues la perdición de la vida política, su erosión continua, no sólo procede de los gobernantes corruptos, sino también de ciudadanos indolentes que abandonan cotidianamente sus deberes como tales. Así pues, no encontraremos ninguna reivindicación de virtud cívica alguna, sino más bien la denuncia de los fallos cívicos diarios en los que todos podemos incurrir, igual que denunció Cicerón ante sus contemporáneos, hastiado de ver cómo se desmoronaba piedra a piedra la antigua concepción de la República romana. Caben aquí, por tanto, desde sus perspicaces reflexiones sobre la pobreza y la exclusión como fuentes de abuso de poder que en la época actual se ejercen como una violencia cuasi-institucionalizada, hasta una denuncia de la autocomplacencia del sueño de que vivimos regímenes igualitarios y libres garantizados por el dilatado idilio (o matrimonio de conveniencia, en palabras de la autora) entre la democracia moderna y el liberalismo político clásico. Un idilio del que estamos empezando a despertar bruscamente, no sólo por los estallidos de malestar dentro de las sociedades liberales occidentales, sino también por el impacto geopolítico de países que no han seguido ni sostienen este desarrollo histórico.
Frente a interpretaciones meramente negativas de la libertad, como ausencia de interferencia, Shklar esgrime una enérgica vindicación: para que la libertad negativa, esencialmente individualista, adquiera un sentido cívico, ha de convertirse en libertad positiva, en una libertad de todos, de carácter colectivo. Es un tipo de libertad, por tanto, que demanda e implica la liberación de los demás. Por esta razón, el ciudadano liberal que retrata la autora carece de resabios antiestatalistas, pese a ser capaz de confrontar a las instituciones políticas cuando estas oprimen al ciudadano. La causa de que pueda hacer ambas cosas es que su concepción del Estado no es sólo como aparato político de dominación sino como un Estado social activo en la promoción de las libertades democráticas a través del combate contra la desigualdad y la pobreza. Como expresó el poeta persa Yalāl ad-Dīn Muhammad Rūmī: «No eres sólo una gota en el océano, eres el océano en una gota». El ciudadano liberal que propone Shklar querría para todos las mismas oportunidades de vida digna que quiere para sí, empezando por su libertad. No es mala lección para los tiempos oscuros que se aproximan.
Alicia García Ruiz, El pensamiento liberal de Judith Shklar: el océano en una gota, nuevarevista.net 11/09/2023
Para Berlin, la libertad tenía que ser la estrella que guiara cualquier política, porque solo la libertad respetaba la realidad de nuestras almas divididas y el irremediable conflicto entre nuestros objetivos y valores. En su jerarquía de principios, la igualdad ocupa el segundo lugar después de la libertad. Sin la igualdad de oportunidades en la vida creada por los bienes públicos compartidos –viviendas decentes, buenas escuelas, transporte asequible, universidades accesibles a cualquiera con capacidad– la libertad seguiría siendo el privilegio de los ricos y afortunados. Así que la libertad frente a –la arbitrariedad, la injusticia y el poder monopolístico– tenía que avanzar de la mano de la libertad para –elegir a sus gobernantes y crear un mundo compartido en común–. En las batallas que nunca vivió para ver, esto significaría, estoy seguro, arrebatar el estandarte de la libertad a aquellos que han separado la libertad de y la libertad para, incluidos los conservadores de derechas que intentan imponernos una concepción corrupta de la libertad, que permite la eliminación de todos los obstáculos, todas las regulaciones, todas las trabas, a la acumulación ilimitada por parte de unos pocos.
Michael Ignatieff, Isaiah Berlin y la promesa de la libertad, Letras Libres 01/09/2023
Hay en la postura de Vattimo una entidad y una continuidad entre el joven militante y el anciano militante, en la que se reflejan y dialogan los conceptos heredados de Nietzsche, Heidegger y Gadamer, pero de igual forma los de Friedrich Schleiermacher (el vínculo de la hermenéutica con la interpretación religiosa) y los de las doctrinas dimanadas del marxismo; todos ellos releídos a la luz crepuscular del quebrantamiento de una razón exclusiva. Si la división de su obra en zonas nos facilita la circulación sin riesgo del extravío, y la recapitulación biográfica nos revela su consideración de la filosofía como indisociable de la existencia, repasar tres nociones clave de su teoría nos posibilitará mejor su comprensión, y señalar además la congruencia y el tejido entre las etapas filosóficas y la intervención pública.
La primera de estas nociones es la crítica a la metafísica y en especial a la ontología que plantea Heidegger, que lo hizo comprender la verdad ontológica como un evento histórico lingüístico, en tanto el ser solo es eventual, en vez de estable y unitario. Esa historicidad, que resultó clave para el segundo Heidegger, indujo a Vattimo a concebir una hermenéutica dirigida hacia el presente, hacia una historia entendida ya no a la manera mayestática de Hegel, sino como un campo en el que se agitan diversas tensiones. Este cuestionamiento a las pretensiones absolutistas, sean de la ciencia, el arte, el progreso, la técnica o el mercado, le hará desconfiar de los fundamentos de la modernidad y, mediante este escrutinio, observar el declive de la Ilustración, cuyo sistema de valores permitió la emergencia de la idea moderna a través del sustento en la razón y el progreso.
Es aquí donde se entrevera la otra influencia decisiva: el nihilismo. Nietzsche advirtió la ausencia de un proyecto que diera comprensión –en sus dos acepciones– al presente, por lo que conminó a convertir a dicha temporalidad en la medida de nuestra percepción de la realidad. Se trata del popular tema de la muerte de Dios que marca el fin de la modernidad, pues el deicidio implica la disolución de la trama que sustenta la civilización occidental desde sus orígenes. Ocaso de los valores metafísicos –el ser y la verdad como eternos e inmutables– y advenimiento de una ontología que solo se concibe como presentación: como un vislumbre de la presencia en el presente. Al advertir que la consumación del nihilismo se enlazaba con la tesis heideggeriana de la disolución del ser, antaño supremo eje racional, y su conversión en un valor de intercambio, un medio simbólico y no el articulador de una trama única, Vattimo percibió el nihilismo como la oportunidad (chance) del hombre para encauzar su propia historia y apartarla de las razones de la modernidad; dado que la manifestación del ser atraviesa por la historicidad, los valores deben ser humanos, no trascendentes. Este elemento emancipador de su teoría, remanente del principio de esperanza de Ernst Bloch y del mesianismo histórico de Benjamin, será el que repercutirá en su transformación en activista, sea directamente en las esferas de la política –fue diputado y activista de los derechos civiles de la comunidad LGBTI–, o bien como simpatizante de los movimientos populistas de Latinoamérica, que él consideró ejemplos de subversión contra el capitalismo liberal y alternativas para el eurosocialismo, en su perspectiva, anquilosado.
La doble hélice filosófica de Nietzsche-Heidegger que articula la visión de Vattimo hallará su plena expresión en el concepto del pensar débil, el debolismo, que se configura en oposición a la fuerza de la metafísica y su axiología única, pero también como una contralectura de la voluntad de poder. Pensamiento “de un ser que se oculta”, es una respuesta a la violencia y la búsqueda de una salida a esa espiral coercitiva, el ciclo edípico, a través de la tolerancia y la diversidad. Es el tránsito de las cosmovisiones arraigadas como paradigmas, de las creencias verdaderas, a un nihilismo débil que alberga la posibilidad del cambio. Continuación del Nietzsche alegre que proclama el advenimiento de Zaratustra en tanto reivindica a los oprimidos y propone la construcción de otra historicidad mediante la libertad, dicha esperanza contrasta con los estertores de la razón violenta, como la imposición de un nuevo eje de lo real –el hipercapitalismo como único horizonte–, para zanjar la pluralidad.
José Homero, Gianni Vattimo (1936-2023) y la deriva hermenéutica, Letras Libres 26/09/2023
Fermi fue uno de los primeros científicos en apreciar el potencial que suponía el descubrimiento de la fisión nuclear. En la primavera de 1939, mirando Manhattan desde uno de las alturas de la Universidad de Columbia (donde empezó a trabajar nada más llegar a Estados Unidos) ahuecó un poco sus manos y señaló: “Una bomba así de pequeña podría hacer desaparecer todo”.
Prosiguió sus investigaciones en 1942 en la Universidad de Chicago, donde pasaría a la historia por crear el primer reactor nuclear, denominado Chicago Pile-1. Un proyecto que él y sus colegas desarrollaron en una cancha de squash bajo las gradas de un estadio abandonado de la Universidad y que decidieron no comunicar al entonces presidente de la institución por miedo a que lo parara. Allí consiguieron la primera reacción en cadena autosostenida, que permitía que la liberación continuada en el tiempo de neutrones. Un descubrimiento clave para el desarrollo de la bomba atómica y también, con posterioridad y en tiempos de paz, para la creación de las centrales nucleares.
A partir de ese momento, Fermi sigue colaborando con el Proyecto Manhattan, pero desde el principal centro operativo: Los Álamos, Nuevo México. El italiano describió su trabajo allí como “una labor de considerable interés científico”. Sin embargo, años más tarde, cuando fue preguntado en un panel de expertos sobre el desarrollo de una superbomba de hidrógeno, la rechazó con rotundidad por ser un arma “cuyo efecto práctico es similar al genocidio”.
Después de la guerra, Fermi fue director del nuevo Instituto de Estudios Nucleares de la Universidad de Chicago a donde acudían estudiantes de todo el mundo para estudiar con él. Murió el 28 de noviembre de 1954, con apenas 51 años, a causa de un cáncer de estómago. Considerado por la revista Time como una de las personas más influyentes del siglo XX, su legado sigue hoy en día en las decenas de cosas nombradas en su honor. No solo el elemento atómico número 100 se llama Fermio (Fm), sino que su nombre preside tres instalaciones nucleares, el laboratorio de partículas FermiLab, el Telescopio Espacial de Rayos Gamma Fermi, un prestigioso premio y varias calles en su Italia natal.
Beatriz Guillén, Enrico Fermi, el arquitecto de la era nuclear, bbvaopenmind.com 28/11/2016
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La razón de ser de la ciencia es que la mayor parte de ella es incierta. Por eso la ciencia es apasionante: porque no sabemos. La ciencia trata de cosas que no entendemos. El público, por supuesto, imagina que la ciencia es un conjunto de hechos. Pero no es así. La ciencia es un proceso de exploración, que siempre es parcial. Exploramos y descubrimos cosas que no entendemos. Descubrimos que cosas que creíamos entender estaban equivocadas. Así es como progresa la ciencia.
Freeman Dyson, físico (2014)
Pablo Malo, @pitiklinov 21/09/2023
Cuando se acusa a la ciencia de reduccionista, en realidad se está señalando una de sus mayores virtudes.
... la ciencia crea modelos del mundo, inevitablemente reducidos, cuando los costes de acceder al modelo son inferiores a los costes de acceder al mundo mismo.
@SergioParra_. 23/09/2023
El cambio de paradigma en torno al dolor se ha traducido en enormes prescripciones de pastillas para sentirse bien. Hoy en día, más de uno de cada cuatro adultos estadounidenses (y más de uno de cada veinte niños estadounidenses) toman un fármaco psiquiátrico diario. El uso de antidepresivos como Paxil, Prozac y Celexa está aumentando en países de todo el mundo, y Estados Unidos encabeza la lista. Más de uno de cada diez estadounidenses (110 personas por cada 10009 toma un antidepresivo, seguido de Islandia (106/1000), Australia (89/1000), Canadá (86/1000) ...
El uso de antidepresivos aumentó un 46 por ciento en Alemania en solo cuatro años, y un 20 por ciento en España y Portugal durante el mismo tiempo.
Las receta de medicamentos sedantes como las benzodiacepinas (Xanax, Klonopin, Valium), también adictivos, están aumentando.
En 2002, se recetaron suficientes opioides para que cada estadounidense tuviera un frasco de pastillas, y las sobredosis de opioides mataron a más estadounidenses que las armas o los accidentes automovilísticos.
Anne Lembke, Generación dopamina
Todos subcontratamos parte o la totalidad de nuestras opiniones.
