En la mayoría de las personas, el proceso mental del lenguaje tiene especial dominancia en el hemisferio izquierdo del cerebro. En el lóbulo frontal de ese hemisferio —en la llamada área de Broca, en honor al neurólogo que fue su descubridor— se hallan las neuronas ejecutoras del habla, las que organizan las secuencias o trenes de palabras y frases y llevan a la laringe y demás centros vocales periféricos las órdenes para emitirlas. Es el cerebro que nos permite hablar, el cerebro del habla, propiamente dicho, mientras que el cerebro que nos permite comprender el significado de las palabras y las oraciones se encuentra en el lóbulo temporal del mismo hemisferio izquierdo —la llamada área de Wernicke, igualmente en reconocimiento al neurólogo que fue su descubridor—. Simplificando, pues, podemos decir que el área de Broca contiene las neuronas que nos permiten hablar, y el área de Wernicke las que nos permiten comprender el habla, el significado de lo que hablamos y de lo que hablan las demás personas.
Pero esa simple dualidad parece ahora complicarse al entrar en juego la corteza prefrontal, región del cerebro humano implicada en las más altas funciones mentales, pues parece contribuir también significativamente a la esencia lingüística de las palabras, es decir, a su significado cognitivo. Hasta ahora, los análisis de imágenes del flujo sanguíneo cerebral habían permitido establecer mapas del significado de las palabras en pequeñas regiones cerebrales. Pero ahora, el neurocirujano Ziv Williams y sus colaboradores de la facultad de medicina en la Universidad de Harvard (EE UU) han ido más allá, poniendo de manifiesto que en la corteza prefrontal hay neuronas individuales que codifican en tiempo real el significado específico de las palabras. Es un importante descubrimiento para saber cómo el cerebro las almacena.
La exploración experimental que realizaron esos investigadores consistió en implantar electrodos en el cerebro de 10 pacientes sometidos a cirugía para determinar el origen de sus convulsiones epilépticas. De ese modo, registraron la actividad individual de alrededor de 300 neuronas de cada paciente en la corteza prefrontal del hemisferio izquierdo, el dominante para el lenguaje. Así, registraron las neuronas que se activaban y el momento en que lo hacían cuando los pacientes oían múltiples frases cortas de unas 450 palabras. Lo que observaron fue que para cada palabra se activaban dos o tres diferentes neuronas y que las palabras que activaban al mismo grupo de neuronas pertenecían a categorías similares, como acciones (verbos) o personas.
Igualmente, observaron que las palabras que el cerebro podía asociar entre ellas como “pato” y “huevo” activaban algunas de las mismas neuronas, y las que tenían un significado similar como “rata” y “ratón” originaron patrones similares de actividad neuronal. También hallaron neuronas que respondieron a conceptos menos precisos o abstractos como “detrás” o “encima”. Impresiona especialmente el que los investigadores fueran capaces de determinar, por los registros de su actividad, no solo las neuronas que correspondían a cada palabra y su categoría, sino también el orden en que fueron pronunciadas. Aunque no podían recrear las frases con exactitud, podían saber, por ejemplo, que una frase contenía un animal, una acción y una comida, por ese orden. Todo ello, como decimos, en base exclusiva a la actividad de las neuronas registradas.
Los investigadores afirman que las neuronas de la corteza prefrontal distinguen a las palabras por su significado, y no por su sonido, pues cuando, por ejemplo, una persona oye la palabra inglesa son (hijo en español) se activan las neuronas asociadas con la palabra familia, lo que no ocurre cuando la palabra es sun (sol en español), a pesar de que su pronunciación es la misma en inglés.
Aunque las observaciones se limitaron a una pequeña parte de la corteza cerebral prefrontal, la principal conclusión de este importante trabajo, publicado recientemente en la prestigiosa revista Nature, es que los significados de las palabras están agrupados del mismo modo en todos los cerebros humanos, los cuales utilizan las mismas categorías estándar para clasificarlas y dar sentido a los sonidos. Todo ello es un paso importante para saber cómo el cerebro almacena las palabras y sus significados. Más allá de eso, siempre sobrevive la incógnita de cómo el cerebro convierte la actividad de las neuronas (materia) en conocimiento semántico (imaginación).
Ignacio Morgado, Así almacena el cerebro las palabras: agrupándolas por significado, El País 28/10(2024
... ¿para qué sirve el periodismo?
El culto a la inmediatez y a la productividad, agravado por los ritmos vertiginosos de las redes sociales y el delirio del clic, ha transformado el periodismo hasta volverlo irreconocible. Mejor dicho: lo que ha cambiado, de forma más profunda y dramática, es la forma en que la sociedad entiende el periodismo y cómo los ciudadanos se acercan (o no) a él. Mientras que las redacciones libran batallas múltiples para ofrecer a sus lectores un espacio crítico y de calidad, la falta de recursos y el demérito de la verdad (por parte de un mercado que no parece ver en ella mucho más que un soporte para mensajes publicitarios) van ganando terreno y quemándolo a su paso.
El problema es a la vez económico y cultural. Nuestros ojos, hiperactivos y cansados por el exceso de estímulos, toman parte del periodismo como un outlet de entretenimiento más; sucumbimos al tic nervioso que nos lleva a abrir el teléfono y consultar a toda prisa el portal de un diario. El giro digital no solo ha acelerado los tiempos de redacción, sino también de lectura. Impera el consumo de contenidos superficiales, la acumulación de titulares y notificaciones de última hora sin una narración meditada que los contextualice o trascienda. Acercarse a la prensa en internet a menudo significa entrar en una rueda de hámster enfermiza: satisface una pulsión a corto plazo, aplaca momentáneamente la adicción a la información, pero no logra profundizar en la función principal del periodismo: fomentar el espíritu crítico, y democratizarlo. La necesidad de saber, de estar al día desplaza la voluntad de preguntarse, de reflexionar, incluso de empatizar con los otros sobre los que se lee.
Maximizar la velocidad de la información a costa de la reflexión reduce la verdad a una cuestión binaria: o sí o no, o falso o cierto, o malo o bueno. Su único fin es resolver un problema, zanjar una cuestión. Se pierde el valor más profundo de la verdad: su búsqueda. Es cuestionándonos cuando activamos nuestras ideas y percepciones, y alcanzamos un mayor entendimiento de cuanto nos rodea.
Amanda Mauri, La esperanza según Teresa, El País 28/10/2024
No es el preguntar por el ser un preguntarse vacío; no es discutir sobre si una persona en particular es «buena» o «mala» (en sentido moral), sino que es superar estas concepciones con tal de dotarnos de una profundidad de pensar y de sentir mucho más elevada. En definitiva, la pregunta por el ser no es más que la pregunta por lo más esencial de la existencia. Soy existente precisamente porque me muevo en el ser.
Y es que sería cuanto menos un insulto al pensamiento filosófico occidental si se ignorara a los hombres que, a partir de la sorpresa, indagaron en la pregunta que estoy planteando en el presente trabajo; hombres gracias a los cuales Aristóteles puso sobre la mesa la pregunta por el ser, oscura y densa, por cierto; y gracias a todos ellos se ha intentado seguir filosofando debidamente, a excepción de algunas épocas en las que nos alejamos de aquello esencial.
El asombro, la sorpresa y, en cierta manera, la angustia que genera la grandeza de la realidad es lo que nos da el empujón a preguntarnos por el más allá. Y no es un «más allá» en un sentido cristiano o teológico. Es más bien, como diría Edmund Husserl (1859-1938): «volver a las cosas mismas». ¿Por qué hay cosas que son como son y no son de otra manera? ¿Por qué esta cosa es esta cosa y no otra completamente diferente? ¿Qué es lo que hace que esta cosa haya llegado aquí, justo para que la perciban mis sentidos? Si tenemos estas cuestiones en cuenta: ¿hacia dónde debería tender la humanidad, y cómo deberíamos relacionarnos con el ser? Antes de todo: ¿qué es, o podría ser, el ser?
Ya Parménides abrió la puerta hacia el preguntar la pregunta por el ser y la Verdad (sin moralina). Y, tal y como nos enseñó, la Verdad jamás se dejará encontrar con facilidad. De hecho, aunque intentemos forzar su aparición, es improbable que ésta aparezca como si de una flor en primavera se tratase. Aunque, quién sabe; habrá que «darle vueltas» al asunto.
Ahora que se ha «preguntado la pregunta» por el ser, se puede empezar a indagar en él; a tratar de iluminar la pregunta más oscura y nebulosa de la filosofía.
Marcos Castells y Giménez, ¿Qué es preguntar la pregunta por el ser?, jotdown 26/10/2024
En la serie de televisión Vórtice, un policía que investiga un suceso en una playa con la ayuda de la realidad virtual descubre lo impensable. En un momento dado, y a causa de un error del sistema, el protagonista entra en contacto con el tiempo pretérito en el que su mujer fue asesinada. Por esa rendija temporal puede trasladarse a entonces y tratar de descubrir qué sucedió. Al poco de empezar su investigación se da cuenta de que las decisiones que toma en ese pasado para descubrir lo sucedido afectan irremediablemente a su presente. Las consecuencias, insospechadas e indeseadas, le afectarán no solamente a él. Al tratar de reconducir y modificar el pasado para evitar que su mujer vuelva a ser asesinada, va modificando también las vidas de los demás. Habrá personas que nunca llegarán a conocerse, amantes que no se entrelazarán, hijos que no llegarán a nacer y vivos que tampoco fallecerán. Todo por cambiar una coma del pasado.
Miquel Seguró, El tiempo no solo es oro: por qué intento ser puntual, El País 26/10/2024
... lo que se constata es que los muros rompen las reglas de la democracia que los erige. El actual régimen restrictivo de las democracias en materia migratoria tiene consecuencias en esa forma de vida que supuestamente quieren defender. Si la Unión Europea limita los derechos en sus fronteras exteriores, erosiona también los valores que dice defender; el hecho de enviar a los migrantes a otros países que no respetan los derechos humanos dice muy poco de los estándares que considera compatibles con la dignidad humana. ¿Quién nos asegura que lo que es considerado aceptable para otros no termine siendo considerado inevitable para nosotros? ¿Qué proyecto de sociedad tiene valor cuando se consigue fomentando o tolerando un ejercicio de violencia sin ley en la frontera? No es compatible la violencia en la frontera con la imagen idílica de una democracia liberal en el interior. “Nosotros” somos afectados por el trato que damos a “otros”. Wendy Brown lo formula de la siguiente manera: cuanto más militantes son los límites de los Estados al defender un interior bueno y ordenado frente a un exterior malo y caótico, tanto más entra el caos en esas sociedades.
Si hay violencia, racismo y exclusión en las fronteras, también los habrá dentro de ellas. La seguridad de las fronteras exteriores conseguida a través de la violencia se convierte en violencia en el interior. Se podría decir que de algún modo la frontera se extiende hacia dentro. El racismo en las fronteras implica también racismo dentro de ellas, sobre todo contra quienes comparten raza o religión con quienes vienen de fuera. La discriminación en las fronteras se reproduce dentro de ellas. No hay exclusión hacia fuera que no tenga efectos de exclusión también hacia dentro.
La suspensión de derechos en las zonas limítrofes se traduce en normalización de la violencia policial y los comportamientos autoritarios. Los muros disciplinan también el interior de las sociedades. Se genera dentro de las fronteras una opinión pública que o no se entera de la violencia ejercida sobre civiles inocentes o que la acepta y apoya. Todo esto no deja de tener repercusiones en el Estado de derecho, la calidad de la conversación pública y la cultura política. El problema comienza en el momento en el que se justifica que haya un grupo de seres humanos que no tienen derechos.
De este modo, además de hacer un daño a los pertenecientes a ese grupo, se erosiona el mismo principio de universalidad de los derechos. Con el rechazo a la migración comienza un deterioro progresivo que consigue, en primer lugar, instalar el marco de que los amenazados somos “nosotros” y, en segundo lugar, continúa estableciendo que hay más grupos sociales que constituyen una amenaza para quienes somos “normales”. Cuando se intercambian los papeles de víctima y victimario acaban siendo objeto de la violencia no solo los migrantes y quienes les apoyan, sino también quienes son identificados como “extraños”, las personas trans, los sin techo, etcétera.
Detrás de esta manera de actuar en las fronteras hay una idea cerrada de la sociedad y una concepción homogénea de la nación que tiende a infravalorar su propia pluralidad. Las operaciones en la frontera son rechazos inmunitarios de un cuerpo que reacciona ante las amenazas exteriores ejercidas contra una nación que se supone indefensa. Con el discurso de la nación impermeable se pierde de vista el hecho de que las culturas y las identidades, lejos de ser inmutables, son de naturaleza histórica y se transforman constantemente por la incorporación de nuevos elementos. Por eso la exclusión en las fronteras, que se justifica por una idea homogénea del nosotros, suele venir acompañada por una represión de la diversidad interior.
Una de las consecuencias más inquietantes de este modo de operar en los límites exteriores es la legitimación de la desigualdad. El rechazo a la migración pone de manifiesto hasta qué punto hemos renunciado a la incondicionalidad de los derechos, en este caso en función de la nacionalidad.
