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Para hacer cualquier cosa que valga la pena, hay que ser capaz de prestar atención a las cosas que importan. No es tarea fácil, no lo ha sido nunca, pero de un tiempo a esta parte se ha vuelto aún más complicado, por nuevas e insospechadas razones.
Mientras mirábamos hacia otra parte, una amenaza de última generación para la libertad del ser humano se ha materializado ante nuestros ojos. No hemos reparado en ella porque ha llegado en distintas formas que nos resultaban familiares. Ha llegado trayendo consigo el regalo de la información, un recurso escaso y valioso hasta la fecha, pero que se nos ha brindado en tal abundancia y a tal velocidad que se ha convertido en una rémora. Y, para acabar de seducirnos, ha llegado con la promesa de que está de nuestra parte, de que ha sido diseñada para ayudarnos a conducir nuestras vidas por los derroteros que nosotros mismos nos hemos marcado.
Pero, por grande que sea su potencial, estas máquinas maravillosas no están exactamente de nuestra parte. En lugar de secundar nuestras intenciones, se dedican a captar y monopolizar nuestra atención. En su competencia despiadada por «persuadirnos», por determinar nuestros actos e ideas conforme a sus objetivos preestablecidos, estas máquinas se han visto obligadas a recurrir a las astucias más mezquinas y rastreras del manual para apelar a nuestros impulsos más viles, a ese ser inferior que nuestra naturaleza más noble ha tratado siempre de combatir y superar. Para colmo de males, han desplegado los sistemas de computación más inteligentes que se hayan visto jamás con el solo propósito de captar nuestra atención y servirse de ella.
Durante demasiado tiempo hemos quitado importancia a los peligros de esta forma de persuasión inteligente y nociva, desdeñándola como una mera «distracción» o una molestia de poca monta. A corto plazo, estos obstáculos pueden mermar nuestra capacidad de hacer lo que queremos hacer. A largo plazo, pueden llegar a impedirnos vivir las vidas que queremos vivir y, lo que es peor, minar facultades fundamentales como la reflexión o el autocontrol, dificultándonos aún más la tarea de «querer lo que queremos querer», por emplear la expresión del filósofo Harry Frankfurt. En este sentido, los nuevos adversarios de la atención no solo suponen una amenaza para el triunfo de la voluntad, sino también para su misma integridad esencial, tanto en el plano individual como en el colectivo.
De entre la variedad de amenazas que pesan sobre la libertad, algunas son reconocibles de inmediato, pero otras necesitan cierto tiempo para revelarse como tales. En lo que respecta a este sistema de persuasión inteligente, cuya influencia perniciosa crece por momentos, el proceso de reconocimiento no ha hecho más que comenzar. Las amenazas, en cambio, ese cúmulo de infraestructuras e incentivos que se esconden tras su funcionamiento, están ya bastante asentadas y consolidadas. Así las cosas, puede que sea demasiado tarde para poner a estos sistemas perniciosos de nuestra parte. Es posible que, a estas alturas, sus mecanismos estén demasiado arraigados en nuestra vida para extirparlos. Personalmente, no creo que sea el caso. No está todo perdido, pero la vía de la salvación es angosta y no tardará en cerrarse.
Hubo un tiempo en que pensaba que los grandes desafíos políticos habían pasado a la historia. Las luchas épicas por la libertad, me decía, habían sido ya libradas por generaciones más ilustres que la nuestra. A nosotros nos quedaba tan solo la tarea de administrar diligentemente su herencia política, el fruto de su esfuerzo.
No podía estar más equivocado. La liberación de la atención humana podría ser la lucha ética y política decisiva de nuestro tiempo. Su éxito es requisito previo de cualquier otra lucha que quepa imaginar. Nos incumbe a nosotros, pues, la responsabilidad de modificar el cableado de estos sistemas de persuasión inteligente y nociva antes de que ellos modifiquen el nuestro. Para ello es preciso encontrar, entre todos, nuevas formas de hablar y abordar el problema, y reunir luego el coraje necesario para lidiar con él, por más que nuestras acciones resulten intempestivas e impopulares.
A principios del siglo XXI, unas fuerzas maravillosas de nuestra invención —las tecnologías de la información y la comunicación— han revolucionado la vida del ser humano. Las experiencias que atesoramos a cada momento, nuestras interacciones sociales, el cariz de nuestros pensamientos y nuestros hábitos cotidianos se configuran hoy, en gran medida, a partir del funcionamiento de estos ingenios. Sus engranajes internos son para muchos de nosotros lo bastante oscuros como para resultar indiscernibles de la magia; no dejamos de maravillarnos de su potencia y originalidad. Y esta admiración trae aparejada una convicción: confiamos en que estos inventos fueron diseñados, como aseguran sus creadores, para adaptarse a nuestros referentes y ayudarnos a dirigir nuestras vidas por los derroteros que nosotros mismos hemos trazado. Creemos, en fin, que estos inventos fabulosos están de nuestra parte.
La atención humana parece haber sufrido un cambio profundo y potencialmente irreversible en la era de la información. Reaccionar a este cambio como es debido podría ser el mayor desafío moral y político de nuestro tiempo.
James Williams, Clics contra la humanidad, Barcelona, Gatopardo ediciones 2021