Esta forma de externalización epistémica tiene muchas vías. Por ejemplo, confiamos en los demás para mantener la estabilidad de nuestras creencias sobre eventos importantes y personas conocidas. Sé que Pedro Sánchez todavía está vivo porque si hubiera muerto hoy, ya me lo habrían dicho.
pero nuestra dependencia epistémica de los demás va mucho más allá. Confío en los demás para mantener mis actitudes sobre todo tipo de cosas, incluso confío en ellos para que me ayuden a saber cuáles son mis principios. De hecho, subcontrato algunos de mis valores más importantes a mi comunidad, también por mor de no ser expulsado de la misma.
@SergioParra_. 23/09/2023
"Si tu única herramienta es un martillo, tenderás a tratar cada problema como si fuera un clavo" (Abraham Maslow)
El Martillo de Maslow es un sesgo cognitivo que nos lleva a querer solucionar cualquier problema con la herramienta que mejor manejamos. Dos formas minimizar su impacto: • Tenlo en cuenta a la hora de analizar las propuestas que te planteen. Cada persona te ofrecerá una solución usando su martillo. • Amplia tu caja de herramientas. Práctica con múltiples enfoques para resolver los problemas.
Eduardo Burgoa. @EduardoBurgoa. 10/09/2023
Jorge Álvarez Yagüe, Inteligencia Artificial, amenazas y riesgo existencial, Faro de Vigo 9/09/2023
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De las ricas reflexiones de Schopenhauer sobre la vida destaca El arte de ser feliz, una recopilación post mortem en un único y breve libro. Su escueta extensión desvela cincuenta consejos para aspirar a alcanzar la eudemonología, que en la perspectiva del alemán no pretendía tanto alcanzar un estado de plenitud jovial, sino aplacar el sufrimiento y el ánimo desgraciado, permitiendo desarrollar sosiego y tranquilidad más o menos duradera. De entre el medio centenar de claves que ofrece Schopenhauer, diez de ellas destacan por su carácter sumamente práctico y motivador.
Para el alemán, que encontró consuelo en la tradición india y, más concretamente, en el budismo, el ser humano está condenado a enfrentar el sufrimiento que la propia individualidad existencial le procura. «Así como rechazamos una medicina amarga, nos resistimos a aceptar que el sufrimiento es esencial a la vida», concluyó el denominado como «Buda de Fráncfort». Por lo tanto, aceptar que vamos a sufrir en nuestra vida es un primer paso imprescindible si queremos alcanzar algo parecido a una cierta paz de espíritu que nos aleje de la melancolía y de la desgracia.
Una obviedad si hemos aceptado el carácter del sufrimiento. La alegría es para Schopenhauer un bien escaso y un estado de ánimo fugaz. Sin embargo, aún existe un peligro más trascendente que la arbitrariedad en la vivencia de la alegría o el sufrimiento: que, adictos a las alegrías, suframos en su búsqueda.
Para evitar sucumbir a este problema, Schopenhauer recomienda cuidarnos «de intentar hacer lo que de todos modos no logramos», ajustar nuestras pretensiones, ambiciones y objetivos, renegar del futuro y no dejarnos arrastrar por la euforia cuando atravesamos una rara cumbre de alegría, sino que debemos ser plenamente conscientes de que enseguida llegará la pesadumbre.
Conviene rodearse, por tanto, de un contexto en el que la serenidad prevalezca sobre los dos grandes enemigos del bienestar humano, la alegría y el sufrimiento. Los amigos (de los que escaseó en vida el filósofo alemán, por cierto) representan para el pensador un elemento clave para el buen vivir: quiebran la percepción condenatoria de la individualidad, distraen de las penas de la existencia y proporcionan apoyo y comprensión.
...si deseamos convertir nuestra vida en un agradable paseo existencial es necesario abandonar toda obsesión por acumular bienes materiales e inmateriales (por ejemplo, adquirir fama o popularidad, caer bien a todo el mundo, etcétera) y disfrutar de cuanto poseemos. Porque lo que tenemos, mientras lo alberguemos, puede ofrecernos el alegre confort que tanto escasea, en opinión de Schopenhauer.
Para aspirar a un calmado bienestar es necesario esforzarnos por cuidar la salud. ¿Y cómo debemos hacerlo, según el filósofo alemán? Alejándonos de los vicios, calmando las pasiones, procurándonos bienestar físico, evitando el sobreesfuerzo y, como parte cuasi metafísica de este exceso de esfuerzo, intentando esquivar las penas, en especial si son banales. Es más, Schopenhauer defendía que la alegría del ánimo estaba estrechamente vinculada con la salud del cuerpo.
«Limitar el propio ámbito de acción: así se da menos oportunidad al infortunio; la limitación nos hace felices»: Schopenhauer mantuvo como principio de la correcta actividad vital la limitación de los actos. Reflexionar sobre la naturaleza, motivación y objetivo de nuestras inclinaciones ayuda a moderar el deseo y a pulir las expectativas. Y, como consecuencia práctica, a esquivar el sufrimiento.
Para el erudito, el esfuerzo por aprender siempre cosas nuevas no sólo proporciona un grato placer, sino un bienestar a largo plazo, pues nos permite sentirnos bien con nosotros mismos y lograr metas alcanzables, provechosas para conservar un magnífico ánimo. «La actividad, el emprender algo o incluso sólo aprender algo es necesario para la felicidad del ser humano», apuntó al respecto.
Aunque pueda resultar contradictorio después de cuanto ya ha sido nombrado, el filósofo aconsejó entregarse a la felicidad cuando esta desee visitarnos. No se trata de intentar capturarla de alguna manera, esforzándonos en actos vanos por mantenernos «felices» todo el tiempo. Tampoco en entender el estado de felicidad como una exuberancia perpetua. Para Schopenhauer, con no ser desgraciado y tener una buena y serena vida, ya se es feliz. O suficientemente feliz, al menos. Y dado que la alegría, el deseo y el sufrimiento, entre otros factores, juegan en nuestra contra según el pensamiento del autor del Parerga y Paralipómena, aprender a ser felices cuando corresponde se convierte en un deber hacia la vida misma.
Eso sí, para convertirnos en alumnos aventajados de la escuela de la felicidad de Arthur Schopenhauer necesitamos desarrollar, al menos, dos disposiciones del espíritu. Una, no perseguir nunca la felicidad, ya nos alcanzará ella cuando menos lo esperemos. Y dos, asimilar que es nuestra manera de comprender el mundo lo que condiciona, en gran medida, la recepción de los acontecimientos. Así lo dejó escrito: «Lo que produce nuestra felicidad o desgracia no son las cosas tal como son realmente en la conexión exterior de la experiencia, sino lo que son para nosotros en nuestra manera de comprenderlas». Si la Fortuna ama a los audaces, la felicidad parece acompañar a los serenos, los bondadosos y a las personas de buen carácter.
David Lorenzo Cardiel, Diez claves para ser feliz según Schopenhauer, ethic.es 21/08/2023
Con el pasar de los siglos, la filosofía y la psicología han analizado profundamente cómo el dolor puede dotar la vida de sentido. En el estoicismo, por ejemplo, este se erige como un desafío ante el cual se puede ejercer la virtud a través de la aceptación: para los estoicos, el dolor depende más de la representación que nos hacemos de él que de una realidad objetiva. Y es que gran parte de las corrientes filosóficas y psicológicas ha resaltado la importancia de la interpretación de las circunstancias dolorosas y la necesidad de «ver más allá de la miseria» para descubrir el significado que hay detrás.
Justamente, ese es el planteamiento de Frankl, también superviviente del holocausto. La logoterapia se caracteriza, precisamente, por ser una psicoterapia que se centra en el sentido. Para el psicólogo austriaco, el ser humano es libre y tiene la capacidad de adueñarse de su destino y superar los infortunios para encontrar el sentido profundo de la existencia. La propia vida de Frankl es una muestra: no solo pasó por cuatro campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial, sino que, además, cuando al fin fue liberado del yugo nazi, se enteró de que sus padres y su mujer no habían sobrevivido.
A través de la «voluntad de sentido» podemos llegar a comprender que las situaciones dolorosas pueden ser convertidas en oportunidades para crecer si las llenamos de significado. En otras palabras, si encontramos una razón para seguir viviendo a pesar del dolor sufrido podremos superar la frustración y, por consecuente, el vacío existencial.
De acuerdo con las investigaciones de los psicólogos Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun, no solo el individuo que se enfrenta a una situación traumática consigue sobrevivir a ella, sino que además puede vivir un cambio psicológico positivo. Los expertos lo llaman «crecimiento postraumático», que puede resultar también en un cambio espiritual, el incremento de la fortaleza personal, el fortalecimiento de las relaciones interpersonales y una mayor apreciación del valor de la vida. En otras palabras, a través de la resiliencia, una persona puede dotar de sentido su dolor, en lugar de caer en el nihilismo.
En El hombre en busca de sentido (Herder), Frankl plantea el cuestionamiento sobre si existe en realidad un mundo donde la pregunta sobre el sentido del sufrimiento obtenga una respuesta. Y afirma que «este sentido último excede, lógicamente, la capacidad intelectual del hombre; en logoterapia se denomina ‘suprasentido‘».
Y es que, cuando las cosas nos van bien en los grandes pilares de la vida –la salud, la familia, la pareja, las amistades, el trabajo–, tendemos a vivir en automático. Por el contrario, cuando las circunstancias se complican, solemos poner una pausa y observar cómo nos estamos sintiendo y qué está pasando en nuestra vida, ponemos en juego toda nuestra capacidad intelectual para construir significado.
Porque si algo está claro es que el dolor hace parte de la vida. Es cómo lo enfrentamos lo que lleva a encontrar sentido y, ojalá, transformación. En el fondo, como dice Frankl, «el hombre no debería cuestionarse sobre el sentido de la vida, sino comprender que es a él a quien la vida interroga».
Mariana Toro Nader, ¿Puede el dolor dar sentido a la existencia?, ethic.es 30/08/2023
La autoayuda de la superación personal patrocina, bajo la salvífica y almibarada capa de la autodeterminación y de la autosuficiencia, una moralidad subordinada a la negación de los cuidados mutuos, es decir, expropiada de la responsabilidad por el bienestar común, en tanto que nos condena al ostracismo de nuestra esfera personal, a la soledad autoinfligida del privatismo emocional («si yo estoy bien, todo estará bien»): sujetos aislados que pujan por su propio bienestar en una insalubre incomunicación. Desde la perspectiva del más estupidizante crecimiento personal y de la autoayuda del pensamiento mágico («si quieres, puedes») se ofrecen variados viáticos para liberarnos de la «toxicidad» que nos provocan ciertas relaciones (personales, laborales e incluso con nosotros mismos) o para encontrar a nuestras «persona vitamina» (aquellas que nos hacen más fácil nuestro camino), es decir, se promueve, de continuo, la eliminación de cualquier rastro de contingencia, ambigüedad o problematicidad en nuestras vidas. Todo debe «fluir» en un cómodo transitar por la existencia, en un cándido e indolente resbalar por ella que nos permita eludir los disgustos, las contrariedades, los obstáculos y, en general, cualquier elemento potencialmente oneroso que pueda presentársenos.
Este género de estafas pseudoterapéuticas –que cobran paulatinamente un mayor protagonismo, potencian la enajenación emocional y menosprecian nuestra inteligencia– nos hacen olvidar que vivimos y sobrevivimos por y gracias a la dimensión política de los cuidados mutuos, de las relaciones intersubjetivas que trazamos mediante la capacidad para ser afectados por los otros en toda la insoslayable e inevitable pluralidad de sus manifestaciones. En cada una de nuestras acciones, en cada una de nuestras palabras proferidas –e incluso pensadas–, somos agentes morales y políticos que confeccionan un tipo de mundo en función de ese hacer, que es intransferible.
