El dilema del erizo apareció en la colección de ensayos filosóficos breves de 1851, "Parerga y Paralipómena", del griego apéndices y omisiones.
Fue la última obra de Schopenhauer y la primera que le trajo el reconocimiento filosófico que había esperado por mucho tiempo.
Como señaló satisfecho, fue "incomparablemente más popular que todo lo anterior".
La parábola dice así:
"Un día helado de invierno, varios erizos se apiñaron muy juntos para, gracias al calor mutuo, evitar congelarse. Pronto sintieron el dolor que les causaban las púas de los otros, lo que los hizo separarse nuevamente.
"Pero la necesidad de calor los volvió a unir, y se repitió el retroceso de las púas, de modo que quedaron atrapados entre dos males, hasta que descubrieron la distancia adecuada desde la cual podían tolerarse mejor el uno al otro".
Parece un cuento para niños, pero encapsula la compleja naturaleza de las relaciones humanas, y, afín con Schopenhauer, no tiene un final muy feliz.
Habla de que la vulnerabilidad es necesaria para que las relaciones sean más trascendentes y satisfactorias, pero aumenta el riesgo de un dolor más profundo.
Y de como vivimos atrapados entre dos males: el aislamiento y el peligro de herirnos mutuamente.
"La necesidad de sociedad que surge del vacío y la monotonía de la vida de los hombres los une; pero sus numerosas cualidades desagradables y repulsivas y sus insufribles inconvenientes los separan una vez más", continúa Schopenhauer.
"La distancia media que finalmente descubren y que les permite soportar estar juntos es la cortesía y los buenos modales.
"En virtud de ello, es cierto que la necesidad de calor mutuo sólo será satisfecha imperfectamente, pero, por otra parte, no se sentirá el pinchazo de las púas".
Estaríamos condenados entonces a nunca poder satisfacer plenamente el deseo de tener relaciones sociales positivas, una de las necesidades humanas más fundamentales y universales.
A pesar del pesimismo, la genialidad de la parábola resonó con quienes sondean los desafíos de la intimidad.
Freud la popularizó cuando, en 1921, se refirió a ella en “Psicología de grupo y análisis del yo”, al discutir sobre la “ambivalencia de los sentimientos” inherente a las relaciones a largo plazo.
Para el padre del Psicoanálisis, no había el afecto puro: en el amor, hay odio, en el odio, amor.
Como él, otros investigadores de las relaciones interpersonales han tenido la parábola en mente.
En ocasiones ha sido punto de partida en estudios, como en "¿La exclusión social motiva la reconexión interpersonal? Resolviendo el 'problema del erizo'”, en el que Jon Maner, Nathan DeWall, Roy Baumeister y Mark Schaller examinaron cómo las personas responden al ostracismo.
En otras, ha sido una herramienta para reconfortar a pacientes agobiados por sentimientos encontrados respecto a las relaciones íntimas, como en el caso de la psicóloga Luepnitz.
Muchos de nosotros, apuntó ella, experimentamos "la soledad como un fracaso personal más que como una condición esencialmente humana".
"La parábola normaliza un problema que muchos consideramos como un peculiar defecto de carácter", escribió.
Ha servido también como una ilustración de la importancia de los límites, tanto físicos como emocionales, así como de varios otros aspectos de las relaciones interpersonales.
Schopenhauer mismo había ido un poco más allá con aquello de la autogeneración de calidez.
Su escrito sobre los erizos terminaba diciendo "quien tiene mucho calor interior propio preferirá mantenerse alejado de la sociedad para evitar dar o recibir problemas o molestias".
El filósofo pensaba que todo eso que buscábamos en los otros lo podíamos encontrar en una soledad refinada por el desarrollo de nuestro intelecto y la profundización de nuestra apreciación del arte.
Si podíamos sumergirnos en un buen libro o elevarnos escuchando una gran obra musical, ¿para qué interactuar con seres humanos?
"Como regla general, se puede decir que la sociabilidad de un hombre es casi inversamente proporcional a su valor intelectual", declaró en otro ensayo.
Para los muy poco sociables, consideró, "la soledad es doblemente ventajosa".
"En primer lugar, le permite estar consigo mismo y, en segundo lugar, le impide estar con otros, una ventaja de gran importancia, dada la cantidad de restricciones, molestias e incluso peligros que existen en toda relación con el mundo".
Lo sabía de primera mano pues él prefería no arriesgarse a pincharse con las púas de los demás, así que vivió virtualmente aislado.
Tras una larga carrera filosófica, Schopenhauer murió en su apartamento de Frankfurt en 1860 a la edad de 72 años.
Redacción, Qué es el dilema del erizo ..., bbc.com 04/08/2024
Escuchemos lo que Michel Foucault tiene que decir sobre la parresía: «Es etimológicamente la actividad consistente en decirlo todo: pan rhema. El parrhesiastés es el que dice todo… Demóstenes dice: es necesario hablar con parresía, sin retroceder ante nada». Pero hay que decir que, tanto en la Antigüedad griega como en la actualidad, la parrhesía es siempre considerada como algo peligroso para quien la ejerce, pues «no solo arriesga la relación establecida entre quien habla y la persona a quien se dirige la verdad, sino que, en última instancia, hace peligrar la existencia misma del que habla, al menos si su interlocutor tiene algún poder sobre él y no puede tolerar la verdad que se le dice. Aristóteles indica muy bien este lazo entre la parrhesía y el coraje cuando, en La ética a Nicómaco, vincula lo que llama megalopsykhía (magnanimidad) a la práctica de aquella».
El parresiasta es, en efecto, «quien corre el riesgo de poner en cuestión su relación con el otro», continúa Foucault. «El decir veraz del parresiasta incurre en los riesgos de la hostilidad, la guerra, el odio y la muerte». Por su parte, Gregorio Nacianceno, arzobispo cristiano del siglo IV d. C, habla del parresiasta cristiano como de un mártyron aletheias o mártir de la verdad. Por todas estas razones, pocas personas están dispuestas a ser veraces. De hecho, es la mentira, y el ajustarse al discurso de lo establecido, a los meandros de la ideología, lo que habría de beneficiar socialmente a las personas (o, al menos, así lo estiman algunos). La libertad de expresión, en este caso, se vería vulnerada, puesto que expresar la opinión y el pensamiento propios sería un acto de parresía, algo peligrosoSin embargo, en la Antigua Grecia, la «parrhesía era un derecho que había que conservar a cualquier precio, un derecho que [se] debía ejercerse en toda la medida de lo posible, una de las formas de manifestación de la existencia libre del ciudadano libre».
En el caso de los antiguos griegos, la parresía no solo puede darse a la hora de comunicarse con otros (al menos, cuando se es parresiasta), sino al comunicarse cada cual consigo mismo. La salud en la Antigua Grecia consistía (y consiste) en ser franco con uno mismo, saber el lugar que cada cual ocupa en el mundo. Hoy, en cambio, asistimos a una casi total carencia de parrhesía, también con respecto a uno mismo. No es raro en la actualidad que el individuo quiera imponer una representación de sí mismo disociada de la realidad objetiva.
Sin embargo, en la Antigua Grecia, la «parrhesía era un derecho que había que conservar a cualquier precio, un derecho que [se] debía ejercerse en toda la medida de lo posible, una de las formas de manifestación de la existencia libre del ciudadano libre».
Según Foucault, en el siglo VI a. C se da una crisis de la parresía, al generar esta una gran desconfianza (al igual que ocurriría a día de hoy). Frente a lo que cabría imaginar a priori, Foucault llega a la conclusión de que la democracia no es propicia para la proliferación de la parrhesía: «La democracia […] no es el lugar donde la parrhesía vaya a ejercerse como un privilegio y un deber. Es el lugar donde la parrhesía se ejercerá como la libertad de cada uno y de todos para decir cualquier cosa, es decir lo que le plazca».
Pensemos en la democraticación radical de la opinión que suponen plataformas como X (antes Twitter) u otras redes del mundo digital. Habitamos, como en el siglo VI a. C ateniense, una «libertad parresiástica, entendida como autorización dada a todos sin distinción para hablar». Dentro de este hábitat democrático, ¿quiénes serán escuchados? «Los que agradan», responde Foucault, «los que dicen lo que el pueblo quiere, los que adulan. Y los otros, al contrario, los que dicen o procuran decir lo que es cierto y está bien, y no lo que agrada, no serán escuchados. Peor, suscitarán reacciones negativas, irritarán, inflamarán la ira. Y su discurso veraz los expondrá a la venganza y el castigo».
En palabras del orador, educador y político griego Isócrates: «Siempre acostumbrasteis expulsar de la tribuna a todos los oradores que no hablaban conforme a vuestros deseos». «Sé», concluye Isócrates, «que es peligroso oponerse a las opiniones de ustedes, puesto que, si bien estamos en una democracia, no hay parrhesía».
Vivimos hoy, quizás, una situación semejante a la señalada por Isócrates. La idea de parrhesía se manifiesta disociada, pues: «Por un lado, aparece como la libertad peligrosa, otorgada a todo el mundo sin distinción alguna, de decir cualquier cosa. Y por otro está la buena parrhesía, la parrhesía valerosa (la del hombre que dice generosamente la verdad, y aun la verdad que disgusta), que es peligrosa para el individuo que la usa y para la cual no hay lugar en la democracia».
En la actualidad, el acoso en redes sociales a personas relevantes, sin duda, existe, y es provocado, a menudo, cuando estas expresan ideas u opiniones verdaderas (o, al menos, estimadas como verdaderas por ellas). En la actualidad todos pueden hablar y cuentan con plataformas para que sus palabras sean escuchadas, pero, en el seno de ese ruido ensordecedor, generalmente, la verdad brilla por su ausencia. Y cuando esta asoma la cabeza en boca de personas concretas, es precisamente esa masa de lengua desatada la que se apresura a agredir con la intención de ocultar y sofocar toda forma de lo que Foucault entendió como la «verdadera parresía».
Iñaki Domínguez, La parresía griega ..., ethic.es 28/06/2024
Cassirer queda desolado con el conformismo con que se asume la toma del poder por parte de Hitler. Cuando este accede a la Cancillería del Reich, gentes cultivadas y con juicio propio no se atreven a mostrar sus discrepancias, adoptando una postura de sumisión, como si acataran un fatídico decreto del destino.
En el décimo aniversario de la República de Weimar, Cassirer había intentado ensalzar el pedigrí filosófico del ideal republicano que defendía su constitución, pero las fuerzas reaccionarias acorralaron a una socialdemocracia que fue aniquilada por el fanatismo de los más extremistas.
El conservadurismo nacionalista se alió con Hitler creyendo que podría manejarlo a su antojo, pero no fue así. Al pertenecer a una familia de origen judío, Cassirer tiene que partir a un exilio desde donde no dejará de combatir al nazismo con sus escritos filosóficos, tal como testimonia su obra póstuma El mito del Estado.
En esa época tenebrosa, Cassirer vuelve a releer las obras de Kant y Rousseau, porque piensa que los ideales de la Ilustración pueden contribuir a despejar las tinieblas del oscurantismo político. Su Filosofía de la Ilustración es un escrito de combate fechado en 1932.
Para la edición inglesa dejó al morir sobre su mesa de trabajo un texto introductorio cuyo significativo título en castellano es Rousseau, Kant, Goethe: Filosofía y Cultura en la Europa del Siglo de las Luces.
Pero su contienda contra la ideología nazi cristalizó en muchos textos breves que resultan más accesibles, tal como sucede con los opúsculos kantianos relativos a su filosofía de la historia. Sería el caso de Filosofía y política], publicado en la revista Arbor, o El judaísmo y los mitos políticos modernos, aparecido en Isegoría, lo que les hace fácilmente accesibles al estar en abierto.
Cassirer protagonizó en 1929 un duelo dialéctico mantenido con Heidegger que se ha hecho legendario por su simbolismo. En ese debate se confrontaron dos visiones del mundo que presentaban sendas interpretaciones de Kant. Ese torneo filosófico tuvo lugar en Davos, la localidad que Thomas Mann eligió para La Montaña mágica.
Esta novela contiene diálogos que pueden homologarse con las tesis confrontadas por Cassirer y Heidegger. Ambas cosmovisiones flotaban en el ambiente, porque la literatura refleja el clima social y la filosofía contribuye a modelarlo.
No es baladí leer los textos clásicos de una manera u otra. El modo de hacerlo condiciona los rumbos del devenir sociopolítico. Albert Speer, ministro de Armamento y Producción de Guerra de la Alemania nazi, lamentó no haber leído antes a Cassirer –lo hizo en la prisión de Spandau– porque, según confesó, de haberlo hecho quizá no hubiese sucumbido al encantamiento del Führer.
Roberto R. Aramayo, Cassirer contra Hitler ..., theconversation.com 05/08/2024
La pregunta que se plantea justo a continuación es esta: si una parte creciente de las sociedades desarrolladas está enfadada con las injusticias del capitalismo, con la globalización y con el deterioro de los servicios públicos, ¿por qué piensan que la solución está en la derecha radical y no en los partidos de izquierdas? ¿Es que acaso la anterior lista de agravios no coincide con los elementos más básicos de los programas políticos de izquierdas? Con diferentes matices y propuestas, la socialdemocracia y los partidos más a su izquierda llevan años llamando la atención sobre la desigualdad de ingresos y riqueza, sobre la necesidad de reforzar los Estados del bienestar y de abordar el calentamiento global, así como de regular de forma más estricta el capitalismo global.
¿Por qué, entonces, si las preocupaciones de esos votantes irritados encajan tan bien en los programas que ofrecen los partidos de izquierdas, luego, sin embargo, apoyan a los partidos emergentes de la derecha más radical? ¿Acaso esperan que estos mejoren los servicios sociales? ¿O que luchen contra la desindustrialización? ¿O que reduzcan la desigualdad?
Entiendo que para responder a estas preguntas hay dos vías. La primera consiste en suponer que el diagnóstico del problema antes presentado es correcto, pero los ciudadanos no actúan en consecuencia porque están confundidos o alienados, no acaban de entender sus verdaderos intereses. Las opciones a las que se puede recurrir para sostener esta tesis son muy variadas, desde las redes sociales, que no hacen más que meter ideas falsas en la cabeza de la gente, hasta los valores nacionalistas, pasando por la xenofobia y el rechazo del inmigrante. Habría, pues, un conjunto de factores que alejan a los ciudadanos más afectados por los problemas económicos de las opciones políticas que más les convienen y, de esta manera, acaban votando a la extrema derecha en lugar de a los partidos de izquierdas. Por decirlo brevemente, se intenta dar cuenta del ascenso de la derecha radical volviendo a la idea venerable de la falsa conciencia.
La segunda vía es menos directa, se basa en un argumento algo más complejo. Sin negar que haya graves problemas distributivos en las sociedades occidentales ni que vivimos tiempos inciertos debido a la rapidez con la que están sucediendo los cambios tecnológicos y culturales, esta segunda vía se centra en los problemas específicos que atraviesa la política y que tienen que ver con el profundo descrédito que padecen los políticos, los partidos y las instituciones de la democracia representativa.
La idea es la siguiente: los proyectos emancipadores o de progreso solo son viables cuando la gente confía en la política como instrumento de cambio. Hay que creer primero en la política para poder apostar luego por líderes y organizaciones que prometen reformas profundas de la economía y la sociedad. En este sentido, la ciudadanía puede estar de acuerdo con muchas propuestas de la izquierda, pero no actuar en consecuencia (votando por ellas) si piensa que la política está averiada.
Cuando había partidos que defendían métodos revolucionarios, el problema de la confianza en la política era el contrario: cuanto menos se confiaba en el sistema, más atractiva resultaba la posibilidad de una revolución que construyera una nueva sociedad (era el “cuanto peor, mejor”). Pero abandonado el sueño revolucionario en los países desarrollados, el único mecanismo de cambio que persiste es el institucional o reformista. Ahora bien, el reformismo, sea más o menos ambicioso, requiere por necesidad que se confíe en que el orden institucional es capaz de llevar a la práctica las propuestas de las fuerzas políticas. Cuando se pierde la fe en las instituciones, el reformismo queda condenado (“cuanto peor, peor”). Al margen del atractivo de las propuestas de cambio que ofrezcan las izquierdas, mucha gente pensará que son irrealizables, pues quedarán bloqueadas por los grupos de poder (nacionales o internacionales), o por la naturaleza corruptible de los políticos, o por cualquier otro factor.
De la misma manera en que a las izquierdas les perjudica la crisis de representación democrática, a las derechas, sobre todo a las radicales, les favorece (para ellas, “cuanto peor, mejor”). Al fin y al cabo, estas derechas propugnan mecanismos alternativos a la representación clásica, delegando en líderes fuertes que se burlan de los resortes institucionales de las democracias representativas. Esos líderes se supone que encarnan y defienden valores nacionales que los políticos tradicionales (de la derecha o la izquierda) han abandonado. No es que propugnen una vía revolucionaria, pero tampoco se someten a la lógica institucional. Proponen una solución intermedia (e inestable), basada en gran medida en el fenómeno de un hiperliderazgo liberado de restricciones institucionales.
Las derechas radicales capitalizan el descontento con la representación y prometen una política distinta, intransigente, sin complejos, dura, que permita superar la parálisis de la política institucional. Las izquierdas, en cambio, se encuentran en una posición incómoda y débil: no consiguen transformar el descontento económico en una palanca política porque no saben cómo resolver antes la crisis de la representación. Mientras no haya unos niveles superiores de confianza política e institucional, los programas de izquierdas tendrán grandes dificultades para ganar apoyos.
Esta manera de plantear el asunto permite entender por qué, a pesar de los problemas económicos a los que se hizo referencia al principio, es la derecha radical la que está consiguiendo ganar terreno en muchos países occidentales. Esos problemas económicos no son una invención, están ahí y muchos de ellos son urgentes, pero la solución no vendrá por la izquierda si tanta gente continúa pensando que los partidos y las instituciones están averiadas. Ese es el principal caldo de cultivo de la derecha radical, el descontento tan generalizado con la política. Y por eso mismo, la derecha radical invierte tanta energía en desprestigiarla.Una de las principales manifestaciones de la actual crisis de la democracia liberal es la falta de equilibrio entre el poder judicial y el poder legislativo. El paisaje institucional se ha ido modificando progresivamente y cada vez más decisiones se sitúan fuera del alcance de las instituciones mayoritarias. Esta mutación ha producido lo que puede llamarse una “juristocracia pospolítica” (Ran Hirschl), es decir, un disciplinamiento jurídico de las democracias, un estrechamiento del campo de acción política, una contracción sistémica de lo políticamente posible.
La principal demostración de que los tribunales deciden mucho, tal vez demasiado, es el desplazamiento de la vida política desde los parlamentos al sistema judicial. Organismos que supuestamente están concebidos para ejercer una función apolítica y neutral incrementan el conflicto político en torno a ellos porque se sabe que ya apenas cumplen aquella función y que toman decisiones eminentemente políticas. Por citar solo un ejemplo reciente: los tribunales han concedido la inmunidad a Trump, pero es que los demócratas habían puesto sus esperanzas en que fuera derrotado por los tribunales y no en las urnas. El término “politización” es demasiado benigno para calificar lo que está pasando, a saber, que el derecho se ha convertido en la continuación de la política por otros medios.
La teoría clásica de la democracia defendía la existencia de contrapesos y equilibrios (checks and balances), pero lo que hoy vemos es más contrapesos que equilibrios. Hay una creciente sustitución de la política por el Derecho, una estrategia para sustraer cada vez más asuntos de su disponibilidad democrática. Claras mayorías políticas no consiguen llevar a la práctica lo que han conseguido acordar porque se les enfrenta un gremio de jueces que no han sido elegidos y que no rinden cuentas a nadie. ¿Cómo se verifica entonces el principio de que todos los poderes emanan del pueblo en el caso del poder judicial?
La revisión de constitucionalidad puede estar funcionando como un mecanismo de protección de determinados intereses y, lo que es más grave, para disminuir la capacidad de abordar las transformaciones sociales y políticas necesarias en unos tiempos cambiantes. En medio de una cultura jurídica positivista no resulta fácil que se abra paso la creatividad de la política, en consonancia con la variación de las interpretaciones sociales de lo jurídico, como pudimos comprobar con ocasión de la ley sobre el consentimiento sexual y la correspondiente perspectiva de género en torno a la elaboración, interpretación y aplicación de las normas jurídicas. La correcta politización de la justicia es el intento de devolver a la escena de la política, de las mayorías políticas, demasiadas cosas que fueron desplazadas hacia el ámbito judicial, supuestamente neutral, donde se hacen valer otro tipo de mayorías, es decir, donde se hace otra política.
Cuando la judicial review se utiliza para contrarrestar a las mayorías políticas, entonces lo que sucede es que hay demasiados incentivos para limitar su poder o ampliarlo en función de a qué actor político beneficie. Lo que el poder judicial revisa es que determinadas cosas no se puedan revisar.
La gran cuestión que hemos de resolver es cómo alcanzamos el equilibrio adecuado entre la estabilidad jurídica y el espacio móvil y modificable de la vida democrática. Debemos lograrlo sabiendo que el papel de los tribunales de justicia no puede ejercerse a costa de devaluar los parlamentos, la elección popular, de reducir lo político a lo jurídico. El centro de la conversación democrática debe ser lo que queremos hacer y no lo que está jurídicamente permitido o prohibido.
Daniel Innerarity, La juristocracia, El País 24/07/2024
Sin acuerdos, la democracia se escurre por el desagüe de la necesidad de liderazgos personalistas que combatan los problemas resolutivamente. De este modo, muere el liberalismo al prevalecer la audacia sobre la reflexión; la sorpresa sobre la previsibilidad; la táctica sobre la estrategia y el oportunismo sobre la responsabilidad.
Se vio durante el asalto al Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021 y se verá en el futuro. Entre otras cosas, porque irá de la mano de un uso de la inteligencia artificial (IA) que hará más eficaz la capacidad desestabilizadora de nuestro último bárbaro. No en balde, podrá atentar impunemente contra la veracidad que sustenta la gestión representativa del conocimiento político que, todavía, define la praxis de la democracia liberal como un sistema de gobierno que afirma verdades contrastables argumentativamente y que las urnas refrendan con los votos.
Esta es la razón que explica por qué la derecha alternativa global hibrida autoritarismo y tecno-libertarismo. Un fenómeno que explica que Donald Trump y Elon Musk se alíen y que el primero anuncie que el segundo será su consejero tecnológico si llega a la Casa Blanca. O que el primer viaje oficial de Javier Milei fuese a Silicon Valley, donde tuvo una calurosa acogida de los líderes del ecosistema de emprendimiento tecnológico vinculado a la IA. Quizá porque ofreció Argentina como laboratorio de entrenamiento para las IA fronterizas. Aquellas que pueden acarrear consecuencias maléficas que pongan en grave riesgo el respeto de los derechos humanos.
La convergencia de intereses entre el libertarismo de Silicon Valley y perfiles populistas como Trump o Milei no es nueva. Revela un denominador común que, además de reverenciar a autores como Ayn Rand o Nick Land, defiende una forma de despotismo tecnoilustrado que cree que ha de corresponder a las elites emprendedoras impulsar la aceleración del cambio digital de la sociedad, sin importar el coste social. El avance técnico lo compensará con la extraordinaria prosperidad que creará en el futuro. Para lograr ambas cosas es necesario orden y liderazgo incontestables. Algo que teoriza Peter Thiel, fundador de PayPal y asesor de Trump, cuando mantiene en La educación de un libertario que la libertad y la democracia son potencialmente incompatibles si no hay un líder que las garantice con su carisma. Reflexión que traduce en defender que Estados Unidos sea gobernado por un consejero delegado tecnológico de éxito, pues, si quiere mantener su hegemonía planetaria frente a China, tendrá que convertirse en una plataforma que acelere la revolución tecnológica del país a hombros de monopolios corporativos. Y es que, según el autor de De cero a uno: cómo inventar el futuro, son la forma natural de favorecer el progreso de la humanidad al premiar el genio de los ganadores, mientras que la competencia y la democracia, con su exceso de reglas y principios éticos, son las limosnas que compensan el fracaso de los mediocres.
José María Lassalle, Bárbaros digitales, El País 25/07/2024
Los expertos consideran el efecto placebo un ejemplo destacado de interacción mente/cuerpo. Es una nomenclatura algo pomposa, puesto que la mente es un trozo de cuerpo, pero no nos perdamos por los callejones sin salida de la lexicografía. La idea es que la mente quiere dejar de sufrir dolor, y ese solo hecho le permite convencer al cuerpo de que deje de sentirlo. La mera expectativa de que algo te va a aliviar el dolor basta para aliviarlo, aunque eso requiera tragarte una pastilla de harina o que te inyecten un suero salino para hacer el paripé.
Esto solo funciona en algunas personas, por supuesto, pero funciona realmente en ellas. La cuestión es relevante para la práctica médica y, desde luego, para los ensayos clínicos que pretenden determinar si un nuevo analgésico funciona. El efecto placebo debe descontarse tanto en el grupo de control como entre quienes han recibido el fármaco real, donde parte de los efectos también pueden deberse al mismo fenómeno. Es una cuestión dificultosa, pero abordable experimentalmente.
Los hinchas de las explicaciones místicas van a pasar un mal rato al saber que los ratones también experimentan el efecto placebo. Si aliviar el dolor con el poder del alma es factible, será que los ratones tienen alma. Si en vez de llamarlo alma lo llamas fuerza de voluntad, tendrás que concederle ese superpoder a nuestros primos roedores. El caso es que el dolor es una constante en el mundo animal, y el efecto placebo parece serlo también. Esto puede ser humillante para la grandeur humana, pero tiene la gran ventaja de que podemos estudiar los fundamentos neuronales del efecto placebo en los ratones, y —créeme— ese es el secreto para avanzar rápido en neurología. Es lo que han hecho Grégory Scherrer y sus colegas de las universidades de North Carolina, Harvard, Howard Hughes, Columbia, Stanford y el Instituto Allen. “No man is an island”, como dijo John Donne. Nadie es una isla en la neurociencia actual.
La causa última del efecto placebo no está en el alma ni en el hiperespacio, sino en el córtex cingulado anterior (CCA), situado tras la frente y entre las sienes. Un siglo de neurología nos dice que conecta por un lado con las emociones y por otro con la razón, y de este modo está implicado en la atención selectiva, la toma de decisiones y —de manera crucial para lo que nos ocupa aquí— la anticipación de una recompensa. Si tenemos algo parecido al libre albedrío, cosa que algunos neurocientíficos ponen en duda por cierto, el CCA (córtex cingulado anterior) es un firme candidato a alojarlo de un modo u otro.
Scherrer y sus colegas han podido ver con exquisito detalle que, durante el efecto placebo, la actividad del CCA se proyecta sobre los núcleos pontinos, una puerta de entrada al cerebelo que hasta ahora solo parecía implicada en el control de los movimientos, y de ahí al cerebelo en sí mismo. Resulta que en ese circuito neuronal hay un montón de receptores de opiáceos, lo que explica casi todo. Vamos drogados por el mundo y no nos damos cuenta.
Javier Sampedro, La explicación del efecto placebo, El País 27/07/2024
Este mundo de urgencias y apocalipsis otorga más credibilidad a las afirmaciones simplificadas, contundentes y sin fisuras, incluso vociferantes, como si fuesen prueba de conocimiento y capacidad de liderazgo, mientras ignora a quienes tienen el valor de compartir sus perplejidades. Olvidamos que, a veces, las cataratas de certezas brotan de los labios más intransigentes. Mafalda nos advirtió del peligro: “El problema de las mentes cerradas es que siempre tienen la boca abierta”.
Los filósofos escépticos de la antigua Grecia se empeñaron en combatir esas resbaladizas creencias. Invitaban a cultivar la duda, y defendían con valentía los matices y las ambigüedades. Por supuesto, animaban a actuar razonablemente, pero sin jactarse de tener la razón. Afirmar siempre con cautela. “No digas ‘así es’, sino ‘me parece que es’; di ‘siento frío’, en lugar de ‘hace frío’, porque otro podría tener calor”, escribió un sabio griego, anticipando las batallas campales por la temperatura del aire acondicionado en las oficinas. La palabra escéptico no significaba en origen nada semejante a descreído o cínico. En griego skepsis aludía a una investigación, a la observación y el examen a fondo de cada asunto. Entre los extremos del dogmatismo y el relativismo, hay una senda menos transitada: aspirar a saber más y mejor, con prudencia y cuidado, sin complacencia ni credulidad. Revisar y repensar incluso las verdades más blindadas. Ambiciosa utopía para escépticos.
El fundador de esta escuela, Pirrón, “carecía de fama, era pobre y pintor”. Se enroló en la expedición de Alejandro Magno y conversó con los yoguis indios —gimnosofistas hindúes o “filósofos desnudos”— milenios antes de nuestra fascinación contemporánea por el yoga. También se codeó con los magos iranios, sacerdotes del zoroastrismo. “De ahí parece provenir su muy noble manera de filosofar”, escribió el historiador Diógenes Laercio. Al entrar en contacto con otras culturas e ideas, fue capaz de poner en duda sus propias convicciones. Se declaró partidario de una vida sencilla y apacible, sin arrojar juicios como piedras a diestra y siniestra. Decidió dedicar su vida a demostrar que nada se puede demostrar. No escribió ni una línea, posiblemente para evitar la tentación de dogmatizar. Por suerte tuvo un seguidor menos escrupuloso, Timón, que anotó sus enseñanzas: gracias a él, sobrevivieron al olvido.
Pirrón aspiraba a combatir los dogmas para liberar a la humanidad de la inquietud, la hostilidad y el conflicto. En la duda infinita, pretendía encontrar entereza, clarividencia y sosiego. Afirma su biografía que “tuvo muchos seguidores, por su tranquilidad”. Al volver a Grecia tras luchar en las tropas de Alejandro Magno, compartió un humilde hogar con su hermana matrona —el problema de la vivienda también era asfixiante para los filósofos precarios de la época—. Otro pensador, Sócrates, hijo de la partera Fenareta, conoció de cerca la labor de una comadrona. En el diálogo Teeteto, Sócrates dijo ejercer el mismo oficio que su madre, y bautizó a su método como mayéutica, es decir, ayudar a dar a luz, asistir en el parto: “Los que conversan conmigo nada aprenden de mí, sino que encuentran en sí mismos bellos conocimientos, que yo solo ayudé a concebir y alumbrar”. Sócrates y Pirrón, adalides de la duda, convivieron con mujeres cuidadoras y dedicaron sus esfuerzos intelectuales a engendrar una filosofía sanadora. Recalca su biógrafo Diógenes Laercio que Pirrón limpiaba la casa, algo muy inhabitual en la época. Además, alcanzó los 90 años, edad poco frecuente. Quizá vivan más años los hombres que se ocupan de las tareas domésticas, si me permiten la generalización apresurada.
En nuestra —poco higiénica— aldea mediática de titulares histéricos, condenas instantáneas y afirmaciones rocosas, podría ser útil recuperar esta herencia. Un toque de pirronismo nos ayudaría a entender que no vemos el mundo como es, sino como somos. Está comprobado que tendemos a creer las informaciones que afianzan nuestras convicciones —por infundadas que parezcan— y a cuestionar los datos que las rebaten –por sólidos que sean–. En psicología lo denominan “sesgo de confirmación”, y documentan que se produce en todo el espectro ideológico, incluso entre quienes se enorgullecen de poseer una mente abierta y un insobornable sentido crítico. Más que el famoso “ver para creer”, parece que se trata de creer para ver.
Irene Vallejo, Quizás, quizás, quizás, El País 28/07/2024
Después de la Revolución Rusa de 1917 y después de la II Guerra Mundial, las calles se llenaron de millones de huérfanos y niños sin familia. Vendían cerillas y trataban de quitarles la cartera a los clientes, entraban en las casas para robar y a veces se agrupaban para asaltar a los adultos. Su extrema violencia era producto de la adaptación a una sociedad en guerra, la destrucción de las familias y la ruina cultural. Los niños que no eran violentos morían de hambre, de desesperación o asesinados por otros. Fue la época de las utopías pedagógicas, cuando Makarenko y Korczak demostraron que bastaba con acoger a aquellos pequeños delincuentes en un programa de acciones constantes y organizar debates denominados la república de los niños para poder estructurar el espacio activo, afectivo y verbal en el que forjar unos lazos que les dieran seguridad. En efecto, se vio una recuperación evolutiva, un desarrollo nuevo y positivo después del caos. Hoy ese proceso recibe el nombre de “resiliencia”.
El giro epistemológico se produjo en 1951: el pedagogo y psicoanalista John Bowlby presentó su informe a la OMS. Propuso una explicación que combinaba los datos genéticos con los ambientales, cosa que todavía no era muy habitual. Descubrió que, de un pequeño grupo de “44 ladrones adolescentes”, 17 habían sufrido una larga y dolorosa separación de la madre. En el grupo de control del estudio, de 44 adolescentes que no habían delinquido, solo 2 habían crecido sin cuidados maternos. De forma que era posible establecer una relación de causa y efecto entre la falta de afectos a edad muy temprana, que introduce en el cerebro un factor de vulnerabilidad emocional, y la explosión que se da en la adolescencia, cuando más intensos son los impulsos afectivos.
Este informe tuvo gran éxito internacional en los años de la posguerra, cuando los educadores necesitaban comprender por qué los niños sin familia eran tan sombríos e impulsivos y a veces se convertían en delincuentes. Una avalancha de ensayos clínicos confirmó y detalló esta noción, pero hasta hace poco no fue posible que las técnicas de neuroimagen fotografiaran, midieran y evaluaran las alteraciones neurológicas provocadas por los cambios en el entorno. En una cultura dualista, en la que el alma insustancial está totalmente separada del cuerpo material, es difícil aceptar que una disfunción cerebral pueda ser consecuencia de una disfunción social. Sin embargo, las imágenes obtenidas con las nuevas técnicas muestran que un niño aislado desde muy corta edad, intensamente y durante mucho tiempo adquiere una “atrofia cerebral” de los dos lóbulos prefrontales, la base neurológica de la anticipación, y del anillo límbico, la base neurológica de la memoria. Cuando las personas del entorno del niño no le ofrecen ningún tipo de relación, ¿dónde va a ir? Sin la capacidad de anticipación, no se establecen conexiones neuronales, así que en la imagen aparece una zona oscura. Si no hay nadie a quien amar, si el niño vive en un desierto afectivo, no tiene nada que recordar, ni acontecimientos, ni emociones, por lo que el sistema límbico aparece atrofiado. Cuando todo va bien, las neuronas prefrontales, ante el estímulo de una alteridad, inhiben la amígdala rinencefálica, la base neurológica de las emociones insoportables como la cólera, la desesperación y el odio. Quizá ese sea el motivo de que un sujeto sumido en sus emociones se tranquilice cuando hay un plan de acción, una relación familiar o un relato que elaborar, como observaron Makarenko y Korczak sobre el terreno. […]
La repercusión de un acontecimiento sensorial, afectivo o verbal es distinta según la organización del receptor neuronal. Si a un bebé de cuatro o cinco meses se le dice: “Las personas que creen en Dios envejecen mejor que los ateos: su fe en un Dios protector tiene un efecto tranquilizador”, el bebé saltará de alegría. Pero será por la proximidad sensorial de esa persona, la voz, el brillo de sus ojos, el olor familiar tal vez. Si se le dice esa misma frase a un niño de siete años, sentirá más seguridad y querrá creer en ese Dios protector del que le habla su madre.
Boris Cyrulnik, ¿Por qué la guerra?, El País 28/07/2024
No hay nada más natural que una pelea. No hay nada más civilizado que la guerra.
Ante una pelea, los humanos tenemos las mismas reacciones que los animales; cuando un desconocido entra sin avisar en casa, cuando un vecino se apodera de un trozo de nuestro terreno, cuando un depredador amenaza a nuestros hijos o cuando entablamos una rivalidad con alguien que corteja a la misma pareja sexual que nosotros o con alguien que posee un bien que nosotros no tenemos.
Ahora bien, librar una guerra es distinto: hay que planificar, reunir a hombres, proporcionarles armas de alta tecnología y, sobre todo, encontrar las palabras necesarias para justificar el fanatismo que haga que los soldados se sientan orgullosos de matar sin sentirse culpables. Esa es la condición humana, la de las herramientas y el lenguaje.
Cuando la cultura ofrece varios relatos, el adolescente que no quiere seguir sometido a las verdades de sus padres elige la ficción que le conviene, la que expresa sus deseos. Así adquiere cierto grado de libertad y se reafirma, pero, cuando en el entorno verbal no hay más que una sola historia, el joven cae en las garras de un relato totalitario, el que expresa e impone su verdad única. Cuando hay pocas alternativas, las ideas están más claras. Cuando no se puede demostrar nada, los eslóganes repetidos por el grupo al que se pertenece reemplazan a la verdad. Cuanto menos sabe una persona, más convencida está. Es una gran ventaja para la mente perezosa. Uno se siente muy a gusto cuando está rodeado de amigos que recitan las mismas palabras; proporciona una sensación de fuerza y seguridad. Pero los eslóganes eufóricos empobrecen el mundo de la verbalidad, se pierde alegremente la libertad interior y se acepta una cómoda servidumbre.
¿Se podría explicar así la capacidad de seducción de los lenguajes totalitarios? ¿Se podría entender así por qué existen hoy en todo el mundo tantos dictadores elegidos democráticamente? ¿La fatiga de pensar proporciona menos placer que la alegría de entonar a coro eslóganes que impiden pensar? Un pueblo que sufre dificultades en una sociedad desorganizada se siente mejor cuando cree lo que le dice su líder, su salvador. Esa es la manera de que, cuando estalla una guerra, el creyente pueda matar sin sentirse culpable: “Me limito a obedecer”, dice. Lo cual es cierto y también criminal.
He partido de la experiencia de quienes han vivido el hundimiento físico y ético que es la guerra. Cuando se pierde la palabra, no quedan más que los impulsos y las armas. Cuando una desgracia vital empobrece el espacio afectivo que debe rodear a un niño, su cerebro, mal formado, adquiere una disfunción que lo aísla y aumenta su sufrimiento. Cuando los relatos que nos rodean se reducen a una declamación única que nos da la satisfacción de entregarnos a la pereza, el debate desaparece y la democracia sufre y se empobrece. Afortunadamente, estos problemas individuales y culturales son remediables siempre que actuemos sobre el entorno que influye en nosotros. Tenemos cierto grado de libertad y, por tanto, una responsabilidad si no hacemos algo. Basta con relacionarnos, hablar, visitar otras culturas y descubrir otras jerarquías de valores.
Boris Cyrulnik, ¿Por qué la guerra?, El País 28/07/2024
Mi cerebro humano me permite vivir y habitar en un mundo de representaciones separado de la realidad palpable que, sin embargo, siento en lo más hondo de mi ser. ¿No será esa la definición de delirio? (“de-”, prefijo privativo; “lira”, surco en la tierra). Siento intensamente unos hechos que quizá no existen en la realidad, pero de los que me construyo una representación que me domina. Me pongo en manos de lo que construyo, me lo creo y tomo las medidas correspondientes. Eso no lo puede hacer mi perro. Tiene mejor olfato, pero su acceso al lenguaje (que no está mal) le sirve para designar cosas que están en su entorno, mientras que un ser humano, con el lóbulo prefrontal —base neurológica de la anticipación— conectado al sistema límbico —la base neurológica de la memoria y las emociones—, tiene la capacidad de vivir en un mundo invisible que le ocupa la mente. Así se instalan los seres humanos en los mundos maravillosos o terroríficos que no dejan de inventar.
Boris Cyrulnik, ¿Por qué la guerra?, El País 28/07/2024
En ningún momento antes de 2022 Rusia se planteó invadir Finlandia, pese a tener un estatus de neutralidad militar menos firme que el de Ucrania, a compartir igualmente una enorme frontera y a haber formado parte del extinto Imperio ruso durante 108 años. Sencillamente la afinidad cultural y el tiempo que el país escandinavo estuvo bajo control ruso fueron mucho menores.
Lo que ha quedado claro es que la disuasión militar como único instrumento para evitar la guerra no funciona, y que confiarlo todo a esta en detrimento de la diplomacia puede, de hecho, iniciar conflictos. Es lo que los teóricos de las relaciones internacionales denominan “dilema de la seguridad”: las medidas que toma un Estado para incrementar su seguridad provocan la sensación de inseguridad de sus adversarios. La expansión de la otan (una organización militar principalmente defensiva) durante tres décadas fue percibida como una amenaza por las élites rusas.
En Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, el historiador Christopher Clark expone entre las causas de ese conflicto la desconfianza mutua de las potencias europeas ante el rearme de los países vecinos, si bien el objetivo del ensayo no es investigar las causas de la guerra, sino cómo durante décadas la política europea se fue tensionando entre dos bloques de alianzas (y entre los aliados dentro de cada una) hasta alcanzar el clímax. Nuevamente, la guerra tuvo múltiples causas y sin embargo ninguna justificaba por sí misma su estallido. La chispa que la inició fue espiritual: el Imperio austrohúngaro, que era percibido como próximo a su disolución por el resto de las potencias europeas aliadas y hostiles, decidió en última instancia declarar la guerra a Serbia como un ejemplo de firmeza.
Lo inquietante de la situación actual es que, en lo que respecta a la guerra en Ucrania, el diálogo entre las diplomacias europea, estadounidense y rusa es prácticamente inexistente, y casi todo mantenimiento de la paz se sostiene, nuevamente, sobre la disuasión. En Occidente ha comenzado una época de rearme y movilización industrial militar, al igual que en Rusia y China.
La pregunta definitiva sería la siguiente: ¿cómo se puede evitar algo que es posible, pero que no sabemos si va a pasar?
Hay varias aproximaciones. La primera sería fijarse en aquellas guerras que estuvieron a punto de estallar, pero no lo hicieron. Eso es lo que se preguntaron los autores del cómic Macedonia hace ya casi dos décadas. En él, una estudiante de relaciones internacionales viaja al país balcánico para tratar de comprender cómo, a diferencia del resto de países de la extinta Yugoslavia, no estalló una guerra civil allí a pesar de que reunía prácticamente todas las características para ello. La segunda aproximación es más espiritual, y es comprensible teniendo en cuenta que las crisis espirituales son una de las principales causas del inicio de las guerras. Consistiría en seguir el consejo de Bertrand Russell en su célebre manifiesto contra la proliferación nuclear que apoyó Albert Einstein: “Recuerda tu humanidad y olvida el resto.”
Por último, podríamos aproximarnos a la guerra como concepto de la misma manera en la que lo hacían los antiguos atenienses hace unos 2 mil 500 años. No negaban su existencia, sino que trataban de evitarla o minimizarla. La diferencia fundamental entre nosotros y ellos es que ellos, en su búsqueda incansable de la sabiduría, parecían ser más conscientes de la importancia que tienen los componentes psicológicos en el inicio de las guerras.
La antigua Atenas sucumbió como civilización dominante por culpa de una guerra y una epidemia. Esto no significa que la civilización occidental esté abocada al mismo destino. Pero debemos ser conscientes, como los antiguos atenienses, de que la guerra es indeseable y, al mismo tiempo, inevitable. El narrador de La peste dice que la guerra no es más que un mal sueño que tiene que pasar. No es verdad, y Camus advierte: “de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones”.
Daniel Delisau, La guerra, la epidemia que no vemos venir, Letras Libres 01/07/2024
La inteligencia no es un proceso secuencial y acumulativo. No es como cargar programas en el ordenador. Las ciencias que la estudian sugieren que existe un enorme abanico de capacidades cognitivas, pero muchas de ellas son mutuamente excluyentes. Un poco como el típico juego de rol, donde hay 400 puntos para distribuir los atributos de cada personaje. Quien tiene 80 de fuerza y 80 de destreza, no puede tener 80 de inteligencia y carisma. Sería tan poderoso que no tendría sentido jugar con él.
En la vida real, las personas con altas capacidades lingüísticas no destacan por su razonamiento espacial. El ejemplo extremo son esos autistas con habilidades extraordinarias para la música o la matemática que, sin embargo, no se pueden comunicar. Dice David Eagleman que los cerebros son como ciudades, con barrios que se desarrollan mucho, centralizando valiosos recursos a costa de los demás. Me gusta porque las ciudades no son servidores en un centro de datos. Son mucho más.
La tecnología siempre ha dominado nuestro concepto de inteligencia, una metáfora invertida que nos maquiniza sin cesar. El cerebro era un sistema hidráulico hasta que, en el siglo XVII, se convirtió en un reloj. La electricidad nos transformó en sacos de órganos movidos por impulsos eléctricos, como la criatura de Frankenstein. Desde la computadora, almacenamos los recuerdos y procesamos las ideas. Ahora que los modelos generativos de IA han demostrado que la gramática puede ser un patrón estadístico de datos, ya hay quien dice que la mente ya no es más que un sistema de cálculo estadístico, descargable y replicable en un ordenador.
Todas esas metáforas son encarnaciones de la misma idea arcaica: que la inteligencia o la consciencia es “algo” que está el cerebro. El software del ordenador central. Que los humanos pensamos solos, con independencia de otros humanos, animales, plantas y rocas. Pero son nuestras debilidades las que nos obligan a cooperar con otros y nos dan profundidad. Sin ellas no hay posibilidad de juego. Si yo no me perdiera en todas partes, no tendría que dejar el libro y preguntar.
Marta Peirano, Las máquinas no saben leer, EL País 08/07/2024
En el centro de la concepción liberal y democrática del Estado de derecho no está el Estado que ordena o penaliza sino la contención del poder estatal, sus limitaciones y la obligación de justificar sus decisiones. Pero su resignificación actual no lo entiende como un instrumento para protegernos frente a los poderosos intereses dominantes sino para legitimar la fuerza del Estado; no consiste en ponderar la medida correcta del poder como de asegurar que “todo el peso” del poder recaiga sobre el destinatario de la acción estatal; no se está pensando en la protección de las minorías sino en proteger a la mayoría de la criminalidad; se defiende el dominio de derecho y la palabra dominio parece tener más importancia que el derecho.
El reduccionismo del Estado de derecho implica también un encogimiento de su autoridad, que es fuerte para unas cosas (por ejemplo, las relativas a la identidad nacional) y no para otras (como la intervención en la economía), que exagera unos hechos (califica con mucha ligereza algunas reivindicaciones o protestas como sedición o terrorismo), mientras que resuelve con una negociación los delitos fiscales, que combina la severidad en política interior con una laxitud en relación con ciertas cosas que se hacen en el mercado.
Una muestra de esta regresión es el modo de entender la acción policial y judicial en relación con el ejercicio de los derechos de manifestación y expresión. El Estado de derecho liberal fue pensado como un marco para permitir la contestación democrática de la autoridad y no para sustraerla de cualquier cuestionamiento. Actualmente, en muchas ocasiones y en no pocos países, los delitos cometidos por la policía no son examinados con la perspectiva liberal del Estado de derecho sino justificados conforme a esa interpretación securitaria y reductiva de garantizar el orden público.
El hecho de que la Constitución Española califique como “social y democrático” al Estado de derecho no es mera retórica. Si queremos hacerlo valer en todas sus dimensiones, es necesario combatir también aquellas condiciones estructurales que implican alguna forma de dominación, cuya eliminación es también un objetivo de las leyes. El concepto de Estado de derecho exige el sometimiento de los poderosos al derecho y, por tanto, la protección a quienes carecen de poder. Por eso ha podido evolucionar desde una mera defensa de la propiedad a un instrumento de democratización y avances sociales.
Daniel Innerarity, Estado de derechas, El País 08/07/2024
Transcribo un texto célebre, atribuido por Galeno a Demócrito, en el que se presenta la irresoluble dialéctica entre esas dos facultades del ser humano que son la capacidad de percepción sensorial y el intelecto. Cuando el intelecto asegura que lo que sustenta las cosas que los sentidos perciben es algo (átomos y vacío) que los sentidos no pueden aprehender, estos le recuerdan que ellos son la única fuente de la cual extrae el intelecto sus evidencias, por lo cual, la derrota de los sentidos por el intelecto equivaldría a su propia derrota:
“Por mera convención nos referimos al color, y también por convención hablamos de lo dulce, por convención asimismo nos referimos a lo amargo; en realidad sólo hay átomos y vacío” afirma el intelecto. Mas al escuchar tal cosa, los sentidos (aistheseis) responden al intelecto: “Pobre intelecto, pretendes vencernos a nosotros que somos las fuentes de tus evidencias. Tu victoria será tu derrota”.
No hay manera de apostar a un solo polo, mantener la tensión de la contradicción es lo único que con lucidez cabe hacer. Mas si nuestra propia condición biológica puede explicar la tendencia a homologarnos con la generalidad animal, el intelecto parece hoy tomar su revancha al apostar por la eclosión de entidades sin vida, pero dotadas de inteligencia y aun de inteligencia lingüística.
Una prueba de que hay efectiva praxis filosófica sería que el espíritu se encontrara realmente atravesado por lo que citado texto indica. Estar efectivamente abierto a la posibilidad de que el intelecto no sea un reflejo de la realidad exterior, sino el único garante de que hay tal realidad exterior. Tomarse pues en serio quizás en problema filosófico fundamental.
No se trata tanto de posicionarse ante una posibilidad u otra, sino simplemente de dejar de considerar la cosa como un ocioso experimento mental, sin duda de interés cultural pero que no pone en tela de juicio la convicción firme de que el ser humano es un elemento más en un entorno del que sólo un extravío mental haría dudar. Descartes lo señalaba ya en sus Meditaciones. La filosofía fuerza a poner en entredicho las apariencias, pero las opiniones ancladas se resisten de inmediato:
“Pues aquellas viejas y ordinarias opiniones vuelven con frecuencia a invadir mis pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu el derecho de ocupación que les confiere el largo y familiar uso que han hecho de él, de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi dueñas de mis creencias (…) Aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas mal percibidas o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como por ejemplo que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos”.
Lo que el hipotético Descartes que volvería a las “viejas y ordinarias opiniones”, efectúa no es tanto tomar partido por los sentidos en el texto de Galeno como poner en entredicho la legitimidad misma de la cuestión que ese texto plantea. Expulsar el asunto del catálogo de lo que puede y debe ser planteado: tal es la primera premisa de seres humanos resignados a vivir sin filosofía.
Victor Gómez Pin, Ante un texto emblemático: disposición filosófica versus poder de las "ordinarias opiniones", El Boomeran(g) 08/07/2024
Nadie en su sano juicio puede poner en cuestión el hecho de que la existencia humana es esencialmente trágica, e incluso que en tal tragedia reside lo irreductiblemente valioso de nuestra condición “le meilleur témoignage que nous puissions donner de notre dignité” (el mayor testimonio que podemos dar de nuestra dignidad)” de los versos de Baudelaire. A nadie lúcido le pasa por la cabeza que quepa una sociedad humana en la que no se dé contradicción entre impulso vital y astenia provocada por la enfermedad o la vejez, entre deseo de creación y sentimiento de límite, entre deseo de abolir la alteridad respecto al otro y sentimiento de que sólo por su esencial irreductibilidad el otro es deseable (deseo pues del otro en su libertad). A nadie lúcido pasa por la cabeza, en suma, que la vida humana no se halle, en todo momento y en toda circunstancia intrínsecamente, amenazada por la contradicción. ¿Qué se está pues sosteniendo en esta apuesta “anti-nihilista”? Sencillamente lo siguiente:
Todos sabemos que lo doloroso del destino humano en modo alguno es reductible a la indigencia material y espiritual, pero damos un paso de gigante cuando, como Aristóteles, nos apercibimos de que nuestra esencial confrontación sólo empieza cuando precisamente las vicisitudes relativas a la subsistencia no son ya determinantes, entendiendo que no se trata de liberarse individualmente de tal sumisión, pues una parcela de indigencia y esclavitud se proyecta como amenazante fantasma sobre la zona de privilegio, generando urgencias defensivas y haciendo imposible que la energía social se halle canalizada hacia el despliegue de nuestras facultades de conocimiento, creación y simbolización. La asunción plena de la tensión inherente a la dialéctica entre finitud de la condición animal y saber de tal finitud (tensión que se halla en el origen quizás de todas las vicisitudes trágicas de la condición humana) pasa así por el acto de empezar a socavar el edificio de la alienación: “Esclavitud versus Tragedia” cabe decir.
Victor Gómez Pin, Naturaleza humanizada, sociedad naturalizada, El Boomeran(g) 24/06/2024
Abiertamente atea, defensora del aborto como un derecho moral de la persona gestante, partidaria de la eutanasia y de la legalización de las drogas. Si Ayn Rand estuviera viva, los conservadores y la nueva derecha le colocarían el título de “zurda”, “marxista cultural”, “bruja”, “hereje” o “liberprogre”. No me quedan dudas.
El objetivismo, nombre que Rand le puso a su conjunto de ideas, es una filosofía que defiende la realidad objetiva, la razón como forma de conocimiento, el interés individual en la ética y el libre mercado en economía. Tal vez sea solamente por esto último y por sus críticas al comunismo soviético que algunos partidarios confundidos de la nueva derecha la “usen” (y luego la desechen o la excluyan, como hizo su círculo “liberal” en su época).
Por eso para defender su legado creo importante remarcar que Rand fue abiertamente crítica con los conservadores, sosteniendo que estos abogan por el control gubernamental sobre el ser humano, sobre su conciencia, ya que defienden un derecho estatal a determinar unos valores morales “ideales”, a implementar un establishment gubernamental de la moralidad. Rand los llamó “místicos del espíritu”.
En su último discurso, en el año 1981, Ayn Rand hizo una enfática crítica a Ronald Reagan, el gurú de la nueva derecha, y a la llamada “mayoría moral” a la que apelaba el expresidente estadounidense, incluido lo que la autora llamó “el más falso de sus lemas”, que era la afirmación de que son “provida”.
Rand fue crítica no solo con la unión entre la religión y la política (esa relación que hoy obsesiona a Javier Milei), sino también con la religión como tal. Si, como decía Ayn Rand, Estados Unidos es el primer país basado en el concepto de libertad, Donald Trump no lo representa ni lo entiende. Y no cabe duda que hoy sería la primera en levantar la voz contra todos los populistas de derecha que con nacionalismo y religión están brotando en Europa y a lo largo del mundo, al estilo de Santiago Abascal, Marine Le Pen o Giorgia Meloni, comenzando por la frase que plasmó en su obra La virtud del egoísmo (1964): “El racismo es la forma más baja y primitiva del colectivismo”.
Nada de lo que nos pasa puede entenderse sin Carl Schmitt. Sobre todo, si tratamos de analizar por qué la derecha sufre un brote extremista en su psique política que le lleva a arrebatos furiosos de populismo que impugnan la aspiración consensual y pactista de la democracia liberal. Para acertar la diagnosis hay que releer a Schmitt. En su obra se explican las causas de la polarización amigo-enemigo, de la inevitabilidad de la geopolítica o el auge del decisionismo. También aborda los motivos que llevan a los liderazgos por aclamación, a la sustitución de la democracia liberal por la populista o la derrota de la racionalidad deliberativa ante la emocionalidad, entre otros factores que concita nuestra realidad cotidiana. En todos ellos, Schmitt tiene algo que decir.
Pero nos equivocaríamos si pensáramos que lo que dice es algo que cae dentro de la dogmática derecha-izquierda. No, Schmitt la trasciende, aunque fue el teórico más importante de la llamada Revolución Conservadora del periodo de entreguerras en Alemania. Su reflexión es revolucionaria. Cuestiona el liberalismo como fundamento de la democracia y la racionalidad como el presupuesto moral de la estructura organizativa de la comunidad política. Para Schmitt, el liberalismo no sirve en momentos de excepción. Es decir, cuando la normalidad del mundo es sacudida por la complejidad de este y se precipita en la ruptura de la paz social. En realidad, Schmitt es el profeta del populismo y de la agitación emocional que arrastra a los pueblos a echarse en brazos de líderes abrasivos que les hablan desde el sentimiento y las vísceras políticas. Por eso, lo invocan todos los críticos de la democracia liberal. No importa el color político ni la latitud geográfica. Él siempre está ahí. Vivo y coleando. No falla cuando alguien dispara contra ella.
Hayek fue el gran teórico moderno de la individualidad: quien mostró por qué la sociedad, tratándose de mucho más que la suma de individuos, no es —ni debe ser— el resultado de la planificación central y teleocrática de un grupo de ingenieros sociales, sino el fruto evolutivo, emergente y no intencionado de las interacciones voluntarias de millones. Cómo la libertad individual sólo florece en el orden espontáneo de la Gran Sociedad y del mercado.
Hubo épocas en las que la pregunta “¿quién eres?” se respondía con un vínculo familiar o un gentilicio, (soy la hija de Juan o soy de Zuheros). Hoy esta pregunta se contesta con el trabajo. Si la vida es el tiempo y el tiempo lo ocupa cada vez más el trabajo, este termina identificándonos y antecediendo otras maneras de presentarnos. Sin embargo, al mismo tiempo muchos trabajos se han desdibujado en multitud de pequeñas prácticas que hacen difícil acotarlos en un oficio y palabra porque somos y hacemos muchas cosas. También la precariedad obliga a la polivalencia alimentando el conflicto laboral e identitario. En mi libro El informe cuento la peculiar historia de una investigadora de “currículum competitivo” que dedica la mitad del año a trabajar en un centro de investigación y la otra mitad a ser pastora en el sur de Francia. Esta anomalía de ser “investigadora y pastora” habla de las tensiones que estamos viviendo en la transformación del trabajo.
Los avances tecnológicos pueden y deben ayudar, pero no lo están haciendo como esperábamos. Lejos de estar suponiendo una mejor organización de tiempos, o una liberación de los trabajos más tediosos y mecánicos, lo que estamos viendo es que las IAs se ocupan de tareas creativas, empujando fuera del mercado a ilustradores, traductores, actores, escritores, asesores y otros. Entretanto las burocracias crecen y es fácil encontrar trabajadores muy cualificados dedicando la mayor parte de su tiempo a cumplimentar informes o a suministrar datos a la máquina. La autogestión movida bajo fuerzas exclusivamente mercantilistas que buscan más ganancia, con independencia del valor y sentido de lo que se hace, lleva a lógicas hiperproductivas y competitivas donde los trabajadores se convierten en pieza de la maquinaria.
La vida nos pertenece, debiera ser un mandato tener libertad sobre la propia vida a través del tiempo propio. Sin embargo, pareciera que si no somos ricos ni valientes hemos de venderla de antemano al trabajo. Hay quienes pasan su vida dedicados al trabajo, buscando trabajo, preocupados por el trabajo o descansando solo para tomar aliento del trabajo hasta hacer coincidir enfermedad y jubilación.
Para reapropiarnos del tiempo propio ayudaría reducir la jornada laboral, recuperar el valor de una vida consciente y más vivible. Con tiempos libres la vida (individual y colectiva) sería mejor pero también podríamos concentrarnos en hacer con mayor atención y cuidado nuestros trabajos. Incluso podríamos ayudar a desmontar el dilema vida/trabajo, pues en muchos casos podríamos disfrutar de esas prácticas poniendo en ellas mejores ideas, mayor valor y sentido.
¿Por qué naturalizar que esto es la vida? Naturalizar una vida convertida en trabajo anima a mantenerla, a dar por sentado que está bien, y como efecto terminamos legitimando las desigualdades que hoy se mantienen y amplifican con estas maneras de vivir-trabajar. Rebelarnos frente a esta normalización implica recordar que las formas de trabajar son formas convenidas que pueden ser transformadas. La centralidad que hoy se da al trabajo pone la energía en el “más” y en el “uno mismo” dificultando los lazos colectivos que ayudan a decir “no” y a cambiar socialmente una situación que nos daña.
Daniel Ochoa de Olza, entrevista a Remedios Zafra: "Debería de ser un mandato disponer del tiempo propio", El País 29/06/2024
La Ilustración y el liberalismo sin embargo nos enseñaron -o nos recordaron, más bien- que es posible y necesario reivindicar también la importancia del individuo como ser autónomo, como ciudadano pero también como un ente independiente responsable de sus propios actos y dotado de conciencia. Y fue entonces cuando llegó Kant para darle forma bonita a todo esto formulando el imperativo categórico y dejando desde entonces sin excusas a las malas personas.
Ilustrados y liberales clásicos -no estas versiones grotescas e ignorantes que se entregan medallas y agitan sierra mecánicas que se estilan tanto en estos tiempos chifladísimos de fin de ciclo histórico en el que el siglo XX está teniendo una agonía larguísima y desesperante- nos vinieron a decir que, por más que vistiéramos de gala nuestras malas acciones, lo cierto es que todos teníamos la capacidad de saber cuándo estamos obrando bien y cuándo la estamos cagando como seres humanos. Pero lo más hermoso de la ética kantina reposa en el hecho de que este prusiano bajito de Königsberg formuló que esa capacidad moral de discernir el bien del mal no nos venía dada por Dios ni dependía tampoco de ninguna autoridad terrenal superior porque nacía de la Razón, del interior de cada uno de nosotros, de nuestra propia conciencia puesta a trabajar y a pensar junto a la del resto de seres humanos. Y fue así como Kant nos dio la libertad para ser buenas personas.
A partir de los escombros de la Segunda Guerra Mundial nos volcamos en construir todo un nuevo aparataje simbólico, político y legal que nos pudiera mantener a salvo de repetir los horrores del fascismo y del nazismo, aunque la mayoría de estos edificios que se levantaron lo hicieron sustentados por pilares defectuosos o quedaron abandonados ante la lógica suicida de la Guerra Fría. Sin embargo, sí que se logró alcanzar progresivamente una suerte de consenso social, de censura pública ante cualquier discurso que alimentara los malos sentimientos y las bajas pasiones. Esta suerte de imperativo categórico de la retórica política y social, de censura y rubor ante los discursos de odio y la exhibición pública de nuestra peor cara, no dejaba de ser, también en cierta medida, una banalización de bien , pues la capacidad de autoengaño del ser humano es enorme y nadie se imagina ser el villano en la película de su vida, pero al menos permitía mantener un cierto nivel de recato en las conversaciones públicas. Y si bien la popularidad de las redes sociales nos ha ayudado a dar rienda suelta a nuestro peor yo, lo cierto es que la mayoría de los llamados trolls se esconden todavía tras seudónimos y fotos de perfil falsas pues casi nadie quiere ser identificado públicamente como una mala persona, un acosador o un troll. Y aunque el imperativo kantiano corre el riesgo de ser interpretado en términos exclusivamente individualistas, como una cuestión de buena fe y no como parte de las virtudes ciudadanas, aun así sigue siendo una de las mejores herramientas con las que contamos para parar la reacción y la violencia -simbólica, política y material- de las derechas extremas y los populismos necrocapitalistas que depredan los restos del estado del bienestar.
El salto ontológico y ético de premiar o condonar los discursos de odio, el insulto y la exhibición pública e impúdica de desprecio por lo comunitario y por los demás tiene un costo elevadísimo en términos políticos y de convivencia. Cuando un articulista a cara descubierta dedica columnas que alimentan el odio a las personas migrantes, cuando se alimentan discursos contra las personas trans, se ríen las gracias sobre el color de la piel de los deportistas o se señala con el dedo al discrepante y se alimentan campañas de acoso contra él, se está dando un portazo a las reglas básicas de la democracia y también se está poniendo en peligro la integridad y la vida de las personas señaladas.
Los discursos de odio y cualquier manifestación pública destinada a alimentar los más bajos instintos han de ser de nuevo duramente censurados, señalados y repudiados por la sociedad. Sería por tanto un error tremendo por parte de las izquierdas pensar que pueden replicar esta estrategia, pues jamás podrán competir con las derechas en eso de sacar lo peor de la gente, pero es que además el matonismo conduciría, en el mejor de los escenarios, al desencanto y la desafección política en un momento en el que es necesario volver a construir alternativas basadas en la solidaridad, el respeto por la diversidad y el optimismo. Hace ya dos siglos que un señor muy aburrido pero también muy listo de Königsberg nos marcó el camino. Tampoco es tan difícil. We Kant.
Silvia Cosio, Yes, we Kant, publico.es 28/06/2024
Nicolás Cusa explica de qué manera saber es ignorar. Una postura que anticipa la de Popper: toda ciencia es falsable, antes o después se mostrará falsa; y así, de falsedad en falsedad, vamos avanzando. De modo parecido a como la enfermedad engaña al justo, el saber engaña al inadvertido, inflando su ego, cegándolo al hecho de que lo único que podemos saber es que no sabemos. Esa ignorancia es un tesoro que hay que custodiar celosamente. Y, ¿cómo hacerlo? Mediante el estudio y el aprendizaje, de modo que esa ignorancia sea docta (o enciclopédica, como diría Huxley). En un mundo de expertos, vemos qué poco espacio queda para esta perspectiva, humilde y ambiciosa al mismo tiempo.
Lo infinito, por escapar a toda proporción, nos es desconocido. Pero el infinito ha entrado en las matemáticas (fundamento de todas las ciencias), y éstas no saben vivir sin él. Desde Gödel lo sabemos. El infinito es indomable, sin embargo, resulta esencial para la creatividad matemática. Pitágoras pensaba que las cosas eran inteligibles debido al poder de los números. La proporción indica conveniencia con algo único, y a la vez, alteridad con lo plural. Para Cusa el máximo absoluto es Uno. La unidad universal del Ser es indiscutible. Todas las cosas están en él, y él mismo está en todas las cosas. Esa es la magia recíproca de lo real. Un ejército de correspondencias. Pero hay más. “El universo no tiene subsistencia más que contraído en la pluralidad”. El máximo es el Uno, a la vez contracto y absoluto, que llamamos persona.
Elevando el entendimiento sobre la gravedad de las palabras, Cusa espera abrir el camino a los ingenios corrientes, que el lector de su opúsculo “ascienda” hacia el intelecto puro, a la inaprensible verdad. Para semejante ambición, los números se muestran impotentes. No hay proporción alguna entre lo finito y lo infinito. Y, de un modo muy cuántico, afirma: “Siempre permanecerán diferentes la medida y lo medido”. Medir es confundir, perturbar lo medido. Kant lo dirá de otro modo. La cosa en sí es inaccesible. Cusa insiste: “La verdad no está sujeta a un más o un menos, es algo indivisible, no se puede medir con exactitud ninguna cosa que no sea ella misma lo verdadero”. Con otras palabras, eso afirman Nisargadatta y Maurice Frydman: sólo se puede conocer lo falso, lo verdadero hay que serlo. Cusa pone como ejemplo el círculo, de naturaleza indivisible, que sólo puede medir torpemente el no-círculo (mediante los infinitesimales). El polígono se acerca al círculo si se multiplican sus ángulos, pero nunca lo suficiente. “El entendimiento, que no es la verdad, no comprende la verdad con exactitud”. Cusa descarta que las ciencias, que se harán matematizantes con Galileo y Descartes, puedan conocer la verdad. “La quididad de las cosas es inalcanzable. Y cuanto más profundamente doctos seamos en esta ignorancia, tanto más nos acercaremos a la misma verdad”.
La unidad no es un número, es aquello que hace posible todos los números. La unidad es Dios, y resulta innombrable. El número, que es un ente de razón, presupone la unidad. La pluralidad de las cosas desciende de esa unidad infinita y ambas están relacionadas de tal manera, que sin ella no podría existir. Lo importante no puede decirse ni pensarse, trasciende el entendimiento, que es torpe a la hora de combinar contradicciones (Cusa anticipa a Wittgenstein). Y refuerza su apuesta contra el racionalismo: “el máximo no es posible alcanzarlo de otra manera que incomprensiblemente”. El entendimiento no sabe, pero la vida sí. La docta ignorancia intuye que esa unidad existe necesariamente (aquí Spinoza). Además, el máximo y el mínimo absoluto coinciden. “Quitando el número cesa la discreción, el orden, la proporción, la armonía y la misma pluralidad de los entes”. Sólo le falta citar a Averroes, cosa que no hace, pero está en la misma danza.
Juan Arnau, Nicolás de Cusa, el tesoro de la ignorancia, El País 25/06/2024
Los patrones dietéticos, en cualquier caso, también moldean el gusto, conviene Egan: “Las dietas occidentales ricas en grasas y carbohidratos cambian el paisaje proteómico de la lengua y los ratones obesos y diabéticos y sus crías tienen una mayor preferencia por los estímulos dulces”. La investigadora agrega, no obstante, que no se ha demostrado todavía una conexión directa entre la obesidad y la percepción del gusto en humanos.
Con todo, el sentido del gusto tampoco termina en la boca. Hay receptores extraorales que, aunque no perciban directamente los sabores como en la lengua, también se activan de una manera u otra cuando le llegan los distintos estímulos gustativos. “Los investigadores han descubierto diversas funciones de los receptores del gusto extraorales, como la regulación de la fertilidad masculina y la protección del tejido en la vasculatura pulmonar. El intestino ha surgido como un sitio para explorar la participación de los receptores del gusto y sus vías de señalización posteriores en el apetito, la nutrición y las enfermedades”, resume la científica en el artículo.
El gusto no es un sentido aislado en la boca. José Manuel Morales, vocal de la comisión de Otología de la Sociedad Española de Otorrinolaringología y Cirugía de Cabeza y Cuello (SEORL-CCC), señala, de hecho, que “lo más importante para la interpretación de los sabores” ya es la “interrelación entre el olfato y el gusto”. “Para que puedas percibir los matices de un sabor, necesitas el olfato”, defiende.
Jessica Mouzo, ¿Dulce, salado, ácido y amargo? No, el gusto y el mapa de sabores de la lengua no es como te lo enseñaron, El País 25/05/2024
... yo no entendía que la guerra misma podía ser celebrada como un acontecimiento feliz por gente rica y relativamente civilizada. Hasta que leí el Equivalente moral de la guerra, la conferencia que William James leyó en la Universidad de Stanford en 1906.
“La guerra moderna es tan costosa que consideramos el comercio como una mejor vía para saquear”, observa James. “Pero el hombre moderno hereda toda la belicosidad innata y todo el amor por la gloria de sus antepasados. Mostrar la irracionalidad y el horror de la guerra no tiene ningún efecto sobre él. Los horrores son lo que lo fascina”. Esa fascinación es inversamente proporcional a la experiencia directa con la guerra de una muchachada sureña intoxicada por la gloria de los héroes de la Revolución Americana y las gestas medievales. Pero también a la existencia de espacios donde un hombre puede demostrar lo que tiene dentro y aprende a ser útil a su comunidad.
“Todas las cualidades de un hombre adquieren dignidad cuando sabe que el servicio de la colectividad que lo posee las necesita”, escribe James. “Si se enorgullece de la colectividad, su propio orgullo aumenta en proporción”. