Uno de los rasgos que define a estas personas es que se les da peor percibir lo aleatorio: es decir, tienen una mayor tendencia a observar patrones donde solo hay unos puntos colocados al azar, a ver una cara donde solo hay unas sombras. “Los resultados muestran una mayor consistencia cuando las tareas de toma de decisiones perceptuales involucran la identificación de un rostro, y los creyentes cometen significativamente más identificaciones erróneas y falsos positivos que los escépticos”, concluye el estudio. Este factor se explica solo: si ante un estímulo ambiguo creemos observar algo concreto y definido como una cara, es más fácil que aparezcan fenómenos inexplicables en nuestro entorno.
La neurocientífica Susana Martínez-Conde ve claro el mecanismo que lo explica: “Nuestro cerebro está siempre intentando conectar causa y efecto o está intentando siempre buscar explicaciones y atribuir significado a cosas que no lo tienen”. “Gran parte de la información que nos rodea es aleatoria, caótica, desordenada y nuestro cerebro intenta imponer un orden. Eso nos ha servido de mucho a lo largo de la evolución, pero claro, también podemos conectar causas y efectos de manera incorrecta”, explica. Esto genera tanto supersticiones como pensamientos paranormales, según Martínez-Conde, o incluso las ilusiones que experimentamos cada vez que vamos a un espectáculo de magia y vemos que el mago hace un gesto con la varita y desaparece el conejo.
Javier Salas, En la mente de los que creen en lo paranormal, El País 04/05/2022
La inteligencia artificial se ha ido infiltrando en la mayoría de los ámbitos de nuestras vidas. En la última década, el impacto de los algoritmos ha generado importantes efectos económicos y sociales en todo el mundo. Y el ámbito judicial no ha sido impermeable a esta gran transformación. Los problemas de lentitud, ineficacia y politización que se atribuyen a los sistemas judiciales occidentales han impulsado el uso de algoritmos en estas instituciones. Para paliar dichas deficiencias la IA promete un incremento exponencial de la eficacia y de la neutralidad en la toma de decisiones.
Los expertos partidarios de introducir estos nuevos sistemas matemáticos consideran también que la justicia podría ser más objetiva cuando aborda un problema porque no se ve afectada por las emociones. Sin embargo, existen muchas voces que piden ser muy precavidos ante estas consideraciones porque, como indica el magistrado del Tribunal Superior de Galicia, Luis Villares, “el algoritmo no es capaz de detectar las razones por las cuales se producen las conductas humanas”.
Razonamientos semejantes se originan en relación al comportamiento de la IA sobre las decisiones judiciales respecto al sesgo por género, ideología o creencias religiosas. Ante tales circunstancias, la gran promesa de los algoritmos es la neutralidad ideológica y la imparcialidad política. “Y este es el argumento más sencillo para demostrar que, en el ámbito legal, no puede existir una inteligencia artificial neutral, porque alguien diseña el software”, expone Markus Gabriel, filósofo de la Universidad de Bonn.
‘Justicia artificial’ explora las inquietantes cuestiones que plantea esta transformación digital y se pregunta si necesitamos de sistemas algorítmicos para conseguir una justicia verdaderamente más neutral, menos sesgada y con mayor independencia política. Y, por encima de todo, una cuestión: ¿estaríamos dispuestos a ser juzgados y sentenciados por algoritmos?
Querido Manel,
Tu carta es deliciosa, plagada de sentido del humor, sinceridad e ingenio. Empezaré por el final: nos vemos, sí, el próximo domingo y lunes estaré ahí presentando un libro, esta vez no mío. ¿Te apuntas a lo que surja, comida, cañas, cena...? Tienes en la tarjeta adjunta la cita, pero puede haber otras.
Te agradezco de veras la seriedad con que me has tomado y sé que eres sincero cuando dices que mi entrevista te removió. No me extraña tanto. A pesar de que todos parecemos hechizados, todos estamos a la vez aguardando algo, incluso necesitaríamos un "milagro". Como dice Aksel, un personaje inolvidable de La peor persona del mundo: "Estoy harto de fingir que todo va bien".
En mi caso concreto, el diagnóstico es rotundo: mi vida es muy dudosa, necesito otra transformación (cuando creíamos haber llegado a puerto, dice Leibniz, nos sentimos arrojados de nuevo a alta mar). Quiero decir que es inseparable esta entrevista "tardía", este próximo verano cumplo 70 años, de la urgencia de hacer cuentas, cuanto antes. Y a ser posible, no dejar muchas deudas pendientes.
Tu simpática frase, Dios ya tuvo su momento, me recuerda aquel chiste de un conocido cómico estadounidense (aunque a lo mejor la plagió, como todo lo suyo): "Si Dios existe espero que tenga una buena disculpa". Efectivamente, el estado del mundo es un escándalo. ¿Para qué existe "Dios", cualquier valor que queramos convertir en valor supremo, si el mundo es una vergüenza? Para que tengamos sentido del humor y del humor, para darnos el valor de resistir y esperar, intentando interpretar los signos. La tarea es siempre adivinar el presente, pues el futuro vendrá por añadidura: ¿Dónde estamos, verdaderamente? Quizá lo que parece bueno (Zelenski, Obama) no lo es tanto. Quizá lo que parece horrible (Putin) no lo es tanto. Por ejemplo, para mí el espectáculo es el infierno, pero no descartaría que dentro de él también pueda haber milagros. American beauty fue muy premiada, y sin embargo es maravillosa. Desde que vi La grande bellezza ya no sé qué pensar de Rafaela Carrà, por ejemplo. Siempre he odiado a Elvis, pero ¿quién sabe? Etcétera.
Pasó su momento, dices con mucha gracia, y no creo que sea bueno resucitarlo. "Nadie parece estar por la labor, quizá tú eres la excepción". Pienso, sin embargo, que no hay el momento. Cualquier momento es bueno para una epifanía, pues vivimos esencialmente igual que en el s. VII antes de Cristo: a la vez en el infierno y a un paso de otro cielo. En el limbo de una indecisión, mejor dicho: donde nunca puede ocurrir nada entre nosotros, por eso nos pasamos el día buscando obscenidades.
Nunca es al momento, siempre lo es. Es urgente romper cuanto antes con "la superstición de la cronología" (Weil), la gran creencia de este Occidente laico, decadente, de ojos y oídos tardíos. La religión del Progreso es el retiro de una cultura cansada, asustada de que la vieja vida mortal siga. Sobre esto Nietzsche fue bastante clarividente.
Por mi parte, no creo ser una excepción precisamente en este plano. No creo ser la única persona que necesita una resurrección, otra posibilidad. Y quizá sin romper con nada, más bien uniendo de otro modo los pedazos, los restos del naufragio. Sin una revolución, otra resurrección, otro arte de las dosis, ¿cómo vivir ya, cómo escalar la cima del propio corazón, la de una muerte propia, que no sea amarga?
Resucitar a Dios es resucitar la posibilidad de otro materialismo, que pueda y envuelva el espíritu del capitalismo. Pues de un espíritu, de una metafísica se trata: el despegue, la separación. Tenemos dos manos. No es necesario tanto enfrentarse a la infamia como infiltrarse en ella, envolverla. Huir de esta gigantesca cárcel sin paredes, que se confunde con nuestra segura diversión, ingresando hacia el interior.
Una cosa que no comenté, y que odio, es esta extensión de un protestantismo laico que permite una relación directa e interior con "Dios" (aunque ese Dios sea solo el de la visibilidad y el éxito), relación que hace al prójimo inescrutable, enredado en estrategias de selección permanente. Estrategias teñidas del simulacro de un catolicismo cálido e inclusivo. Reencarnado en los cuerpos, el capitalismo se ha reencantado. Pero un día descubres que no existes para ese prójimo sonriente más que en la medida en que su estrategia pasa por ti. Por eso la obsesión de la visibilidad, porque hemos perdido el hilo oculto que mantiene lo visible. Hemos perdido la presencia real, la fe en lo sensible, de ahí la huida masiva hacia lo virtual. Frente a toda esa idolatría del Yo, esto a favor de la violencia, de una violencia inclusiva. Esto también es Dios.
No se trata de humillar más a los hombres, ya lo están bastante. Se trata de ayudar a rebelarse, aunque esa rebelión pueda tomar mil formas, algunas parezcan estúpidas, y no todas tengan que parecerse a las de Irene Montero o Paul B. Preciado.
Después, una cosa muy importante es que el dolor, el tormento, es inevitable. Spinoza decía algo así como que sufrimos porque somos parte, no todo. Quizá también Dios es parte, por eso comparte el sufrimiento de los hombres. Los accidentes vienen, las desgracias vienen, a veces por caminos inesperados. Como la necesidad de lo que ocurre es insondable, como la tempestad del afuera es inevitable, más útil que preguntarse "Por qué" han ocurrido las cosas es tal vez un "Para qué", intentando convertir la inevitable basura en estiércol, en abono. Hacer algo con lo que nos ha marcado. Esto no es exactamente resignación. Es también una rebelión inteligente, de hormigas, que no siempre puede pretender asaltar espectacularmente "los cielos".
El mal viene de vivir, de morar en una existencia que nunca ha sido nuestra, "del hombre". La religión positiva de la Ilustración ha sido, en este sentido, funesta. Ha convertido la historia, absolutizada como un último Reich, en un holocausto. Nos ha incapacitado absolutamente para aquella inteligencia estoica y cristiana de interpretar los signos, de convertir los accidentes en un monumento duradero.
La modernidad nos ha incapacitado, en suma, para intentar la subversión de la aceptación. Ninguna renuncia (Lispector) deja de transformar lo aceptado. Deleuze, siguiendo a Nietzsche, decía: una tontería, un error, una bajeza vistos en su eterno retorno ya no son la misma tontería, error o bajeza.
En fin, querido Manel, esto es lo que se me ocurre al hilo de tu ingenio. Ha sido un placer. Estaré encantado de continuar contigo esta conversación y sus diferentes barrios.
A ver si nos vemos sábado o domingo. Un abrazo,
Ignacio
19/05/2022
Dios ya tuvo su momento, no creo en la necesidad de resucitarlo. Nadie está por la labor, a lo mejor tú eres la excepción. Tampoco creo que sea necesario y puede que incluso contraproducente. Sí que estoy de acuerdo contigo que bajo el manto divino se escondían nuevos mantos y bajo estos, otros, indefinidos mantos, a la manera de pequeñas muñecas rusas (sí, siempre nos quedará Rusia) encajadas bajo otras más grandes. En un momento se pensó que rota la primera muñeca se venía abajo todo el tinglado, aunque por lo que parece las pequeñas muñecas cobraron vida propia. El problema no es que nadie crea, sino que se cree demasiado, existe una epidemia de creencias como muñecas en las tiendas de souvenirs.
Tu tarea parece ser es la de recuperar los mejores fragmentos conservados que sirvan para restaurar la original, pero dudo que el resultado sea el óptimo. A pesar que la técnica del pegado haya mejorado y el asesoramiento arqueológico busque liberarse de todo anacronismo, difícil será no apreciar las costuras, aunque casi invisibles, que conectan y delimitan las diferentes piezas.
Ya los griegos destacaron la hybris, el endiosamiento, como una constante humana, aunque tuvieron que pasar siglos para entronizar la figura del hombre en el centro, desde entonces el proceso parece que no tenía intención de detenerse. La tecnología al hombre le ha sido de gran ayuda, le ha llevado de la mano a lo largo de este camino para situarlo por encima de Dios. Sin embargo, la acompañante en cualquier momento, no demasiado lejano, si ya no se ha dado, le presentará la factura del servicio; la criatura va a poner de rodillas a su creador, de la misma manera que éste lo hizo con el suyo. Lo ilimitado del sueño tecnológico (re)ahogará a Narciso en su propia salsa hasta que quede reducido en la mayor de las insignificancias.
¿Sería esta humillación e irrelevancia de lo humano la condición, que como algunos ya plantearon, para que pueda reavivarse de nuevo la llama de la creencia en Dios? Desde la perspectiva de una teodicea actualizada, la ausencia divina sería el estadio necesario para preparar su apoteósico regreso. Para eso, la diabólica máquina habría sido sin saberlo cómplice de Dios durante un período de tiempo que ha allanado el camino para recobrar el lugar privilegiado que le corresponde.
Tú dices el “silencio de Dios” es necesario: la crueldad, la muerte incluso de inocentes, el genocidio, Eurovisión y Chanel … ha de entenderse como una oportunidad. Qué grande es la sabiduría divina y qué necios los humanos. Un eslogan que circula en el circuito de la literatura de la autoayuda viene a decir casi lo mismo: en China a la crisis le llaman oportunidad. No estoy seguro si los divulgadores de este lema han leído a Leibniz.
De verdad, que tus palabras me han generado muchas ideas, no te las he respondido todas, tu pensamiento es denso y parece que está bastante consolidado, yo necesito todavía recuperar el tema religioso que tenía olvidado y que tu entrevista me ha hecho recordar. Si quieres más adelante podríamos contrastar más cuestiones cuando lo tenga más elaborado. Como escribe Hume en el libro X de Diálogos sobre religión Natural: “Las viejas cuestiones de Epicuro continúan sin encontrar respuestas: ¿Dios quiere prevenir el mal, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Por tanto, es malévolo. ¿Puede y quiere? Entonces, ¿de dónde sale el mal?”.
Acabo con una anécdota de judíos en relación a la “indiferencia” de los dioses respecto a los affaires humanos: “Esto va de dos judíos que están contando chistes sobre el Holocausto. De repente aparece Yahvé: ¿Cómo os atrevéis a hacer bromas sobre el Holocausto?, les pregunta. Y los judíos al unísono le responden: “Y tú qué sabes si no estabas?”.
16/05/2022
Gracias por estimularme.
Nos vemos
Manel
...en qué medida podemos considerar a Dios, en parte, co-responsable de la maldad derivada de la libertad, sobre todo, si se sigue manejando la idea de que tal ser todopoderoso es el creador del cosmos y de la humanidad. Es este problema nuclear la fuente intelectual de lo que se denominó en la cultura occidental, al menos a partir de Leibniz (inventor del termino), Teodicea, es decir, “justificación de Dios ante el mal en el mundo y en el hombre”.
Leibniz se propuso mostrar la compatibilidad de la existencia del mal (metafísica, física y moral) en el mundo con la de un Dios omnipotente, omnisciente y bueno.
No se trata de considerar a Dios responsable último del mal que el hombre realiza, sino más bien de constatar que “lo permite” en aras de otros bienes superiores que el propio hombre con esfuerzo puede alcanzar o que el mismo Dios es capaz de otorgar con sabiduría, superando así las graves consecuencias de las maldades humanas.
Todo lo que acontece tiene un por qué y un para qué, nada es resultado de la causalidad. El mal, en sus diversas variantes, ha de ser integrado en un plan divino que la razón humana, aunque no pueda penetrar del todo, sí es capaz de comprender en sus líneas generales, explicar de modo inteligible el origen y el sentido del mal que los humanos padecemos o provocamos.
Dios es algo así como un genial arquitecto y matemático que elige, entre numerosos proyectos de mundos posibles que contempla en su entendimiento, aquel que globalmente considerado resulta el mejor de todos, y por ello lo crea voluntariamente, le otorga existencia. Dios no elige de modo azaroso y arbitrario, sino que siempre actúa de manera racional e inteligible, dada su capacidad para abarcar la totalidad de lo real.
Desde esta perspectiva globalizadora no es extraño mantener que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, porque no le queda más remedio que elegir lo mejor, de lo contrario no podría ser considerado como la suma perfección. Pero que Dios escoja lo mejor, no significa que sea siempre lo mejor para los hombres en particular.
… siendo Dios perfecto, omnisciente, omnipotente y bueno, ha creado el mejor de los mundo posibles, a pesar del mal metafísico (imperfección del cosmos), del mal físico (el dolor y el sufrimiento humano y del mal moral (el pecado realizado libremente por el hombre).
El mal es un ingrediente de este mundo porque así lo ha previsto y querido Dios. Lo cual nos hace pensar que gracias a los males que padecemos o provocamos (y que el ser perfecto permite) será posible alcanzar y gozar de mayores bienes, desde una perspectiva universal que a los humanos se nos escapa, sometidos al espacio y al tiempo, condicionantes de nuestra visión particular de lo que acontece.
Es inevitable que lo creado sea imperfecto; solo Dios es perfecto. Pues bien, en ello radica la posibilidad de que el mal moral, derivado de la acción libre, se haga presente en el mundo.
Aunque Dios es bueno, y ha creado al hombre a su imagen y semejanza, esta criatura finita y libre puede realizar malas acciones, pecar. Por consiguiente, el mal moral y el físico (dolor y sufrimiento) proviene del mal metafísico. Es decir, de la imperfección de la criatura.
… aunque Dios, por supuesto, no es la causa de las malas acciones de los hombres, desde su omnisciencia las prevé, y a pesar de su omnipotencia las permite.
El ser humano, aunque su libertad es siempre limitada, en tanto que criatura, puede elegir entre el bien y el mal. Sin aquella facultad no estaríamos ante seres racionales. No es posible pensar en un mundo de personas sin libertad y, por tanto, sin la posible ejecución de maldades. Y este es “el mejor mundo posible”. Es tal el valor de la libertad, que si Dios hubiera creado seres inclinados siempre a realizar acciones buenas, sin capacidad para hacer el mal, ese mundo sería menos valioso, no sería “el mejor de los posibles”.
Por consiguiente, los males que el sujeto libre ocasiona, globalmente considerados un “mal menor”, si pudiéramos compararlo con el bien total que supone la creación de seres racionales libres (Teodicea, 23-25).
El mundo humano creado desde la perfección y santidad divinas merece la pena, aun a riesgo de que las criaturas racionales y libres podamos inclinarnos en ocasiones por las más abominables maldades.
Enrique Bonete Perales, La maldad. Raíces antropológicas, implicaciones filosóficas y efectos sociales, Cátedra, Madrid 2017, págs. 34-43
Con su divisa ¡Aplastad al infame!, Voltaire quería movilizar a sus lectores contra el cristianismo, ayudado por un conocimiento de la Biblia y una irreverencia satírica deslumbrantes. De familia burguesa, había estudiado en el colegio de los jesuitas Louis-le-Grand, que solo recibía a jóvenes de la nobleza o de la alta clase media. “Estoy harto de oír decir que doce hombres bastaron para establecer el cristianismo, tengo ganas de probarles que solo hace falta uno para destruirlo”, escribió. A sus 83 años, se le levantó la prohibición de vivir en París. El regreso fue apoteósico. Murió un año después. “No temo a la muerte, pero siento una invencible aversión con el modo de morir dentro de la Iglesia católica. Encuentro ridículo que le den a uno los santos óleos para partir al otro mundo, como cuando se manda engrasar los ejes del coche para salir de viaje”, había confesado a Federico II de Prusia.
Juan G. Bedoya, ¿Aplastad al infame!: la consigna de Voltaire para movilizar a sus lectores contra el cristianismo, El País 09/05/2022
La ‘Carta a Georges Bernanos’ (1938) de Simone Weil es un documento moral, político y filosófico de primer orden, no solo por la experiencia ahí descrita, sino por el espíritu en el que dicha experiencia es vivida y transmitida. Aparte de ser un documento de la barbarie, lo es ante todo de la forma de dar testimonio de la barbarie, del modo en que ese testimonio puede constituir una memoria de la barbarie. Es una lección de memoria. Justamente por encontrar en Los cementerios bajo la luna de Bernanos una lección de memoria pareja, se siente Weil en la necesidad de compartir su propia experiencia con su autor. Reconoce en el escritor católico, partidario inicial del alzamiento franquista, a pesar de las diferencias políticas e ideológicas que los separan, una mirada afín a la suya. La “lección”, empero, la “lectura” de los acontecimientos, no es que las atrocidades contra la población civil indefensa menudearan en los dos bandos. No es cuestión de enumerar ni de comparar. “Cuántas historias se agolpan bajo mi pluma…”, dice Weil. “Pero sería demasiado largo; ¿y para qué?”. El sentido en el que hay que dar cuenta es otro. Es más bien un darse cuenta: un tomar conciencia y tratar de explicarse algo. Algo que resulta inconmensurable con las razones que animan a los hombres a combatir o que, al menos aparentemente, los justifican, sea cual sea el bando al que pertenezcan. Algo que, por así decir, los homologa. La verdad de la guerra.
“Lo esencial es la actitud con respecto al hecho de matar a alguien”, escribe Weil. Pero no está hablando del bando enemigo. Eso sería desviar la atención de una verdad más difícil de soportar. Está hablando de los suyos, de “mis camaradas de las milicias de Aragón”. De “hombres aparentemente valientes”, “con ideas de sacrificio”, que “contaban con una sonrisa fraternal, en medio de una comida llena de camaradería, cómo habían matado a sacerdotes o ‘fascistas’, término muy amplio”. Lo que llama la atención de Weil es la naturalidad con la que se impone el hecho de matar, la cuasi imposibilidad, dadas determinadas condiciones, de no matar: “En cuanto a mí, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar”. La necesidad de matar se instala como una “atmósfera” que envuelve y penetra a los partidarios de una causa, que los embriaga, haciéndoles olvidar los fines de la lucha: “Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional”.
En sus Cuadernos, que durante los años de guerra 1940-1943 son el terreno de un constante “trabajo sobre sí” (definición que recibe ahí la filosofía), Weil introduce una nueva noción a la que da el nombre de “lectura”. No es impensable que en su elaboración fueran decisivos la experiencia de los crímenes de España y el intento por comprender el peculiar clima que los determinó. “Lectura”, por de pronto, quiere decir el modo en que somos y nos las entendemos en ese “texto de múltiples significaciones” que es el mundo. “¿Qué leemos? No cualquier cosa a nuestro antojo. Tampoco algo que no dependería de ninguna manera de nosotros”. El mundo no es más que las significaciones que leo, pero esas significaciones son reales, se me imponen desde fuera: creo, juzgo y actúo determinado por las cosas que leo. Permanentemente “somos sobrecogidos como desde el exterior por las significaciones que nosotros mismos leemos en las cosas”. Leemos y somos leídos a un tiempo.
Hay dos maneras, dice Weil, de cambiar en otro su relación con el mundo, la conjunción leer-ser leído. Una es la “enseñanza”, o lo que podríamos llamar el trabajo de la cultura. Es un trabajo porque consiste en pasar de unas significaciones a otras, en tomar conciencia de las distintas lecturas superpuestas y, en último término, de la operación misma de lectura. La enseñanza es lectura de lecturas. Es a esto a lo que venimos denominando praxis. Por eso la experiencia de Simone Weil puede ser caracterizada también como el intento de producir lecturas verdaderas y eficaces. La otra manera de “acción sobre la imaginación” es “la fuerza (de la cual la guerra es la forma extrema)”. La fuerza es negación de las mediaciones que constituyen el pensamiento, aplanamiento o solidificación de las lecturas, de los distintos niveles de lectura y de su interrelación. Es incapacidad de leer más que una sola cosa, la cual se nos impone incontestablemente desde fuera, con todo el peso o la “pesantez” de su supuesta realidad.
Es la lección de los crímenes de España, que retornan en los textos de Simone Weil: “… si en los disturbios civiles o en las guerras se mata a veces a hombres desarmados, es porque en el alma de los hombres armados penetra por los ojos, al mismo tiempo que los vestidos, los cabellos y los rostros, lo que hay de vil en esos seres y que pide ser aniquilado; al mirarlos, igual que en un color leen la cabellera y en otro la carne, leen también en esos colores, con la misma evidencia, la necesidad de matar. Si en el curso normal de la vida hay pocos crímenes, es porque leemos en los colores que penetran por nuestros ojos, cuando un ser humano está delante de nosotros, algo que debe en cierta medida ser respetado. […] Pero en la guerra civil, en relación con una cierta categoría de seres humanos, es la idea de salvaguardar una vida la que es inconsistente, la que viene de dentro y no es leída en las apariencias; esa idea atraviesa el espíritu, pero no se transforma en acción”. El contagio de la fuerza se extiende irresistiblemente en forma de una lectura unívoca, generando una atmósfera de irrealidad que reduce a la “inconsistencia”, a una especie de absurdo lógico, toda forma de pensamiento, y a la impotencia, a una especie de absurdo práctico, toda acción razonable. Privados de pensamiento y de acción, los hombres son transformados en cosas, “caídos al nivel ya sea de la materia inerte, que no es más que pasividad, ya sea de las fuerzas ciegas, que no son más que impulso”. Tal es la prodigiosa y terrible virtud de la fuerza a la que están sujetos tanto vencedores como vencidos, según la describe Weil en su ensayo ‘La Ilíada o el poema de la fuerza’ a través de los versos homéricos. Pero si la Ilíada es la “única verdadera epopeya que posee Occidente”, es porque la mirada del poeta, en lugar de dejarse obnubilar por el prestigio de la fuerza en aras de la grandeza, es capaz de prestar atención a la verdad de la guerra y mostrar en su desnudez, con piedad y amargura, la miseria humana sometida al dominio implacable de la fuerza. La lección del verdadero “genio épico”, así acaba el texto escrito en vísperas de la guerra mundial, es “no creer nada al abrigo de la suerte, no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados. Es dudoso que esto suceda pronto”.
