La disonancia cognitiva impide razonar sobre la realidad, evaluar nuestras ideas y corregir, consecuentemente, nuestros comportamientos. La teoría de Festinger explica cómo las personas se esfuerzan por dar sentido a ideas contradictorias y llevar vidas coherentes en sus mentes, aunque la realidad demuestre que están equivocadas.
Antoni Gutiérrez-Rubí, Política y disonancia cognitiva, La Vanguardia 23/07/2020
Esta crisis nos ha enfrentado al dilema de decidir a quién le salvamos la vida cuando no hay suficientes respiradores. Esto desafía la idea, mayoritariamente asumida, de que todas las vidas valen lo mismo y que son igual de importantes. Mucha gente ha llegado a la conclusión de que es mejor salvar a los más jóvenes, a los que tienen más años por delante. Darle un respirador a alguien de 40 antes que a uno de 80. Estamos cambiando radicalmente la forma en que vemos la vida y la muerte.
Al menos queda demostrado que cuando llega el momento de la verdad y hay que tomar decisiones, la mayor parte de la gente tratará de salvar las vidas de los que pueden sobrevivir más tiempo y en mejores condiciones. En el fondo, si nos sentimos presionados la mayoría echará mano del utilitarismo y no de conceptos relacionados con la santidad de la vida humana. Todo eso está bien cuando no te ves en la tesitura de hacer un juicio definitivo, pero no es verdad que todas las vidas valgan lo mismo. Y no tiene sentido tirar una moneda al aire para decidir si quien vive es el de 40 o el de 80 años.
Si acusamos a quienes toman las decisiones políticas en medio de una grave crisis de no actuar correctamente cuando tenían la información necesaria, por mucha retórica adornada de modestia que utilicemos, estamos adoptando una posición de arrogancia implícita: acusamos sobre el supuesto de que sabemos que ellos sabían y no querían. Una acusación de ese estilo revela que no hemos comprendido que la actuación en problemas complejos lleva siempre consigo un conocimiento escaso y una información incompleta. Nuestro esfuerzo debería concentrarse en hacer compatible la exigencia de responsabilidades con el reconocimiento de que representantes y representados actuamos siempre con un saber insuficiente.
Puede parecer extraño e incluso irracional estar preocupado por la posibilidad de desastres altamente improbables, pero todo lo que ha ocurrido lo ha hecho siempre una primera vez. Y hay ciertas catástrofes para las que no podemos permitirnos una sola vez.
Necesitaríamos más certezas de las que actualmente tenemos para estar tan seguros de ese futuro catastrófico que algunos, más que como una advertencia sobre lo posible, certifican como algo inexorable. Que el desastre sea una posibilidad quiere decir que no es una necesidad. Y seguramente no sea una buena idea no querer tener hijos para que vivan en esas condiciones, porque si nosotros nos hemos mostrado incapaces de frenar las crisis, tal vez nuestra obligación es permitir que otros lo intenten. No tenemos ningún derecho a dar por supuesto que las generaciones futuras van a ser tan estúpidas como nosotros.
Saber lo que vamos a aprender tras una crisis es imposible; si ya lo sabemos, no necesitamos aprenderlo, y si lo vamos a aprender es que ahora no lo sabemos. Quienes menos aprenden es quienes dan lecciones. Querer tener razón siempre es incompatible con aprender.
La pandemia nos obliga a revisar muchas cosas, pero es significativo que se imponga el viejo imaginario expiatorio que opone el orden cívico contra el desorden comercial. Lo que en la Marsella de 1720 era el hedonismo y el lujo, es hoy la globalización capitalista y el consumismo; la función del Dios punitivo y vengador la adquiere ahora una Tierra que se venga de nuestros excesos; en ambos casos la inocencia de los pueblos autosuficientes se defiende de los peligros de la hibridación exterior. Por eso no faltan quienes ven en el confinamiento un tiempo de penitencia del que se deberían seguir profundas conversiones. ¿Acaso no puede haber catástrofes sin pecados que las expliquen? ¿No podemos pensar todo esto fuera de un marco pseudorreligioso?
Cuando a un grupo de personas se les ensalza como héroes seguramente es un presagio de que van a ser tratados luego como mártires. Bastaría con que les diéramos lo que se merecen (reconocimiento y medios) ahora y después.
Siempre que nos golpea un desastre escuchamos el mismo discurso: "El cambio climático no discrimina, la pandemia no discrimina. Estamos juntos en esto”. Pero eso no es cierto. Los desastres no funcionan así. Ejercen de intensificadores y magnificadores. Si tenías un trabajo en un almacén de Amazon que ya estaba afectándote antes de que esto comenzara o si estabas en alguna residencia de mayores y ya se te trataba como si tu vida no valiera nada, ya era malo antes, pero todo eso se magnifica hasta convertirse en insoportable ahora. Y si antes era desechable, ahora se te puede sacrificar.
¿Te has enterado de las buenas noticias? Donald Trump nos diceque la paralización de nuestros negocios como medida para refrenar al coronavirus ya es algo del pasado. Sí, permitir que las personas vuelvan al trabajo extenderá los contagios, pero la muerte de unos pocos cientos de miles más de nosotros (si no terminan siendo unos pocos millones) es un precio muy pequeño, si con ello se consigue rescatar la economía norteamericana del colapso. En palabras del presidente: “no podemos permitir que sea peor el remedio que la enfermedad”.
El mensaje de Trump es claro: la economía no existe para servir a los seres humanos, los seres humanos existen para servir a la economía. Las personas que morimos al servicio del índice Promedio Industrial Dow Jones somos meras externalidades frente a la mayor prioridad del crecimiento del capital. Al igual que la destrucción del medio ambiente, nuestras enfermedades y muertes son un coste necesario de la actividad empresarial. No podemos rendirnos ante los deprimentes resultados que anuncian los médicos y científicos, no sea que desinflemos la esperanza y el optimismo que hacen grande a América.
Las personas que más se beneficiarán de nuestro sacrificio (los multimillonarios cuyas fortunas se basan casi exclusivamente en la constante capacidad de crecimiento de la economía) ya se están preparando para escapar. Están reservando aviones privados, listos para despegar hacia sus recintos aislados para el fin del mundo en el momento en crean estar en un riesgo real.
Es una variación de la “ecuación de aislamiento” sobre la que escribí hace un par de años, tras reunirme con un grupo de multimillonarios que buscaban consejos para mantener la seguridad en sus búnkeres apocalípticos en caso de que llegara el colapso de la sociedad. El objetivo del juego, tal y como ellos lo ven, es ganar suficiente dinero para aislarse de las consecuencias directas e indirectas de sus propias empresas. Es una pesadilla interminable: cuanto mayor es el daño medioambiental y social que provocan, más dinero deben ganar para protegerse a sí mismos de la devastación que dejan tras de sí y más se comprometen con la tarea de salvar sus pellejos y dejar atrás al resto del mundo cuando surja una verdadera crisis.
Para ser honestos, esta cosmovisión es una extensión natural de una ideología mercantil que ya aceptaba las bajas humanas como un parámetro de la hoja de cálculo. Como Trump declaró no sin razón: “si te fijas, el número de accidentes de coche es mucho más elevado que las cifras que estamos manejando y no por ello le decimos a todo el mundo que no conduzcan más”. Todos los días calculamos el coste relativo de las vidas humanas mientras seguimos con nuestros negocios y aceptamos la concesión entre, por ejemplo, el coste de hacer que un coche sea seguro y la necesidad de hacerlo rentable.
Así es el American Way, la forma americana de hacer las cosas en ciertos aspectos. Como Dan Patrick, el gobernador de Texas, le dijo a Tucker Carlson el lunes: “nadie se ha acercado a mí a preguntarme: ‘¿estás dispuesto, como persona mayor, a arriesgar tu supervivencia a cambio de mantener la América que todo el mundo quiere para sus hijos y nietos?’ Si ese es el intercambio, contad conmigo”. La premisa subyacente es sencilla: el confinamiento por el coronavirus frena la expansión divina de la economía estadounidense. Es una defensa equivocada de los débiles y los ancianos. ¿De verdad vamos a dejar que nuestro gran mercado se vaya al garete?
Esta es una visión del mundo casi fascista, en la que dejamos de obligarnos a tomar decisiones en nombre de los perdedores y empezamos a tomarlas en nombre de los ganadores. Además, tal y como nos enseñó Ayn Rand, cuanto más ayudamos a los débiles, más nos debilitamos a nosotros mismos como sociedad y acervo genético. Así es la selección natural.
Por supuesto, la mayoría de las personas que argumentan a favor de aceptar estos riesgos para la salud pública se encuentran en una situación de riesgo leve o nulo. Tienen médicos privados que trabajan día y noche para conseguir las pruebas necesarias y los respiradores en caso de que no puedan llegar a sus escondrijos a tiempo. No, los riesgos los afrontamos por completo aquellos que no podemos permitirnos dichas medidas. Para los ricos es mucho más fácil adoptar una postura positiva.
Para los titanes de la industria que dependen de un crecimiento económico constante, una paralización prolongada supone en realidad un riesgo mayor del que podemos ver a simple vista. Cuanto mayor sea el lapso de tiempo en que los negocios permanezcan cerrados, mayor será el tiempo que tendremos para reevaluar la economía en la que hemos nacido. Sí, necesitamos comida, agua, cobijo y quizás una infraestructura de comunicaciones. Pero no mucho más. En tiempos como este nos damos cuenta del valor real de los agricultores, profesores y médicos… Y ¿qué hay de todos esos tipos trajeados que van a la ciudad a negociar con productos derivados, crear planes de marketing y coordinar las cadenas de suministro globales? No tanto. El verdadero peligro de todo esto (algo que los multimillonarios catastrofistas sí entienden) es que es uno de esos fenómenos del “cisne negro” podría ser “el evento” que destruya nuestra voluntad de seguir corriendo y hacer girar la rueda del hámster. Quieren que volvamos a trabajar pero… ¿Para qué?
Dicen que es para salvar la economía, pero no hablan de la economía real de bienes y servicios. La economía estadounidense que les preocupa se basa mayoritariamente en la deuda. Los bancos prestan dinero a los negocios, que los devuelven más adelante con intereses. ¿De dónde proceden esos intereses? Del crecimiento. Sin crecimiento, el castillo de naipes se desmorona al completo, junto con los más poderosos de entre nosotros. Todos tenemos que creer para así mantener nuestras esperanzas vivas y a los multimillonarios en sus búnkeres.