Muy al contrario, al desplazar la vulnerabilidad al ámbito meramente individual y privado, estas técnicas pseudoterapéuticas someten al sujeto a la presión de tener que ser el único forjador de su propia felicidad (o desdicha) y le hace relegar su compromiso cívico en pos de su bienestar individual. Sujetos que se piensan ultra autónomos pero que, justamente a la inversa, se vuelven del todo dependientes de técnicas que los despojan de su inteligencia e incluso de sus afectos, lo que deriva en la «irresponsabilidad de los privilegiados», como ha denunciado en las últimas décadas con gran lucidez Joan Tronto, profesora de Teoría Política en la Universidad de Minnesota (en Moral boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care, libro de 1993, o en Contre l’indifférence des privilégiés, de 2013). Una irresponsabilidad que tiene que ver con ignorar formas de adversidad que esos privilegiados no tienen que afrontar. Sumirnos en nuestro universo privado, y ceñirnos a nuestro bienestar personal, hace el mundo más mezquino, provoca que eludamos la dimensión relacional y contextual de nuestra existencia y reduce los cuidados y la atención a un onanismo emocional en virtud del cual el sujeto no se permite encontrar ninguna traba para la satisfacción de sus deseos, intenciones y anhelos. Los mensajes más arriba expuestos, melifluos y de amplia difusión, llegan a cada vez más niños y adolescentes que, cuando han de enfrentarse a alguna dificultad, no saben cómo plantar cara a cualquier atisbo de frustración, en tanto que han sido adoctrinados en la jerigonza del «si quieres, puedes».
La ética de los cuidados, que es una ética de la atención por y con el otro, es sustituida por una dulzona moralidad de la autosuperación, entendida como una salvación de todo aquello que resulta amenazante, inquietante o desafiante, mientras, por otra parte, nos invitan de continuo a «dejar nuestra zona de confort»: porque, ya lo sabemos, a estas técnicas les va el negocio en ello, es decir, en el hecho de que precisamente nos vaya mal, y no hay nada como abandonar un confort alcanzado con esfuerzo y largos años de denuedo para necesitar, de nuevo, las herramientas del chamán de turno que nos ayude a «crecer personalmente».
En definitiva, la idiotización a la que nos exponen los gurús del crecimiento personal está consiguiendo que rehuyamos nuestra responsabilidad comunitaria, que depositamos por entero en los agentes políticos institucionales (con el consiguiente peligro que esto supone), de manera que cada sujeto ha de ser el exclusivo garante, y por tanto el exclusivo culpable, de su dicha o desgracia, sin tener que preocuparse de lo que sucede en su contexto más cercano. Sin tener que prestar atención a las desventuras del otro, desoyendo el dictado, tan bello como certero, de Simone Weil en sus Cuadernos (publicados en Trotta, 2001): «Contemplar la desgracia ajena sin apartar la mirada, no sólo la mirada de los ojos, sino la mirada de la atención, es hermoso. Es detenerse».
Carlos Javier González Serrano, El crecimiento personal nos idiotiza, ethic.es 29/08/2023
Arendt tenía una idea firme de la libertad como realidad política viva, que ejerce el individuo. La libertad no es algo que pueda darse, la libertad hay que tomársela. Es algo que ella hará en numerosas ocasiones. La libertad es como la respiración, necesita de “espacio” entre las personas. El totalitarismo es el intento, por parte del Estado o de cualquier otro poder, de comprimir ese espacio. El terror total destruye el espacio entre las personas y no deja respirar. Una compresión del espacio mental que se opera mediante la uniformización del pensamiento. El individuo singular se convierte en masa uniforme. “Los totalitarismos no logran arrancar de los corazones el amor a la libertad, pero destruyen el único prerrequisito esencial de todas las libertades, que es la capacidad de movimiento, que no puede existir sin ese espacio mental”.
Las fuerzas de la naturaleza y de la historia son aceleradas por el totalitarismo y solo pueden ser frenadas mediante el ejercicio de la libertad. La libertad no es un derecho otorgado por otro (el Estado), la libertad es algo que ejerce cada cual, está en la raíz misma de la condición humana. Alienar esa condición libre y esencial de lo humano es el objetivo del terror totalitario. La gestión del miedo es aquí fundamental (lo hemos visto recientemente) y de ella se encargan los medios de información: la propaganda totalitaria.
Ese freno de las fuerzas imparables de la naturaleza y de la historia es posible por el hecho de que las personas nacen. Cada individuo supone “un nuevo comienzo”. Esta es una noción fundamental de Arendt. La referencia al origen (aunque ella no lo llama así). La vida tiene eso. El origen está siempre presente. Cada nuevo comienzo es una fuente de libertad. Desde el punto de vista totalitario, cada nuevo comienzo es un obstáculo en su labor de adoctrinamiento. “El terror ejecuta las sentencias de muerte que se supone ha pronunciado la naturaleza sobre razas o individuos que no son ‘aptos para la vida’, o la historia sobre las ‘clases moribundas’, sin aguardar al proceso más lento y menos eficiente de la naturaleza o de la historia”. Los totalitarismos aceleran estos procesos. En este sentido se parecen a los laboratorios. Crean las condiciones de presión y temperatura que hacen posible la aceleración de los procesos naturales. Y se ciega a su origen, al hecho de que esa labor científica, cuando innova, se gesta gracias a un “nuevo comienzo”, que es el impasse del que, el genio investigador, saca su teoría.
Cada ciencia es un “aspecto” de lo real. Lo real es poliédrico. Cuando una ciencia reclama el monopolio de lo real (como hizo la Física), está haciendo propaganda y desbarra en sus ambiciones. Cualquier “teoría del todo” es una forma de totalitarismo. Forma parte de una retórica científica, resultado del imperialismo de una ciencia particular. La Física pretendió extender sus dominios sobre la Química, la Biología o la Psicología. Como si una sola ciencia, una única perspectiva, pudiera dar cuenta de lo real. Arendt, que ha leído a Alexandre Koyré, advierte la obsesión por la ciencia que caracteriza al mundo moderno desde el siglo XVII. Y cita a Eric Voegelin: “El totalitarismo parece ser la última fase de un proceso durante el cual la ciencia se ha convertido en un ídolo que curará mágicamente todos los males de la existencia y que transformará la naturaleza del hombre”. El cientifismo, como la propaganda totalitaria, trata de eliminar la imposibilidad de predecir las conductas individuales, ofreciendo certezas a las masas. Una idea que pertenece al sentido común decimonónico, primero positivista, luego conductista. Suponen que la naturaleza humana es siempre la misma, y que la historia es el relato de las cambiantes circunstancias objetivas. El ser humano solo hace que sufrir o encajar las leyes inmutables del proceso histórico o natural. Pero los hechos dependen del poder que pueda fabricarlos. Un mundo sometido al control totalitario puede hacer realidad sus mentiras, lograr que se cumplan todas sus profecías. En todo caso, nunca será un sistema “completo”. Como no lo son los veredictos de la genética de los nazis o la lógica de la historia de los bolcheviques.
Arendt no habla de historia de la ciencia, pero su visión del totalitarismo encaja con nuestro propósito. “En un perfecto gobierno totalitario, todos los hombres se han convertido en Un Hombre”. Toda ciencia particular exige cierta uniformización del pensamiento. Los físicos piensan todos de forma parecida, también los psicólogos o los biólogos. Es la consecuencia de su formación. Pero es un abuso que un modelo particular se considere el único válido. De ahí que el propósito de la propaganda totalitaria, que no es tanto inculcar convicciones como la capacidad de destruir la formación de alguna.
Arendt no habla de la “teoría del todo”, pero sí de ideologías e ismos que lo explican todo. Para el pensamiento libre y creativo, una ideología es una simplificación inadmisible. Puede funcionar en los niveles más elementales y tiernos del pensamiento, constituir un horizonte único, pero en seguida se advierte que es una cárcel para el pensamiento. Y un truco mental para no pensar. Deducir todo a una única premisa tiene consecuencias políticas catastróficas, pero muy útiles para la dominación totalitaria. El instinto de Arendt, que carece de formación científica, advierte el peligro. “Las ideologías son conocidas por su carácter científico: combinan el enfoque científico con resultados de relevancia filosófica y pretenden ser filosofía científica. La palabra ideología parece implicar que una idea puede llegar a convertirse en objeto de una ciencia de la misma manera que los animales son el objeto de la zoología, y que el sufijo -logía en ideología, como en zoología, no indica más que las logoi, las declaraciones científicas sobre el tema. Si esto fuera cierto, una ideología sería una pseudociencia y una pseudo filosofía, trasgrediendo al mismo tiempo las limitaciones de la ciencia y la filosofía”.
Arendt conoce bien (lo ha sufrido) el fetiche de la ideología. La ideología es la lógica de una idea y su objeto es la historia, a la que aplica esa idea. “La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma ley que la exposición lógica de su idea”. Las ideologías pretenden conocer los misterios de todo el proceso histórico, los secretos del pasado, las complejidades del presente, las incertidumbres del futuro, merced a la lógica inherente de sus ideas”. Quien se rige por la ideología pretende ser el más listo (lo explica todo) y acaba siendo el más ingenuo. La ideología, además, apantalla lo real. Lo tiene todo demasiado claro, nunca se interesa por el misterio de las cosas. Tiene vocación totalitaria. “La coacción puramente negativa de la lógica, es decir, la prohibición de contradicciones, se convierte en productiva”.” Ese proceso productivo no podrá ser interrumpido o desdicho por una nueva idea o una nueva experiencia. Esa es la cerrazón ideológica: “Cambiar la capacidad inherente de pensar por la camisa de fuerza de la lógica, nos fuerza tan violentamente como si estuviéramos forzados por un poder exterior”. Las principales ideologías totalitarias del siglo XX fueron el nazismo y el estalinismo. En el siglo XXI han cambiado de máscara y son la biotecnología (la idea de que el ser humano es solo un algoritmo biológico) y la tecnolatría o digitalización del mundo (la idea de que lo real es básicamente información).
El totalitarismo se consolida cuando es destruida la forma más elemental de la creatividad humana, que se suscita siempre en el origen, en el “nuevo comienzo”, al que la persona creativa regresa continuamente. Mientras existan personas creativas, que añadan algo propio al mundo común, podrá sortearse la amenaza totalitaria y su sistemática preparación de ejecutores y víctimas.
Mientras que el totalitarismo pretende convertir al ciudadano en autómata., en nuestro momento presente, pretende convertirlo en algoritmo biológico: programable, jaqueable, prescindible. “La dominación totalitaria porta los gérmenes de su propia destrucción”. El miedo y la impotencia son principios antipolíticos y “lanzan a las personas a una situación contraria a la acción política.” Hannah se despoja de fatalismo. Cada final en la historia anuncia un nuevo comienzo, y ese comienzo se identifica con la libertad humana. Heráclito ha regresado. Un conocimiento garantizado por cada nuevo nacimiento, por cada ser vivo.
La gran intuición de Arendt es que ve en el totalitarismo el culmen de la idea moderna del mundo que se empieza a gestar con el mecanicismo del siglo XVII. Un logro facilitado por la técnica y la ciencia aplicada, espoleadas por la idea fija de un crecimiento económico ilimitado. Tres impulsos estrechamente relacionados que culminan en la producción industrial de la muerte, la obsesión por el control y la gestión del miedo. Paradójicamente, la ciencia y la técnica desbocadas llevan a la sinrazón y a la negación de la dignidad y la libertad humanas.
Para Arendt la característica principal de las masas modernas es que no confían en la realidad de su propia experiencia (lo hemos visto recientemente). “No confían en sus ojos ni en sus oídos, sólo en sus imaginaciones… (configuradas por los medios de información). Las masas se niegan a reconocer el carácter fortuito que penetra la realidad. Están predispuestas a todas las ideologías porque éstas explican los hechos como simples ejemplos de leyes y eliminan las coincidencias, inventando una omnipotencia que lo abarca todo. La propaganda totalitaria medra en esa huida de la realidad a la ficción, de la coincidencia a la constancia”.
Hay en las masas un miedo general a la libertad, y un deseo de escapar de la realidad. Una ceguera voluntaria. Ese miedo es el que gestiona el proyecto totalitario, utilizando el anhelo de consistencia. Hitler afirmaba que en el Estado total no debía haber diferencia alguna entre ley y ética. “La dominación total aspira a organizar la pluralidad y diferenciación infinitas de los seres humanos como si fueran un único individuo, algo que sólo es posible si cada individuo particular es reducido a un complejo de reacciones nunca cambiante… El asunto es fabricar algo que no existe, un tipo de especie humana cuya única libertad consista en preservar la especie”. Darwin y el determinismo de Laplace (la tentación geométrica) se dan aquí la mano. Se trata de eliminar, mediante condiciones científicamente controladas, la espontaneidad como expresión del comportamiento humano y transformar a las personas en simples “perros de Pávlov”, regidas bajo la ley única del reflejo condicionado. Este es el primer paso para volver a todas las personas superfluas (i. e., prescindibles, jaqueables, programables).