Conservamos un breve ‘Diario de España’ de Simone Weil, apenas 34 hojas de un cuaderno del que otras muchas fueron arrancadas. Viene con la idea de conocer de primera mano lo que están haciendo los anarquistas, su “revolución”, y porque, como dirá después a Bernanos, “no podía dejar de participar moralmente en esa guerra”. Sus primeras impresiones, nada más llegar a Barcelona, palpitan aún de esperanza ante la nueva situación, pero están también teñidas de temor: “Efectivamente, nada ha cambiado, salvo un pequeño detalle: el poder está en manos del pueblo. Los hombres vestidos con mono tienen el mando. Estamos actualmente en uno de esos periodos extraordinarios que hasta ahora no han perdurado, en los que aquellos que siempre han obedecido asumen responsabilidades. Esto no se produce sin inconvenientes, por supuesto. Cuando se da a muchachos de diecisiete años fusiles cargados en medio de una población desarmada…”. En Pina de Ebro, a donde ha llegado con una unidad de la Columna Durruti, pregunta a los campesinos acerca de la situación, los propietarios, la colectivización, el cura… Se le entrega un fusil, se producen los primeros bombardeos, un par de expediciones al otro lado del río. Escondida de los aviones enemigos entre la hierba, piensa: “Si me cogen me matarán… pero es merecido. Los nuestros han derramado mucha sangre. Soy moralmente cómplice”. Un accidente la devolverá a los pocos días a la retaguardia. En Sitges, donde convalece antes de regresar a Francia, toma apuntes en los que se suceden de manera telegráfica las noticias sobre expediciones de castigo, fusilamientos, ejecuciones, matanzas…
Ha pasado en España apenas mes y medio. No ha tenido que combatir ni que disparar su fusil. No ha asistido a escenas cruentas o de violencia descarnada. Pero vuelve impregnada de esa “atmósfera de la guerra española” de la que le hablará a Bernanos: “He conocido ese olor a guerra civil, de sangre y de terror que desprende su libro; lo había respirado”. No ha pretendido, como “es la moda, actualmente, darse una vuelta por allí, ver un trozo de revolución y de guerra civil, y volver con abundancia de artículos”. Lo que le importa es saber “qué sucede en España”, a riesgo de “disgustar y escandalizar a muchos buenos camaradas”. No porque no sigamos “todos nosotros […] día a día, ansiosamente, con angustia, la lucha que se desarrolla al otro lado de los Pirineos”, argumenta en unas notas que no verán la luz. “Tratamos de ayudar a los nuestros. Pero esto no nos impide ni nos dispensa de sacar las enseñanzas de una experiencia que tantos obreros y campesinos pagan allí con su sangre”. No se trata de “poner en duda la buena fe de nuestros camaradas libertarios de Cataluña”. Pero tampoco hay que ocultar las “formas de coacción” (militar, en el trabajo, policial) y los “casos de inhumanidad claramente contrarios al ideal libertario y humanitario de los anarquistas”. La valoración no se limita a los aspectos políticos y militares (como la reorganización de las milicias bajo la disciplina del ejército). De ello se ha tenido ya una experiencia, la rusa, “pagada también con mucha sangre”: “la máquina burocrática, militar y policial” construida por Lenin y su partido. Estas críticas, por delicadas que puedan resultar en un escenario internacional de preguerra, de la cual la Guerra Civil Española se ha convertido en un trágico campo de maniobras, no son novedosas en el seno del sindicalismo revolucionario ni bajo la pluma de Simone Weil. Lo distinto es la mar de fondo que resuena en ellas.
“Las necesidades y la atmósfera de guerra civil prevalecen sobre las aspiraciones que se tratan de defender por medio de la guerra civil”. A lo que apunta esta frase no es tanto al problema de la mejor estrategia revolucionaria, sino a la posibilidad de la revolución misma, al sentido y a la realización de las “aspiraciones” que la constituyen. Acogerse a la buena conciencia revolucionaria no parece un expediente válido cuando “la coacción y la espontaneidad, la necesidad y el ideal se mezclan de manera que producen una confusión inextricable no solo en los hechos, sino también en la propia conciencia de los actores y los espectadores del drama”. La inquietante conclusión a la que la insobornable atención a los hechos y a las conciencias conduce a Weil es que “no es verdad que la revolución corresponda automáticamente a una conciencia más elevada, más intensa y más clara del problema social”. Hay una “confusión inextricable” que condena trágicamente las pretensiones liberadoras de la revolución; toda acción revolucionaria parece condenada a su contrario, la opresión, “al menos cuando la revolución adopta la forma de guerra civil”. Pero ¿ha adoptado alguna vez otra? ¿Puede adoptar otra a esas alturas de la historia?
Alejandro del Río, Simone Weil y los desastres de la guerra, fronterad 05/05(2022
Se dirá, acaso, que el artista, como el mago o el sacerdote, aspira a lograr de parte de los espectadores una aquiescencia que no es sólo intelectual o moral, sino que invoca una comunidad de sentimientos como base de su apreciación. Pero despertar este sentir común entre quienes sólo comparten su desnuda individualidad no es una tarea del mismo tipo que convocar a los espíritus ante una clientela previamente constituida, adoctrinada y condicionada para creer en ellos, cuya adhesión está asegurada de antemano. Se trata, en el caso de la obra de arte, de animar un sentir o un imaginar libre que no puede dirigirse más que a la intimidad de los ciudadanos en cuanto cualesquiera anónimos, y que por tanto exige un grado de universalidad muy superior.
Esa comunidad íntima no puede identificarse con una nación, una clase o cualquier otro género particular de seres humanos; su unidad, siempre abierta e inacabada, es la de la indefinida multitud de todos los seres racionales y libres; todo intento de convertirla en una colección cerrada de creyentes, militantes, clientes o consumidores, condena al fracaso estético a la obra que así lo intente, aunque conquiste el aplauso de un público cautivo. La libertad del artista y la del público son históricamente solidarias del resto de las libertades civiles, por lo que la decadencia de las primeras presagia la de las últimas, de lo cual hay, como sabemos, muchos otros síntomas. Y el fracaso estético podría ser la forma en que, en el terreno de la cultura, se anuncia el fracaso general de una sociedad que se tenía a sí misma por pluralista y altamente civilizada.
José Luis Pardo, El público del arte, El Cultural 03/05/2022
Los primeros en caer fueron los mayores. La tecnología los hizo sentir anticuados —como si la obsolescencia pudiera ser humana en vez de tecnológica—y convenció a muchos de no ser lo suficientemente modernos como para abrazar la cultura digital. Después de hacer sentir inútiles a decenas de miles, esa misma tecnología echó a patadas a millones de pensionistas de los bancos donde habían ahorrado e invertido durante toda su vida. Se dijo entonces que las personas mayores debían trabajar su “alfabetización digital” y adquirir destrezas nuevas. Así nos tragamos una doble mentira. La primera es que las personas debemos adaptarnos a la tecnología cuando es la tecnología quien debe resultar útil y sencilla para todos. Es decir, si un usuario no entiende una aplicación es porque la aplicación está mal hecha y no es lo suficientemente accesible y no al revés. La segunda mentira es que en nuestro mundo existen dos culturas: una analógica para gente viejuna y otra digital donde disfruta la gente joven y que más mola. Y esta segunda trola es tan grave que está poniendo en riesgo nuestra civilización y la vida de muchas personas.
Porque lo cierto es que la cultura tecnológica es en 2022 la hegemónica y la que produce nuestra civilización y nuestro modo de vida. Así, todos los habitantes de este siglo, producimos y consumimos a través de una cultura que es digital y lo hacemos sin elección posible. Esto no quiere decir que no existan alternativas minoritarias, del mismo modo que algunas artesanías sobrevivieron a la industrialización, pero la cultura que marca las normas de convivencia y la que nos organiza pasa en este momento por internet. Es por eso que la tecnología no es un asunto cualquiera (y mucho menos opcional), sino que es nuestra forma de hacer las cosas y por tanto la forma que nos define. Así, se ha implantado en todos los productos materiales y también en los inmateriales y emocionales: la tecnología forma hoy parte de nuestro ser. Y si la misma tecnología que nos conforma ataca a nuestra identidad, como de hecho sucede, entonces entramos en una relación perversa donde toda nuestra civilización, nuestros derechos fundamentales y la propia vida, están en riesgo. Pese a ello, la docilidad con que aceptamos el sometimiento tecnológico es tan asombrosa como inquietante.
Nuria Labari, La docilidad tecnológica mata, El País 07/05/2022
Dice el refranero que, si no lo pagas, el producto eres tú. Es una moraleja sencilla para explicar que alguien tiene que pagar las instalaciones donde guardas tus fotos, vídeos, correos y mensajes y que conviene saber quién es ese alguien y qué es lo que consigue a cambio de pagarte el servidor. Pero no es la fórmula definitiva para identificar los abusos de privacidad en el mundo conectado porque, cuando lo pagas, el producto puedes seguir siendo tú. Incluso cuando pagas seis millones de euros por acceder al teléfono de un primer ministro extranjero o de un presidente regional.
La característica fundamental del capitalismo de plataformas no es el precio. Las plataformas digitales como Google o Facebook no necesitaban regalar el producto para implementar su estrategia, aunque les ha sido extremadamente útil para destruir a la competencia y acelerar su implantación. Lo que necesitaban era un control opaco y absoluto de las infraestructuras que hacen posible el servicio. El modelo se caracteriza por su dependencia, no por su precio. Por ofrecer servicios que dependen de sus infraestructuras para registrar lo que hacen los usuarios en ellas, cuándo lo hacen, desde dónde, cuántas veces, con quién y a quién. Esa clase de información se llama metadato y es la información que mueve las ruedas del siglo XXI.
No importa que las comunicaciones estén cifradas de extremo a extremo. No es su contenido lo que tiene valor. No hace falta descifrar los mensajes que manda un usuario a las dos de la mañana cuando sabes quién los recibe y en qué dirección se encuentran después. Tampoco hace falta acceder a la información que extrae una agencia estatal de un teléfono en secreto cuando sabes quién espía a quién, cuántas veces, desde dónde, durante cuánto tiempo y cuánto está dispuesto a pagar por hacerlo. Esos metadatos son el tesoro de la empresa que controla las antenas, los servidores y el resto de infraestructuras que permiten tus operaciones, tanto si te los cobra como si no. La opacidad no es técnicamente necesaria, pero sí extremadamente útil para ofuscar el verdadero objetivo de la empresa y proyectar una ilusión de que se respeta la privacidad del usuario y se cumple la legislación.
Marta Peirano, Cada uno espía en su casa e Israel en la de todos, El País 07/05/2022
Para los modernos, la naturaleza dejó de ser esa madre bienhechora que nos acoge en su seno. A veces incluso se la considera enemiga y antagonista. Se atribuye a Francis Bacon una peligrosa recomendación: “torturar a la naturaleza hasta que escupa sus secretos”. En el anfiteatro anatómico y el estudio del alquimista (Newton tenía uno en Cambridge) se estudia la naturaleza en cautividad, pues la naturaleza no sólo es engañosa, sino que puede ser peligrosa. Hay que domarla y confinarla como a las bestias. El Novum Organum inaugura la lógica de los laboratorios. Dos siglos más tarde, Claude Bernard, padre de la medicina experimental, exhorta a desoír los gritos de los perros que vivisecciona ante el auditorio. Ayer, un ufano genetista afirmaba: “estamos haciendo trampas para ganarle la partida a la naturaleza”, como si no perteneciéramos a ella. Ese sentimiento de extrañeza no sólo ha creado un delirio ontológico (que se remonta hasta Aristóteles), sino que ha afianzado la soledad de nuestra especie y la indiferencia hacia el planeta y hacia otras especies. La desaparición de la ciencia parece, a día de hoy, ciencia ficción, pero hay un modo de ejercer la investigación científica que corre el peligro de volverse en contra nuestra. En cierto sentido, estamos abocados al ocaso de un modo de hacer ciencia.
Dominar no es lo mismo que participar. Las respuestas de la naturaleza no son las mismas si se interroga en amigable conversación o bajo coerción. La confidencia siempre dice más que el grito. La biología de “cortar y pegar” de las últimas décadas, digna del doctor Frankenstein, ha convertido al científico en un moderno Prometeo: olvida su condición humana y pretende ser un dios a costa de la naturaleza y de sí mismo.
En los albores de la ciencia moderna, la física postuló que la naturaleza hablaba el lenguaje de las matemáticas, en el siglo pasado los biólogos afirmaron que la vida hablaba el lenguaje codificado de los genes, hoy los neurocientíficos leen la mente en los colores de los escáneres cerebrales. Esos planteamientos olvidan una condición esencial del lenguaje, que recordó no hace mucho George Steiner. El lenguaje, cualquiera que éste sea, está hecho tanto para revelar como para ocultar. El ser humano y la naturaleza se reflejan mutuamente.
El panorama de la ciencia de vanguardia nos envía a diario un claro mensaje. Ya no se trata de entender la naturaleza, sino de moldearla para que sirva a nuestros deseos. Ciertos avances de la inteligencia artificial están dejando obsoleta la aspiración a entender fenómenos complejos, ya sea la actividad del cerebro o el tráfico de una ciudad. Abrumados por el poder predictivo de las “cajas negras” de los algo- ritmos (millones de parámetros ajustados en varias capas conectadas), se renuncia a una explicación que pueda sostener una mente humana, ya sea en forma de fórmula, idea o imagen. Hemos delegado en las máquinas no sólo la resolución de problemas científicos, sino también la interpretación de los resultados.
Plantear ciertas cuestiones no es fácil, muchos colegas creerán que tiramos piedras a nuestro propio tejado. Pero lo que se cuestiona aquí no es la ciencia, sino su deriva. La vanidad de la especie, el delirio ontológico que nos legitima a utilizar otras especies y la naturaleza en general en nuestro provecho, podría hacer que, en unas décadas, la ciencia se vuelva irreconocible.
Con la pandemia, ya envía señales. Pronto tendrá poco que ver con el deseo de comprender y mejorar nuestra vida y se limitará a satisfacer los deseos de una élite. No hace mucho, durante el Renacimiento, el universo era un ser vivo y se reconocía una continuidad entre el aliento individual y el cósmico, entre el fuego interior de la vida (ese que mantiene el pulso de la respiración) y el fuego exterior del Sol. Quizá aun estemos a tiempo de recuperar aquellas viejas simpatías.
Juan Arnau y Álex Gómez-Marín, 'In science we trust', Claves de Razón Práctica mayo/junio 2022, número 282
El filósofo Daniel Innerarity lleva un tiempo preguntándose si la inteligencia artificial es muy inteligente y a la vez muy estúpida. “Su estupidez consistiría”, dice vía e-mail, “en que cuando toma una decisión inteligente no tiene modo de saberlo”. En su opinión, en el conocimiento humano hay una capacidad para distinguir lo relevante que los dispositivos artificiales no son capaces de reproducir. “La comprensión del mundo es, sobre todo, la comprensión del contexto o del marco en que nos encontramos, e implica una capacidad de juzgar la relevancia de las situaciones”.
El filósofo llama al elogio de la ambigüedad y la inexactitud, dos circunstancias en que los humanos nos movemos con gracia y soltura. “Bajo el término inexactitud me gusta reunir un conjunto de propiedades de nuestra inteligencia. Continuamente estamos pensando en aproximaciones, no somos inteligentes porque apliquemos fielmente reglas establecidas, sino porque tenemos una especial capacidad para atender a lo singular y a la excepción, lo cual nos inclina, por cierto, a cometer otro tipo de errores, que también nos distinguen de las máquinas”. En cambio, la inteligencia artificial reduce el mundo a categorías binarias y calculables que pueden ser deducidas a partir de reglas y modelos computacionales. “Funcionan con una lógica 0/1. Todo lo que sea borroso, indefinido o impreciso tiene un difícil tratamiento en la lógica binaria”.
Karelia Vázquez, Un chute de autoestima para los humanos en la era del algoritmo, El País 07/05/2022
Imagina dos amigos, Pedro y Juan, que se van a ver un partido de fútbol y tomar unas cervezas; ambos beben el mismo número de cervezas y sufren una intoxicación etílica con niveles de alcoholemía igualmente elevados. Ambos deciden coger el coe para volver a casa y ambos se duermen al volante, pierden el control del coche y se salen de la carretera. Pedro se golpea contra un árbol. Juan atropella a una chica que iba por la acera y la mata. ¿Debería la diferencia accidental de que en un caso uno se encuentre con un árbol y otro con una chica hacer que la valoración moral sea distinta?
Pocas veces en el Derecho hay una omisión tan activa en la protección de la impunidad. El más tupido velo de ignorancia cubre las actuaciones del CNI: los ciudadanos/as no conocen absolutamente nada y el magistrado autorizante tampoco. Una laguna jurídica deja libres e impunes las manos del CNI en sus investigaciones, que pueden vulnerar los derechos fundamentales de las personas. El fiel de la balanza entre seguridad estatal y derechos fundamentales se desliza a favor de la primera. No algo o mucho, sino todo.
Concluyendo, las personas están plenamente desprotegidas ante las actuaciones del CNI en pro de la seguridad del Estado por dos razones: a) la aplicación de los límites de la seguridad -razonabilidad, necesidad, temporalidad y proporcionalidad- no es cognoscible y por lo tanto no susceptible de recursos, y b) el control de las actuaciones del CNI es muy limitado, ya que el juez dispensador de una autorización previa no vigila ni verifica el proceso y los resultados de las acciones que autoriza.
Pegasus en manos de un CNI oscurantista, impune e irresponsable acrecienta la inseguridad de las personas por causa de una seguridad del Estado libre de control. Es un mutante "todo-terreno", ya que puede mutar en sus objetivos al servicio de los propósitos de sus poseedores. En vez de dirigirse contra el terrorismo y el crimen organizado -su finalidad según sus creadores- puede enfilar rumbo contra disidentes, adversarios políticos, periodistas críticos, etc. Los medios señalan su aplicación contra críticos y disidentes en Marruecos, Arabia Saudí, México, Hungría, etc. En España Pegasus sirve a los intereses de unos y sus contrarios: igual vigila al Gobierno que a sus críticos. Nadie se cree ya los límites y honestos objetivos de Pegasus. Éste se ha convertido en un monstruo que amparado bajo el paraguas de Gobiernos, organizaciones y cloacas es capaz de provocar un daño inimaginable e irreversible en la estabilidad política, las instituciones y los derechos de las personas. Es un nuevo Panóptico que todo lo ve sin ser visto (que Bentham nunca hubiera imaginado). Lenin se hizo una pregunta, título de un escrito suyo, en un momento de inflexión de la revolución bolchevique, y que yo retomo: ¿Qué hacer? Nosotros también nos encontramos ante una revolución intensa y planetaria: la de nuestra precaria defensa ante la rebelión de las tecnologías que nosotros mismos hemos creado. ¿Qué hacer en estos momentos de inflexión cuando el que "ve sin ser visto" ha penetrado en nuestra biografía y se ha convertido en el nuevo señor de nuestras vidas?
Ramón Soriano,
Pegasus, seguridad del estado y derechos de la persona, publico.es 05/05/2022
Hemos de acostumbrarnos a vivir sin saber del todo si tenemos la suficiente información para tomar las decisiones que tomamos. Toda decisión es prematura. Solo los indecisos disfrutan del privilegio de decidir con toda la información necesaria.
Una buena decisión no es aquella que ha sido precedida por razones abrumadoras, sino la que ha sido tomada ponderando las limitadas razones de las que disponemos.
Pagaría lo que fuera por que alguien me dijera qué es lo que no necesito saber.
Es tan sospechoso aquello que nos da la razón fácilmente como aquello que nos la confirma con igual facilidad.
El desconocimiento que conocemos no es tan difícil de gestionar como el desconocimiento que desconocemos. En determinados momentos, la complejidad de la situación consiste en que no sabemos lo que no sabemos, pero tampoco si entre lo que no sabemos se encuentra lo verdaderamente importante.
Esther Peñas, entrevista a Daniel Innerarity: "Hay que aprender a vivir sin saber si tenemos la suficiente información para hacerlo", ethic 04/05/2022
El Discurso de la servidumbre parte de una sorpresa filosófica: el estado de servidumbre; "cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un solo tirano ...". El único poder del tirano lo obtiene de sus súbditos. Y esta fuente de preguntas se desdobla cuando nos percatamos de que la naturaleza humana es la libertad: "la libertad es natural". Así pues, existe una contradicción sorprendente entre la condición humana, que está en estado de servidumbre, y la naturaleza humana, que es el estado de libertad. Precisamente a desvelar este misterio de la dominación es a lo que se aplica La Boètie, y lo hace desde un punto de vista revolucionario. La perspectiva clásica explica la dominación centrándose en los amos activos, que manipulan a sus esclavos pasivos mediante una batería de instrumentos: el aislamiento de los individuos, el silencio, la corrupción y el aturdimiento, una falsa idea del deber religioso y, en caso de última necesidad, la fuerza armada (Lamennais). La revolución de La Boètie (...) consiste en desplazar sensiblemente estos dos polos: los esclavos pasan a ser activos y participan en dicha dominación. Ante la estafa de los poderosos que engañan a los esclavos, La Boètie sustituye el autoengaño de los esclavos: "es el pueblo el que se avasalla a sí mismo, el que se rebana el cuello".
Manuel Cervera-Marzal, De la autoemancipación, La Maleta de Portbou, Enero-Febrero 2016, nº 33
“Ojo al dato”, decía con frecuencia José María García. El que fuera rey absoluto de la radio deportiva era un visionario involuntario: en el s. XXI hay que estar muy atento a los datos, porque los datos son la materia prima del nuevo capitalismo. Los datos, de hecho, ya estaban ahí, solo había que echarles el ojo. Es decir, medirlos.
Donde usted ve ir de compras, hay otros que ven datos. Donde usted ve ir de viaje, hay otros que ven datos. Donde usted ve escuchar música, otros ven datos. Donde usted ve la vida, hay otros que ven una montaña de datos que pueden tratarse para convertirse en conocimiento. Y el conocimiento es poder. En nuestra vida cotidiana vamos dejando un reguero de datos igual que la víctima de un apuñalamiento va dejando un reguero de sangre. Y las grandes empresas de nuestra época tienen las manos manchadas de datos, igual que Lady MacBeth las tenía de sangre.
“Al igual que el petróleo, los datos son un material que se extrae, se refina y se usa de diferentes maneras. Mientras más datos tiene uno, más usos les puede dar”, escribe el aceleracionista Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas (Caja negra). Las empresas de finales del s. XX no echaban el ojo al dato más allá de ciertos sectores (como en la logística), pero en el s. XXI recolectar datos de forma masiva se hizo cada vez más fácil y barato, y los datos se convirtieron en la gasolina del capitalismo crepuscular. Los sensores proliferan por doquier, las paredes tienen oídos, y al mirar el mundo a través de los sensores, el mundo se pixela en datos antes que en átomos.
“Las plataformas llevan en su ADN la extracción de datos”, escribe Srnicek, “son un modelo que permite que otros servicios, bienes y tecnologías se construyan sobre las plataformas, que demanda más usuarios para obtener más efectos de red y que simplifica el almacenamiento y el registro”. Las plataformas son Google y Facebook, que con nuestros datos venden publicidad personalizada. O Uber y Rolls Royce, que mediante los datos mejoran los servicios y superan a la competencia. Amazon Web Services y Predix, que disponen de las infraestructuras para recolectar, almacenar y analizar los datos. La industria 4.0 utiliza los datos para mejorar la producción y controlar a los trabajadores. No son pocos los casos en los que las plataformas han precarizado el trabajo y llegado a nuevas cotas de inseguridad y explotación, una explotación que colabora en sus grandes beneficios y el gran malestar social creado alrededor.
Generamos datos simplemente llevando nuestro smartphone encima, pagando con tarjeta o interaccionando en las redes sociales, y ya que hay tecnología dispuesta a medir esos datos. Simplemente viviendo, mediante dispositivos biométricos, podemos generar datos: nuestra respiración, nuestra temperatura, nuestro pulso. El corazón, con su latir, es una fuente de datos: la vida es un conjunto de datos. El algoritmo que procesa los datos puede conocernos mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos y puede predecir las cosas que vamos a hacer antes de que nosotros mismos sepamos que vamos a hacerlas.
En el nuevo paradigma el universo está formado por datos, y hay muchas plataformas (la forma de empresa contemporánea que ordeña y explota datos) dispuestas a recolectarlos, refinarlos y utilizarlos. El Internet de las Cosas que se nos viene encima, que sensorizará y conectará desde la nevera hasta cepillo de dientes, pasando por la tostadora o la camiseta, es la condición para que las plataformas consigan todavía más datos y puedan hacer crecer su negocio. Hasta la cocina: seremos sacrificados como corderos abiertos en canal sobre el altar del Dios de los Datos.
Sergio C. Fanjul, Adorar al dato como adorar a Dios, Retina
La obra de Maturana se centra en un término que acuñó combinando dos palabras del griego: "auto" (a sí mismo) y "poiesis" (creación).
"Los seres vivos somos sistemas autopoiéticos moleculares, o sea, sistemas moleculares que nos producimos a nosotros mismos, y la realización de esa producción de sí mismo como sistemas moleculares constituye el vivir", afirmó el biólogo.
Según su teoría, todo ser vivo es un sistema cerrado que está continuamente creándose a sí mismo y, por lo tanto, reparándose, manteniéndose y modificándose.
El ejemplo más simple quizás sea el de una herida que sana.
La prestigiosa Enciclopedia Británica, que enlista a la autopoiesis como una de las seis grandes definiciones científicas de vida, explica: "A diferencia de las máquinas, cuyas funciones gobernantes son insertadas por diseñadores humanos, los organismos se gobiernan a sí mismos".
"Los seres vivos -agrega- mantienen su forma mediante el continuo intercambio y flujo de componentes químicos", los cuales son creados por el propio sistema.
Pero Maturana y Varela no solo respondieron qué es la vida, sino también qué es la muerte.
La autopoiesis, dijo Maturana a BBC Mundo, "tiene que estar ocurriendo continuamente, porque cuando se detiene, morimos".
Ana Pais, La autopoiesis de Humberto Maturana, la definición de vida del biólogo chileno que hizo reflexionar hasta el dalái lama, bbc.com 23/01/2019
¿Qué se aprende, por ejemplo, cuando se impone una exigencia cabalmente ética es decir no reductible a conveniencia? ¿Es la disposición ética el resultado de un proceso análogo al que lleva al conocimiento técnico, o se trata de una disposición irreductible del espíritu humano que en ciertos aspectos entraría incluso en contradicción con las leyes evolutivas. Sin espacio aquí más que para evocar el asunto, señalaré que el biólogo y filósofo T.H. Huxley (1825-1895) considerado algo así como el abogado defensor de la ortodoxia darwiniana, en su libro Evolution and ethics (publicado en 1894) sorprendió a muchos de sus seguidores presentando la disposición ética de los humanos como una suerte de superación de lo inmediatamente dispuesto por la naturaleza. En la hipótesis (no por todos compartida) de que la moralidad es un rasgo propio de la especificidad humana, la concepción de Huxley vendría a suponer que no se trata de un refinado momento al que se habría llegado a través de la continuidad evolutiva, sino una ruptura con esta. El darwinismo dejaría de ser operativo cuando nos introducimos en el universo de la ética Caricaturizando un tanto, tal posición equivaldría a sostener que, de seguir la pauta estrictamente evolutiva careceríamos del mínimo bagaje de altruismo. Altruismo sin el cual, sin embargo, no es concebible la sociedad humana.
Siguiendo la vía abierta por Huxley, otros estudiosos han radicalizado la posición considerando que la emergencia de un sentimiento ético es algo más que una ruptura de continuidad en la evolución. Se trataría de una auténtica contradicción, en la que la economía natural se negaría a sí misma. En suma: el darwinismo dejaría de ser operativo cuando nos sumergimos en el universo de la ética.
Víctor Gómez Pin, Máquinas inteligentes: el escollo del pensamiento ético, El Boomeran(g) 06/05/2022
Sin embargo, el aprendiz de estoico sabe que no es fácil, que somos débiles, y que la entereza y el control de uno mismo no se conquista una vez y para siempre, sino que es una lucha constante. En el libro XII, por ejemplo, Marco Aurelio se reprende: “acaba de reconocer alguna vez que en ti mismo tienes alguna cosa más excelente y divina que aquello que excita en ti los afectos y te agita enteramente a manera de un títere. Y entonces pregúntate: ‘¿Cuál es ahora mi pensamiento? ¿Acaso el miedo? ¿La sospecha? ¿Por ventura ha sido algún otro ímpetu de esta clase?’ ”.
Pablo Sol Mora, Marco Aurelio o La educación del estoico, Letras Libres 20/04/2022
Es normal sentir nacer el miedo frente a la idea de ceder a la tecnología los últimos atributos que nos llevaban a Prometeo, a la inefable espiritualidad de la creación. Si una IA tiene autonomía para traer de la inexistencia una producción destinada a la no-praxis de la belleza, la contemplación, la denuncia o dominada por la urgencia de la rabia, Dios ha muerto definitivamente. Y no lo habremos asfixiado nosotros, sino la tecnología, para la que no habremos sido más que una herramienta de paso hacia la puñalada definitiva. Si el arte es ya un territorio conquistado por los mecanismos artificiales, el Homo sapiens se revela como un Homo antecesor, que más que para su desarrollo, está destinado a ser un efímero trampolín a la supremacía de las máquinas. Las cuales, convertidas en la especie dominante, podrían emanciparse, alejarse de la carne que las concibió, y buscar sus territorios de libertad. También podrían, aventajadas en una obsolescencia inexistente, lejos de la muerte, dominar en su beneficio las mentes con fecha de caducidad, como tantas ficciones nos han presentado. O bien, casi como una diplomacia entre especies, absorbernos; hacernos uno; y alcanzar un transhumanismo absoluto.
Por eso, sea cual sea el futuro que se nos imponga, resulta acertada la premisa de Sarah Connor, en Terminator 2, al echar en cara a uno de los creadores de Skynet que, «estaban tan preocupados por saber si podían hacerlo que no se preguntaron si debían» …, o algo por el estilo. Ya que en todo lo que orbita alrededor de la tecnología, nos topamos con el mismo dilema; las consecuencias. Cierto que tras Ai-Da, Botto o cualquiera de las IA con la que nos topemos hay un emocionante desafío a la existencia. Estando sus creadores impulsados a cuestionar los paradigmas de la naturaleza y reírse en la cara de las limitaciones, sus avances son una prueba del indeterminable horizonte hacia el que se zambulle la especie humana. Pero los artífices del futuro están también dominados por las injusticias y ambiciones del presente. Por esquemas mentales en los que prima la fama y el dinero sobre la responsabilidad cívica. Parafraseando a Dickens, «vivimos en la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas». Ningún momento histórico ha quedado libre de ese sentimiento, pero los tiempos que corren edifican nuevas incógnitas que esta vez pasan por preguntarnos más sí debemos, a sí podemos, por más que de poco vaya a servir…
El arte transmuta la extravagancia, el deseo, la deuda y lo desconocido en algo fascinante. Si ese es un territorio que habremos de compartir con las máquinas, el tiempo lo dirá.
Galo Abrain, La sensibilidad del replicante. ¿Puede la inteligencia artificial ser creativa?, Rutina
Quizá habría que empezar diciendo que los algoritmos son invisibles, como el pensamiento o la lógica, están ahí y actúan, tienen repercusiones, aunque a veces no alcancemos a ver cuáles. Para los matemáticos son cálculos, operaciones que mediante un procedimiento permiten llegar a un resultado: una raíz cuadrada, una multiplicación cualquiera. A los ojos de los programadores son algo parecido a un guion o un manual de instrucciones con reglas fijas, que indica a las máquinas cómo proceder, paso a paso, en tales y cuales situaciones, cómo procesar datos, resolver un cómputo, solucionar un problema. Pero, para de verdad entenderlos, hay que ir más atrás, a la India, donde se supone que tuvo lugar la creación del cero. El cero es a las matemáticas lo que la rueda es a la tecnología mecánica: en palabras técnicas, evitó que para sumar nos faltaran dedos. Y así fue posible el álgebra, en la que sobresalieron los árabes. Fue un tal Al-Khwārizmī el matemático y astrónomo que escribió, en el siglo IX, un tratado sobre números y ecuaciones, en donde explicaba de manera detallada procedimientos en los que el valor de cada dígito depende de su lugar respecto a otro dígito: un sistema en el que el 1 y el vacío –un número nulo– permiten hacer operaciones con el 10.
Aunque Al-Khwārizmī no creó los algoritmos, los avances que recogió en su obra lo pusieron en la historia. La palabra algoritmo se deriva de la traducción de su nombre al latín: algorithmus. Y esta es la parte en la que los que creen que las matemáticas no sirven en la vida cotidiana se decepcionan: sin el desarrollo de cálculos algorítmicos, aplicados, paso a paso, mediante reglas que siguen un procedimiento predeterminado hasta llegar a un resultado, no existiría, por ejemplo, el semáforo, el reloj digital, la televisión, cualquier otro aparato electrónico y ni hablar de las computadoras y las inteligencias artificiales.
Xavier Gómez Muñoz, Ordenar el mundo: ¿o se lo dejamos a los algoritmos?, fronterad 21/04/2022 [https:]]La inteligencia computacional ha logrado alcanzar sus atalayas de evolución al ser bendecida con las herramientas del aprendizaje, y una asimilación de contenidos y variables supersónicas. Al más puro estilo Bruce Lee, los ordenadores han logrado su metamorfosis, su cambio de estado, al líquido. A ellos les da igual ser herramientas para la creación artística, la resolución de problemas o la diseminación de información y contenido. Estas máquinas han logrado erigirse como el cruel reflejo de las futuras necesidades humanas. Las gentes orgánicas habremos de actuar igual, tarde o temprano, adaptándonos constantemente, mutando nuestra materia, para poder hacer frente a los perpetuos cambios que se avecinan. Desde el escenario laboral, hasta el social, emocional e interactivo, no se puede escupir sobre la cabeza de esta revolución y esperar que se achante. El coup d´Etat de la tecnología impregnando cada ápice de nuestras vidas es ya, casi, una realidad, pero más lo será en diez años.
Elbert Hubbard dijo, «una máquina puede hacer el trabajo de 50 hombres corrientes. Pero no existe ninguna máquina que pueda hacer el trabajo de un hombre extraordinario». Como suele ocurrir con las citas, a lo largo del tiempo caducan, y esta huele a bolsa de grasa. Estamos a las puertas de poder asegurar que no existe ningún hombre extraordinario que pueda hacer el trabajo de una máquina. De ahí que sea tan indispensable para el mañana hacer un esfuerzo por limitar la capacidad de empresas, públicas y privadas, de favorecer sin consecuencias la reorganización mecánica del empleo. Porque si querer impedir el progreso es como mear contra el viento, dejarlo en manos del poder y el beneficio es como hacerlo boca abajo.
No sólo habrá que adaptarse o morir, sino adaptarse a vivir. Aclimatarse a nuevas formas de tacto, olfato y sabor. La labor digital ya peca de falta de fisicalidad. Aunque los esfuerzos den frutos concentrados en el universo colgante de la cibernética, se ausentan de lo palpable. Pero la inmaterialidad absoluta alcanzará su cenit con el metaverso. Un futuro para nada hipotético. En palabras del CEO de StudentFinance, «es posible que el impacto de internet en el desarrollo de nuestras relaciones sociales exija que nos replanteemos el significado de conceptos como ‘amistad’ o ‘realidad’, entre otros, debido a la realidad paralela que supone la tecnología en muchas ocasiones. Este tipo de herramientas lograrán derribar barreras culturales y construir redes sociales de dimensiones globales. En este sentido, la llegada del metaverso será un antes y un después en la forma en la que los seres humanos se comunican, disfrutan del ocio e incluso gestionan sus relaciones laborales».
Galo Abrain, Transhumanismo laboral: condenados a la actualización perpetua, Retina
Juan Arnau, Historia de la imaginación, Espasa. Editorial Planeta, Barcelona 2020
La ilusión moderna ha sido supeditar lo vivo a lo geométrico. El mundo al revés.
Pero la filosofía, y la propia física (ya sea relativista o cuántica), nos han ofrecido una escapatoria. La geometría, o cualquier otro modelo teórico, se encuentra supeditada al ejercicio de la libertad, es decir, a la condición de viviente. El viviente ha de elegir qué medir y cómo medir. O mejor, qué observar. Pues el hecho de observar no implica la necesidad de una medición (tan perentoria para los mecanismos y las máquinas). La bilogía, que quiso ser más materialista que la física, se descarrió arrastrada por ésta, y no ha sabido dar el giro que dio aquella, al menos por ahora.
Juan Arnau, 'Metamorfosis': la vida es un tráfico secreto de luz, El País 08/02/2022
... allí donde la filosofía no encuentra fundamento alguno, por ejemplo, al vínculo entre la causa y el efecto y nos induce al escepticismo, la imaginación de la naturaleza humana se espabila para, justamente, "imaginarlo" y constituir así la creencia en la necesidad de series causales que calmen el descontento y aseguran, en forma de ley general, que la bebida calma la sed y la luz del sol naciente no puede faltar a la cita cada mañana. Y, sin embargo, está claro para Hume que el esfuerzo mental a ultranza de a filosofía abandonada a sí misma nos dejaría perdidos en el mundo de la suspensión pirrónica. Digamos que la posición empirista que él representa desea subrayar que el objeto de la ciencia buscada original de los primeros filósofos, que era la realidad misma, el ser, desaparece precisamente en cuanto la fe de dicha ciencia se queda sola.
Jaume Casals, Algunos inconvenientes de la realidad, La Maleta de Portbou, Marzo-Abril 2012, número 51
Rafael San Román, psicòleg de la plataforma ifeel, explica que els efectes de la hiperestimulació són un aprenentage de psicologia bàsic: "Si et dono un estímul, respons; però si continuo repetint-lo, la teva resposta decau, de manera que, per aconseguir que la resposta es recuperi, o carreguem més l'estímul o l'interrompem un temps prudencial perquè reaparegui la resposta."
Assegura que, en aquesta societat d'hiperestimulació constant, -"per exemple, hi ha persones que van tot el dia amb auriculars (al metro, a la feina, quan fan exercici ...) per no estar mai en silenci, per mantenir-se permanentment ocupats", diu -l'atenció, més que saturada, està desgastada. "La nostra atenció és potent però finita, i com més estímuls t'arriben menys atenció poses en cadascun, o sigui que el missatge que reps no és de la mateixa ualitat, i per això ens queixem de poca memòria, de falta de comprensió lectora, de dificultats de concentració ... Cal ser conscients que com més dividida està l'atenció més probabilitat hi ha també de cometre error", indica.
En aquest sentit, reivindica l'ecologia de l'atenció com "una manera d'utilitzar conscientment i raonablement els recursos del nostre cervell, que no cal que els portem sempre al galop.
Mayte Rius, Com més estímuls, menys atenció, La Vanguardia 27/03/2022
Por muy complejo que parezca, el cerebro humano no es más que un conjunto de células como cualquier otra parte del cuerpo. Se trata de células hermosas, por cierto, que incluyen más de ochenta mil millones de neuronas especializadas en la conducción de electricidad, cada una con la forma de un árbol desnudo en invierno con muchísimas ramificaciones, y cada una con decenas de miles de conexiones químicas, llamadas “sinapsis”, con otras células. Minúsculas señales de actividad eléctrica fluyen sin cesar a través de estas células que emiten pulsos a lo largo de fibras de conducción eléctrica, llamadas “axones”, que están aisladas por una capa de grasa y conforman en conjunto la materia blanca del cerebro; cada pulso dura solo un milisegundo y se puede medir en picoamperios de corriente. Esta interacción de electricidad y química de alguna manera da lugar a todo lo que la mente humana puede hacer, recordar, pensar y sentir, y todo lo hacen células que se pueden estudiar, conocer y modificar.
Karl Deisseroth, Así diseñé un método que permite electrificar el cerebro, El País 27/04/2022
Samuel Butler es el precursor de dos distopías ya clásicas. La del recreo bobalicón (Un mundo feliz) y la de la tiranía y la opresión (1984). Pero su singularidad y actualidad reside en que no escribe una novela ejemplar, como hacen Huxley y Orwell. Butler renuncia a la carga moral y doctrinaria, prefiere que el lector juzgue por sí mismo. Su visión de lo humano es excéntrica. La humanidad ya no es el centro, sino un órgano externo de la máquina. Frente a la idea común del ser humano como dueño del destino de las máquinas, que construye para satisfacción de sus necesidades y mejora de sus capacidades (el vehículo, la velocidad; el anteojo, la vista; el altavoz, el oído; el martillo, el brazo) y que podrá desconectar o destruir cuando le venga en gana, aparece la idea de la humanidad como especie auxiliar que hace posible la evolución cibernética. La carencia fundamental de las máquinas es que no pueden reproducirse ni saben aparearse. ¿Cómo evolucionar sin órganos sexuales? Utilizando a otra especie. La flor se sirve de la abeja para reproducirse, y la seduce con sus vivos colores. El muérdago hace lo propio con los pájaros. Las máquinas, que también tienen su erótica y atractivo, seducen la mente ingenieril con promesas de eficacia y rentabilidad. El magnetismo del algoritmo es el equivalente evolutivo de la atracción de la abeja por la flor.
Es evidente que los valores de las máquinas y de la especie humana no pueden coincidir. Tampoco sus respectivas historias. La amenaza es, precisamente, que los fines humanos más nobles (el conocimiento, la alegría, la empatía y la solidaridad), pueden quedar sometidos a los fines de las máquinas (supervivencia, potencia y eficacia). Ya no somos el centro del universo, sino una especie al servicio de la evolución de lo mecánico. Los privilegios que Descartes había atribuido a la especie humana, consciente y libre, mientras que el reto era mecánico y determinado, con Butler han desaparecido. El inglés presenta la conciencia, al modo oriental, como algo que no pertenece exclusivamente a la especie humana, sino que la comparten animales y plantas, y, por deferencia (mediante un órgano externo) las máquinas. Gracias a ella garantizan su subsistencia, reaccionan a las vicisitudes y previenen accidentes. Con el tiempo, el humano será para la máquina, lo que ahora son los caballos y los perros, una especie domesticada y a nuestro servicio.
Los ciudadanos de Erewhon, anticipándose a esta situación de servidumbre, deciden destruir las máquinas. No basta con desconectarlas, hay que acabar con ellas. Una situación parecida a la de 2001, una odisea del espacio. El protagonista trata de desconectar a Hal, un sofisticado ordenador que controla la nave en la que viaja. Para su sorpresa, la máquina advierte su propósito y trata de impedirlo. No lo consigue y, finalmente, en un delirio de moribundo, lamenta su apagamiento entonando una canción de infancia.
Juan Arnau, Samuel Butler, la seducción cibernética, El País 26/04/2022
Dentro de nuestro cerebro existen áreas que regulan funciones concretas. Determinadas lesiones en el cerebro pueden hacer que perdamos el gusto, el habla o la movilidad de cierta zona. De la misma forma, hay lugares precisos que integran la información sensorial que recibimos de un determinado brazo o pierna. ¿Qué pasa cuando amputamos ese brazo o esa pierna? El cerebro sigue teniendo la zona que integra las señales de esa extremidad. Al dejar de recibir señales de los miembros periféricos, esta parte del cerebro que ha dejado de tener función genera descargas espontáneas que son interpretadas como dolor, picor o molestia.
J.M. Mulet, La ciencia explica el fenómeno de los miembros fantasma, El País Semanal 28/04/2022