En cuanto a los superricos se refiere, el virus al que hay que temer no es de índole médica sino memética. Estamos abriendo los ojos ante la realidad de que hemos sido esclavos de una curva de crecimiento exponencial durante los últimos 40 años, al menos, y en realidad ha sido durante un periodo mucho mayor. Y estamos siendo testigos de cómo el mismo crecimiento exponencial que concedió a los multimillonarios sus fortunas es ahora responsable del que el 40 % de los estadounidenses tengan menos de 400 dólares en el banco para una emergencia. La necesidad de un crecimiento exponencial también explica cómo cedimos la fabricación básica y la resiliencia alimentaria a las endebles cadenas de suministro locales. Podemos volver al trabajo, claro, pero ni siquiera podemos fabricar nuestros propios respiradores.
Imagina que nuestra principal razón para volver al trabajo fuera fabricar y producir las cosas que las personas necesitan realmente para vivir unas vidas plenas, en vez de simplemente hacer nuestra parte del trabajo para mantener a los ricos protegidos y a salvo del resto de nosotros.
Eso sí que es pensar en positivo.
[https:]]2. Pienso lo siguiente: estar raros significa que algo no encaja, que nosotros mismos no encajamos, que algo se ha roto, que hay un desajuste, un desacople.
No encajamos en el sucederse de las fases hacia la “nueva normalidad”. Estar raros es nuestra manera de rebelarnos contra el proceso de normalización en marcha. Hay una desincronización entre el ritmo objetivo de las fases y nuestro propio ritmo subjetivo.
Me parece que estar raros es ahora la mejor manera de estar, un signo de salud y de vitalidad contra la adaptación y la anestesia. El desafío es más dejarnos estar raros que dejarlo de estar.
3. ¿Por qué no encajamos? Hay restos en nosotros de lo que hemos vivido estos meses. Huellas de un acontecimiento. Efectos de la interrupción.
La experiencia vivida ha dejado sus marcas en nosotros. Esas marcas nos desvían del camino automático hacia la nueva normalidad, demasiado parecida a la vieja aunque lleve mascarilla.
Las cosas no cierran. Quizá duele, pero es mejor así. El cierre es la normalización. No hay normalidad, ni vieja ni nueva, lo que hay es un proceso de normalización que consiste en neutralizar todo lo que no encaja, en presentar la norma como el único camino posible.
4. ¿Qué nos pasó? Por un momento se interrumpió la definición convencional de la realidad.
En primer lugar, la idea según la cual cada uno tiene su vida. La existencia dejó de ser un asunto privado. El vínculo de interdependencia se impuso como una evidencia material y concreta. No hay burbuja que proteja absolutamente del contagio, nadie puede salvarse solo. El otro, en la distancia social, se hizo paradójicamente más presente: mi destino está ligado al suyo. Los otros cuentan, importan.
En segundo lugar, la idea según la cual el trabajo y el consumo configuran el sentido de la vida. Para miles de personas los automatismos de la vida cotidiana quedaron suspendidos. Incluso continuar como si nada requería todo un esfuerzo de invención: ¿seguir trabajando cómo y para qué? ¿Seguir consumiendo cómo y para qué?
5. En la interrupción han aparecido preguntas, malestares y ganas de otra cosa.
Preguntas: ¿qué está pasando, qué me va a pasar, qué nos va a pasar?
¿Qué es lo importante, qué es lo esencial, qué y quién nos cuida?
¿Qué es lo significativo, qué relaciones me sostienen, qué hace que mi vida merezca la pena ser vivida?
Malestares, porque hemos sentido violentamente la evidencia de que las lógicas estatales y mercantiles no cuidan.
El Estado, porque a pesar de sus mejores intenciones cuando las tiene, es ciego a las desigualdades y las singularidades de las formas de vida. Se legisla como si la sociedad entera fuese una clase media más o menos acomodada. Confinarse, muy bien, pero ¿y los que no tienen casa? ¿Y los que viven al día? ¿Y los que viven en un lugar pequeño y son muchos? ¿Y los que tienen peculiaridades físicas o psíquicas que convierten el confinamiento en un encierro insoportable? Todas las desigualdades por género, edad, raza, clase. El Estado, basado en la lógica de la ley y el deber ser, no ve las diferencias que atraviesan lo que hay.
El Mercado, porque su lógica de maximización de la ganancia y beneficio le sitúa siempre por encima del cuidado de la vida. Es una lógica literalmente extra-terrestre: por encima de lo terrestre, de los terrestres y de la tierra. No se producen valores de uso, sino valores de cambio. No se producen riquezas, sino beneficio. Los inventos técnicos no liberan tiempo, sino que intensifican la producción. La guerra es la ocasión ideal para convertir ciertas mercancías (las armas) en dinero. El paro y los despidos son la mejor solución de las empresas para no arruinarse. La obsolescencia programada resulta una gran idea.
[lobosuelto.com]
Tobies Grimaltos
La comunidad que el lenguaje humano forja no se constituye a través de individuos pre-existentes (hombres que aun no hablarían, hombres antes de serlo). El lenguaje mismo es tal comunidad y los individuos son literalmente la materia a través de la cual adquiere forma.
... hablar propiamente, hablar con hondura, no consiste en informar sobre acontecimientos (por cruciales que puedan ser en la vida de un hombre o de un grupo humano), sino dejar que la aflicción, la indiferencia o la euforia sean ocasión de que el lenguaje diga lo que ha de ser dicho.
No es el pathos de un hombre lo que se está expresando en las célebres líneas "No me podrán quitar el dolorido sentir, si ya del todo primero no me quitan el sentido"(Garcilaso "Égloga primera" 349-351).Por ello, cuando en nuestro tiempo se tiende a homologar los seres de lenguaje a los animales dotados de capacidad perceptiva y de un potencial para expresar información, se está simplemente reduciendo, literalmente rebajando el peso de aquello que nos hace ser, que nos diferencia en el seno de las especies.
Víctor Gómez Pin, Lo común de los hombres, El Boomeran(g) 26/06/2020
Foucault entendía la biopolítica como una manera de racionalizar los problemas que algunos fenómenos propios de la población pensada como un conjunto de seres vivientes (como la salud, la higiene, la longevidad, la seguridad social, etcétera) plantean a las practicas gubernamentales. Y, en la medida que el neoliberalismo propugna dejar de enfocar estos problemas como problemas políticos gubernamentales y reinterpretarlos como problemas con soluciones de mercado de los que se tienen que autorresponsabilizar en exclusiva los individuos, la tesis según la cual la racionalidad neoliberal significa la muerte de la biopolítica está bien fundamentada. Pero también puede argumentarse que, con el neoliberalismo, la biopolítica, que había tenido un gran protagonismo en el Estado del bienestar, no se destruye, sino solo se transforma porque el hecho mismo de desentenderse y de privatizar, mercantilizar y no tratar como biopolíticos ciertos problemas también es una forma de biopolítica. El escandaloso caso de las residencias geriátricas, que ha permitido contrastar la retórica y la realidad de esta biopolítica por omisión, ofrece un ejemplo lamentable para este argumento.
La pandemia de la Covid-19, los problemas que ha planteado y las maneras diversas como se han mirado de gestionar en un contexto marcado tanto por las consecuencias como por la crisis de la conversión de la racionalidad neoliberal en pensamiento hegemónico han vuelto a impulsar los temas que Foucault quería tratar a través del concepto de biopolítica hacia el centro del debate público. En este contexto, uno de los discursos más aparentes ha sido el de un posfocaultianismo banal y estatofóbico que, al estilo de Agamben, tiende a anatemizar toda biopolítica como un crimen de Estado. Caricaturizando proféticamente el confinamiento por la pandemia como el signo premonitorio o la confirmación del advenimiento en un momento de excepción de una nueva sociedad permanentemente autoritaria, este posfoucaultianismo maniqueo, aunque pueda ser útil como toque de alerta, ha eclipsado la reflexión sobre la pertinencia de una biopolítica que, tanto en la normalidad como en la excepcionalidad, y en cada uno de estos momentos de manera diferente, no desdiga de los principios, que no siempre coinciden con las practicas, de la democracia. Pero los mapas que Foucault, el cartógrafo, trazó cuando los gobiernos apuntaban su proa hacia el neoliberalismo también sirven para orientarse en esta otra navegación con las bodegas llenas de la experiencia acumulada durante las cuatro últimas décadas.
Josep Maria Ruiz Simon, Foucault y sus sombras (y XIII), La Vanguardia 30/06/2020
vegeu també Foucault y sus sombras XII
Estas virtudes epistémicas se han vuelto menos evidentes en el mundo posverdad, a medida que sus vicios opuestos se han vuelto más comunes: exceso de confianza, cinismo, cerrazón mental, excesivo individualismo, pasividad ante el poder, pérdida de confianza en la posibilidad de crear mejores verdades y moral dirigida por las vísceras en lugar de por la cabeza.
La defensa de la verdad a menudo toma la forma de batallas para defender verdades particulares que nos dividen. En ocasiones es necesario: pero, como la misma metáfora militar sugiere, alimenta el antagonismo. Mejor y más ambicioso es defender el valor común que atribuimos a la verdad, las virtudes que nos llevan a ella y los principios que nos ayudan a identificarla. Aquellos que defienden esto están empujando una puerta que ya está abierta, porque, en último término, todos reconocemos que la verdad no es una abstracción filosófica. Más bien es un aspecto central de cómo vivimos a diario y de cómo nos interpretamos a nosotros mismos, al mundo y a los demás. (87-89)
Julian Baggini, Breve historia de la verdad, Ático de los libros, Barcelona 2018
Desde luego, se ha vuelto habitual afirmar que no existe tal cosa como la verdad, y que solo hay opiniones, lo que es “verdad-para-ti” o “verdad-para-mí”.
El problema no es que no comprendamos lo que significa la “verdad”. En un sentido práctico, es difícil mejorar la temprana definición de Aristóteles: “Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir que lo que es, es, y lo que no es, no es, es verdad” (Metafísica, 1011b)Si eso suena obvio, aunque quizá un poco rebuscado, quizá sea porque no hay nada misterioso sobre el significado corriente de la verdad. Si actualmente hay una crisis de verdad en el mundo, el problema de raíz no es que las teorías filosóficas de la verdad no sean adecuadas. Podría incluso argumentarse que, en su terca persecución de la verdad, la filosofía desencadenó precisamente las fuerzas del escepticismo que han llevado a socavar la verdad. “¿Cómo o sabes?” y ”¿Qué quieres decir con…? Con preguntas filosóficas que han sido corrompidas por una sociedad cínica. (13)
Este inveterado cinismo apuntala cierto derrotismo, una aceptación de que no tenemos los recursos necesarios para discernir quién dice la verdad y quién está, sencillamente, tratando de engatusarnos. Al sentirse incapaces de distinguir la verdad de l mentira (…) perdemos confianza en nuestro cerebro, nos dejamos guiar por las tripas y el corazón. (16)
Para reconstruir la fe en el poder y el valor de la verdad, no podemos esquivar su complejidad. La verdad puede ser, y a menudo es, extremadamente difícil de comprender, descubrir, explicar y/o verificar. También resulta perturbadoramente fácil esconderla, distorsionarla, manipularla o retorcerla. A menudo no podemos afirmar con certeza que conocemos la verdad. Necesitamos evaluar una serie de verdades reales y supuestas y comprenderlas para comprobar su autenticidad. Si conseguimos llegar a este punto, entonces no estaremos al principio de un mundo posverdad, sino más bien pasando por una era temporal de posverdad, una especie de convulsión cultural nacida de la desesperación que dará paso con el tiempo a una época de mesurada esperanza. (16-17)
Julian Baggini, Breve historia de la verdad, Ático de los libros, Barcelona 2018
De este modo, el filósofo se convierte en la contrafigura del cuñado, y pido disculpas por echar aquí mano a una vieja teoría mía. Si, frente a un fenómeno imprevisible como es una pandemia, la conducta del cuñado consiste en cambiar de opinión súbitamente, pasando en cuestión de días de la tesis de que «El COVID-19 es una gripe normal y corriente» a la antítesis de que «El COVID-19 es una bomba bacteriológica desarrollada por China contra Estados Unidos o Europa», convirtiéndose de este modo en un «capitán a posteriori», la conducta del filósofo, por el contrario, consiste en mantenerse en sus trece, con una actitud no menos arrogante y prejuiciosa. Nos asegura que él «ya nos lo había dicho», que él «ya lo había explicado» en no sé qué monografía o paper: asume el papel de un «teniente a priori», de alguien que cree tener desde siempre la verdad. Y es que, como ya dijo el duque de La Rochefoucauld en el siglo XVII, «la filosofía triunfa fácilmente sobre los males pasados y futuros, pero los males presenten triunfan sobre ella».
Ernesto Castro, La Covid-19 y las arrogancias de la filosofía, Revista de Libros 24/06/2020
Lo que una miembro ordinaria del público piensa sobre el cambio climático, por ejemplo, no tiene impacto sobre el clima. Tampoco cambia nada lo que haga como consumidora o votante; su impacto individual es demasiado pequeño para marcar la diferencia. De este modo, cuando ella actúa en cualquiera de estas capacidades, cualquier error que cometa en lo relativo a la mejor evidencia científica disponible tendrá un impacto nulo sobre ella o sobre aquellos que le importan.
Pero dado que las opiniones sobre el cambio climático ahora identifican las alianzas grupales de cada uno, adoptar la posición “incorrecta” al interactuar con sus pares podría romper vínculos de los cuales depende en gran medida su bienestar material y emocional. Bajo estas condiciones patológicas, ella usará predeciblemente su raciocinio, no para discernir la verdad, sino para formar y persistir en creencias características de su grupo, una tendencia conocida como “cognición protectora de la identidad”.
Uno no tiene que ser un premio Nobel para darse cuenta de qué opinión defiende su tribu. Pero si alguien disfruta de especial dominio en la comprensión e interpretación de evidencia empírica, es perfectamente predecible que usará esa habilidad para forjar vínculos incluso más fuertes entre lo que cree y quién cree que es, culturalmente hablando.
Dan Kahan, Por qué la gente inteligente es vulnerable a poner su tribu por encima de la verdad, Sin permiso 13/06/2020https://www.sinpermiso.info/textos/por-que-la-gente-inteligente-es-vulnerable-a-poner-su-tribu-por-encima-de-la-verdad?fbclid=IwAR2s5ZoQwoabtJPtVnpCsqXE-gLHlcoCsqtQlgT-S-keobSKu8LSaqRA9twYo diría que sí que ha habido una experiencia vivencial común más allá de estas diferencias terribles, sociales, de clase, económicas. Ha habido una experiencia vital común ligada al estado de excepción, no hablo del estado de alarma, sino de este estado de excepción antropológico que todos, incluso los que lo han vividoen peores condiciones, hemos compartido. Todo estado de excepción, una guerra, una revolución o incluso un eclipse de sol, tiene algo que sacude emocionalmente de manera colectiva. Se produce un cambio en el marco de la sensibilidad colectiva. Me preocupa más lo otro, la desproporción entre esa experiencia común y la capacidad para construir un sujeto colectivo a partir de ella. En una situación que, de origen, no era particularmente halagüeña o esperanzadora y en la que incluso los sujetos colectivos organizados, como el feminismo o el ecologismo, se han quedado muy opacados y curiosamente no han salido favorecidos de esta experiencia. La pregunta es cómo se convierte la sensibilidad común en política común. No tengo la menor respuesta. Veo más fácilmente los peligros que las posibilidades de construcción de alternativas. Sí veo, aunque sea algo derrotista describirlo así, que toda crisis también fragiliza a las élites dirigentes, las divide, revela sus grietas y sus conflictos. Como tienen más medios y más recursos van a tener siempre más facilidades para aprovechar esta oportunidad, pero que hay que intentar aprovechar esa fisura, ese disenso entre las élites dirigentes, y eso implica organizarse lo suficiente como para ejercer alguna presión.
Para mucha gente el confinamiento ha sido fuente de estrés. Y el estrés y la ansiedad no son vectores de construcción de alternativas progresistas. Pero si hablamos de angustia, de miedo y de dolor, a lo mejor sí, porque creo que uno de los rasgos que caracterizaban esa anormalidad patológica de la que veníamos era precisamente la reclamación, la exigencia, de una seguridad total. Lo que se traducía en una medicalización, psiquiatrización, de todas las experiencias adversas de la vida. Ahora todos hemos vivido un miedo que no teníamos que reprocharnos: el miedo a morirnos, ese que habíamos olvidado radicalmente. A través de los psicofármacos, de las drogas y de la industria del entretenimiento, llevábamos muchos años viviendo al margen del miedo a la muerte. Habíamos aceptado como un derecho inalienable de nuestra condición de blancos europeos el derecho a la inmortalidad. Creo que, a partir de esa forma de miedo, sí que se puede construir una alternativa progresista. Lo que no era en absoluto progresista era la negación de la mortalidad, la ilusión de la invulnerabilidad, el imperativo de la felicidad. Es decir, los ejes en torno a los cuales estábamos construyendo vidas que, por debajo, eran constantemente erosionadas por la precariedad laboral, por las dificultades de llegar a fin de mes, por ese estrés del falso acontecimiento permanente. Así que creo que no está mal entrar radicalmente en contacto con algo que tiene que ver con nuestra condición humana. Y esto es muy político. Como civilización, el capitalismo lo que ha estado haciendo es ocultar, e incluso negar, a veces, nuestra condición humana. Que reaparezca es una primera plataforma de resistencia.
… el coronavirus nos asimila a todos. Todos ya somos cuerpos. Y además de una manera muy paradójica, porque nosotros mismos, como potenciales portadores del virus, somos también cuerpos amenazadores. Por decirlo de una manera un poco demagógica y provocativa, hemos descubierto que nosotros también llevamos un terrorista dentro. El descubrimiento de que somos amenazadores es el verdadero descubrimiento de la corporalidad. Y eso da fragilidad, lo que puede traducirse en criminalización del otro, soy frágil porque el otro me amenaza. Pero, en este caso, la fragilidad está asociada al descubrimiento de uno mismo como fuente de amenaza para el otro. De esa conjunción podría y debería salir una verdadera revolución en términos de relación con los otros. No va a salir, me temo, porque veníamos de un mundo en el que se nos había convencido de que estábamos a cubierto de cualquier amenaza y va a haber, hay, una reclamación muy fuerte de seguridad total, de un sector de la población. Y, sobre todo, hay grupos políticos orientados a generar la ilusión de que ellos sí pueden devolvernos esa seguridad. Es muy fácil que en estos momentos de miedo acabemos negando esa parte amenazadora que hay en nosotros, por la que somos realmente cuerpo. Y que, reclamando una seguridad total, criminalicemos más aún al otro.
Esta amenaza ha estado muy presente. Éramos muy sociables y nos tocábamos mucho, pero, al mismo tiempo, vivíamos ya en un confinamiento tecnológico que era compatible con esa hipersociabilidad corporal. La imagen que puede resumir la conjunción de estos vectores es la de una terraza de un bar en la que ves a muchos amigos juntos cada uno absorbido en su teléfono. El cuerpo está ahí, pero está descorporalizado. Las dos cosas tienen que ver con lo que llama Stiegler la proletarización del ocio. Nuestroocio había sido proletarizado por el capitalismo mediante dos vías, la del turismo, la hostelería, el contacto soluble, intenso y fugaz entre los cuerpos y la del confinamiento tecnológico. Esta última ha salido muy reforzada. Frente a esto, ¿qué deberíamos hacer? ¿Alimentar la otra vía? No, pero sí creo que hay que reivindicar el riesgo corporal frente al confinamiento tecnológico. Y eso significa distinguirlo de la cesión de tu cuerpo al vector de explotación económica del turismo o la hipersociabilidad soluble.
Habría que hacer un verdadero discurso sobre el cuerpo. Primero para definirlo bien, para preguntarse realmente qué quiere decir tocarse. Mi tesis, que he recogido en Ser o no ser un cuerpo, tiene que ver con que ya casi no éramos cuerpo, podíamos estar todos juntos y abrazarnos e incluso mantener relaciones sexuales muy promiscuas sin que el cuerpo se jugara nada en todo eso. Frente a la combinación del confinamiento tecnológico y la turistización de las vidas, hay que reivindicar una corporalidad en la que cuando te tocas estás tocando realmente un cuerpo, cuando abrazas estás abrazando realmente un cuerpo y, por lo tanto, corres riesgos a sabiendas. Y el riesgo cuando hay implicados dos cuerpos no es tanto el de contagiarse, sino el de condolerse, el de amarse, el de entenderse o, al menos, el de escucharse y a veces el de discutir. Solo entre cuerpos ocurren esas cosas.
