Al amparo de la democracia ateniense, Aristóteles definió a los humanos como seres sociales, animales cívicos inseparables de las redes de afectos, vínculos, intercambios, solidaridades y sueños compartidos que nos anudan y sostienen. En su Política, argumentó que un individuo no logra ser feliz en una ciudad infeliz: las penalidades de tus vecinos son también tu desgracia. “Quien es incapaz de vivir en comunidad o quien nada necesita por su propia suficiencia no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. El ideal de independencia y arrogante autonomía puede ofrecer una vida divina o fiera, pero en todo caso inhumana. También había sombras en la comunidad imaginada por Aristóteles; las mujeres y esclavos quedaban excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, un mensaje poderoso late en sus palabras: todos los seres humanos somos políticos, y no solo los profesionales del gremio parlamentario.
Loables o detestables, las decisiones del poder nos afectan siempre. Quizá por eso, los griegos llamaban “idiota” —cuya raíz significa “propio”— a quienes se desentendían de los asuntos públicos, pendientes solo de sus intereses particulares. En tiempos de sobresalto, la política se vuelve sospechosa y las sociedades se fragmentan en archipiélagos de esfuerzos aislados, privados —de aliento colectivo— y desconfiados. En esos momentos, cuando se ignora lo que nos anuda y abundan los idiotas, suben al poder quienes se las saben todas.
En uno de los más famosos diálogos de Platón, el filósofo Protágoras —portavoz intelectual de aquella joven democracia— se pregunta cómo logramos convivir en sociedad, pese a los conflictos y los exabruptos. Para explicarlo, cuenta un mito donde las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro. Cuando los dioses crearon el mundo, encargaron a dos titanes, Prometeo y Epimeteo, distribuir dones entre la multitud de seres vivos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo —cuyo nombre significa “el que actúa primero y piensa después”— insistió en ocuparse a solas del reparto; como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Sin embargo, olvidó reservar un regalo para la especie humana. Ahí quedamos, inermes, torpes, sin alas ni aletas, patilargos, cabezones, vulnerables… una calamidad. Para resolver el desastre, Prometeo robó del cielo la chispa del fuego y así aprendimos a encender hogueras. Apiadándose de nuestra especie desvalida, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político. Protegidos de la oscuridad y el frío por ambos dones —el fuego y la palabra que une—, inauguramos las veladas en torno al círculo hospitalario de luz para contar cuentos, coser y cantar, crear comunidad. Al amor de la lumbre, incluso antes de inventar las mesas, la humanidad practicó las sobremesas.
De esa manera, aunque seamos débiles por separado, nos hicimos fuertes al colaborar. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero aprendimos a tejer sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva es el talento para cooperar. La filósofa María Zambrano nos definía como “soledades en convivencia”. En Persona y democracia reclamó “una sociedad humanizada donde lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sufrimiento”. Frente al desamparo que siempre nos acecha y, a falta de colmillos, nos protege actuar como animales políticos, capaces de compartir, cuidarnos y divertirnos juntos. Gracias a los dioses, tenemos chispa. Y en la densa oscuridad, somos breves fulgores que se buscan.
La antropología y la biología evolutiva confirman las intuiciones de aquellos mitos originarios. En su ensayo The Secret of Our Success, Joseph Henrich actualiza a Epimeteo: el ser humano es una criatura débil, lenta y no particularmente hábil para trepar a los árboles; nacemos gordos, prematuros y con el cráneo abierto. En una casa de apuestas prehistóricas, nuestra cotización habría sido nula. Heinrich sostiene que los logros de nuestra especie no son fruto de una inteligencia innata o habilidades mentales especializadas. El motivo es que crecemos aprendiendo de otras personas. Cada generación construye sobre los cimientos de las estrategias y sabiduría acumuladas por generaciones previas. Este bagaje supone una ventaja tan grande que la selección natural ha favorecido durante milenios a quienes mejor aprenden socialmente. La trenza entre la cultura y los genes nos volvió peculiares, un nuevo tipo de animal: aprendices adaptativos. Heinrich afirma que la innovación depende de nuestra habilidad para colaborar más que de nuestro intelecto, y el gran reto es evitar la fragmentación y la disolución de nuestras comunidades.