Hay un núcleo de incondicionalidad en la idea misma de tener unos derechos (el “derecho a tener derechos”, según la expresión de Hannah Arendt), que se neutraliza cuando son considerados como una concesión en función de las propiedades personales (nacionalidad) o el comportamiento (meritorio). El lugar común que afirma que no hay derechos sin sus correspondientes deberes es una obviedad que en ocasiones implica pensar que los derechos no son propiedades de las personas, de cualquier persona, sino concesiones de la autoridad o recompensas que solo merecen quienes se han esforzado. Esta manera de pensar suele venir acompañada de hacer depender los derechos, en lo que se refiere a las prestaciones sociales, del buen comportamiento o de la disponibilidad de recursos. Los derechos ya no se dan por supuestos, sino que hay que merecerlos. Se establece una división entre quienes los merecen y quienes no. Aquí se inscribe la lógica meritocrática que postula que las desigualdades no son injustas cuando sancionan la pereza o recompensan la creatividad. La extrema derecha realiza a este respecto una nueva legitimación de la desigualdad: obtiene los votos de ciertos desfavorecidos porque consigue convencerles de que las desigualdades que padecen no provienen de una dominación injusta, sino de una desigualdad entre los territorios o por culpa de los que han venido de fuera. El deterioro de los servicios públicos no se debería a los recortes de los gobiernos sino a la presión migratoria. El lugar completamente desproporcionado que ocupa hoy la cuestión migratoria en el debate político se explica por la estrategia de imponer este marco mental.
Los años de políticas de la austeridad han conseguido convencernos de que el bien común es un bien concurrencial y de que en un contexto de limitaciones presupuestarias no hay para todo el mundo. El debate sobre cómo financiar la solidaridad se ha deslizado hacia imponer el marco mental de que se trata de algo condicionado al comportamiento de quienes la reclaman y a que haya recursos, es decir, a negar su carácter incondicional y universal. Una de las tareas intelectuales y políticas más acuciantes es combatir este lugar común que ha conseguido instalarse en la mentalidad y en las prácticas políticas. La paradoja inquietante es que la extrema derecha sea más convincente quitando las ayudas médicas a los extranjeros que la izquierda cuando promete revertir los recortes sanitarios. ¿Cómo es posible que en aquellos lugares donde se ha producido un mayor deterioro de los servicios públicos aumente el voto a la extrema derecha (que no propone ningún programa en la materia) y no a la izquierda (que es quien se presenta como defensora de lo público)? Si la extrema derecha puede presumir hoy de alguna victoria cultural es de haber convencido a muchos de que no hay futuro sin recortar los derechos de algunos, de “otros”, ocultando el hecho de que nosotros también podemos convertirnos en otros y que la dinámica de reducción de derechos termina inevitablemente por afectar a aquellos que se pensaban protegidos. Cuando alguien asegura que no hay para todos y que primero hay que proteger a los de aquí, puede uno estar seguro de que está pensando en desproteger a los de aquí.
Daniel Innerarity, La democracia de la migración, El País 22/10/2024
Soy simplemente un sociólogo de la religión, muy feliz de disponer de un indicador preciso para situar el paso de la religión de un estado zombi a un estado cero. En mis libros anteriores, introduje el concepto de estado zombi de la religión: la creencia ha desaparecido, pero las costumbres, los valores y la capacidad de acción colectiva heredados de la religión permanecen, a menudo traducidos a un lenguaje ideológico: nacional, socialista o comunista. Al comienzo del tercer milenio, sin embargo, la religión ha alcanzado un estado de cero (un nuevo concepto), que yo entiendo en términos de tres indicadores -siempre estoy buscando indicadores estadísticos para evaluar fenómenos que son tanto morales como sociales: soy admirador de Durkheim, el fundador de la sociología cuantitativa, incluso más que de Weber.
En el estado zombi, la gente ya no va a misa, pero sigue bautizando a sus hijos; hoy en día, la desaparición del bautismo es evidente, se ha alcanzado la etapa cero. En el estado zombi, seguimos enterrando a los muertos, obedeciendo así al rechazo de la Iglesia a la cremación; hoy en día, la difusión masiva de la cremación se está convirtiendo en la práctica más extendida, práctica y barata, se ha alcanzado la etapa cero. Por último, el matrimonio civil de la época zombi tenía todas las características del antiguo matrimonio religioso: un hombre, una mujer, hijos que criar. Con el matrimonio entre personas del mismo sexo, que no tiene sentido desde el punto de vista religioso, hemos salido del estado zombi, y gracias a las leyes sobre el matrimonio para todos, podemos datar el nuevo estado cero de la religión.
Alexandre Devecchio, entrevista a Emmanuel Todd: "Estamos asistiendo a la caída final de Occidente", lahaine.org 28/01/2024
Mi valoración de la derrota de Occidente se basa en tres factores.
En primer lugar, la deficiencia industrial de EEUU, con la revelación del carácter ficticio del PIB estadounidense. En mi libro, desinflo este PIB y muestro las causas profundas del declive industrial: la insuficiencia de la formación en ingeniería y, más en general, el descenso del nivel educativo, que comenzó en 1965 en EEUU.
A un nivel más profundo, la desaparición del protestantismo estadounidense es el segundo factor de la caída de Occidente. Mi libro es básicamente una secuela de La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber. En vísperas de la guerra de 1914, Weber creía con razón que el ascenso de Occidente era en el fondo el ascenso del mundo protestante: Inglaterra, EEUU, Alemania unificada por Prusia, Escandinavia.
La buena suerte de Francia fue estar geográficamente cerca del pelotón de cabeza. El protestantismo había producido un alto nivel de educación, sin precedentes en la historia de la humanidad, la alfabetización universal, porque exigía que cada fiel pudiera leer por sí mismo las Sagradas Escrituras. Además, el miedo a la condenación y la necesidad de sentirse elegido por Dios condujeron a una ética del trabajo y a una fuerte moral individual y colectiva.
En el lado negativo, esto condujo a uno de los peores racismos que jamás hayan existido, antinegro en EEUU y antijudío en Alemania, ya que, con sus elegidos y condenados, el protestantismo renunció a la igualdad católica de los hombres. El avance educativo y la ética del trabajo produjeron un considerable avance económico e industrial.
Hoy, simétricamente, el reciente colapso del protestantismo ha desencadenado un declive intelectual, la desaparición de la ética del trabajo y la codicia masiva (nombre oficial: neoliberalismo): el auge se está convirtiendo en la caída de Occidente. Mi análisis del elemento religioso no es nostálgico ni moralista: es una observación histórica. Además, el racismo asociado al protestantismo también está desapareciendo y EEUU ha tenido su primer presidente negro, Obama. No podemos sino felicitarnos por ello.