Las ideologías preparan el terreno para el totalitarismo. Y lo hacen gracias a la “fuerza de la lógica”, a la reivindicación de la “validez total”. “En los sistemas lógicos, como los sistemas paranoicos, todo se deduce comprensiblemente e incluso obligatoriamente una vez que ha sido aceptada la primera premisa. La locura de semejantes sistemas radica no sólo en su primera premisa, sino en la lógica con la que han sido construidos. La curiosa cualidad lógica de todos los ismos, su confianza simplista en el valor salvador de la devoción tozuda sin atender a factores específicos y variables, alberga ya los primeros gérmenes del desprecio totalitario por la realidad y los hechos”. Ese desprecio esconde la ambición orgullosa de dominar el mundo. Un dominio que exige la creación de un individuo prefabricado (un autómata) y una fuerte devaluación de la realidad. Lo único que importa es ser consecuente. Arendt asocia ese impulso con los fines de la burguesía y del imperio. “Con estas nuevas estructuras, construidas sobre la fuerza del supersentido e impulsadas por el motor de la lógica, nos hallamos en el final de la era burguesa del incentivo y el poder tanto como en el final del imperialismo y la expansión”. El imperialismo, como la lógica, es una fuerza de coerción, ya sea de los pueblos o de la naturaleza.
Para Arendt la ecuación es sencilla: la idea de una lógica de la historia conduce al totalitarismo estalinista, así como la idea de unas leyes naturales universales conduce al racismo de los nazis. “Ninguna ideología que pretenda explicar todos los acontecimientos históricos del pasado o la delimitación de todos los acontecimientos futuros puede soportar la imprevisibilidad que procede del hecho de que los hombres sean creativos, que puedan producir algo que nadie llegó a prever.” Un sistema lógico, como un sistema ideológico, no puede ser creativo. Su naturaleza es tautológica. Imponerlo sobre el individuo es cercenar los más sagrado de la condición humana: la libertad y la creatividad. Y eso es lo que hace la propaganda totalitaria, que hoy, en el milenio de los prodigios tecnológicos, toma la forma del dataísmo o culto al dato. Lo que está en juego es la naturaleza humana como tal. Esa es la nueva manipulación global. El monstruo totalitario dice obedecer a leyes positivas, de las que obtiene su legitimación. Absolutiza la ley natural, que ha dejado de ser un constructo humano (un híbrido naturaleza-cultura), para convertirse en ley irrevocable. Los nazis hablaban de la ley de la naturaleza, los bolcheviques de la ley de la historia, los tecnócratas de la ley de la información, que el algoritmo hace efectiva tras la digitalización de la realidad.
Juan Arnau, Hannah Arendt, la amistad frente al totalitarismo, El País 23/08/2023
Mientras, bajo el peso de los asuntos cotidianos, las palabras parecen estar al servicio de una representación con fuente exterior a las mismas, ha debido darse en la vida de cada uno un momento en el que las metáforas, hoy oscurecidas por la reducción instrumental del lenguaje, constituían, sin necesidad de explicación, simplemente lo más luminoso. Neruda, Mallarmé, Góngora o Lorca, son como los embajadores milagrosos de un país ya muy lejano, en el que las palabras, persiguiendo tan sólo la emulación de sí mismas, precisamente por ello empapaban todo acontecimiento y toda cosa presente. ¿Es la Tierra azul como una naranja? Así ha de ser si las palabras no mienten (La terre est bleue comme une orange/Jamais une erreur les mots ne mentent pas, Paul Éluard, L’ Amour, la Poésie).
No discuto la legitimidad de preguntarse qué quiere decir Éluard en estas líneas, de qué verdad el poeta se siente portavoz. Estoy diciendo simplemente que esa verdad no consiste en adecuación a una realidad extrínseca, y que lo esencial en tal decir no es de orden epistémico, que lo conmovedor del asunto reside simplemente en otro decir, esencial al espíritu humano y al que Kant, en estos asuntos ineludible, intentó aproximarse. La metáfora no es aquí ese “instrumento” al que a veces ha querido ser reducida. Y desde luego no cumple la exigencia de subordinarse a un relato ajeno a la propia metáfora.
Victor Gómez Pin, En efecto, las palabras no mienten, El Boomeran(g) 24/08/2023
Seis años después de su suicidio, Mark Fisher (Reino Unido, 1968-2017) ya es un referente indiscutible de los Estudios Culturales. Su legado, sin embargo, hace ya mucho tiempo que ha desbordado los muros de la academia. Ese era uno de sus objetivos, de hecho, cuando pasa de escribir –de forma anónima– para el blog K-punk a publicar, en el 2009, su ensayo más conocido, Realismo capitalista. Decide, así, “salir del underground” para convertirse en un “modernista popular”. Alguien que parecía llamado a realizar crípticos ejercicios de exégesis cultural, sobre todo desde el análisis de la cibernética (su tesis doctoral, Constructos Flatline, es una obra de culto), se transforma en una de la mentes más lúcidas para interpretar las trampas del capitalismo del siglo XXI.
Su escritura, clara y directa, ha ido llegando a los lectores en español gracias, en gran parte, a la editorial Caja Negra, que ha recuperado sus títulos más destacados. De hecho, una magnífica manera de adentrarse en el pensamiento del autor británico es gracias a las entrevistas que se recogen en el volumen 3 de K-Punk. Allí explica que, siendo profesor de filosofía en una escuela orientada al mundo del trabajo, toma consciencia de cómo la frase de Margaret Thatcher “No hay alternativa” se ha infiltrado en jóvenes que no han conocido otra cosa que el capitalismo global. “Así son las cosas, y no se puede hacer nada al respecto” es lo que muchos sienten, secuestrados por la resignación. La imposibilidad de pensar un futuro diferente es a lo que llama “realismo capitalista”, y dedica un capítulo de su ensayo a “la privatización del estrés”. Fisher considera que el capitalismo posfordista -el que prefiere especular en las plataformas digitales antes que en las fábricas- no solo nos ha abocado a una angustia permanente, sino que además nos ha hecho creer que somos culpables de nuestra ansiedad. El británico nos advierte del peligro de tratar la salud mental como algo individual, simplemente como un error químico o la consecuencia de una determinada constelación familiar. La ansiedad es, entonces, una cuestión profundamente política.
Curtido en la crítica musical, pero con una gran base filosófica, Fisher resignifica un término de Jacques Derrida, la hauntología, para designar los “espectros” que un día fueron pensados en el pasado. Y apuesta por buscar futuros posibles, precisamente, en esas potencialidades no desarrolladas. En Los fantasmas de mi vida describe esa ontología diferente, basada en la huella, no para fomentar una nostalgia reaccionaria, sino para salir del laberinto del presente. “Lo que debe asediarnos no es el ya no más de la socialdemocracia tal como existió, sino el todavía no de los futuros que el modernismo popular nos preparó para esperar pero que nunca se materializaron”.
Albert Lladó, El futuro de Mark Fisher, La Vanguardia 20/08/2023
La teoría cuántica es la teoría científica mejor confirmada y más exitosa que tenemos. Casi toda la tecnología actual más relevante se basa en ella. Ha sido, además, desde sus comienzos intrigante para los filósofos y para los físicos con vocación teórica, porque plantea problemas de gran envergadura y profundidad, que sus creadores se tomaron muy en serio. Se dice que Bohr estuvo garabateando en su lecho de muerte una respuesta a la última objeción de Einstein, quien nunca aceptó que la teoría cuántica fuese una teoría acabada.
En esencia, el debate filosófico sobre la "realidad" cuántica no es sino la continuación de un viejo debate sobre la forma más adecuada de entender las teorías científicas y su relación con el mundo que tratan de conocer. Hay dos posiciones básicas. Según los realistas, las teorías científicastienen como objetivo averiguar, aunque sea siempre de forma falible, qué entidades y procesos hay en el mundo, qué propiedades tienen y por qué cambian de un modo definido. Esas entidades, procesos y propiedades existen en el mundo con independencia de cualquier observador.
Consideran, además, que las evidencias obtenidas mediante la observación y los experimentos pueden aportar elementos de juicio para aceptar la verdad (aproximada) de las teorías exitosas.
Los antirrealistas ven las cosas de otro modo. Consideran que el papel de las teorías científicas consiste en calcular, predecir y controlar una forma simple y fructífera las manifestaciones observables de la naturaleza (lo que los clásicos llamaban “salvar los fenómenos”). Las teorías son, pues, herramientas conceptuales para manejar el mundo y no deben interpretarse como guías ontológicas, es decir, no deben tomarse como un catálogo acerca del mobiliario del universo, y mucho menos en lo que se refiere a las entidades inobservables. La evidencia empírica sólo nos permite afirmar la adecuación empírica de la teoría, es decir, solo podemos afirmar que la teoría ha encajado bien hasta el momento con los fenómenos conocidos y, particularmente, que ha resultado efectiva en su capacidad de predicción.
La teoría cuántica constituye un desafío para las posiciones realistas si la tomamos en la interpretación considerada como estándar, la interpretación de Copenhague, desarrollada fundamentalmente por Bohr, Heisenberg y Born. Una interpretación cuyo contenido preciso, sin embargo, sigue siendo objeto de controversia entre físicos e historiadores. De hecho, Bohr y Heisenberg discreparon en puntos importantes.
También en cuanto a sus planteamientos filosóficos. Bohr fue una especie de fenomenista kantiano, mientras que Heisenberg estuvo más cercano al positivismo. En lo que ambos coincidían era en su instrumentalismo.
Antonio Diéguez, El gran debate filosófico del siglo XX sigue abierto ..., xataka.com 26/10/2022
En el contexto de lo que Adam Tooze ha llamado "policrisis", la tentación de los negacionismos (sanitario, climático, geopolítico) alimenta el crecimiento de partidos o movimientos postfascistas y destropopulistas en todo el mundo. Aunque solo fuera por eso valdría la pena tomarse en serio a sus seguidores. Son muchos y hacen a menudo un esfuerzo cognoscitivo y pedagógico mayor que el de los que se ríen de ellos. Es gente mal informada, pero extraordinariamente informada; es gente mal pensada, pero que piensa sin parar; es gente contraria al sentido común, pero que apuesta por un proyecto común. La filósofa italiana Donatella di Cesare, especialista en el Holocausto, insiste con razón en que los negacionismos no son fruto de la ignorancia. La ignorancia ignora, no niega. La negación, lo sabemos, puede ser una defensa instintiva frente a un trauma, tal y como nos enseña la psicología: es, de hecho, la primera fase de casi todos los duelos: la negativa a aceptar la muerte de un ser querido. Pero el negacionismo es otra cosa, pues convierte la negación en una afirmación, en un forma activa, afirmativa, de intervención en el mundo. Puede beneficiarse de la ignorancia, desde luego. Es muy posible, por ejemplo, que ese alarmante 65% de jóvenes estadounidenses que no saben nada del Holocausto puedan llegar a convertirse en neonazis, pero hoy sencillamente no se ocupan de él, y aún están a tiempo de estudiar historia. El negacionismo puede crecer también en el marco de un "duelo" colectivo, como hemos visto en el caso de la pandemia, pero el terror de la propia fragilidad sobrevenida no conduce necesariamente al terraplanismo o al antivacunismo; los duelos colectivos pueden aumentar asimismo la conciencia humana y producir alternativas solidarias, como recuerda en sus libros la socióloga estadounidense Rebecca Solnit.
El negacionismo, en fin, es un sistema de conocimiento y de pensamiento que no se limita a destruir un consenso social sino que construye en paralelo formas de vida y de comunicación autorreferenciales que no pueden desmontarse enunciando ninguna verdad presuntamente objetiva. Todos los negacionismos, por ejemplo, van acompañados de una teoría conspiranoica. No se puede ser terraplanista sin denunciar una conjura de la NASA. No se puede ser anti-vacunas sin denunciar una conspiración de Soros, Bill Gates y la casa Bayern. No se pueden negar las cámaras de gas sin denunciar un complot del capitalismo judío. No se pueden negar los crímenes del estalinismo sin convertir a la CIA en una omnipotente maquinaria de propaganda anticomunista. Cada negación conlleva su propia construcción conspiratoria; y cada construcción contiene uno o dos ladrillos verdaderos. Es verdad, por ejemplo, que las grandes farmacéuticas se han lucrado del modo más abyecto con las vacunas. Es verdad que Israel ha explotado a las víctimas del Holocausto para legitimar un proyecto colonial en Palestina. Es verdad que la CIA ha utilizado todos los medios a su alcance (desde periodistas y películas hasta golpes de Estado) para combatir el comunismo en el marco de la Guerra Fría. E incluso los terraplanistas pueden decir con razón que la única prueba que tenemos de la redondez de la Tierra son imágenes artefactas perfectamente manipulables. Cabe afirmar, pues, que las construcciones con las que los negacionistas niegan la Ciencia o niegan la Historia son bastante más sólidas e irrefutables que la Ciencia y la Historia mismas, cuyas disciplinas se caracterizan por la revisión constante de sus conclusiones, la renovación de las fuentes y la adquisición de nuevos datos y pruebas. En un momento en el que cada vez es más difícil distinguir la verdad de la falsedad, podríamos sugerir un indicio orientativo: en la realidad siempre queda algún fleco suelto; en la teorías conspiranoicas, en cambio, todo encaja perfectamente bien.
Santiago Alba Rico, Negacionismos y democracia, Público 23/08/2023
¿Qué es lo que niega un negacionista? La respuesta fácil, cómoda, autosatisfecha es: "los negacionistas niegan la realidad" o "los negacionistas niegan los hechos". ¿Pero estamos seguros de poder reconocer siempre un "hecho"? Lo que llamamos "hechos" son cristalizaciones muy complejas en las que el propio cuerpo es solo un testigo lateral o incluso accidental que interviene poco y del que apenas podemos fiarnos. Casi nunca nuestros conocimientos están hecho de "experiencias". Ni siquiera los más empíricos. El genial escritor inglés Keith Gilbert Chesterton decía que un niño sabe que las abejas pican, antes de que ninguna le haya atacado, porque se lo ha dicho su madre. Lo hijos creen en sus padres y por eso acaban repitiendo muchas veces sus mismos errores. Pero si esto ocurre a la escala del propio cuerpo, ¿qué sucederá allí donde el acceso al conocimiento solo puede hacerse por vía interpuesta y sin posibilidad de una experiencia directa? Este es el caso precisamente de la Ciencia y de la Historia. ¿Por qué sabemos que la teoría de la evolución de Darwin está bien fundada? Porque nos lo han dicho en la escuela. Pero en 1850, por ejemplo, los niños ingleses "sabían" que el mundo había sido creado por Dios en siete días hacía 4004 años y durante el mes de octubre; y que el último día había creado a los humanos, primero al hombre y después a la mujer. Lo sabían por la misma razón: porque se lo habían dicho sus madres o se lo habían dicho en la escuela. ¿Y por qué sabemos que Constantinopla cayó en manos de los turcos en 1453, que Lenin encabezó una revolución en Rusia en 1917 y que Hitler mató entre cinco y seis millones de judíos (además de gitanos, eslavos, comunistas y homosexuales) entre 1933 y 1945? Porque nos lo han dicho en la escuela. Ninguno de nosotros es tan viejo que haya podido vivir esos acontecimientos; y ninguno de nosotros conoce a un testigo de esos acontecimientos. Así que todo nuestro conocimiento es indirecto y depende, por así decirlo, de fuentes que consideramos autorizadas.
La cuestión, pues, son las fuentes. Todo lo que sabemos lo aprendemos de alguien: una madre, un libro, un maestro. Ahora bien, mientras que nuestra madre, como nuestro cuerpo, es una fuente subjetiva, la Ciencia y la Historia constituyen fuentes objetivas. Eso no significa que su contenido, en cada momento y cada época, sea siempre verdadero: antes de que se descubrieran las bacterias la Medicina consideraba probado el contagio a través de "miasmas" y solo en los últimos años los historiadores y antropólogos han podido evaluar en toda su envergadura el daño demográfico de la conquista española de América. Cada contenido de las ciencias, duras o blandas, está en permanente discusión en el seno de una comunidad de intercambio, colaboración, deliberación, verificación y refutación, garantía de la fundamentación provisional de los saberes y, si se quiere, del progreso cognitivo de la humanidad. Las ciencias las hacen cuerpos subjetivos (nacidos del vientre de madres) que a veces se equivocan o se engañan o engañan deliberadamente; pero conforman una "comunidad objetiva" cuyos procedimientos de autocorrección colectiva aseguran la contención de las subjetividades y sus alucinaciones. Los logros de esa "objetividad" se trasladan a la sociedad a través de la escuela, y es esa la razón de que sea tan importante defender una enseñanza pública, laica, universal y gratuita. El niño que va a la escuela se separa de sus padres y pasa del mundo de la subjetividad (donde a veces se aprenden cosas reales, como que las abejas pican, y otras veces cosas absurdas, como que los hombres son superiores a las mujeres) al de la objetividad (donde aprendemos qué es una abeja y por qué las necesitamos). Esa es la autoridad que nos permite sostener que "sabemos" algo cuando nos lo dice un maestro o un historiador o un funcionario de la OMS y no cuando nos lo dice una página web antivacunas. Cuando esa autoridad cede, cuando se vuelve de pronto "increíble", no vence la ignorancia sino el fascismo.
Santiago Alba Rico, Negacionismos y democracia, Público 23/08/2023
Podemos decir, por tanto, que el conocimiento es siempre una cuestión política; una cuestión que tiene que ver, es decir, con la polis y sus instituciones; que tiene que ver con el tipo de comunidad que trasladamos y reproducimos en los parlamentos y las escuelas. Por eso tiene mucha razón la citada Donatella di Cesare cuando insiste en que tanto los negacionismos como las inseparables teorías de la conspiración "no son un producto de la ignorancia o de un pensamiento mágico y supersticioso" sino que señalan cuestiones "eminentemente políticas". Los negacionismos, sí, se inscriben en un proyecto político cuyo propósito no es negar la "realidad" o los "hechos" o las "verdades científicas" sino combatir esas comunidades objetivas que hacen creíbles nuestros saberes y nuestras creencias; negacionismos y conspiranoias nacen, en puridad, de la descomposición de esas comunidades, descomposición que arrastra al terraplanismo, el antivacunismo o el negacionismo histórico a miles de personas normales asustadas e inseguras e incluso a miles de "rebeldes antisistema" justamente cabreados. No se trata, por tanto, de corregir la ignorancia con conocimiento; ni tampoco el falso conocimiento con verdadero conocimiento. La respuesta tiene que ser también política. ¿En quién podemos confiar? ¿A quién podemos creer? Las encuestas sobre negacionismos y negacionistas hay que ponerlas en relación, mucho me temo, con las encuestas sobre democracia. Recuerdo de nuevo algunos datos. Según un informe de la Fundación V-Dem, todos los progresos democráticos alcanzados en las últimas décadas "se han esfumado". El 78% de la población mundial, casi seis mil millones de personas, viven hoy bajo regímenes autocráticos, una proporción que nos devuelve al año 1986, a las vísperas del final de la Guerra Fría. Por primera vez en dos décadas, hay más gente gobernada por "autocracias cerradas" (un 28%) que por "democracias liberales" (tan solo un 13%). El informe indica que en 2022 cuarenta y dos países estaban en proceso de "autocratización", entre ellos EEUU y Brasil, pese a la victoria in extremis de Biden y Lula sobre Trump y Bolsonaro en las últimas elecciones: el paso de la derecha por el poder siempre deja fósiles institucionales difíciles de doblegar. Menos libertad académica y cultural, menos libertad de expresión, menos credibilidad electoral, menos derechos civiles, ésta es la tónica que se impone en el mundo por una especie de réplica viral en la que la dependencia comercial de las democracias respecto de las autocracias (pensemos en el poder económico de China, Rusia o Qatar) debilita aún más las resistencias liberales.
La lucha por la democracia, en consecuencia, es indisociable de la lucha por la Ciencia y la investigación histórica; es decir, de la escuela pública. A menos democracia, más negacionismo y más teorías de la conspiración. Una parte de la izquierda (la que niega los crímenes de Stalin, de Putin y de Bachar Al-Asad) coincide en eso con la ultraderecha: no cree en la objetividad de los saberes comunitarios (ni de los sufrimientos comunes) y no cree, en consecuencia, en las trabajosas chapuzas del Derecho y la Democracia.
Santiago Alba Rico, Negacionismos y democracia, Público 23/08/2023
Podríamos denominar o caracterizar la actual cultura occidental como «cultura psi». Todo síntoma, emoción, sentimiento o afecto que se siente como extraño o incómodo tiende a psicologizarse o psiquiatrizarse, y los especialistas en salud mental más críticos ya comienzan a inquietarse ante los efectos de posibles «contagios emocionales», sobre todo entre población adolescente. El problema a discutir aquí no es, como se ha defendido durante largos años, el efecto contagio de conductas suicidas (el llamado «efecto Werther»), sino el problema aún más inquietante de la estandarización de nuestra conducta. Es decir: cuando alguien ha sido diagnosticado en términos psicológicos o psiquiátricos, tiende a comportarse de una manera en la que pueda adecuar su personalidad, emociones, relaciones y conducta al trastorno que le haya sido «encomendado». Este es el verdadero problema: existe un extraño encariñamiento con el trastorno diagnosticado, y esto no ocurre por casualidad.
Nuestros ritmos frenéticos, la necesidad de vivir hiperconectados y el pavor a perdernos algo, el imperativo de la permanente rentabilidad en todos los ámbitos de la vida, la tecnologización de todos los procesos vitales, el creciente sentimiento de soledad o las recurrentes crisis económicas son sólo algunos de los factores de presión a los que nos vemos sometidos de continuo. Pero el auténtico drama nos sacude cuando, para poder sobrevivir, debemos reconocernos enfermos y, aun así, continuar. Porque lo normal es estar mal. Porque lo normal es sentirse cansado, avasallado… y nunca rendirse. A esto me refiero con «cultura psi»: necesitamos ayuda psicológica o psiquiátrica para sentir que, en el fondo, no estamos tan mal como parece porque, al menos, tenemos un diagnóstico que certifica que no podemos vivir al 100% continuamente. A fin de cuentas, esta es la tragedia: el diagnóstico «psi» (en psicología o en psiquiatría) nos reconcilia con el perverso modo de funcionar que nos hace enfermar.
Quién no tiene alrededor a alguien que le haya comunicado que habitualmente no tiene ganas de levantarse de la cama por la mañana, que no encuentra sentido a su vida o que le cuesta mucho seguir adelante (incluso cuando tiene todas sus necesidades cubiertas) pero que, «bueno, hay que continuar a pesar de todo». «Me han dicho que es una incipiente depresión», «nada me causa placer, pero todo pasará», «sólo es ansiedad, tengo medicación de rescate para que no vaya a más» o «nada preocupante, sólo es una racha». Puede que, incluso, esa persona seamos nosotros mismos.
En paralelo, toda una industria felicifoide, en ocasiones fraudulenta en términos psicológico-científicos pero multimillonaria de libros de autoayuda, seduce a sus consumidores con melosos y sugestivos conceptos como el de «resiliencia», «viajes interiores de autoconocimiento» o «crecimiento personal», por no mencionar las nuevas prácticas chamánicas con sustancias psicoactivas que prometen «limpiar» nuestras «impurezas» (como la ayahuasca o el peyote); una industria que, en definitiva, se lucra gracias a nuestro cotidiano sufrimiento. Tan terrible como cierto. La cultura psi se nutre de consumidores que se consumen a sí mismos: porque hay que seguir y porque, además, estoy diagnosticado (es decir, «estoy controlado») y debo continuar pase lo que pase. Y hay quienes, tras este alarmante escenario, están sacando un jugoso rédito económico de nuestros malestares. Incluso me atrevería a decir que los promueven.
Porque mientras leemos «el arte de no amargarse la vida», «vive sin miedo con diez sencillos pasos», «cómo encontrar a tu persona vitamina» o el último manual de autoayuda de turno, todo permanece igual ahí fuera. Nada cambia mientras nos hacemos resilientes y nos adaptamos a todo; nada cambia mientras hacemos nuestros viajes interiores o acudimos al coach emocional (que se ha sacado su título con un curso de un mes sin ningún tipo de certificación científico-psicológica).