… hay una reflexión de más amplio calado que tiene que ver con un capitalismo tecnologizado que nos ha prometido la inmortalidad, pero que lo que nos ha dado ha sido vejeces más largas. Y esa longevidad está dominada enteramente por el cuerpo que revela toda su fragilidad y, a veces, también la necesidad de cuidados y dependencias. Tenemos que ver cómo lo gestionamos y lo que ha revelado el coronavirus es que lo estábamos haciendo mal. Habíamos ilusoriamente suprimido los cuerpos, los habíamos encerrado en residencias. Y nos hemos encontrado con esta atrocidad de ancianos que han estado muriendo sin que nadie se ocupará de ellos y sin que ellos pudieran decidir cómo querían morir. Por la sencilla razón de que previamente se les había impedido decidir cómo querían vivir esa vejez y cuán larga querían que fuese.
Si hay un régimen que es indisociable del riesgo es la democracia. En todos los sentidos. La libertad de expresión consiste básicamente en correr el riesgo de que la opinión de otro te convenza o derrote la tuya. Las garantías jurídicas, el Estado de derecho, es el riesgo de que una persona detenida por un delito, y sometida a un juicio justo y con todas las garantías reincida. Tenemos que defender el riesgo de las libertades civiles, del Estado de derecho, de la democracia. No deberíamos de ninguna de las maneras, so pretexto de que hay un riesgo sanitario, y menos reclamando una imposible seguridad total, ceder más terreno del que ya hemos cedido en los últimos años.
https://ctxt.es/es/20200601/Politica/32584/Amanda-Andrades-Alba-Rico-entrevista-confinamiento-pandemia-filosofia-capitalismo-covid-19.htm?fbclid=IwAR2qQF56YqxfjPjb2z6Rtx9j6A0fIliKQpCBgrlWfNyoRrLU95upmVe90NAYo diría que sí que ha habido una experiencia vivencial común más allá de estas diferencias terribles, sociales, de clase, económicas. Ha habido una experiencia vital común ligada al estado de excepción, no hablo del estado de alarma, sino de este estado de excepción antropológico que todos, incluso los que lo han vividoen peores condiciones, hemos compartido. Todo estado de excepción, una guerra, una revolución o incluso un eclipse de sol, tiene algo que sacude emocionalmente de manera colectiva. Se produce un cambio en el marco de la sensibilidad colectiva. Me preocupa más lo otro, la desproporción entre esa experiencia común y la capacidad para construir un sujeto colectivo a partir de ella. En una situación que, de origen, no era particularmente halagüeña o esperanzadora y en la que incluso los sujetos colectivos organizados, como el feminismo o el ecologismo, se han quedado muy opacados y curiosamente no han salido favorecidos de esta experiencia. La pregunta es cómo se convierte la sensibilidad común en política común. No tengo la menor respuesta. Veo más fácilmente los peligros que las posibilidades de construcción de alternativas. Sí veo, aunque sea algo derrotista describirlo así, que toda crisis también fragiliza a las élites dirigentes, las divide, revela sus grietas y sus conflictos. Como tienen más medios y más recursos van a tener siempre más facilidades para aprovechar esta oportunidad, pero que hay que intentar aprovechar esa fisura, ese disenso entre las élites dirigentes, y eso implica organizarse lo suficiente como para ejercer alguna presión.
Para mucha gente el confinamiento ha sido fuente de estrés. Y el estrés y la ansiedad no son vectores de construcción de alternativas progresistas. Pero si hablamos de angustia, de miedo y de dolor, a lo mejor sí, porque creo que uno de los rasgos que caracterizaban esa anormalidad patológica de la que veníamos era precisamente la reclamación, la exigencia, de una seguridad total. Lo que se traducía en una medicalización, psiquiatrización, de todas las experiencias adversas de la vida. Ahora todos hemos vivido un miedo que no teníamos que reprocharnos: el miedo a morirnos, ese que habíamos olvidado radicalmente. A través de los psicofármacos, de las drogas y de la industria del entretenimiento, llevábamos muchos años viviendo al margen del miedo a la muerte. Habíamos aceptado como un derecho inalienable de nuestra condición de blancos europeos el derecho a la inmortalidad. Creo que, a partir de esa forma de miedo, sí que se puede construir una alternativa progresista. Lo que no era en absoluto progresista era la negación de la mortalidad, la ilusión de la invulnerabilidad, el imperativo de la felicidad. Es decir, los ejes en torno a los cuales estábamos construyendo vidas que, por debajo, eran constantemente erosionadas por la precariedad laboral, por las dificultades de llegar a fin de mes, por ese estrés del falso acontecimiento permanente. Así que creo que no está mal entrar radicalmente en contacto con algo que tiene que ver con nuestra condición humana. Y esto es muy político. Como civilización, el capitalismo lo que ha estado haciendo es ocultar, e incluso negar, a veces, nuestra condición humana. Que reaparezca es una primera plataforma de resistencia.
… el coronavirus nos asimila a todos. Todos ya somos cuerpos. Y además de una manera muy paradójica, porque nosotros mismos, como potenciales portadores del virus, somos también cuerpos amenazadores. Por decirlo de una manera un poco demagógica y provocativa, hemos descubierto que nosotros también llevamos un terrorista dentro. El descubrimiento de que somos amenazadores es el verdadero descubrimiento de la corporalidad. Y eso da fragilidad, lo que puede traducirse en criminalización del otro, soy frágil porque el otro me amenaza. Pero, en este caso, la fragilidad está asociada al descubrimiento de uno mismo como fuente de amenaza para el otro. De esa conjunción podría y debería salir una verdadera revolución en términos de relación con los otros. No va a salir, me temo, porque veníamos de un mundo en el que se nos había convencido de que estábamos a cubierto de cualquier amenaza y va a haber, hay, una reclamación muy fuerte de seguridad total, de un sector de la población. Y, sobre todo, hay grupos políticos orientados a generar la ilusión de que ellos sí pueden devolvernos esa seguridad. Es muy fácil que en estos momentos de miedo acabemos negando esa parte amenazadora que hay en nosotros, por la que somos realmente cuerpo. Y que, reclamando una seguridad total, criminalicemos más aún al otro.
Esta amenaza ha estado muy presente. Éramos muy sociables y nos tocábamos mucho, pero, al mismo tiempo, vivíamos ya en un confinamiento tecnológico que era compatible con esa hipersociabilidad corporal. La imagen que puede resumir la conjunción de estos vectores es la de una terraza de un bar en la que ves a muchos amigos juntos cada uno absorbido en su teléfono. El cuerpo está ahí, pero está descorporalizado. Las dos cosas tienen que ver con lo que llama Stiegler la proletarización del ocio. Nuestroocio había sido proletarizado por el capitalismo mediante dos vías, la del turismo, la hostelería, el contacto soluble, intenso y fugaz entre los cuerpos y la del confinamiento tecnológico. Esta última ha salido muy reforzada. Frente a esto, ¿qué deberíamos hacer? ¿Alimentar la otra vía? No, pero sí creo que hay que reivindicar el riesgo corporal frente al confinamiento tecnológico. Y eso significa distinguirlo de la cesión de tu cuerpo al vector de explotación económica del turismo o la hipersociabilidad soluble.
Habría que hacer un verdadero discurso sobre el cuerpo. Primero para definirlo bien, para preguntarse realmente qué quiere decir tocarse. Mi tesis, que he recogido en Ser o no ser un cuerpo, tiene que ver con que ya casi no éramos cuerpo, podíamos estar todos juntos y abrazarnos e incluso mantener relaciones sexuales muy promiscuas sin que el cuerpo se jugara nada en todo eso. Frente a la combinación del confinamiento tecnológico y la turistización de las vidas, hay que reivindicar una corporalidad en la que cuando te tocas estás tocando realmente un cuerpo, cuando abrazas estás abrazando realmente un cuerpo y, por lo tanto, corres riesgos a sabiendas. Y el riesgo cuando hay implicados dos cuerpos no es tanto el de contagiarse, sino el de condolerse, el de amarse, el de entenderse o, al menos, el de escucharse y a veces el de discutir. Solo entre cuerpos ocurren esas cosas.
… hay una reflexión de más amplio calado que tiene que ver con un capitalismo tecnologizado que nos ha prometido la inmortalidad, pero que lo que nos ha dado ha sido vejeces más largas. Y esa longevidad está dominada enteramente por el cuerpo que revela toda su fragilidad y, a veces, también la necesidad de cuidados y dependencias. Tenemos que ver cómo lo gestionamos y lo que ha revelado el coronavirus es que lo estábamos haciendo mal. Habíamos ilusoriamente suprimido los cuerpos, los habíamos encerrado en residencias. Y nos hemos encontrado con esta atrocidad de ancianos que han estado muriendo sin que nadie se ocupará de ellos y sin que ellos pudieran decidir cómo querían morir. Por la sencilla razón de que previamente se les había impedido decidir cómo querían vivir esa vejez y cuán larga querían que fuese.
Si hay un régimen que es indisociable del riesgo es la democracia. En todos los sentidos. La libertad de expresión consiste básicamente en correr el riesgo de que la opinión de otro te convenza o derrote la tuya. Las garantías jurídicas, el Estado de derecho, es el riesgo de que una persona detenida por un delito, y sometida a un juicio justo y con todas las garantías reincida. Tenemos que defender el riesgo de las libertades civiles, del Estado de derecho, de la democracia. No deberíamos de ninguna de las maneras, so pretexto de que hay un riesgo sanitario, y menos reclamando una imposible seguridad total, ceder más terreno del que ya hemos cedido en los últimos años.
https://ctxt.es/es/20200601/Politica/32584/Amanda-Andrades-Alba-Rico-entrevista-confinamiento-pandemia-filosofia-capitalismo-covid-19.htm?fbclid=IwAR2qQF56YqxfjPjb2z6Rtx9j6A0fIliKQpCBgrlWfNyoRrLU95upmVe90NAHemos atravesado también una pandemia de confusión. Tanto a nivel médico, como psicológico y social, tardaremos tiempo en saber lo que hemos pasado en estos últimos meses. Ahora mismo no es descartable ninguna hipótesis, de la más moderada a la más fantástica. Y esto no solo por la dificultad personal en cada uno de nosotros para ordenar tantas sensaciones contrapuestas en días de zozobra y encierro, no solo por las cien transformaciones que hemos atravesado sin quererlo ni saberlo. También porque este periodo ha sido de una escandalosa incertidumbre en casi todos los órdenes. Sobre las mascarillas, la facilidad del contagio, el número real de muertos, la fiabilidad de los test y el curso mismo de la enfermedad, hemos oído casi todo, a veces en el mismo día. ¿Dónde, cuándo y qué no ha hecho el ridículo si podía hacerlo? No solo los gobiernos, prácticamente todos, y la cúpula de la Unión Europea. También la Ciencia, señalada como guía y disculpa política en estos tiempos de niebla vírica, ha dicho cien cosas distintas durante la misma semana sobre algo crucial que nos afectaba. El principio de incertidumbre se ha mostrado la pulpa de la sociedad del conocimiento, manteniéndonos el día entero en vilo a la espera de la próxima interpretación. No solo B. Gates y M. Zuckerberg se han hecho todavía más multimillonarios. Además, políticos, intelectuales, toda clase de expertos y científicos han viralizado su versión de los hechos en artículos y tertulias. ¿Se llegará también a decir, como se ha dicho del cáncer: Más viven de coronavirus que mueren de él? Al tiempo. Ahora mismo asistimos a otra carrera de la ciencia, prestigio y dinero incluidos, para ver qué empresa y qué nación descubre antes la ansiada vacuna. No es extraño que tantos ciudadanos, simplemente para sobrevivir, hayan decidido dosificar al máximo la información. A la vez que, por fin, hay que decirlo, tenían un tema con el que hablar con todo el mundo, incluida la gente con la que nunca se habla.
Nueva normalidad. Es la gran solución final. Aunque la pasión por lo nuevo ya es vieja, pues hace tiempo que vivimos del remozamiento perpetuo. Además, ¿puede ser nuevo algo normal? En resumidas cuentas, ¿qué vamos a decir de esta vieja pasión? Llevamos décadas normalizándonos más y más, otra vez a imitación del norte, de ahí nuestro aire más bien marciano. Más de lo mismo, en suma: más tecnología, más expertos, más obediencia y prudencia ciudadana. Más desarme personal del individuo, a imitación de Suiza, Holanda o Estados Unidos. ¿Distancia social? Claro, hay que parecerse al puritanismo calvinista que nos sodomiza. ¿Todavía más? Sí, en una masiva obediencia conductista, casi soviética, pero avalada ahora por la medicina democrática. En este socialismo a ultranza del Estado-mercado, la Salud es una figura clave para alcanzar la seguridad. La salud es hoy el alma del cuerpo. Como dice Han, la terapia ha ocupado el lugar de la teología.
Información, consumo, actualidad política. ¿Adiós a la singularidad personal? Es la época de la interdependencia, dice cualquier político con aspiraciones globales. Llevamos años viviendo del contagio masivo, el bueno, que además últimamente se ha personalizado. Ahora se trata de hacer del contagio malo, de la excepción maléfica (el cáncer, la depresión, el coronavirus), algo también crónico. Cronificar el miedo: cuanto más asustado e inválido, más flexible es el ciudadano. El bienestar también significa que solo en el fondo, en sus vicios privados, pueda alguien ser realmente distinto. A primera vista solo queremos diferencias comercializables, minorías reconocibles. Digitalización, ecología, vida sana. Distancia social y teletrabajo. Cita previa hasta para vivir, ya no digamos follar. Pronto Tinder se quedará corto y habrá protocolos de consentimiento hasta para hablar con tu propia madre. Para bien y para mal, muchos olvidaremos pronto este trauma. Houellebecq, que en sus últimas novelas ha convertido el apocalipsis en chiringuito de playa, tiene posiblemente razón en este punto. Lo malo se olvida pronto, dice el refrán. Y en cierto modo así debe ser. La gente necesita volver cuanto antes a hacer su vida, cosa hoy dificultada por todas partes.
Sin duda, sería deseable que la sociedad sacase de estos meses una cierta lección de humanismo, pero es muy dudoso que esto ocurra en una autodenominada “sociedad del conocimiento” que, en realidad, es sociedad de la auto-vigilancia. Frente a ella, quien quiera ser libre ha de redoblar sus armas, ya que el Amo no es hoy nadie en concreto: el poder se basa en el consenso (tras una élite horizontal que simula imitar a los ciudadanos) y el miedo a romperlo, a quedarse atrás. Desgraciada o afortunadamente, por debajo las cosas son muy distintas. A partir de ahora quien quiera sobrevivir habrá de limitar su pacifismo cívico, sin entregarse como ganado al mandato estatal. Es un poco preocupante que la progresía, a veces también la de corte “lacaniano”, diga en este punto lo que dice todo el mundo, impartiendo consejos de mansedumbre bovina.
Después de someternos a una limpieza étnica personalizada, que pasa por el control médico a distancia y normas de higiene y distanciamiento, también dentro de cada uno de nosotros (más que nunca, habrá que mantener a raya los grumos oscuros del cuerpo), despertaremos en una Nueva Normalidad. Con su lúcida crueldad, Agamben comenta: millones de ciudadanos, para integrarse, aceptarán sentirse apestados. En otro sentido ya lo eran, dice el filósofo, pues estaban contaminados hasta el tuétano por la sociodependencia que se realimenta del miedo. El resultado es esta comunicación sin comunidad sobre la que algunos nos han alertado. Rituales de distanciamiento, incluso en los entierros, en vez de la antigua aproximación. Distanciamiento disfrazado bajo un ritual clínico. Es la sociedad de la cuarentena, que ha de normalizar como algo crónico, más todavía de lo que era, hasta la depresión. Corona blues, dicen en Corea.
¿Saldremos más fuertes? Sí, pero en nuestra voluntad de debilitar nuestra personalidad al máximo. La pandemia inaugura una vigilancia biopolítica interactiva. Hace décadas que, a imitación de la Democracia más grande del mundo (el tamaño importa), somos empujados a dejar atrás cuanto antes la vida espontánea de los afectos. ¿Nueva normalidad? Enfundado en su frialdad trajeada, epítome de lo más granado de la clase dirigente europea, Sánchez solo le ha dado el enésimo nombre a una vieja aspiración política. Cronificar es lograr una pandemia y un miedo sostenibles, a imitación de otras mutilaciones también sostenibles. Clonación sostenible, por qué no. Al fin y al cabo, como inválidos bien equipados, se trata de aprender a convivir con la servidumbre voluntaria hacia el nuevo dios social. No tan nuevo, pues lleva décadas debilitando nuestra independencia.
Una vez más el ingenio popular, desde el último empleado hasta algún empresario, ha sido clave para que el desastre no fuese completo. Si dependiese de los expertos, los científicos y los políticos, ni sabemos dónde estaríamos. Pero ellos solo son la patética minoría que pretende cortar el bacalao. Lejos de ellos, la gente que nos ha quitado las castañas del fuego, el personal médico y un amplio abanico de trabajadores, saben muy poco, por fortuna, de la posverdad y la deconstrucción. Cuanto más progresista y político es el humano, cuanto más “experto” y empoderado, menos conciencia tiene del mal. Menos ojos, oídos y manos para ayudar, para el coraje y la generosidad que requiere afrontar el peligro y brindar protección.
Igual que el sida, este nuevo mal es propio de la promiscuidad metropolitana. Es posible que los vagabundos sean quienes mejor hayan llevado la lenta hecatombe. Quizá apenas se enteraron. Cuando guardaban la “distancia social” lo hacían compartiendo a morro la misma botella de cerveza. En general los pobres, que en España y en Italia viven sin distancia social, también parecen los más preparados para sobrellevar mejor, psíquica y corporalmente, la pandemia. Como saben más bien poco de la llamada sociedad del bienestar, siguen teniendo armas primarias para afrontar la crudeza de los reveses, mientras ignoran a la información y a los políticos. Tal vez esto compense que los hospitales no les atiendan fácilmente. Por la misma razón, es posible que en Colombia o México la gran mayoría alejada de las élites vaya a sufrir menos angustia que en España o Italia. Y la angustia baja las defensas.
Hay razones incluso para pensar que la desproporción psicológica de esta pandemia se debe a que por fin nos ha tocado a nosotros, en definitiva, una estirpe hipocondríaca, apoltronada en la religión de la seguridad. Es posible que en Perú, en Marruecos o en Gaza, donde la vida es más real y más difícil (allí las vidas valen menos, dice nuestro racismo democrático), se tomen esto con una menor histeria y un grado más alto de empatía comunitaria.
Siguiendo un instinto de poder y distancia, a los gobiernos les encanta poder emitir decretos y medidas de excepción. Por encima de todo, les encanta que la población obedezca en masa, conducida por el miedo. En medio de una deseada inmunidad de rebaño es incluso dudoso que nosotros, ciudadanos terciarios perpetuamente conectados, nos sintamos vivos si no ocurre alguna pequeña catástrofe. ¿No es lo que buscamos con el exitoso género de terror, con los efectos especiales, con los deportes de riesgo? Dentro de un panorama biopolítico donde la medicina y la ciencia son la autoridad competente, el reiterado llamamiento a la responsabilidad de cada uno es en realidad el llamamiento a obedecer, a interactuar con el poder acéfalo, a gestionar bien el miedo. A hacerse responsable, en suma, de la desactivación personal. Cada uno debe hacerse cargo de una interactividad basada en una previa interpasividad. De ahí nuestra flexibilidad cadavérica. La ficción social del poder compartido continúa, mucho más poderosa que en la hipocresía de antaño.
Llevamos décadas desactivando la independencia personal: ¿qué sentido tiene pedir ahora una especie de heroísmo individual? Solo éste: colaboren, ayúdennos a gobernarlos. En las mascarillas y en los desplazamientos, salvo raras excepciones, todo el mundo obedeció a las amenazas morales acompañadas de multas. Incluso hubo ciudadanos que se erigieron en vigilantes de la playa democrática para increpar a otros que se saltaban las normas.
La sociedad como policía, se dijo. Que nadie se salga del gran angular de lo social, de su estatismo continuo, establecido en Fases hacia la vuelta a lo que debería ser una eterna Fase X. Nueva normalidad: permanezcan atentos a la pantalla, el altavoz de la de las órdenes y los posibles rebrotes. A partir de ahora hay que estar de continuo en guardia. Parece que la moraleja es que habíamos sido demasiado humanos, demasiado espontáneos, excesivamente hedonistas y libertinos. Vamos entonces a clonarnos, todavía más. Por eso la policía apenas ha tenido ni tendrá que actuar. Se limitó, de vez en cuando, a hacer acto de presencia y aplaudir con nosotros. Malas noticias para la Revolución: tampoco va a ser mañana. Menos mal que, en el fondo, nadie la quería. Era solo, en mil anuncios publicitarios, un recurso retórico para que la normalización en curso no fuese en exceso aburrida. Tal como están las cosas, usando a fondo la violencia política del deseo algunos nos empeñaremos en que la vieja anormalidad sea posible todavía.
Hemos atravesado también una pandemia de confusión. Tanto a nivel médico, como psicológico y social, tardaremos tiempo en saber lo que hemos pasado en estos últimos meses. Ahora mismo no es descartable ninguna hipótesis, de la más moderada a la más fantástica. Y esto no solo por la dificultad personal en cada uno de nosotros para ordenar tantas sensaciones contrapuestas en días de zozobra y encierro, no solo por las cien transformaciones que hemos atravesado sin quererlo ni saberlo. También porque este periodo ha sido de una escandalosa incertidumbre en casi todos los órdenes. Sobre las mascarillas, la facilidad del contagio, el número real de muertos, la fiabilidad de los test y el curso mismo de la enfermedad, hemos oído casi todo, a veces en el mismo día. ¿Dónde, cuándo y qué no ha hecho el ridículo si podía hacerlo? No solo los gobiernos, prácticamente todos, y la cúpula de la Unión Europea. También la Ciencia, señalada como guía y disculpa política en estos tiempos de niebla vírica, ha dicho cien cosas distintas durante la misma semana sobre algo crucial que nos afectaba. El principio de incertidumbre se ha mostrado la pulpa de la sociedad del conocimiento, manteniéndonos el día entero en vilo a la espera de la próxima interpretación. No solo B. Gates y M. Zuckerberg se han hecho todavía más multimillonarios. Además, políticos, intelectuales, toda clase de expertos y científicos han viralizado su versión de los hechos en artículos y tertulias. ¿Se llegará también a decir, como se ha dicho del cáncer: Más viven de coronavirus que mueren de él? Al tiempo. Ahora mismo asistimos a otra carrera de la ciencia, prestigio y dinero incluidos, para ver qué empresa y qué nación descubre antes la ansiada vacuna. No es extraño que tantos ciudadanos, simplemente para sobrevivir, hayan decidido dosificar al máximo la información. A la vez que, por fin, hay que decirlo, tenían un tema con el que hablar con todo el mundo, incluida la gente con la que nunca se habla.
Nueva normalidad. Es la gran solución final. Aunque la pasión por lo nuevo ya es vieja, pues hace tiempo que vivimos del remozamiento perpetuo. Además, ¿puede ser nuevo algo normal? En resumidas cuentas, ¿qué vamos a decir de esta vieja pasión? Llevamos décadas normalizándonos más y más, otra vez a imitación del norte, de ahí nuestro aire más bien marciano. Más de lo mismo, en suma: más tecnología, más expertos, más obediencia y prudencia ciudadana. Más desarme personal del individuo, a imitación de Suiza, Holanda o Estados Unidos. ¿Distancia social? Claro, hay que parecerse al puritanismo calvinista que nos sodomiza. ¿Todavía más? Sí, en una masiva obediencia conductista, casi soviética, pero avalada ahora por la medicina democrática. En este socialismo a ultranza del Estado-mercado, la Salud es una figura clave para alcanzar la seguridad. La salud es hoy el alma del cuerpo. Como dice Han, la terapia ha ocupado el lugar de la teología.
Información, consumo, actualidad política. ¿Adiós a la singularidad personal? Es la época de la interdependencia, dice cualquier político con aspiraciones globales. Llevamos años viviendo del contagio masivo, el bueno, que además últimamente se ha personalizado. Ahora se trata de hacer del contagio malo, de la excepción maléfica (el cáncer, la depresión, el coronavirus), algo también crónico. Cronificar el miedo: cuanto más asustado e inválido, más flexible es el ciudadano. El bienestar también significa que solo en el fondo, en sus vicios privados, pueda alguien ser realmente distinto. A primera vista solo queremos diferencias comercializables, minorías reconocibles. Digitalización, ecología, vida sana. Distancia social y teletrabajo. Cita previa hasta para vivir, ya no digamos follar. Pronto Tinder se quedará corto y habrá protocolos de consentimiento hasta para hablar con tu propia madre. Para bien y para mal, muchos olvidaremos pronto este trauma. Houellebecq, que en sus últimas novelas ha convertido el apocalipsis en chiringuito de playa, tiene posiblemente razón en este punto. Lo malo se olvida pronto, dice el refrán. Y en cierto modo así debe ser. La gente necesita volver cuanto antes a hacer su vida, cosa hoy dificultada por todas partes.
Sin duda, sería deseable que la sociedad sacase de estos meses una cierta lección de humanismo, pero es muy dudoso que esto ocurra en una autodenominada “sociedad del conocimiento” que, en realidad, es sociedad de la auto-vigilancia. Frente a ella, quien quiera ser libre ha de redoblar sus armas, ya que el Amo no es hoy nadie en concreto: el poder se basa en el consenso (tras una élite horizontal que simula imitar a los ciudadanos) y el miedo a romperlo, a quedarse atrás. Desgraciada o afortunadamente, por debajo las cosas son muy distintas. A partir de ahora quien quiera sobrevivir habrá de limitar su pacifismo cívico, sin entregarse como ganado al mandato estatal. Es un poco preocupante que la progresía, a veces también la de corte “lacaniano”, diga en este punto lo que dice todo el mundo, impartiendo consejos de mansedumbre bovina.
Después de someternos a una limpieza étnica personalizada, que pasa por el control médico a distancia y normas de higiene y distanciamiento, también dentro de cada uno de nosotros (más que nunca, habrá que mantener a raya los grumos oscuros del cuerpo), despertaremos en una Nueva Normalidad. Con su lúcida crueldad, Agamben comenta: millones de ciudadanos, para integrarse, aceptarán sentirse apestados. En otro sentido ya lo eran, dice el filósofo, pues estaban contaminados hasta el tuétano por la sociodependencia que se realimenta del miedo. El resultado es esta comunicación sin comunidad sobre la que algunos nos han alertado. Rituales de distanciamiento, incluso en los entierros, en vez de la antigua aproximación. Distanciamiento disfrazado bajo un ritual clínico. Es la sociedad de la cuarentena, que ha de normalizar como algo crónico, más todavía de lo que era, hasta la depresión. Corona blues, dicen en Corea.
¿Saldremos más fuertes? Sí, pero en nuestra voluntad de debilitar nuestra personalidad al máximo. La pandemia inaugura una vigilancia biopolítica interactiva. Hace décadas que, a imitación de la Democracia más grande del mundo (el tamaño importa), somos empujados a dejar atrás cuanto antes la vida espontánea de los afectos. ¿Nueva normalidad? Enfundado en su frialdad trajeada, epítome de lo más granado de la clase dirigente europea, Sánchez solo le ha dado el enésimo nombre a una vieja aspiración política. Cronificar es lograr una pandemia y un miedo sostenibles, a imitación de otras mutilaciones también sostenibles. Clonación sostenible, por qué no. Al fin y al cabo, como inválidos bien equipados, se trata de aprender a convivir con la servidumbre voluntaria hacia el nuevo dios social. No tan nuevo, pues lleva décadas debilitando nuestra independencia.
Una vez más el ingenio popular, desde el último empleado hasta algún empresario, ha sido clave para que el desastre no fuese completo. Si dependiese de los expertos, los científicos y los políticos, ni sabemos dónde estaríamos. Pero ellos solo son la patética minoría que pretende cortar el bacalao. Lejos de ellos, la gente que nos ha quitado las castañas del fuego, el personal médico y un amplio abanico de trabajadores, saben muy poco, por fortuna, de la posverdad y la deconstrucción. Cuanto más progresista y político es el humano, cuanto más “experto” y empoderado, menos conciencia tiene del mal. Menos ojos, oídos y manos para ayudar, para el coraje y la generosidad que requiere afrontar el peligro y brindar protección.
Igual que el sida, este nuevo mal es propio de la promiscuidad metropolitana. Es posible que los vagabundos sean quienes mejor hayan llevado la lenta hecatombe. Quizá apenas se enteraron. Cuando guardaban la “distancia social” lo hacían compartiendo a morro la misma botella de cerveza. En general los pobres, que en España y en Italia viven sin distancia social, también parecen los más preparados para sobrellevar mejor, psíquica y corporalmente, la pandemia. Como saben más bien poco de la llamada sociedad del bienestar, siguen teniendo armas primarias para afrontar la crudeza de los reveses, mientras ignoran a la información y a los políticos. Tal vez esto compense que los hospitales no les atiendan fácilmente. Por la misma razón, es posible que en Colombia o México la gran mayoría alejada de las élites vaya a sufrir menos angustia que en España o Italia. Y la angustia baja las defensas.
Hay razones incluso para pensar que la desproporción psicológica de esta pandemia se debe a que por fin nos ha tocado a nosotros, en definitiva, una estirpe hipocondríaca, apoltronada en la religión de la seguridad. Es posible que en Perú, en Marruecos o en Gaza, donde la vida es más real y más difícil (allí las vidas valen menos, dice nuestro racismo democrático), se tomen esto con una menor histeria y un grado más alto de empatía comunitaria.
Siguiendo un instinto de poder y distancia, a los gobiernos les encanta poder emitir decretos y medidas de excepción. Por encima de todo, les encanta que la población obedezca en masa, conducida por el miedo. En medio de una deseada inmunidad de rebaño es incluso dudoso que nosotros, ciudadanos terciarios perpetuamente conectados, nos sintamos vivos si no ocurre alguna pequeña catástrofe. ¿No es lo que buscamos con el exitoso género de terror, con los efectos especiales, con los deportes de riesgo? Dentro de un panorama biopolítico donde la medicina y la ciencia son la autoridad competente, el reiterado llamamiento a la responsabilidad de cada uno es en realidad el llamamiento a obedecer, a interactuar con el poder acéfalo, a gestionar bien el miedo. A hacerse responsable, en suma, de la desactivación personal. Cada uno debe hacerse cargo de una interactividad basada en una previa interpasividad. De ahí nuestra flexibilidad cadavérica. La ficción social del poder compartido continúa, mucho más poderosa que en la hipocresía de antaño.
Llevamos décadas desactivando la independencia personal: ¿qué sentido tiene pedir ahora una especie de heroísmo individual? Solo éste: colaboren, ayúdennos a gobernarlos. En las mascarillas y en los desplazamientos, salvo raras excepciones, todo el mundo obedeció a las amenazas morales acompañadas de multas. Incluso hubo ciudadanos que se erigieron en vigilantes de la playa democrática para increpar a otros que se saltaban las normas.
La sociedad como policía, se dijo. Que nadie se salga del gran angular de lo social, de su estatismo continuo, establecido en Fases hacia la vuelta a lo que debería ser una eterna Fase X. Nueva normalidad: permanezcan atentos a la pantalla, el altavoz de la de las órdenes y los posibles rebrotes. A partir de ahora hay que estar de continuo en guardia. Parece que la moraleja es que habíamos sido demasiado humanos, demasiado espontáneos, excesivamente hedonistas y libertinos. Vamos entonces a clonarnos, todavía más. Por eso la policía apenas ha tenido ni tendrá que actuar. Se limitó, de vez en cuando, a hacer acto de presencia y aplaudir con nosotros. Malas noticias para la Revolución: tampoco va a ser mañana. Menos mal que, en el fondo, nadie la quería. Era solo, en mil anuncios publicitarios, un recurso retórico para que la normalización en curso no fuese en exceso aburrida. Tal como están las cosas, usando a fondo la violencia política del deseo algunos nos empeñaremos en que la vieja anormalidad sea posible todavía.
Lee McIntyre, Posverdad, Madrid, Editorial Cátedra 2018
Disonancia cognitiva: Estado psicológico en el que creemos simultáneamente en dos cosas que están en conflicto entre sí, lo que crea tensión psíquica.
Efecto contraproducente: Fenómeno psicológico por el cual la presentación de información verdadera que entra en conflicto con las creencias erróneas de alguien hace que esta persona crea en dichas ideas con más fuerza aún.
Efecto Dunning-Kruger: Fenómeno psicológico por el cual nuestra falta de capacidad para hacer algo causa que sobreestimemos enormemente nuestras destrezas reales.
Falsa equivalencia: Sugerir que dos puntos de vista tienen igual valor, cuando es obvio que uno de ellos está más cerca de la verdad que el otro. A menudo es usada para evitar acusaciones de sesgo partidista.
Hechos alternativos: Información dada para desafiar la narración basada en hechos que son hostiles a las creencias que uno prefiere.
Noticias falsas (fake news): Desinformacionescreadas deliberadamente para que parecezcan noticias reales con la intención de ejercer un efecto político.
Posmodernismo: Cualquier conjunto de creencias asociado con un movimiento en el arte, la arquitectura, la música y la literatura que tienda a descartar la idea de la verdad objetiva y de la existencia de un marco de evaluación política neutral.
Posverdad: Subordinación de la verdad a intereses políticos.
Razonamiento motivado: Tendencia a buscar información que apoye lo que queremos creer.
Sesgo de confirmación: Tendencia a dar más peso a la información que confirma nuestras creencias preexistentes.
Silo informativo: Tendencia a buscar información de fuentes que refuerzan nuestras creencias y a bloquear las que no lo hacen.
335-336
Tenemos una pandemia y queremos acabar con ella, sin perjudicar de paso a la economía. Para eso tomamos unas medidas. Pero, ¿cómo saber que hemos tomado la mejor de todas? En principio, viendo si funciona: si la pandemia remite y finalmente se acaba, y el país no se sume en la ruina por el camino, es que hemos hecho bien. Pero científicamente eso es insuficiente. Podríamos estar cayendo en una falacia post hoc, ergo propter hoc de manual: hago A, ocurre B, por tanto, A es la causa de B. Es el error básico de las supersticiones: tengo una pata de conejo, me toca la lotería, por tanto, la causa de que me toque la lotería es mi pata de conejo. Para evitarlo, no queda más remedio que aislar la variable y comparar. En ciencia, para saber si una variable es la causa de un efecto se construye un experimento en el que se comparan dos situaciones totalmente iguales excepto en la variable estudiada. Si el resultado es igual en ambos casos, la variable es irrelevante, si no lo es, entonces la variable es la causante de esa diferencia (y lo repetimos muchas veces para saber también que no es puro azar). En el ejemplo mencionado, dos personas compran lotería varias veces, una tiene una pata de conejo y la otra no: se trata de ver si a una le tocaría la lotería muchas más veces que a la otra.
En el caso de pandemia, un Estado podría estar tomando medidas y acabar con ella. Pero, ¿cómo saber si la pandemia ha acabado por esas medidas y no por otra cosa? ¿Y cómo saber si otras medidas distintas no habrían acabado con la pandemia igualmente o incluso a un menor coste? La primera pregunta requeriría comparar esa medida con simplemente no hacer nada. En principio, cabe la hipótesis de que la pandemia remitiera por sí sola y que, se hiciera lo que se hiciera, sus efectos fueran iguales (si acaso que ocurrieran más tarde o más temprano). Incluso que no hacer nada tuviera mejores resultados que hacer cualquier cosa. Esta opción no se ha ensayado, ni siquiera en Gran Bretaña. Se estima que el coste humano en víctimas del propio virus y del colapso de las UCI sería excesivo. Pero es una estimación, no es empírico porque no se ha dejado que ocurra. No obstante, la probabilidad de esa hipótesis es tan baja que por eso mismo ni se ha ensayado. Su probabilidad viene a ser la misma que tomar la única medida de rezar a Dios o a la virgen favorita de cada cual y no hacer ninguna otra cosa (una medida así no la ha tomado ni siquiera la única teocracia que queda en Europa: el Vaticano).
Suponiendo que no hacer nada, o meramente rezar, no son opciones, ¿qué medida es mejor que otra? Los medicamentos, por ejemplo, no se comparan con no hacer nada, sino con otros medicamentos o con placebos, asumiendo que hacer algo, o por lo menos simularlo, ya de por sí es mejor que no hacer nada. Pero aquí es importante no perder de vista una condición científica como es caeteris paribus: si todo lo demás no cambia. Por ejemplo, para saber si un medicamento es efectivo, se compara a dos grupos de pacientes con los mismos síntomas. A uno se le administra un placebo y al otro el medicamento estudiado (sin que ellos sepan cuál se les administra ni tampoco los médicos que los analizan: experimento doble ciego). Si ambos mejoran igual, el medicamento no vale, pero si el del medicamento mejora más que el del placebo entonces sí vale (si empeora respecto del placebo lo que tendríamos ¡es un veneno!). Pero para eso es muy importante que todo lo demás no cambie. Por ejemplo, si los pacientes de un grupo hacen deporte y los del otro no, no podríamos saber si la mejoría se debe al medicamento o al deporte.
En un laboratorio es relativamente fácil hacer estos experimentos, donde se puede aislar cada variable y controlar que todo funcione caeteris paribus. Fuera del laboratorio es mucho más difícil, así como extrapolar los resultados obtenidos en un laboratorio a fuera del mismo. Esto sucede sobre todo en las ciencias humanas y sociales. ¿Cómo saber que una psicoterapia, una metodología docente, una medida económica o una política social está siendo efectiva por sí misma y no por otro factor?, ¿o que es mejor que nada?, ¿o que es mejor que otra medida alternativa?
La dificultad es cómo comparar en condiciones caeteris paribus. No tenemos dos Españas exactamente iguales en las que podamos hacer una cosa en una y otra en la otra y ver qué pasa. Eso puede que esté pasando en las innumerables Españas de los innumerables universos paralelos pero, como no podemos viajar de uno a otro, de nada nos sirve. Y, además, necesitaríamos varias Españas iguales, para evitar el puro azar.
Comparar con otros países tampoco vale y ya debería ser evidente por qué: no se cumple la condición caeteris paribus. De hecho no se cumple ni siquiera dentro del propio país entre sus regiones. Las diferencias demográficas, climáticas, alimenticias, culturales, etc., de cada región o país son tantas que una medida efectiva o más efectiva en un sitio podría ser nula o peor en otro lugar. Ese es el error de compararnos con China o Corea del Sur, por ejemplo. Sus medidas contra la pandemia han sido muy distintas, y parece ser que ambas efectivas, pero no se puede saber si las medidas chinas hubieran valido en Corea del Sur o las surcoreanas en China, ni tampoco si unas u otras son las mejores o no en las condiciones españolas. Pasa igual con los resultados de las pruebas PISA: Finlandia y Corea del Sur tienen los mejores resultados con metodologías docentes totalmente opuestas. Y puede que lo que sirve en uno y otro no sirva en los demás países.
Lo mismo vale para la experiencia acumulada de anteriores pandemias (como la gripe española, por ejemplo). La distancia temporal y los grandes cambios habidos desde entonces afectan negativamente a la condición caeteris paribus.
La ciencia lo que hace es recoger muchos datos y construir modelos. Pero son eso, modelos, y ya se sabe que un modelo es como un mapa: andamos sobre el terreno, no sobre el mapa. Los modelos son aproximaciones, pero no son verdades absolutas (como nada lo es en ciencia). El modelo geocéntrico estuvo vigente y fue sumamente práctico durante mucho tiempo, pese a estar equivocado. O el de la física newtoniana hasta Einstein. Con esos modelos podemos estimar qué podría pasar teniendo en cuenta esto y esto (lo que sabemos por ahora y sin olvidar lo mucho más que no sabemos) y suponiendo que todo lo demás es irrelevante (que ya es suponer mucho). Dicho sea de paso, eso explica por qué parece que a veces la ciencia va dando bandazos, y que unas veces dice una cosa y otras veces otras: porque conforme aumenta lo que sabe y va descubriendo, van cambiando las conclusiones siempre provisionales. La ciencia se corrige a sí misma interminablemente, para disgusto de quienes “necesitan” verdades inamovibles. En estas circunstancias esto se agrava porque la sed de información nueva está llevando a que se publiquen y difundan estudios preliminares como si ya fueran concluyentes. De ahí que sea posible encontrar un estudio que “demuestra” casi cualquier conclusión que queramos.
Pero entonces, ¿qué nos ofrece la ciencia? Pues datos, hipótesis, modelos, teorías, experimentos, y sobre todo probabilidades… Ni más, ni menos: no nos ofrece respuestas definitivas, absolutas, ni tampoco ocurrencias ni charlatanería. Y esto que nos ofrece la ciencia es lo mejor que tenemos disponible. No puede ofrecernos más (certezas, dogmas) porque sería imposible; conformarnos con menos (charlatanería, pseudociencia, religión, cuñadismo…) sería irresponsable.