El tercer factor de la derrota de Occidente es la preferencia del resto del mundo por Rusia. Rusia ha descubierto discretos aliados económicos en todas partes. Un nuevo poder blando conservador ruso (anti-LGBT) estaba en pleno apogeo cuando quedó claro que Rusia estaba a la altura del desafío económico. Nuestra modernidad cultural parece en gran medida demencial para el mundo exterior: una observación de antropólogo, no de moralista retro. Además, como vivimos del trabajo mal pagado de los hombres, mujeres y niños del antiguo Tercer Mundo, nuestra moralidad no es creíble.
(Los rusos) Son conscientes no sólo de su actual superioridad industrial y militar, sino también de su futura debilidad demográfica. Sin duda, el presidente Putin quiere alcanzar sus objetivos bélicos economizando en mano de obra, y se está tomando su tiempo. Quiere preservar la estabilización de la sociedad rusa. No quiere remilitarizar Rusia y desea que continúe su desarrollo económico. Pero también sabe que están llegando clases demográficamente huecas y que el reclutamiento militar será más difícil dentro de unos años (¿tres, cuatro, cinco?). Por tanto, los rusos deben derribar a Ucrania y a la OTAN ahora, sin darles tregua. No nos hagamos ilusiones. El esfuerzo ruso se intensificará.
Fue al observar el aumento de la mortalidad infantil en Rusia entre 1970 y 1974, y la suspensión de la publicación de estadísticas sobre este tema por parte de los soviéticos, que en mi libro La Chute finale (La caída final) (1976) juzgué que el régimen no tenía futuro. Es un parámetro que ha sido probado. EEUU está rezagado aquí respecto a todos los países occidentales. Los más avanzados son los países escandinavos y Japón, pero Rusia también está por delante. Francia lo hace mejor que Rusia, pero aquí sentimos los signos de una recuperación. Y, en cualquier caso, aquí estamos por detrás de Bielorrusia. Esto significa simplemente que lo que se nos dice sobre Rusia es a menudo erróneo: se nos presenta un país fracasado, haciendo hincapié en sus supuestos aspectos autoritarios, pero no vemos que se encuentra en una fase de rápida reestructuración. La caída fue violenta, pero el rebote es asombroso.
Esta cifra puede explicarse, pero en primer lugar significa que tenemos que aceptar una realidad distinta de la que transmiten nuestros medios de comunicación. Rusia es ciertamente una democracia autoritaria (que no protege a sus minorías) con una ideología conservadora, pero su sociedad está cambiando, volviéndose altamente tecnológica con cada vez más elementos que funcionan perfectamente. Decir esto me define como un historiador serio y no como un putinófilo. Cualquier putinófobo responsable debería haberle tomado la medida a su adversario. Además, señalo constantemente que Rusia tiene un problema demográfico, igual que Occidente, al que creía decadente. La legislación anti-LGBT de Rusia, aunque probablemente resulte atractiva para el resto del mundo, no está llevando a los rusos a tener más hijos que nosotros. Rusia no ha escapado a la crisis general de la modernidad. No existe un contramodelo ruso.
Sin embargo, no es imposible que la hostilidad general de Occidente esté estructurando y dando armas al sistema ruso, al suscitar un patriotismo aglutinador. Las sanciones han permitido al régimen ruso lanzar una política de sustitución proteccionista a gran escala, que nunca habría podido imponer a los rusos solos, y que dará a su economía una ventaja considerable sobre la de la UE. La guerra ha reforzado su solidez social, pero la crisis individualista también existe en Rusia, con los restos de la estructura familiar comunitaria actuando como moderador. El individualismo que muta plenamente en narcisismo sólo se desarrolla en los países donde reinaba la familia nuclear, especialmente en el mundo angloamericano. Nos atrevemos a utilizar un neologismo: Rusia es una sociedad de individualismo controlado, como Japón o Alemania.
Mi libro ofrece una descripción de la estabilidad rusa, luego, avanzando hacia el oeste, analiza el enigma de una sociedad ucraniana en descomposición que ha encontrado en la guerra un sentido a su vida, para pasar después a la naturaleza paradójica de la nueva rusofobia en las antiguas democracias populares, luego a la crisis de la UE y, por último, a la crisis de los países anglosajones y escandinavos. Esta marcha hacia Occidente nos lleva paso a paso al corazón de la inestabilidad mundial. Es una zambullida en un agujero negro. El protestantismo anglonorteamericano ha alcanzado el estadio cero de la religión, más allá del estadio zombi, y ha producido este agujero negro. En EEUU, al comienzo del tercer milenio, el miedo al vacío está mutando hacia la deificación de la nada, hacia el nihilismo.
Es necesario salir de la dicotomía entre "democracia liberal" y "autocracia loca". Las primeras son más bien oligarquías liberales, con una élite desconectada de la población: a nadie fuera de los medios de comunicación le importa la remodelación de Matignon. Por otra parte, necesitamos utilizar otro concepto para sustituir a los de "autocracia" o "neostalinismo". En Rusia, la mayoría de la población apoya al gobierno, pero las minorías -ya sean homosexuales, étnicas u oligarcas- no están protegidas: se trata de una democracia autoritaria, alimentada por los restos del temperamento comunitario ruso que produjo el comunismo. Para mí, el término "autoritario" tiene tanto peso como el término "democracia".
Alexandre Devecchio, entrevista a Emmanuel Todd: "Estamos asistiendo a la caída final de Occidente", lahaine.org 28/01/2024
El respeto por la dignidad humana solo se demuestra ante el rostro de un desconocido. Cuando quien implora ayuda, cobijo o protección es alguien próximo, es muy probable que sea la semejanza o la afinidad común la que motive nuestro afecto. Pero la dignidad universal, el inalienable valor inherente a toda vida humana, se expresa en nuestro compromiso con un dolor que no nos pertenece. Tal vez por eso, un texto antiguo del Mediterráneo oriental, al que debemos no poco, quiso hacer del extranjero —junto con el huérfano y la viuda— un sujeto preferente con el que ejercer la responsabilidad moral.
El Gobierno de Italia, país llamado a ser uno de los pulmones culturales y espirituales de Europa, ensayó la semana pasada una infame estrategia de deportación de migrantes a Albania, donde se busca establecer un régimen semicarcelario y uniformado que sería insoportable en nuestro territorio. La medida es singularmente aviesa, por cuanto externaliza la violación de derechos humanos elementales en suelo extranjero, y lo hace, para mayor vergüenza, a cambio de dinero. La primera experiencia de este ominoso experimento ha sido un fracaso y, gracias a la acción de un juez, las 16 personas que fueron internadas forzosamente en Albania ya están en Italia. Europa agoniza, pero la ley, afortunadamente, todavía fiscaliza el proceder de los malos gobernantes. Por fortuna, el gobierno de las leyes, y no de los hombres, es otro de los patrimonios políticos esenciales de la tradición europea.
Giorgia Meloni no está sola, y Ursula von der Leyen llegó a ponderar este experimento deshumanizador, calificando la medida de “innovadora”. El adjetivo no es casual: una sociedad en la que la innovación es un valor absoluto es, obviamente, una sociedad consagrada al absurdo. El problema, además, no es solo que quienes hacen gala de la insolidaridad se comporten conforme a sus principios deteriorados. Lo dramático es que quienes aspiran a liderar moralmente la acogida lo hacen usando argumentos de utilidad igualmente infames. La dignidad de las personas migrantes no puede depender de las necesidades del capital ni de nuestra crisis demográfica. No debemos gestionar responsablemente los flujos migratorios porque sea rentable, sino porque el compromiso moral y civilizatorio del que Occidente presume solo será real si se ejerce incluso en contra de toda rentabilidad. Europa debe elegir si quiere ser un refugio aislado de prosperidad y fortuna, o si verdaderamente aspira a ser algo parecido a la luz del mundo.
Diego S. Garrocho, La dignidad de Europa, El País 21/10/2024
La Constitución otorga a cada uno de los 50 Estados un número de electores en el Colegio Electoral equivalente a la suma de su representación en el Congreso (dos senadores por Estado y un número de miembros de la Cámara de Representantes en función de la población, entre 1 y 52). Con las excepciones de Maine y Nebraska, el candidato que vence en un Estado se lleva todos sus votos electorales, sin importar que gane por un voto o por tres millones. Para salir elegido presidente hay que lograr 270 de los 538 votos electorales. Pese a lo obsoleto y potencialmente antimayoritario de la figura, el Colegio Electoral tiene sus defensores. Como la personalidad de la derecha estadounidense Dennis Prager, para el que más que un obstáculo se trata de una “idea brillante” de los fundadores, que “no querían una democracia, querían una república”. Según Levitsky y Ziblatt, la idea de que el Colegio Electoral forma parte de un sistema de controles y contrapesos calibrados con minuciosidad “no es más que un mito”. Fue una solución de compromiso ante la falta de mejor acuerdo.
Colomer explica que el sistema se diseñó cuando no se esperaba que existiesen partidos. Se contaba con que, al no alcanzarse la mayoría suficiente en el Colegio Electoral, la elección del presidente pasase a la Cámara de Representantes. “Eso muestra el desconocimiento de cómo funcionaría la democracia en un país nuevo, sin experiencia, sin precedentes, sin referencias de otros países para consultar”.
La regla de que el ganador de un Estado se lleva todos sus votos, unida a la sobrerrepresentación de los menos poblados, permite ganar las elecciones a un candidato que pierda en el voto popular. Hoy por hoy, eso favorece a los republicanos, más fuertes en los Estados sobrerrepresentados en el voto popular. En la mayoría de los Estados hay un claro favorito y solo siete están realmente en juego: Arizona, Georgia, Míchigan, Pensilvania, Wisconsin, Nevada y Carolina del Norte. “La presidencia se dirime según los deseos de entre 150.000 y 200.000 votantes indecisos de unos pocos condados clave, en un puñado de Estados bisagra. Ellos serán los que decidan el próximo presidente”, advierte David Schultz, editor de Presidential Swing States (Estados péndulo presidenciales, sin edición en español).
Iker Seisdedos, Miguel Jiménez, Por qué estados Unidos es una democracia defectuosa, El País 20/10/2024
Lo imprescindible no cuenta. El relato dominante deja fuera a quien decide cuidar lo interior. La palabra “economía” proviene del griego oikos, “casa”; en su origen remoto, describía la administración del hogar. La gran paradoja es que, a lo largo del tiempo, la economía se ha mostrado displicente con el espacio hogareño. Nadie duda del beneficio de actividades como criar a los niños, limpiar, lavar la ropa o cuidar enfermos. Sin embargo, salvo que contratemos a alguien para ocuparse de ellas, no computan en la contabilidad productiva, no son relevantes ni crean riqueza o derechos. Incluso la profesión carece de reconocimiento y se paga mal. Arrinconamos esa esfera íntima que, más que una esfera, vendría a ser la cuadratura del círculo. Poco valoradas, excluidas de los grandes indicadores, las tareas domésticas y los cuidados subsisten en el subsuelo social. Parece que no respondiesen a una lógica económica, sino solo amorosa. La economía, nacida en el hogar, no quiere decir su nombre.
Contemplamos los cuidados como un asunto privado, olvidando su dimensión colectiva. Cada cual debe resolver sus necesidades como pueda, con sus solos recursos. Mientras algunos multimillonarios investigan cómo lograr una inmortalidad de élite, los sistemas públicos sufren recortes, y quienes cuidan caen en un desamparo cada día más asfixiante. En la tragedia griega Alcestis, de Eurípides, el dios Apolo concede al corrupto rey Admeto el don de la vida eterna. Para lograrlo, alguien debe acceder de manera voluntaria a morir en su lugar. Obsesionado, el monarca ofrece grandes sumas de dinero a los más pobres de su reino, pero nadie acepta. Al final, su esposa Alcestis, enferma, asume el pacto mortal y asegura así el futuro de sus hijos. Esta muerte canjeable ofrece una metáfora distópica de las sociedades donde el dinero compra la salud —cada vez más negocio y menos derecho—. A medida que gana terreno la lógica del sálvese quien pueda, una parte creciente de los esfuerzos recae en la red de afectos, sin apenas apoyos ni facilidades, y así emerge la soledad del cuidador de fondo.
Las personas que deciden acompañar a un ser querido enfermo afrontan renuncias constantes, agotamiento y aislamiento. Para todas ellas la entrega está penalizada: dejar el trabajo, reducir su jornada, salarios mermados, sueños enterrados, reproches, ansiedad, bregar tensas y demacradas de un sitio a otro. La sociedad entera descansa sobre esos trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende conciliar profesión y cuidados.
En esa bóveda de amparo mutuo, todos podemos contribuir a hacer más leve el peso, también desde la periferia de la enfermedad. El filósofo estoico Epicteto, contemporáneo de Marco Aurelio, sabía que no es fácil acercarse a esas tierras de penumbra: ante el dolor ajeno, experimentamos torpeza, desconcierto y desazón. Escribió en su Enchiridion sobre el arte de ayudar y consolar sin hundirnos y sin tampoco esquivar a quien sufre: “Cuando veas a alguien llorar de pena, procura no dejarte vencer por el mal. Acompáñale en su pena y, si es necesario, comparte sus lamentos. Esfuérzate, sin embargo, por no gemir interiormente”. El contexto de individualismo creciente nos ha desentrenado en la colaboración. Hemos olvidado la pregunta más sencilla: ¿qué necesitas? Esas situaciones requieren sutileza para encontrar palabras simples, para decir: llámame cuando estés abrumada. Si, como suele suceder, la persona que cuida ya no tiene tiempo libre, quizá la única opción es acompañarla en sus tareas cotidianas. Nutrir la confianza, no criticar, no aconsejar, no sermonear. Colaborar no consiste en arengar a los demás explicando qué harías tú para resolver sus problemas, como un oráculo. Se trata de aligerar el peso, disminuyendo en lo posible el estrés y la ansiedad.
En algún momento de nuestra evolución, la carga compartida se afianzó como mecanismo adaptativo, no solo porque la unión hace la fuerza, sino también porque las amenazas parecen menos abrumadoras cuando se afrontan en comunidad. Quienes han tejido relaciones solidarias sufren menos miedo que quienes se sienten solos. Cuando aflora la angustia, es momento de mirar al invisible, alumbrar la penumbra y salvar los destellos. La persona enferma y sus acompañantes forman una unidad: son todas pacientes y reclaman atención.
Irene Vallejo, La soledad del cuidador de fondo, El País 20/10/2024
Auschwitz podría no ser únicamente el acontecimiento único que dejó mudos a los poetas —Theodor Adorno afirmó la imposibilidad de escribir poesía tras la profunda herida de lo allí sucedido—, podría no representar solo la excepción política que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, como se ha venido interpretando con fuerza desde que sucedió. Tal vez hubo un Auschwitz antes de Auschwitz y lo hay también después de él.
La idea de la existencia de un Auschwitz antes de Auschwitz viene sustentada, ya lo sabemos, por las tesis del pensamiento decolonial, de las cuales viene hablándose recientemente en abundancia, y según las cuales muchos procesos coloniales utilizaron técnicas de deshumanización con rasgos muy parejos a los de Auschwitz. Pero, ¿y si Auschwitz, el paradigma, el ejemplo perfecto del campo de concentración, viniese repitiéndose a lo largo de nuestras democracias, adoptando disfraces que nos hacen no reparar demasiado en ello? ¿Y si los estados de excepción, donde hay una suspensión de la norma, como sucedió en los campos de concentración nazis, del que Auschwitz es culmen, no fuesen en realidad una excepción sino la norma misma, la estructura de nuestras avanzadas democracias? ¿Y si Europa no es más que una continua máquina de producción de pequeños estados de excepción?
El filósofo italiano Giorgio Agamben, recordemos, señalaba la existencia en el corazón mismo de nuestras democracias de una estructura de mutua dependencia entre zoés y bíos. Bíos son las vidas que tienen derechos, las vidas ciudadanas, las que tienen biografía, mientras que las zoés representan el vivir común a todos los seres vivientes, las formas de vida que están desposeídas de derechos, las que solo contienen el mero hecho de vivir, y a menudo en un grado tan alto que son matables, es decir, que se puede disponer de ellas sin que siquiera ese acto conlleve una respuesta. Son las vidas nudas. Sin duda el campo de concentración nazi es la culminación de esa suspensión de la norma, el lugar donde pueden suceder los crímenes más abyectos. Pero Agamben trae el modelo del campo a las políticas recientes y reconoce los mismos elementos constitutivos de los estados de excepción en sucesos tales como el del estadio de Bari, en el que en 1991 la policía italiana amontonó a inmigrantes albaneses antes de devolverlos a su país, o el Velódromo de Invierno, en el que las autoridades de Vichy agruparon a los judíos antes de entregarlos a los alemanes, o las zones d’attente de los aeropuertos internacionales franceses, en los que durante cuatro días los extranjeros que solicitan el reconocimiento del estatuto de refugiado pueden ser retenidos antes de que intervenga la autoridad policial. No obstante, también el patrón se reconoce en Guantánamo, o en las medidas que tomó EE UU a propósito del 11 de septiembre, saltándose la Declaración de Ginebra sobre prisioneros de guerra. Estas zonas y situaciones de exclusión son solo algunas muestras, pero si al abrir el periódico fuésemos capaces de tener otra mirada encontraríamos muchos más cada día.
Sin embargo, la tesis que sostiene Agamben es aún más fuerte: estas situaciones no son una excepción, sino, al contrario, una estructura necesaria de inclusión excluyente, una gestión política que necesita siempre la exclusión de algún otro para situarse donde está, un vínculo necesario que une el poder con la vida nuda y que está adornado de modo que resulte invisible sin una adecuada observación. Auschwitz es el paradigma del campo de concentración, del estado de excepción, es su hipérbole. Pero lejos de ser una anomalía en la historia de Europa es la expresión desmedida de lo que sucede una y otra vez. Por eso, Auschwitz no puede gozar del prestigio de la mística. Es cierto que es el epítome terrible, el lugar en el que se produjo el más ignominioso modo de hacer de la vida una vida nuda, de realizar la más absoluta condición de lo inhumano. Pero es también la terrorífica representación de lo que sucede cada día. Es importante que se relea desde esta perspectiva, que el concepto que es Auschwitz se ponga al día, que no quede como el altar del horror, si queremos avanzar en justicia social. Porque Auschwitz es la matriz oculta del espacio político en el que vivimos todavía y donde se suceden pequeños Auschwitzs. Un estado de excepción, un campo, sucederá siempre que encontremos un lugar de indiferenciación, una zona gris en que la vida nuda y la norma entren en un umbral de indiferenciación, independientemente de los crímenes que allí ocurran, solamente con que pudieran ocurrir al amparo de toda impunidad.
Aurora Freijo, El esqueleto de Auschwitz, El País 19/10/2024
¿Cuál fue la vanguardia que realmente supuso una ruptura con el arte tradicional? La crítica del arte coincide en que, de entre todos los ismos, el cubismo fue el movimiento que realmente supuso una ruptura estética más allá de la provocación y la voluntad de crear un nuevo arte que, una tras otra, fueron propugnando todas las vanguardias y, aún más allá, los diferentes movimientos artísticos desde el Romanticismo en el siglo XIX. Al menos en lo que respecta a las artes plásticas.
El cubismo suponía el fin de las reglas que habían marcado el arte occidental desde, al menos, el Renacimiento. Empezando por la perspectiva y acabando por la figuración. Así lo consideraban ya sus propios impulsores, desde Pablo Picasso a Georges Braque y Juan Gris, e incluso Paul Cézanne, quien sin ser nunca un pintor cubista sí exploró otras tradiciones artísticas que le permitieron superar las estéticas imperantes para abrir nuevos caminos.
Ramón Álvarez, En pos de la cuarta dimensión, La Vanguardia 05/10/2024
Lo he intentado. He intentado ponerme en el pellejo de los asesinos porque en el de las víctimas es demasiado fácil y hasta placentero. Allí donde no puedes hacer nada para impedir un crimen, al menos te sientes bueno. No quiero sentirme bueno estos días. He intentado lo contrario. He intentado empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger; y hasta con Kovi Margolis. Desde el aire, vale, porque el aire es abstracción y pirueta; desde cerca no sé, aunque es verdad que a un cuerpo lo podemos deformar de tal modo que acabe por parecernos (lo sabían muy bien los nazis) un piojo o un gusano. ¿Pero los objetos? ¿Puedo empatizar con esos soldados israelíes que desvalijan cajones, rompen platos, manosean ropa interior, roban bicicletas, torturan peluches? Mucho más humanos que los cuerpos, fácilmente deshumanizables, son los objetos que esos cuerpos han tocado en vida; mucho más corporales que los cuerpos mismos son los enseres personales, y ello justamente porque sobreviven a sus usuarios. Hace casi 50 años aprendí de Sánchez Ferlosio lo que es una metonimia; recuerdo aún estremecido que en Las semanas del jardín, en efecto, nuestro genial escritor citaba como ejemplo un haiku japonés en el que se describía, ay, la ropa tendida al viento de un niño muerto. Me impresionó mucho. Tanto que en un poema reciente me atreví a ir un poco más allá y el viento, después de secarla, se llevaba la ropa y esta vez —decía yo— nadie bajaba a buscarla. Y la ropa así volaba y volaba y volaba por el mundo sin niño dentro y sin padres que pudieran al menos recogerla y doblarla y guardarla religiosamente en un cajón.
Santiago Alba Rico, Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza, El País 11/10/2024
¿Por qué se me ocurre apelar a Nietzsche cuando colectivamente estamos inmersos en una incertidumbre civilizatoria que trastoca nuestras certezas más arraigadas? Tal planteamiento nos podría sonar hasta paradójico, tratándose de un pensador que afirmaba que “no hay hechos sino interpretaciones”, que se negaba a sistematizar su filosofía y despotricaba vehementemente contra cualquier doctrina que pretendía responder a los misterios de la existencia con andamios dialécticos muy bien montados, edificantes, majestuosamente coherentes y sistemáticos, como las de Kant, Fichte o Hegel. O quizá por eso mismo: si la referencia a Nietzsche me parece hoy relevante es precisamente porque fue el gran filosofo –emulando a Spinoza y algunos más– de la inmanencia. A diferencia de la trascendencia, que estipula que hay una determinación desde el exterior y desde una instancia jerárquica superior (ya sea la ley natural o Dios), lo inmanente se enfoca en el mundo tal como es, tal como aparece, tal como lo vivimos en la experiencia.
Beligerante contra los “ultra-mundos”, esos mundos fantasiosos a los que se refieren las religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam) y otras doctrinas, Nietzsche fue un defensor del pensamiento fenomenológico, el que atiende a lo que se desarrolla en el mundo real y que se niega a recurrir a promesas, “mañanas encantadas”, realidades mágicas y paraísos ultra-terrenales. Frente al “más allá”, prefirió el “más acá”. Un “más acá” que según su doctrina del Eterno Retorno debe de ser vivido con la fuerza suficiente como para estar preparado a encarar “el retorno eterno de las cosas”. Es la idea que desarrolla al final de su trayectoria, poco antes de volverse loco, en La gaya ciencia. Allí describe el concepto –ya usado en la Grecia antigua– del amor fati:la capacidad de amar el destino propio y colectivo. La capacidad de amar lo que acontece –lo placentero y lo doloroso. Sin más. Pero ¿Acaso existe algo más exigente?
Esta valentía nietzscheana de la inmanencia y de lo fenomenológico nos puede proporcionar una valiosísima herramienta hoy. Cuando se tambalea nuestra civilización, cuando los desafíos energéticos nunca han sido tan gigantescos, cuando la hybris parece haberse apoderado de los líderes políticos más poderosos, cuando estamos temblando solo de pensar que vamos a llegar inexorablemente a este 2% de aumento del calentamiento global (con referencia de los niveles preindustriales), cuando los transhumanistas están convencidos que con el auge de la IA nuestra especia humana va a ser engullida en una especie alternativa que combina lo humano y la máquina, cuando todo lo que hemos sido nos aparece borroso y puesto en cuestión, este es el momento de no huir. En vez de practicar el escapismo y refugiarnos en promesas propias de los “ultra-mundos”, toca más que nunca aprehender la realidad tan como es, y hacerle frente.
De la misma forma que Nietzsche supo lidiar con sus inmensos dolores corporales durante toda su vida, y hacer de su observación la base de su filosofía de resiliencia vital, nos toca como humanidad encajar lo más grande. “Lo que no me mata me fortalece”, dijo el filósofo de Röcken. Pero había que añadir: con tal de que esté presente la actitud beligerante, llena de “espíritu de la esperanza”, a la manera en que la define en su último ensayo el filósofo coreano Byung-Chul Han. ¿Seremos capaces de amar nuestro destino, aún cuando este nos aparece oscuro, vertiginoso, terrible? Unos cuantos, con Elon Musk como totem, apuestan por lo “trashumano”. Otros, emulando al filosofo prusiano, preferirán lo “sobre-humano”.
François Musseau, El 'amor fati' nietzscheano, en tiempos de tormenta, fronterad.com 10/10/2024
La magia natural, la alquimia o la astrología, fueron, además, siguiendo a la historiadora Frances Yates y su hipótesis hermética, fundamentales para el desarrollo de la ciencia moderna en el Renacimiento. En tiempos en los que el conocimiento solo se buscaba en los textos sagrados o los sabios griegos (también sagrados de algún modo); los magos naturales, los alquimistas y los astrólogos decidieron dejar de escrutar lo escrito e interrogar directamente a la naturaleza. Por eso Johannes Kepler o Isaac Newton, además de padres de la ciencia moderna, pasaron bastante tiempo dedicados a la pseudociencia, todavía no considerada como tal.