A la vez, también, perdemos la alegría de vivir mientras nos enganchamos a una terrible carrera por alcanzar la felicidad a través de métodos salvíficos auspiciados por el último gurú de turno, que promete «hacernos olvidar todos nuestros problemas». Aunque no hay problema, porque estamos diagnosticados: tenemos la etiqueta, y eso nos calma, nos da tranquilidad. Por tanto, la cultura psi da voz a quien no la debe tener: a todo tipo de charlatanes que perpetúan la injusticia y las desigualdades sociales. Como apuntó la filósofa Agnes Taubert en el siglo XIX, «quienes sólo buscan la felicidad no piensan en el dolor general ni se inmutan frente a él. Esos egoístas sólo promueven la irreflexión para que nadie tome conciencia de su situación».
No sé a ustedes, pero a mí me preocupan enormemente los permanentes anuncios en la televisión que ofrecen asistencia psicológica online, la llamativa normalización con la que charlamos sobre trastornos emocionales o de la conducta, la naturalidad con la que hemos asumido que estamos enfermos y que, a pesar de todo y de todos, debemos continuar. Eso sin contar con toda la industria que se enriquece con nuestras inseguridades: cámaras en casa, alarmas y videovigilancia, relojes que miden todas nuestras constantes. Todo ha de estar medido, pautado, controlado: bajo sospecha.
Sí, por supuesto, debemos continuar, quién lo duda, pero es urgente trazar un análisis crítico de nuestro estado actual junto con especialistas en salud mental, pero también con filósofos, antropólogos, profesores, orientadores y sociólogos. ¿Qué nos ha hecho pensar que estar permanentemente enfermos, cansados, hastiados, carentes de deseo o sentirnos solos son síntomas de una vida normal? Es más, ¿qué nos ha hecho pensar que debemos ser resilientes porque todo eso es, sin más, cuanto debemos aguantar y a lo que nos debemos adaptar para vivir?
Continuar: sí, por supuesto. Para cambiar el escenario o, al menos, poner las condiciones para que suceda. Sin pasiva adaptación. Con activa resistencia y comprometida rebeldía intelectual.
Carlos Javier González, El peligro de la 'cultura psi'. ethic.es 16/03/3013
...¿tenemos actualmente más dificultades para afrontar las situaciones dolorosas que hace algunos años? Lo cierto es que vivimos en sociedades donde el estrés diario y el ritmo frenético de la actividad laboral y personal nos superan, pero a veces no somos conscientes de ello hasta que sobrepasamos cierto límite. Quizá esta propia vorágine vital es parte del problema, pero si no disponemos de tiempo para hacer un trabajo personal de introspección y reflexión –también para el descanso– que nos permita analizar nuestras debilidades, carencias y comenzar a hacer algo con ellas, tendremos más predisposición a acumular un malestar que en algún momento va a encontrar su vía de escape.
Entonces, ¿necesitamos siempre alguna de estas terapias y remedios cuando vivimos situaciones complejas? Si contamos con una base sólida y una fortaleza que hayamos aprendido desde nuestra infancia, probablemente nos resultará más sencillo afrontar las vivencias con habilidades propias. De hecho, tampoco resulta lo más recomendable acudir a una terapia ante la más mínima dificultad. Pero si el malestar repercute de forma prolongada en nuestra actividad cotidiana y en nuestras relaciones, sería el momento de buscar fórmulas que intenten remitir el dolor. Por ejemplo, la mirada externa, objetiva y profesional, de una psicóloga nos ayudará a enfocar desde otro lugar una misma vivencia, a poner en valor lo ya trabajado y a proponernos metas.
Es decir, ni todo el mundo necesita una terapia, ni esta tiene que ser por un tiempo prolongado. Pero lo cierto es que la psicoterapia –las terapias alternativas funcionan de un modo más cortoplacista– puede ser una gran caja de herramientas de la que poder extraer lo que precisemos en un momento determinado.
Esmeralda R. Vaquero, Siéntese y escoja su terapia, ethic.es 01/08/2023
Des de la meva perspectiva, viure i existir són dues maneres de ser en el món radicalment diferents, i és molt important establir-ne les diferències. Les plantes, els animals, i també els humans vivim, som éssers vius: naixem, ens reproduïm, envellim, morim… però existir no és viure, o no és només viure. Només un ésser humà existeix. Com indica la seva etimologia, existir és anar més enllà d’un mateix, és sortir de si-mateix vers allò que no és un mateix, vers el món, vers els altres, vers l’exterioritat…
Els éssers vius tenen una essència que determina la seva vida. No estan obligats a buscar-ne el sentit. En el cas dels éssers existents (els humans) no hi ha essència. Per això la dificultat que tenen (o tenim) els humans per habitar el món, per relacionar-nos amb els altres.
Existir és inventar-se, crear-se, però també és estar a l’altura dels esdeveniments que sorgeixen a la vida quotidiana, i que, precisament perquè són esdeveniments, també són imprevistos, no es poden preveure. Per aquesta raó, l’existència no té un manual d’instruccions, no hi ha “protocols” que ens diguin com hem d’existir, i també per això no som mai competents.
La consciència no és una paraula que jo personalment faci servir gaire, però, en tot cas, diria que la consciència humana és gramatical. Això significa que des del moment del naixement, l’existència humana hereta un univers simbòlic, sígnic, gestual, normatiu. Des d’aquest univers els humans ens fem les preguntes fonamentals de l’existència: Per què hem nascut? Quin sentit té la vida? Hi ha un després de la mort o tot acaba aquí? Precisament perquè som conscients de la nostra existència, aquestes preguntes no es poden eludir, no es poden evitar. Però el “drama” humà és que tampoc no es poden respondre, o, com a mínim, no es poden respondre definitivament. Potser sí que es poden trobar algunes respostes a aquestes preguntes, però sempre seran respostes relatives, contingents, revisables. El perill de qualsevol sistema totalitari, sigui del signe que sigui, és la pretensió de trobar una resposta “clara i distinta” a les preguntes fundacionals, a les qüestions metafísiques. En aquest sentit, crec que l’existència humana no pot deixar de fer-se preguntes metafísiques, relatives al sentit de la vida, però són interrogants que sempre quedaran oberts. I afegiria que no és gens fàcil viure amb aquesta mena de “raó desvalguda”, que és com jo anomeno la racionalitat humana.
En el món occidental, tant en la tradició grega (platònica) com en la cristiana, hi ha hagut la tendència de situar el valor de l’existència en una mena de més-enllà. Nietzsche, per exemple, es va encarregar de criticar molt aquesta opció. Perquè l’existència tingui valor caldria anar amb cura respecte a totes aquelles filosofies o religions que donen prioritat als transmons.
Crec que la filosofia ha de fer sobretot preguntes. Les respostes concretes depenen de cadascú. Precisament perquè tota existència és singular, és relacional i és situacional, cadascú de nosaltres ha de trobar la manera de viure i descobrir el goig de viure. En qualsevol cas, diria que el més important és acceptar que, des del punt de vista de l’existència, el goig, i també el dolor, depèn de la situació. Existir és acceptar la provisionalitat, que és una paraula que expressa la finitud. Ser finit vol dir que no hi ha res absolut en l’existència humana. Des d’aquesta perspectiva, diria que el goig s’inscriu en aquesta provisionalitat. L’humà és l’ésser que mai no pot passar les portes del paradís.
Mai no sabem com viure, mai no som competents en l’art de viure. Precisament perquè cada instant és primer i últim, cada moment de la vida pot tenir sentit, però també pot deixar de tenir-ne.
Qualsevol instant de l’existència humana està exposat al dolor, al sofriment, a la pèrdua, a l’absència, al buit existencial. L’humà és l’ésser que sempre ha d’acomiadar-se, com va escriure Rainer Maria Rilke a les seves Elegies de Duino. Des de Plató sabem que la mort és el gran tema de la filosofia (jo també diria de l’existència), però els filòsofs han pensat més en la pròpia mort i en la immortalitat de l’ànima que no pas en la mort dels altres, en el que he anomenat experiència de la pèrdua. El nostre present està habitat per “espectres”, per presències d’aquells que ja no hi són. Un dels grans relats que sempre rellegeixo és l’últim conte de Dublinesos, de James Joyce. És el que es titula Els morts. La nostra existència no només està feta de relacions amb els altres que són presents, sinó també de relacions amb els absents. La condició humana és elegíaca.
María Coll entrevista a Joan-Carles Mèlich: "Viure i existir són maneres radicalment diferents de ser", valors.org. 03/08/2023
La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social.
Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen– conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal. La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos en una sociedad y en una cultura determinadas, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso adquieran mayor hondura y protagonismo.
En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos.
En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico.
Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y social. Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible mejora. Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras de nuestro presente. Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos, sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar individual y comunitariamente. Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas. Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia de nuestras necesidades para fomentar las vehicular las pertinentes reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas). Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos sentir(nos).
Dime cuántas actividades gratuitas de bienestar personal y mental pone a tu disposición tu empresa y te diré el nivel de estrés perpetuo con el que te suelen asfixiar. La pandemia y el teletrabajo han logrado borrar de nuestro imaginario a aquella estampa de oficina enrollada repleta de chucherías distractoras que importamos de Silicon Valley, pero en contrapartida ha instaurado una neocultura de bienestar emocional corporativo que, como explica Thom James Carter en Los programas de mindfulness corporativo son abominables se ha convertido en «una nueva cortina de humo para que, una vez más, las empresas del tardocapitalismo hagan lo que hacen mejor: poner sus beneficios por encima de las personas». De aquellas oficinas diáfanas tipo loft, las de las neveras llenas de refrescos y cervezas, las de sitios de trabajo sin determinar, las de máquinas de café rebosantes a todas horas que animaban subliminalmente a trabajar sin parar –para qué vas a ir a casa si en la oficina te ponen hasta sofás para echar una cabezadita o descansar– hemos pasado a una nueva cultura empresarial en la que las compañías se congratulan de ofrecer respuestas a la epidemia de ansiedad y estrés laboral aplicando supuestos métodos revolucionarios de bienestar emocional. “Sentarte durante una presentación de mindfulness y meditación, cuando tu bandeja de correo electrónico está a rebosar y ya hay una cantidad indecente de trabajo por hacer, puede sentirse hasta insultante», apunta Carter sobre este boom corporativo cuya estrategia es la de encajar y acomodar el bienestar emocional en la lógica empresarial. «Esa apropiación de lenguaje que mezcla superación personal y autorrealización, esa fórmula que justifica la apropiación del mindfulness y la meditación en la lógica capitalista es el nuevo truco corporativo: conseguir más dinero siempre fue la intención principal», sentencia en su ensayo.
«Desde que implantamos estos programas ha mejorado nuestra productividad», decían desde el BBVA defendiendo su estrategia a Cinco Días. El pensamiento corporativo abraza estos recursos ‘saludables’ para el empleado por una única motivación: conseguir que sus resultados mejoren y así se optimicen los de la propia empresa. Los estudios lo prueban, tal y como recoge la investigación de Carter, se han publicado 813 investigaciones entre 1965 y 2005 que hablan sobre el uso terapéutico de la meditación (más de la mitad se hicieron después de 1994) sobre el cuerpo humano. Un nuevo paradigma que ha explotado en las grandes empresas de todo el planeta, sumándose a la mística de la cultura de la hipereficiencia laboral de Silicon Valley, esa que ha hecho del hackeo del cuerpo humano (el biohacking apuesta por convertir a nuestro organismo en una supermáquina optimizada) y del espiritualismo corporativo un matrimonio muy bien avenido para conseguir el triunfo empresarial.
«Cuando el mindfulness y la meditación se encajan en la lógica tardocapitalista no son las estructuras sobre las que se asientan las que tienen un problema: el problema se centra en ti”, escribe Carter a propósito de Search inside yourself (busca en tu interior), un lema que se ha convertido en una etiqueta paradigmática que viene a resumir la esencia de toda esta nueva cultura laboral: si estás quemado, tú eres el responsable de repensar qué haces mal con tu vida, buscar en ti mismo, y nunca analizar qué falla más allá de lo que tú puedes aportar.
Curiosamente, en estos programas de bienestar nunca se cuestionan esas «jornadas de 87 horas semanales, la falta de personal, los plazos de entrega inalcanzables, una rotación de plantilla exagerada o la ausencia de apoyo para hacer frente al teletrabajo» –las quejas que han hecho públicas esta misma semana unos auditores de segundo año de EY en su sede de Barcelona–. En esos talleres la respuesta para mejorar solo la encontrarás en ti mismo, nunca en el sistema que perpetua esa sobrecarga y jornadas extenuantes. Pagar un salario acorde a lo trabajado, tener un horario razonable o cumplir con las vacaciones estipuladas podrían solucionar ese manejo del estrés y ansiedad por el trabajo, pero para qué planteárselo si a los empleados se les inocula la creencia de que son solo ellos, equivocándose por no reprimir sus emociones adecuadamente y sin saber controlar el momento presente, los únicos que lo están haciendo mal.
Noelia Ramírez, Pensar en positivo ni sube el sueldo ni quita la carga de trabajo ..., smoda.elpais.com 27/04/2021
... (tomo II de la Historia de la sexualidad. El uso de los placeres) me he propuesto demostrar que en el siglo IV antes de Jesucristo prevalecía un código de restricciones y prohibiciones muy semejante al que tenían presente los moralistas y médicos de los primeros tiempos del Imperio romano. Creo, sin embargo, que la forma de entregar estas prohibiciones con respecto al yo por parte de estos últimos era muy distinta. A mi entender, ello se debe a que el objetivo principal de este tipo de ética era de orden estético. En primer lugar, la ética a que nos referimos se limitaba a un problema de elección personal. En segundo lugar, estaba reservada a un sector muy reducido de la población y, por consiguiente, no podía prescribir un modelo de comportamiento para todo el mundo. Por último, la elección personal era determinada en la voluntad de vivir una existencia bella y de dejar a los demás el recuerdo de una vida honorable. No creo que este tipo de ética pueda considerarse como un intento destinado a establecer una normalización de la población.
Lo que me llama la atención es que la ética griega se preocupaba más por la conducta moral del hombre, su ética y su relación consigo mismo y con los demás, que por los problemas religiosos. ¿Qué nos sucede después de la muerte? ¿Qué son los dioses? ¿Intervienen en nuestras vidas? Todas estas preguntas tenían muy poca importancia, ya que no estaban directamente relacionadas con la ética. Ésta, por su parte, no se hallaba vinculada con un sistema legal. Así, por ejemplo, las leyes contra la mala conducta sexual eran escasas y poco constrictivas. Lo que los griegos en realidad se proponían era construir una ética que fuese una estética de la existencia.
Me pregunto si nuestro problema hoy no es, en cierta forma, similar, ya que la mayoría de nosotros hemos dejado de creer que la ética esté sustentada por la religión, y nos oponemos a que un sistema, legal intervenga en nuestra vida privada moral y personal. Los movimientos de liberación más recientes están perdiendo fuerza porque no consiguen encontrar un principio que pueda servir de base para la elaboración de una nueva ética. Necesitan una ética, pero la única que encuentran se halla sustentada por un supuesto conocimiento científico de lo que es el yo, el deseo, el inconsciente, etcétera. La similitud entre estos problemas y los que se planteaban los griegos es sorprendente.
Cuando se lee a Sócrates, Séneca o Plinio, por ejemplo, se descubre que los griegos y los romanos no se hacían ninguna pregunta acerca de la vida futura, de lo que sucede después de la muerte o de la existencia de Dios. No consideraban que éste fuese un problema importante. Lo que les preocupaba era ante todo qué techné debía utilizar el hombre para vivir tan bien como debería. Creo, que se produjo una importante evolución en la cultura antigua cuando esta techné tou biou, este arte de la vida, se fue convirtiendo poco a poco en una techné del yo. Supongo que un ciudadano griego del siglo V o IV antes de Cristo debía pensar que esta techné consistía en no preocuparse por la ciudad ni por los compañeros. Para Séneca, en cambio, el problema consistía en preocuparse por uno mismo.
Ya en el Alcibíades de Platón aparece esta idea: uno debe preocuparse por uno mismo, porque se tiene la misión de gobernar la ciudad. Sin embargo, la preocupación por uno mismo empieza en realidad con los epicúreos y se generaliza con Séneca, Plinio ... : cada cual debe preocuparse por sí mismo. La ética griega y grecorromana gira en torno al problema de la elección personal, de una estética de la existencia.
La idea del bios como motivo de una obra de arte estética me parece muy interesante. Me fascina también la idea de que la estética pueda constituir una sólida estructura de la existencia, con independencia de lo jurídico, de un sistema autoritario, de una estructura disciplinaria.
De acuerdo con la ética de los griegos; lo que diferenciaba a las personas no era el hecho de que prefiriesen a las mujeres o a los muchachos o de que hicieran el amor de tal o cual forma. La diferencia fundamental residía en la cantidad, la actividad y la pasividad: ¿eres esclavo de tus deseos o eres su amo?
El problema no estaba en la desviación, sino en el exceso o en la moderación. Eso es lo que los griegos llamaban hubris, exceso.
Existían ejercicios cuyo fin era conseguir que la persona se hiciera dueña de sí misma. Según Epícteto, el hombre debía ser capaz de contemplar una bella mujer o un joven hermoso sin sentir ningún deseo por ella o por él. En este sentido, era necesario tener un dominio absoluto de uno mismo.
En la sociedad griega la austeridad sexual constituía una corriente de pensamiento, un movimiento filosófico que emanaba de las personas cultas, deseosas de imprimir a su existencia una mayor belleza e intensidad. En cierta medida, se puede decir que en el siglo XX ha ocurrido algo similar: se ha producido un intento de liberación con respecto a toda la represión sexual que impone la sociedad o que se ha acumulado en la infancia. En Grecia, Gide hubiera sido un filósofo austero.
No tenemos que elegir entre nuestro mundo y el mundo de los griegos. Pero, dado que nos permite comprender que algunos principios fundamentales de nuestra ética estuvieran vinculados en un determinado momento a una estética de la existencia, pienso que este tipo de análisis histórico puede sernos muy útil. Durante varios siglos hemos estado convencidos de que existían relaciones analizables entre nuestra ética, nuestra ética personal y nuestra vida cotidiana, por un lado, y las grandes estructuras políticas, sociales y económicas, por otro. Hemos pensado, por ejemplo, que para cambiar nuestra vida sexual o familiar era imprescindible alterar por completo nuestra economía, nuestra democracia, etcétera. Pienso que debemos deshacemos de la idea de que existe un vínculo analítico o necesario entre la ética y las estructuras sociales, económicas o políticas; con esto no quiero decir que no existan relaciones entre éstas y aquélla. De cualquier modo, se trata de relaciones variables.
Me llama la atención el hecho de que en nuestra sociedad el arte se haya convertido en algo que atañe a los objetos y no a la vida ni a los individuos. El arte es una especialidad que está reservada a los expertos, a los artistas. ¿Por qué un hombre cualquiera no puede hacer de su vida una obra de arte? ¿Por qué una determinada lámpara o una casa pueden ser obras de arte y no puede serlo mi vida?
Desde el punto de vista teórico, parece que Sartre, por medio de la noción moral de autenticidad, vuelve a la idea de que debemos ser nosotros mismos: ser de verdad nuestro verdadero yo. Sin embargo, la consecuencia práctica de lo que dice Sartre nos lleva a relacionar su pensamiento teórico con la práctica de la creatividad, y no con la de la autenticidad. Creo que de la idea de que el yo no nos es dado solo se puede extraer una consecuencia práctica: debemos constituirnos, fabricarnos, ordenamos como una obra de arte. Es interesante advertir que en sus análisis de Baudelaire o de Flaubert, Sartre sostiene que el trabajo de creación depende de una determinada relación consigo mismo -del autor consigo mismo-, que puede revestir la forma tanto de la autenticidad como de la falta de autenticidad. Me pregunto si no se puede sostener exactamente lo contrario: en lugar de considerar que la actividad creadora de un individuo depende del tipo de relación que mantiene consigo mismo, es posible vincular el tipo de relación que mantiene con él mismo con una actividad creadora, que constituye el centro de su actividad ética.
Hubert Dreyfus/Paul Rabinow, entrevista a Michel Foucault: "El sexo es aburrido", El País 27/06/1984
Una noticia triste: el filósofo estadounidense Harry G. Frankfurt falleció este domingo a los 94 años. Aunque escribió muchos artículos sobre la libertad y la responsabilidad moral, se le recuerda por haber definido y descrito en un texto de 1986 un término apropiado para estas semanas de campaña y elecciones: la charlatanería.
Como decía, no hay campaña política sin charlatanería, pero Frankfurt recuerda que está presente en todas partes, en gran medida por la necesidad que sentimos de compartir nuestra opinión sobre cualquier tema, aunque no tengamos ni idea… Cosa que, por cierto, escribió antes de que existiera Twitter.
...no se puede ser filósofo sin ser escéptico, porque es obvio que en cualquier investigación debemos dudar de las supuestas verdades establecidas, debemos mirar más allá de los engaños de las apariencias, aunque no tengamos más remedio que recurrir a las apariencias incluso cuando queremos cuestionarlas, como ya supo ese gran precursor escéptico y primer gran científico que fue Demócrito.
Lo cierto es que también los filósofos dogmáticos emplean el escepticismo en la construcción de sus sistemas, aunque después, como diría Sexto Empírico, una vez que llegan al tejado se deshacen de la escalera escéptica. Pero me temo que muchos se quedan allí arriba y ya no saben cómo bajar (ni cómo ayudar a otros a subir a tales alturas sin la escalera). En definitiva, filosofía y escepticismo son casi lo mismo, aunque tantas veces se olvide y se adopte el dogmatismo.
Julieta Lomelí, entrevista a Daniel Tobau: "No se puede ser filósofo sin ser escéptico", filco.es 14/07/2023
Para la IA, la barrera infranqueable está en el cuerpo, con su capacidad de actuar con el entorno a través de las experiencias. El cuerpo, y no solo el cerebro, conforma la inteligencia, y sin cuerpo no puede haber inteligencia de tipo general.
Tampoco las máquinas tienen sentido común ni se les puede dotar de él, y sin sentido común no es posible una comprensión profunda del lenguaje ni una interpretación inteligente de lo que capta un sistema de percepción visual o táctil. Estos conocimientos son producto de nuestras vivencias y experiencias como humanos, y dan una generalidad y profundidad inalcanzable para las máquinas, que solo funcionan en entornos restringidos y preparados y no entienden la relación causa-efecto, solo la correlación.
Los sistemas de IA no aprenden como el ser humano, son el olvido catastrófico, no tienen capacidad multipropósito: lo que aprenden en un área no pueden utilizarlo deductivamente en otra.
Concluye López de Mantaras que “por muy inteligentes y generales que llegaran a ser las futuras inteligencias artificiales, siempre serán distintas a la inteligencia humana ya que dependen de los cuerpos en los que están situadas. El desarrollo mental que requiere toda inteligencia compleja depende del entorno. A su vez, estas interacciones dependen del cuerpo. Probablemente las máquinas seguirán procesos de socialización y culturización distintos a los nuestros, por lo que, por muy sofisticadas que lleguen a ser, serán inteligencias distintas a las nuestras. El hecho de ser inteligencias ajenas a la humana –y por lo tanto ajenas a nuestros valores y necesidades– debería hacernos reflexionar sobre las posibles limitaciones éticas al desarrollo de la IA”.7
Por ser más precisos: ¿qué es lo que nunca podrá hacer la IA? Nunca podrá 1) partir de cero y crear algo que no existe; 2) opinar, ser autocrítica; 3) sentir emociones: la IA no puede experimentar emociones como los humanos; 4) pensar de manera abstracta y creativa o improvisar.
No parece que con esta realidad encima de la mesa sea muy racional angustiarse por la capacidad de la IA de desplazar a la humana y poner fin a nuestra civilización. Sería contrario a la experiencia decir que esto nunca podrá suceder, pero no que esto no podrá suceder en un futuro alcanzable.
Carlos López Blanco, Inteligencia Artificial y los luditas exquisitos, Letras Libres 01/07/2023
A diferencia de Sócrates, el chatbot ni siquiera sabe que no sabe nada. Por eso, en su mercado, solo opera con respuestas supuestamente basadas en hechos y no con preguntas sin respuesta. En lugar de esforzarse por mostrar ideas eternas, cada una de sus afirmaciones se basa en probabilidades siempre cambiantes. En lugar de desconfiar profundamente de la escritura como medio, como hacía Sócrates, porque permitía fingir el conocimiento, los chatbots se basan en la simulación del conocimiento a partir de textos escritos. En lugar de detenerse asombrado ante las preguntas más elevadas, el chatbot siempre ofrece alguna tontería inventada libremente, aunque no exista ningún dato para sustentarla. En lugar de sopesar las voces que participan en una conversación libre, se basa en su mera recopilación y recuento. En lugar de cuestionar productivamente la autoridad, iguala toda forma de autoridad evolucionada. En lugar de esforzarse por salir de la cueva de lo meramente creído con cada nuevo término, sus parpadeantes palabras en la penumbra se hacen pasar por la realidad misma. En lugar de ser impulsado por su propio demon, el devenir del chatbot es impulsado por el anónimo mammon. En lugar de buscar su propia voz, imita a la perfección la de todos los demás. En lugar de emanciparnos cada vez más como seres que aprenden, amenaza con dejarnos a todos en la condición de becarios permanentes.
Wolfram Eilenberger, ¿Adiós a Sócrates?, Letras Libres 01/07/2023
Una mujer a la que conozco y quiero desde mi infancia, que siempre ha votado a IU y a la que convencí el otro día de que no podía abstenerse, me expresaba su "cansancio de la izquierda", cansancio que entre sus vecinos del barrio del Pilar, donde ella vive, alcanza -me decía- cotas de una visceralidad sideral. A mi pregunta de por qué un barrio de trabajadores había votado al PP y podía votar eventualmente a Vox, me respondía del modo más lúcido y sintético: ellos quieren ser ricos y la izquierda les pide sobriedad y solidaridad; quieren divertirse y la izquierda les aburre; llegan cansados del trabajo y la izquierda les regaña, les pide un esfuerzo feminista o ecologista o antropológico. Mi amiga explica a su manera que se ha producido una ruptura total entre una izquierda elitista muy puritana y una clase trabajadora formateada por el deseo neoliberal a la que le importa mucho más la seguridad que el voto y que está dispuesta a votar, por tanto, contra la democracia: ETA y los okupas presiden buena parte del horizonte mental de personas normalmente buenas que siguen regalando una cebolla a sus vecinos, prestándose a cuidar a sus hijos y visitándolos en el hospital cuando se ponen enfermos.
El PP y Vox, apoyándose en sus medios de comunicación, han convertido ese cansancio en odio. Para la mitad de la población, la izquierda, en efecto, no es ya una opción política equivocada, pero legítima. Es el otro, el mal, la anti-España que creíamos haber dejado atrás y que moviliza en negativo a miles de españoles, hombres y mujeres, los cuales consideran de pronto mucho más material esta emoción agresiva (contra los progres, las feministas, los ecologistas, los independentistas) que las medidas tomadas por el Gobierno para proteger a los ciudadanos. Alguien podría aducir que la izquierda ha perdido votos porque no ha ido lo bastante lejos en sus políticas sociales y económicas. No estoy seguro. Una política más valiente, absolutamente necesaria, podría haber arrancado votos en otro sitio (en el abstencionismo endémico, por ejemplo, muy connotado en términos de clase) pero más que el puñado de votos en disputa, siempre el mismo, importa su repentina coloración emocional. No es un ciclo; es un temperamento. Y un temperamento es mucho más material que un salario. Allí donde el odio se convierte en la mayor fuente de satisfacción, de nada sirven las medidas ni los datos ni los discursos. Ese es el marco antropológico del deseo neoliberal: consumo y odio. Odio y consumo. El pasado 28M vimos el poder avasallador que tiene ese matrimonio en una ciudad como Madrid.
Así que el neoliberalismo y la derecha llevan en campaña muchos años; una campaña exitosa que hoy da sus frutos, no como cambio de ciclo sino como cambio de atmósfera.
Santiago Alba Rico, ¿Por qué no voy a votar?, Público 10/07/2023
Según mucha gente, tanto desde dentro de la filosofía académica como desde fuera de ella, no solo es que el nihilismo esté vigente, sino que el nihilismo es algo así como el modo de pensamiento más propio y más característico de nuestra época. Pero, como digo en el libro, el nihilismo es más bien una filosofía huérfana, porque prácticamente no hay ningún filósofo o filósofa que se haya definido como nihilista, y en cambio son legión aquellos que intentan ayudarnos a «superar» el nihilismo o a «enfrentarnos» a él.
Por otro lado, la imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta. En principio, el nihilismo consiste en una tesis bastante simple y, en nuestros días, cuasi-trivial: que no hay la más mínima base racional para pensar que el mundo, la vida y la existencia sean el tipo de cosa que tiene, ni debería tener, algo así como un «propósito» o un «sentido», sobre todo si concebimos este «propósito» como algo trascendente. En este sentido, podemos identificar el nihilismo con lo que Max Weber llamó, hace ya más de un siglo, el «desencantamiento del mundo», resultado por una parte del triunfo de la concepción científica y naturalista de la realidad, y por otra parte, del auge de la democracia liberal, que se basa en la idea de que el orden político no se puede fundamentar en ninguna concepción determinada y excluyente del «bien supremo». En cambio, tanto quienes critican el nihilismo, como la mayoría de quienes de algún modo lo han adoptado, añaden a esa sencilla tesis otras ideas que, en mi opinión, no se siguen en absoluto de la primera: por ejemplo, la idea de que el nihilismo nos obliga a tener una actitud tenebrosa y desilusionada ante la vida, o la idea de que negar la existencia de valores trascendentes y absolutos implica inevitablemente la destrucción de «las cosas buenas de la vida», etcétera. Esta última idea en particular me resulta especialmente molesta: seguro que la sociedad actual tiene problemas muy graves, claro que sí, pero no hay ninguna prueba de que esos problemas estén causados por algo así como «el nihilismo», y en realidad, lo que muestra la historia es que la vida en las sociedades del pasado, que no eran nada nihilistas, fue por lo general muchísimo más penosa que en nuestra época.
Lo cierto es que, hasta hace muy poco, nunca había pensado en mí mismo como un nihilista, pues, como casi todo el mundo, tendía a asociar ese concepto con su habitual caricatura derrotista, cínica y autodestructiva. Pero al leer el año pasado varios textos «contra el nihilismo de nuestro tiempo», en los que, en gran medida, se identificaba ese nihilismo con el positivismo y el relativismo ético, que sí que llevo mucho tiempo defendiendo, me di cuenta de que, en realidad, yo sí que era un nihilista. Repito, nihilista en el más elemental sentido de no aceptar que la vida tenga un propósito, ni, sobre todo, que tenga por qué tenerlo, ni que tenga que ser un drama el hecho de que no lo tenga. Al pensar esto, caí también en la cuenta de que, quien se considera nihilista porque encuentra muy deprimente el hecho de que la vida carece de sentido, en realidad no es un nihilista hasta sus últimas consecuencias. Porque si eso lo encuentra deprimente, es porque en el fondo todavía piensa que la vida «debería» tener algún sentido trascendente para poder vivirla con alegría… ¡Y es justo esto último (la necesidad de un sentido) lo que el nihilismo niega!Quizás la más certera imagen del nihilismo contemporáneo fue la que ofreció Nietzsche con su fábula del «último hombre»: esa clase de seres humanos que solo se preocupan por el consumo y el bienestar. Al fin y al cabo, si hemos dejado de creer en la necesidad de valores trascendentes, son los valores inmanentes (o sea, materiales, concretos, de aquí y ahora) los que más nos van a atraer. Podemos llamar «consumismo» a eso, o «materialismo», si queremos. Aunque no necesariamente «egoísmo», porque uno puede preocuparse porque toda la sociedad goce del mayor bienestar material posible. Tampoco quiere decir que solo nos motive el consumo de «bienes materiales», pues para el materialista no es que no exista lo espiritual, sino que lo que llamamos «espiritual» es en realidad igual de material que todo lo demás: es parte del funcionamiento biológico de nuestra psique. O sea, que uno puede ser «consumista» y querer «consumir» placeres como los de la buena música, la buena conversación, la buena literatura, la contemplación de un hermoso paisaje, incluso la meditación (los servicios de un buen maestro de meditación no dejan de ser un bien de lujo, al alcance de pocos bolsillos).
Pero fijémonos en la inconsistencia que suele esconderse tras las acusaciones de «nihilismo»: por una parte, para Nietzsche el ser humano consumista y preocupado únicamente por el bienestar material sería la apoteosis del nihilismo; pero, por otra parte, el propio Nietzsche y sus seguidores también acusan de nihilista a cosas como la metafísica de Platón y la fe cristiana, para las que el consumismo contemporáneo sería más bien una aberración moral. En realidad, creo que lo que se esconde tras esta paradoja es la tendencia a usar «nihilista» como un mero insulto que significa «todo aquello que no me gusta de la sociedad actual».
En realidad, un nihilista no necesita (¡naturalmente!) creer en la existencia de algo así como «criterios objetivos de progreso». Para el nihilista no existen valores absolutos, pero sí que existen las valoraciones y los criterios o preferencias subjetivos de cada cual, y, desde ese punto de vista, cada uno juzgará si ciertos procesos históricos han constituido o no un progreso. También es cierto que casi todos los casos que a alguien le puedan parecer «un progreso» contendrán también cosas buenas que se hayan perdido, y unos las juzgarán más importantes y otros menos. A mí, personalmente, me parece que la mayoría de la humanidad vive ahora bastante mejor que como se había vivido hasta hace cien o doscientos años; si a esto queremos llamarle «progreso a la occidental» o «progreso positivista», pues no me pelearé por las etiquetas. Pero entiendo que haya a quien le parezca que lo que ha desaparecido era más valioso que lo que hemos logrado, y que, por tanto, no ha habido algo así como un «progreso en términos netos», o que otras formas de progreso serían preferibles. Tampoco pretendo que a todo el mundo le guste la misma música que me gusta a mí.
Lo que está claro es que casi todas las culturas humanas han basado su comprensión del mundo en algún tipo de religión, y que, hasta hace relativamente poco, casi nada de lo que llamamos «cultura» habría existido, o habría sido igual, sin esas religiones. Es solo a partir de finales de la Ilustración, y sobre todo a partir del siglo XIX, cuando la sociedad empieza a tolerar primero, y a hacer muy popular después, la idea de que «se puede vivir como si no hubiera dioses». Como decía al principio, esto es parte del proceso de «desencantamiento del mundo», y a día de hoy, al menos en los países occidentales, casi todo el mundo acepta que las creencias religiosas no pueden tomarse como base para las decisiones públicas, en especial para las decisiones sobre qué podemos tomar como conocimientos públicamente certificados. Personalmente, pese a las frecuentes lamentaciones de muchos que dicen que «cuando se abandona la religión, cualquier otra cosa se puede convertir en religión» (o que «si dios no existe, todo está permitido»), me parece bastante obvio que nuestro actual pacto social, que dice que la religión no debe inmiscuirse en las decisiones públicas y la búsqueda de conocimiento (y que en ese sentido, hemos de organizar la sociedad «como si dios no existiera»), ha permitido que vivamos bastante mejor que cuando las religiones eran el pilar que sostenía el orden social y la visión del mundo. Creo que la mejor definición de ateísmo es precisamente esa, la de aceptar vivir sin dioses, y en ese aspecto creo que el triunfo del ateísmo ha sido de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad.
Sobre si «necesitamos creer en algo», el nihilismo no niega el relevante papel que tienen nuestras motivaciones y nuestras ilusiones para el éxito de nuestros planes y actividades. En este sentido, seguramente es importante que la gente viva ilusionada (no confundir con que se haga ilusiones), pero lo que nos ilusiona no tiene por qué ser el tipo de entidades o realidades fabulosas que pululan por el imaginario de las diversas religiones, pueden ser cosas completamente «materiales», como encontrar un buen empleo, convertirse en un autor de éxito, ser afortunado en el amor, hallar una explicación científica solvente de un fenómeno físico, o diseñar un buen sistema de transporte público. Podemos llamar «fe» a la ilusión que tiene alguien en poder conseguir alguno de estos fines, pero estaremos haciendo trampas en nuestros argumentos si suponemos que esa fe es el mismo tipo de «fe» de la que hablamos cuando hablamos de religión.
David Lorenzo Cardiel, entrevista a Jesús Zamora Bonilla: "La imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta", ethic.es 03/05/2023