La ciencia muestra que los mayores avances no son destellos de mentes excepcionales, únicas e irrepetibles. Al contrario, los grandes descubrimientos son resultado de hallazgos previos, colaboración y saber compartido a lo largo del tiempo. Sin embargo, en la escuela aprendemos nombres estelares asociados a tecnologías revolucionarias. Idolatramos una mitología protagonizada por líderes carismáticos y paternalistas, gobernantes providenciales, emprendedores solitarios y genios disruptivos. En una perversa paradoja de nuestra política, las habilidades necesarias para ganar elecciones —ferozmente competitivas— eliminan de la carrera a quienes gobernarían de forma serenamente colaborativa. Ser un pedazo de pan cotiza a la baja —y al hambre— en el mundo del apego al ego.
Como enseñan los cuentos infantiles y Aristóteles, el mito del triunfador hecho a sí mismo es irreal: todo avance solitario es en realidad solidario. Por algo llamamos “compañías” a las empresas y, por eso, el lugar donde aprendemos —el colegio— nos reclama ser buenos colegas. De hecho, separarnos y enfrentarnos disminuye nuestra prosperidad. Divididos somos más combativos y conflictivos, menos efectivos. No es casualidad que las palabras sólido, salud y solidario tengan el mismo origen lingüístico. Hemos construido sociedades sobre una paradoja: a la debilidad debemos nuestra fortaleza. La indigencia del ser humano se convierte en el principio de nuestro poder, escribe Zambrano. La evolución cultural favoreció el crecimiento de las tribus, la cooperación, la armonía interna y la valentía para compartir riesgos. Ante los problemas ajenos, milenios de selección premiaron el compañerismo, no el “con su pan se lo coman”. Lo que nos hizo diferentes es no ser indiferentes a los demás.
Irene Vallejo, Animales, dioses, idiotas, milenio.com 04/05/2024
Cuando se siguen estas reglas, un efecto inmediato es que los blancos de tus críticas se vuelven más receptivos a ellas: ya has mostrado que comprendes su postura tan bien como ellos, y también has demostrado tener buen juicio (coincides con ellos en algunos asuntos importantes e incluso algo que han dicho te ha convencido).
"El teu Déu és jueu,
la teva música és negra,
el teu carro és japonès,
la teva pizza és italiana,
el teu gas és algerià,
el teu cafè és brasiler,
la teva democràcia és grega,
els teus números són àrabs, les teves lletres són llatines.
Sóc el teu veí I encara em dius estranger?"
"Tu Dios es judío,
tu música es negra,
tu carro es japonés,
tu pizza es italiana,
tu gas es argelino,
tu café es brasilero,
tu democracia es griega,
tus números son árabes, tus letras son latinas.
Soy tu vecino ¿Y todavía me llamas extranjero?"
Eduardo Galeano
"Després de les lliçons de les últimes dècades, pocs creuen en el lliure comerç, excepte alguns ideòlegs acèrrims. És una teoria que mai va funcionar enlloc. Totes les grans economies es van construir gràcies a un mur de protecció i amb diners del govern"
“La mala comprensión que tienen las élites de la situación parte de que no aprecian el componente social del trabajo. Quienes están obsesionados con la eficiencia lo ven con un medio para asignar recursos. Al hacerlo, subestiman la dignidad que los individuos obtienen de un trabajo con sentido”.
"La pérdida de dignidad que nace de la ausencia de empleo estable y bien pagado no se comoensa con bienes baratos ni con control social.
"Los países con superávits persistentes son los verdaderos proteccionistas. ôr lo tanto, lo más adecuado para forjar algo similar al verdadero libre comercio es introducir potentes mediadas que restablezcan el equilibrio".
Esteban Hernández
19/05/2024
"El problema del trabajo es el problema del tiempo; el problema del tiempo es el problema del valor; el problema del valor es el problema del sentido de la vida. Y todos ellos se resumen en nuestra contradicción fundamental entre nuestros deseos de vivir el reino de la libertad y tener que vivir minuto a minuto en el reino de la necesidad. En particular, de la necesidad de "ganarse la vida" en vez de producir y reproducir, y cuidar juntos la vida."
Remedios Zafra 16/05/2024
Com declararies a aquesta persona si fossis un jutge o jutgessa, culpable o innocent? Justifiqueu les vostres raons a partir de la lectura del text anterior.
El Homer del futuro. En una escena del episodio 467 de los Simpsons, Homer se está comiendo un tarro de mayonesa mezclada con vodka. Entonces dice: «Esto es problema del Homer del futuro. ¡No me gustaría estar en su pellejo!». De hecho, si pensamos que la continuidad de consciencia es una ilusión, ya que nuestra consciencia va haciendo barridos de forma discreta cada pocos milisegundos, nuestro yo desaparece a cada momento ¡Morimos contínuamente! Entonces, lo que le pase a mi yo del futuro no debería importarme mucho ya que será una persona diferente a mi yo del presente. Yo no creo demasiado en esa idea porque, en cualquier caso, si mi continuidad es una ilusión, en tanto que ilusión es muy real para mí. Pasa como con el libre albedrío. Aunque no sea cierto que elijamos libremente no podemos vivir de otra forma ¿Cómo se pueden tomar decisiones sin creer que se están tomando decisiones? De la misma manera, creo que mi yo de hace diez minutos era yo aunque no lo fuera, y mi yo del presente se preocupa un poco (quizá menos de lo que debería) de mi yo del futuro. De todas maneras, cuando uno está demasiado agobiado por las infinitas obligaciones de la vida adulta, siempre es saludable posponer ciertas preocupaciones y dejárselas a nuestro Homer del futuro.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, Herramientas cognitivas IV, La máquina de von Neumann 27/04/2024
Carta a Georges Bernanos[1]
(¿1938?)
Estimado señor:
Por ridículo que resulte escribirle a un escritor que, dada la naturaleza de su profesión, siempre está inundado de cartas, no puedo evitar hacerlo después de leer Los grandes cementerios bajo la luna. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve: el Diario de un cura rural es a mis ojos el más bello, al menos de los que he leído, y verdaderamente un gran libro. Sea como fuere, el hecho de que me hubieran gustado otros libros suyos no me daba motivos para importunarlo comunicándoselo por escrito. Pero algo distinto ocurre con el último: yo he tenido una experiencia que se corresponde con la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida aparentemente –solo aparentemente– con un espíritu por completo distinto.
Aunque no soy católica –lo que voy a decir, dado que no lo soy, sonará sin duda presuntuoso para cualquier católico, pero no puedo expresarme de otra manera–, lo cierto es que jamás me ha parecido ajeno lo católico, lo cristiano. A veces me he dicho a mí misma que si simplemente se pusiera en las puertas de las iglesias un cartel que prohibiese la entrada a cualquier persona con una renta superior a tal o cual pequeña suma, entonces yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías han estado dirigidas a los grupos que afirman pertenecer a las capas despreciadas de la jerarquía social, hasta que me he dado cuenta de que tales grupos desalientan por su naturaleza todas las simpatías. El último que me inspiró algo de confianza fue la CNT española. Yo había viajado un poco por España antes de la guerra civil, poco pero lo suficiente para sentir el inevitable amor a sus gentes; había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y de sus defectos, de sus aspiraciones más y menos legítimas. En la CNT y en la FAI había una mezcla asombrosa; cualquiera era admitido y, en consecuencia, la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo y la crueldad se codeaban con el amor, el espíritu de fraternidad y, sobre todo, esa reivindicación del honor que resulta tan hermosa entre los hombres humillados; me pareció que quienes llegaban allí movidos por un ideal prevalecían sobre aquellos impulsados por su afición a la violencia y el desorden. En julio de 1936 me encontraba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha horrorizado más de ella es la situación de quienes se hallan en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es decir, de desear cada día, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de otros, me dije que París representaba para mí la retaguardia, y tomé el tren a Barcelona con la intención de alistarme. Eso fue a principios de agosto de 1936.Un accidente hizo que mi estancia en España fuese corta. Estuve unos días en Barcelona, después en el campo aragonés, a orillas del Ebro, a unos quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar por el que recientemente las tropas de Yagüe cruzaron el Ebro; luego en el palacio de Sitges transformado en hospital y después otra vez en Barcelona; en total pasé en España unos dos meses. Salí de allí en contra de mi voluntad y con la intención de regresar. Pero después, de manera deliberada, no hice nada al respecto. Ya no sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era, como me había parecido al principio, una de los campesinos hambrientos contra los terratenientes y contra un clero cómplice de estos, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.
Conozco ese olor de guerra civil, sangre y terror que desprende su libro; lo he respirado. Debo decir que no he visto ni escuchado nada que alcance el grado de ignominia de algunas de las historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos, esas juventudes fascistas italianas que hacían correr a los viejos a porrazos. Pero lo que escuché fue suficiente. Estuve a punto de presenciar la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me pregunté si simplemente me quedaría mirando o si me dispararían al intentar intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias abarrotan mi pluma… Pero se haría demasiado largo contarlas todas; además, ¿para qué? Bastará con una. Me encontraba en Sitges cuando regresaron derrotados los milicianos de la expedición a Mallorca. Habían sido diezmados. De los cuarenta jóvenes que habían salido de Sitges, nueve habían muerto; nos enteramos cuando regresaron los otros treinta y uno. A la noche siguiente se llevaron a cabo nueve expediciones punitivas, y nueve fascistas o supuestos fascistas fueron asesinados en esta pequeña ciudad en la que en julio no había sucedido nada. Entre esos nueve estaba un panadero de unos treinta años, cuyo delito, según me dijeron, era el haber sido miembro de un somatén; su anciano padre, de quien era hijo único, y único sostén, se volvió loco. Otra historia: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países apresó, tras una escaramuza, a un joven de quince años que luchaba como falangista. Tan pronto como lo cogieron, temblando al ver morir a sus compañeros junto a él, dijo que había sido reclutado por la fuerza. Lo registraron y encontraron una medalla de la Virgen y un carné de falangista; fue enviado ante Durruti, jefe de la columna, quien, tras explicarle durante una hora la belleza del ideal anarquista, le dio a elegir entre morir o alistarse inmediatamente en las filas de quienes lo habían hecho prisionero, para luchar contra sus camaradas de la víspera. Durruti le dio al muchacho veinticuatro horas para que se lo pensase; pasado el plazo, el joven dijo que no y lo fusilaron. No obstante, Durruti fue en algunos aspectos un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe no ha dejado de pesar en mi conciencia, aunque no me enteré de lo ocurrido hasta más tarde. Y una historia más: en un pueblo que rojos y blancos habían tomado, perdido, reconquistado y vuelto a perder no sé cuántas veces, los milicianos rojos, tras haberlo reconquistado definitivamente, encontraron en los sótanos a un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro hombres jóvenes. Y razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos retiramos, se quedaron esperando a los fascistas, es porque ellos mismos son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron de inmediato, y después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos. Una última historia, esta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; uno fue asesinado en el acto, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después le dijeron a ese otro que podía irse. Cuando estaba a unos veinte pasos de distancia, lo abatieron. El que me contó la historia se sorprendió mucho al no verme reír.
En Barcelona, una media de cincuenta hombres eran asesinados cada noche en las expediciones punitivas. Proporcionalmente, eran muchos menos que en Mallorca, ya que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes. Además, durante tres días tuvo lugar allí una sangrienta batalla callejera. Pero quizá los números no sean lo principal en este asunto. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Ni entre los españoles ni entre los franceses que habían ido allí a luchar o a darse una vuelta –estos últimos eran casi siempre intelectuales aburridos e inofensivos–, vi yo jamás a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, repulsión, desagrado o incluso desaprobación ante la sangre derramada innecesariamente. Usted habla del miedo. Y sí, el miedo tuvo algo que ver con estos asesinatos; pero donde yo estuve, no vi que tuviese el peso que usted le atribuye. En una comida presidida por la camaradería, hombres aparentemente valientes –vi con mis propios ojos el coraje de al menos uno de ellos– contaron con una sonrisa fraternal cómo habían matado a sacerdotes o a “fascistas” –término este con un sentido muy amplio–. Por lo que a mí respecta, tuve la sensación de que, cuando las autoridades temporales y espirituales colocan a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuyas vidas tienen un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan. Y si por casualidad se siente al principio un poco de asco, entonces se guarda silencio y pronto se sofoca tal desagrado, por miedo a parecer falto de virilidad. Hay ahí un impulso, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fuerza del alma que debo considerar excepcional, ya que no la he visto en ninguna parte. Me encontré con franceses pacíficos, a quienes hasta entonces yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido por sí mismos ir a matar, pero que disfrutaban visiblemente de esa atmósfera impregnada de sangre. Jamás podré tenerles ningún respeto en el futuro.
Semejante atmósfera borra de inmediato el objetivo mismo de la lucha. Porque solo podemos formular el objetivo reduciéndolo al bien público, al bien de los hombres –y los hombres resultan aquí irrelevantes, carecen de valor–. En un país donde los pobres son en su gran mayoría campesinos, el objetivo esencial de cualquier grupo de extrema izquierda debe ser el bienestar de dichos campesinos; y esta guerra ha sido quizá sobre todo, al principio, una guerra por y contra el reparto de tierras. Sin embargo, esos pobres pero magníficos campesinos de Aragón, que tanta dignidad han conservado bajo las humillaciones, no eran para los milicianos ni siquiera un “objeto de curiosidad”. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad –al menos yo no vi nada parecido, y sé que los robos y las violaciones, en las columnas anarquistas, se castigaban con la muerte–, un abismo separaba a los hombres armados y a la población desarmada, un abismo bastante similar al que separa a pobres y ricos. Ello se manifestaba en la actitud siempre algo humilde, sumisa y temerosa de los unos, y en la desenvoltura, despreocupación y condescendencia de los otros.
Uno parte hacia España como voluntario, con la idea del sacrificio, y se encuentra en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con mucha más crueldad y menos respeto hacia el enemigo. Podría continuar con estas reflexiones indefinidamente, pero debo ponerles un límite. Desde que estuve en España, he escuchado y leído todo tipo de consideraciones al respecto, pero no puedo citar a nadie, aparte de usted, que, hasta donde se me alcanza, haya estado inmerso en la atmósfera de la guerra de España y haya resistido. Usted es monárquico, un discípulo de Drumont.[2] ¿Qué me importa? Me resulta incomparablemente más cercano que mis compañeros de la milicia aragonesa, esos camaradas a quienes, sin embargo, yo amaba.
Lo que usted dice sobre el nacionalismo, la guerra y la política exterior francesa después de la guerra me ha llegado también al corazón. Yo tenía diez años cuando se firmó el Tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota, con toda esa exaltación que los niños manifiestan en tiempos de guerra. El deseo de humillar al enemigo derrotado, que entonces (y en los años siguientes) se desbordaba de manera tan repugnante por todas partes, me curó de una vez por todas de ese patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me resultan más dolorosas que las que este pueda sufrir.
Temo haberle importunado con una carta tan larga. Solo me queda expresarle mi profunda admiración.
S.Weil3, rue Auguste-Comte, París (distrito VI)
P.D.: He escrito mi dirección de forma mecánica. Porque, para empezar, supongo que tendrá usted mejores cosas que hacer que contestar a las cartas. Además, pasaré uno o dos meses en Italia, adonde quizá no me llegaría una carta suya, al quedar retenida esta en la aduana.
Notas:
[1] Publicada por primera vez en 1950, en el Bulletin de la Société des amis de Georges Bernanos, e incluida con posterioridad en Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960.
[2] Édouard Drumont (1844-1917), periodista, escritor y político católico francés, célebre por su antisemitismo y su nacionalismo.
Este texto forma parte del libro La guerra de España. Textos escogidos, que, con prólogo de Alexandre Massipe y traducción de Luis González Castro, acaba de publicar la editorial Página Indómita.
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Durante estos días ha habido un montón de elucubraciones no solo sobre lo que iba a hacer Pedro Sánchez, sino también sobre lo que le pasaba por la cabeza: ¿era sincero? ¿Era todo una artimaña política? ¿Se quedará por el PSOE? ¿Se quedará porque no quiere soltar la silla? ¿Se querrá ir a alguna silla de la Unión Europea?
Los que acertaron en que continuaría en el cargo pueden pensar que analizaron correctamente la situación. Y a lo mejor es verdad. Pero no necesariamente:
A lo mejor tuvieron suerte y su creencia no estaba justificada por nada, aunque resultó ser correcta.
O a lo mejor su creencia estaba justificada, resultó ser correcta y, aun así, tuvieron suerte.
A veces creemos que sabemos algo, esa creencia está justificada y acertamos. Pero incluso así, puede ser que no tuviéramos ni idea. Y por eso hoy hablamos de los problemas de Gettier.
Ejemplo:
Supongamos que mi compañero Pablo y yo nos enteramos de que la directora quiere nombrar un subdirector nuevo y, en un exceso de optimismo, nos presentamos al cargo.
Sé que Pablo tiene 5 euros en el bolsillo porque se los acabo de dar (se los debía) y me ha dicho: “Gracias, no tenía ni un céntimo”.
Uno de los directores adjuntos se me acerca y me dice: “Me ha dicho la directora que el cargo de subdirector es para Pablo”.
Teniendo en cuenta todo esto, yo puedo llegar a la siguiente conclusión:
El cargo de subdirector se lo llevará una persona con un billete de 5 euros en el bolsillo.
Pero, a pesar de todo lo dicho, resulta que la directora me escoge a mí para ser subdirector. Cuando me entero de la noticia, saco mi cartera para invitar a todo el mundo a una cerveza y me doy cuenta de que solo tengo un billete de 5 euros.
Resulta que mi conclusión era una creencia verdadera, pero no puedo decir que se tratara de conocimiento.
Este ejemplo está sacado (y adaptado) de un artículo del filósofo estadounidense Edmund Gettier (1927-2021), publicado en 1963: Is Justified Belief True Knowledge? (¿El conocimiento justificado es conocimiento verdadero?", en pdf). En este artículo, Gettier explica que tener una creencia justificada no es suficiente para hablar de conocimiento.
Jaime Rubio Hancock, Estoy seguro: ganará el candidato más alto, Filosofía inútil 30/04/2024
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