Pero del goce estético o el interés como manifestación cultural a tomarse en serio estas disciplinas hay un trecho: sería como seguir confiando en la teoría del flogisto o el éter luminífero. El conocimiento avanza, aunque no para todos, como se ve en la feria de Chamartín, donde se sigue fiando el futuro a velas olorosas y filtros de amor: el futuro es el gran objeto de este esoterismo ferial. Y es natural que cuando el porvenir se ve tan turbio se acuda en busca de pociones y pirámides que lo aclaren. El mercado global de la astrología fue valorado en 12.800 millones de dólares en el año 2021, según cita Yuval Noah Hararien su reciente ensayo Nexus (Debate), antes de explicar la influencia que esa pseudociencia, a pesar de su carácter supersticioso, ha tenido en la historia de la humanidad. Por ejemplo, condicionando las decisiones de tantos reyes y emperadores. Algunos gobernantes todavía se la toman en serio.
Que el horóscopo esté de moda y el esoterismo se mantenga en un mundo eminentemente científico-técnico (para bien y para mal) es algo que horrorizaría a Carl Sagan, pero que no es tan extraño. Una razón estriba en lo que Max Weber llamó desencantamiento del mundo: en una sociedad cada vez más racional y con menos espacio para lo espiritual, necesitamos aferrarnos a algo. La mentalidad posmoderna, que nivela todo tipo de discursos, científicos y pseudocientíficos, como construcciones sociales, allana el camino. La citada sensación de futuro abolido hace que, ante la incertidumbre, nos refugiemos en creencias obsoletas que prometen que cualquier cambio está en nuestra mano, o en la de nuestro mago de referencia.
Hay muchas fuerzas que, rebotadas en el muro del futuro, nos empujan a tiempos preilustrados, y no solo en cuestión de creencias: el ascenso de la extrema derecha asilvestrada y digital también propone un regreso a un estado previo a la Ilustración. El rechazo del racionalismo, el abrazo del autoritarismo y el nacionalismo, la injerencia de la religión en la política o la nostalgia de tradición. Y esto ya no tiene tanto brilli brilli como las cartas astrales. En la Feria Esotérica, un simpático duende da la bienvenida, pero unas temibles brujas son las que nos dicen adiós.
Sergio C. Fanjul, El horóscopo es mentira: opinión impopular, El País 08/10/2024
La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía.
La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna.
Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo.
La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.
Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad.
Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.
Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.
En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.
En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.
Franco 'Bifo' Berardi, Hipercapitalismo y Semiocapital, ctxt 14/09/2024
Esto no es una crisis de realidad. Lo decimos mucho, pero no creo que eso pueda ser cierto. Me parece que, al decirlo, estamos confundiendo la realidad con la verdad. O, peor todavía, uniéndolas como si fueran dos apéndices de la misma cosa cuando, de hecho, son cosas muy distintas. La realidad es literal y existe sin nosotros. La verdad es un producto de nuestra imaginación.
La realidad no puede estar en crisis porque es inmutable, incontestable y, a menudo, incomprensible. Como decía Philip K. Dick, es aquello que sigue existiendo y no desaparece incluso cuando dejas de creer en ello. Existe independientemente de nuestra capacidad de comprenderla, describirla o asimilarla, lo que queda demostrado en la persistencia de nuestros errores de cálculo, entendimiento e interpretación a lo largo de la historia.
Giordano Bruno no muere porque el universo sea finito y su centro sea la Tierra. Ignaz Semmelweis no acaba en el manicomio porque los microbios no existen. Sus lamentables destinos no tiene nada que ver con la realidad. Tienen que ver con que su verdad en ese momento no es compatible con la verdad de la comunidad de la que dependen. La verdad no es un hecho sino un acuerdo colectivo. No existe fuera de nuestra cabeza, sino que solo tiene sentido en relación con los demás.
La verdad no es real. Es una construcción cognitiva, un subproducto de la interpretación que depende del lenguaje y de los sistemas simbólicos que usamos para ponernos de acuerdo. Por ejemplo, es verdad que dos más dos son cuatro, pero solo dentro de un sistema que hemos inventado para mantener un registro del grano, controlar a los esclavos e invocar objetos en la imaginación. Pero hay sistemas lógicos donde dos más dos no siempre es igual a cuatro, y la aritmética no siempre es la herramienta adecuada para describir la realidad. Hay culturas donde no existen los números. Los aborígenes australianos no saben contar. La verdad es más profunda y trascendente que los hechos, porque tiene que ver con los valores. Por eso decimos que la ficción es una mentira que cuenta la verdad. Por eso dice Keats que la verdad es belleza y la belleza, verdad.
Y por eso no es la realidad lo que está en crisis, sino el acuerdo. El contrato social. El diccionario que establece los significados de las cosas, el manual que determina qué es cada cosa y qué lugar ocupa en la jerarquía cotidiana de la comunidad. Y la culpa de esa crisis no es de la propaganda ni la desinformación. Es la disonancia cognitiva de seguir hablando de valores democráticos frente a la realidad del capitalismo, el expolio y la desigualdad.
No tenemos los mismos derechos y oportunidades. Estudiar no garantiza un trabajo, y trabajar no garantiza un salario. El salario no garantiza una vivienda. Pagar impuestos no garantiza el acceso a los servicios básicos. Cumplir con las responsabilidades no garantiza tener derechos, y tenerlos significa cosas distintas cada día. No somos todos iguales ante la ley.
Nadie espera que el poder se haga responsable de nada. Las instituciones no operan de forma abierta y accesible. Los líderes y funcionarios públicos no rinden cuentas a la comunidad. Esta disonancia cognitiva es el tumor que socava nuestras bases, afectando nuestra integridad y nuestro futuro. El miedo podría hacernos fuertes, pero no tenemos miedo, sino una angustia de futuro que fomenta la competencia y la división ciudadana. Estamos enfermos de nihilismo, injusticia y confusión.
Marta Peirano, Esto no es una crisis de realidad, El País 07/10/2024
El escepticismo ha sido, en mayor o menor medida, un debate que ha ocupado a buena parte de los grandes filósofos de la historia, entre los que destacan los siguientes:
Y es que, como dice, Stella Villarmea, en último término, el escepticismo se convierte en una herramienta con la que analizar la noción de conocimiento, la noción de verdad: “de ahí que la «amenaza» del escepticismo haya supuesto tradicionalmente uno de los mayores acicates para el desarrollo de la historia de la filosofía”.
David Rubio, Qué es el escepticismo: cuando la verdad no existe, publico.es 03/10/2024