Es importante remarcar que la ciencia ofrece sobre todo probabilidades, no certezas. Y, normalmente, ofrece varias y entre las que hay que elegir. Y esto es importante: la ciencia no ofrece criterios científicos para elegir entre ellas. Esa decisión ya no le compete a la ciencia, ahí es donde entra la política basada en ciencia. Veamos un ejemplo sencillo para entenderlo. La ciencia puede calcular la probabilidad de las diferentes opciones en un juego de azar. Por ejemplo, la ruleta rusa. Imagine el escenario. Una pistola de seis balas cargada con solo una y cuyo cargador se gira una sola vez. Puedes jugar hasta cinco veces seguidas o hasta que te toque la bala, claro. Si no juegas, no ganas nada. Si juegas una vez (y no mueres) tienes un premio, y si sigues jugando (sin morir) el premio se incrementa exponencialmente o más: si llegas a dispararte cinco veces sin morir ganas un premio desorbitante (puedes jugar una sexta vez si quieres, pero entonces el premio seguro es el cielo de tu religión favorita, o el infierno, depende de si tu religión castiga allí a los muy tontos). ¿Qué puede decirnos la ciencia al respecto? La ciencia puede calcular las probabilidades de cada una de las opciones. No jugar no tiene premio, jugar una sola vez tiene 5/6 de probabilidades de ganar (pero 1/6 de probabilidades de morir), jugar dos veces tiene una probabilidad mucho menor pero un premio mucho mayor… y jugar cinco veces tiene una probabilidad ínfima pero un premio increíble. También puede detectar errores de razonamiento, por ejemplo, pensar que si antes que yo ha jugado otro, y ha muerto a la primera, la probabilidad de que yo muera a la primera es menor (falacia del jugador: el azar no “recuerda” los resultados anteriores; si la moneda sale cara una vez, no es más probable que salga cruz la siguiente).
Cualquier decisión que tome un gobierno es probable que parecerá desacertada comparada con el juicio al respecto que pueda hacerse a posteriori, con más información y sabiendo el resultado. Así como puede descalificarse en el mismo momento ofreciendo una alternativa igualmente hipotética (sobre todo si no tengo la responsabilidad de ponerla en práctica y asumir sus consecuencias si luego sale mal). De ahí que gobierno y oposición estén condenados a no entenderse (sobre todo si, además, no quieren hacerlo de antemano). Una medida del gobierno del tipo que hemos llamado B en la tabla podría ser criticada por la oposición ofreciendo una alternativa de tipo C (o a la inversa). Volviendo al ejemplo de la ruleta rusa: quien decida no jugar puede ser criticado de cobarde, pero quien juegue una vez y muera puede ser criticado de imprudente. Y puede usarse la misma evidencia científica a favor de cada opción. ¿Es mejor un confinamiento masivo o solo confinar a los grupos de riesgo? Ambos tienen (probables) beneficios y perjuicios así como efectos secundarios y otros impredecibles. Añadamos los problemas que plantean otras opciones que implican dilemas sobre inteligencia artificial (IA) y otras tecnologías y las libertades individuales, etc. Y, en cualquier caso, se haga lo que se haga, siempre quedará la duda de qué habría pasado si se hubiera hecho otra cosa.
En conclusión, la toma de decisiones sobre cómo actuar en esta crisis sanitaria y económica no es puramente científica sino, en última instancia, política. Y así debe ser si esto es una democracia. En democracia, los científicos tienen autoridad pero no poder. En democracia, las decisiones deben tomarse con razones y argumentos que tengan su base en la información científica, pero la base o cimiento no es el edificio. Sobre el mismo cimiento (información científica) pueden construirse varios edificios distintos (las distintas opciones políticas entre las que hay que elegir), igual que hay edificios que no son aptos sobre ese cimiento (las opciones pseudocientíficas o sin base científica alguna). En democracia, el pueblo tiene el poder y lo ejerce a través de sus representantes (por lo menos en teoría), y dichos representantes tienen la obligación de debatir y dialogar entre ellos sobre las diferentes opciones con base científica que tienen disponibles. Y, para disgusto de dogmáticos, no hay una única opción disponible, por lo menos, por ahora, y puede que nunca la haya y no nos quede más que el diálogo. Sea como sea, la ciencia seguirá siendo necesaria (aunque no suficiente).
[www.filosofiaenlared.com]
Nuestra intrincada trama de neuronas condiciona nuestro pensamiento y comportamiento, al mismo tiempo que los posibilita, pero no los determina por completo. Ni siquiera la física acepta hoy el determinismo que fue moda en tiempos de Laplace. Así pues, dado que las personas somos mucho más que un cerebro y un conjunto de neuronas, ni nuestro pensamiento ni nuestro comportamiento podrán ser descifrados únicamente a partir de las neurociencias. Pero, dado que nuestra base fisiológica es condición necesaria de ambos, tampoco podremos prescindir de las neurociencias si queremos entenderlos a fondo.
Reducir todo lo humano al cerebro implica olvidar, por lo pronto, el resto del organismo, así como a la persona en su conjunto, entendida como un todo integrado. En consecuencia, parece recomendable una interpretación y un cultivo de las neurociencias en modo co-; es decir, en comunicación y colaboración respetuosa con otras muchas disciplinas, en lugar de una neurociencia en modo su-, cuya aspiración sería la de sustituir y suceder a las disciplinas humanísticas.
La neuroética, por poner un ejemplo, será el campo en el que se comuniquen y cooperen las neurociencias y la ética, desde el mutuo respeto a sus respectivas identidades y metodologías. Sería un error, que probablemente conduciría a la frustración, interpretar la neuroética como la disciplina neurocientífica llamada a reemplazar a la ética filosófica. Semejante sustitución sería más bien una simple suplantación de la ética, tal y como esta se ha entendido tradicionalmente, por un sucedáneo. Algo parecido vale para el neuroderecho, la neuroeconomía, la neuroestética, el neuroarte, la neurofilosofía, el neuromárketing, la neuroteología, la neuromedicina, la neurolingüística, la neuropsicología, la neuropsiquiatría, la neurosociología, la neuropedagogía, la neuropolítica...
Mientras que la neurociencia entendida en modo su- no augura sino frustración, la neurociencia en modo co- tiene un gran valor ya en el presente y promete un futuro muy esperanzador, pues nos ayudará a conocer buena parte de las condiciones de posibilidad de nuestro comportamiento y de nuestro pensamiento.
Alfredo Marcos, Neurociencia: evitar el desengaño, Investigación y Ciencia Marzo 2016
Si hubiera que elegir una palabra-símbolo que visualizase el ser de nuestra época seguramente sería viral. Expresa nuestra prepotencia: el sueño de la ubicuidad propia sólo de los dioses, instantaneidad global, conectividad total, transmisión supersónica y la floreciente sincronía con la que nos gusta contagiarnos mentalmente. Nuestro orgullo es ser virales. Lo que no sea viral no es nada. No hace falta ponerse freudiano para darse cuenta de que esa viralidad expresa el soñado supertamaño de nuestra virilidad. Y lo dejo ahí, sin ir más lejos ni entrar en más profundidades, que se podría. Como pasa con tanta frecuencia en la Historia, esas ensoñaciones terminan en el sarcasmo cadavérico. Hay algo que nunca deberíamos olvidar: el sarcasmo de la vida es la muerte. Como se está viendo. Lógicamente, el gran sarcasmo de nuestra viralidad tenía que ser un virus. He ahí la paradoja y el ridículo. Desde que el mundo se creara hace millones de años, en cuanto aparecía una plaga, epidemia o peste los humanos la interpretaban como una advertencia divina. Sin entrar ahora en disquisiciones teológicas profusas, está claro que este virus que nos manda el destino viene a ser el castigo a nuestra soberbia viral.
En su precioso libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Stefan Zweig describe en el primer capítulo (‘El mundo de la seguridad’) cómo era el mundo de sus padres, ricos industriales judíos en aquella Viena finisecular. Y comenta: “fue la edad de oro de la seguridad”. Las frases que reproduzco a continuación están tomadas casi literalmente de Zweig. Todo en nuestra milenaria monarquía austriaca parecía basarse en el fundamento de la duración. Había una conmovedora confianza en la imposibilidad de que el destino acabase con aquella realidad que parecía inmutable. Eso, dice, fue una peligrosa arrogancia. La gente creía más en el progreso que en la Biblia. Creían tan poco en que pudiera volver la barbarie como en el regreso de las brujas o de los fantasmas. Pero, comenta Zweig citando a Freud, a nuestra cultura y civilización la separa de las terribles fuerzas del infierno solamente una capa muy fina. Y remata: “a quienes aprendimos del horror nos resulta banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzo humano”. “Desde el abismo de horror en el que hoy [el libro se escribe en 1942], medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante… Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes”. Como el nuestro.
Aquel mundo se rompió en un instante: el 28 de junio de 1914, víspera de la festividad de san Pedro y san Pablo, día radiante de verano con un cielo sedoso y aire sensual. Ese día Zweig está leyendo –sentado en un parque de Baden, cerca de Viena, balneario en el que había pasado varios veranos Beethoven– el libro de Merezhkovski Tolstoi y Dostoyevski, lectura muy apropiada para el drama que se avecinaba. De pronto, la banda que ameniza la hermosa matinée se para en medio de un compás, los músicos abandonan el templete, y la gente se arremolina alrededor de un pasquín. Es el telegrama que anuncia que el heredero del trono, Francisco Fernando de Austria, y su esposa, la condesa Sofía Chotek de Chotkowa y Wognin con su deslumbrante traje blanco, habían sido asesinados en un atentado en Sarajevo. Faltaban poco más de 30 días para la Gran Guerra, y treinta años más de crisis y convulsiones hasta llegar a la tragedia más grande que hayan visto los siglos, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El mundo de ayer había dejado de existir.
Dice un párrafo de Tocqueville en su magistral Recuerdos de la revolución de 1848: “creo –y que no se ofendan los escritores que han inventado esas sublimes teorías para alimentar su vanidad y facilitar su trabajo– que muchos hechos históricos importantes no podrían explicarse más que por circunstancias accidentales y que muchos otros son inexplicables; que, en fin, el azar… tiene una gran intervención en todo lo que nosotros vemos en el teatro del mundo, pero creo firmemente que el azar no hace nada que no esté preparado de antemano. Los hechos anteriores, la naturaleza de las instituciones, el giro de los espíritus, el estado de las costumbres son los materiales con los que el azar compone esas improvisaciones que nos asombran y nos aterran”.
Lo resumió muy bien Hume: pensamos que es posible “parar el océano con un haz de ramas”. Así que lo que nos ha pasado es que el tsunami que es el mundo se ha llevado por delante la mitad de lo que somos y de lo que tenemos. Cuarenta mil vidas, más las muchas miserias que aún faltan. Resulta que un invisible virus ha perforado el suelo de nuestras certezas como si fueran de cartón piedra, y las ha degradado a lo que eran, ficciones. Y ha roto en mil pedazos el esquema vital sobre el que sosteníamos nuestra existencia
[https:]]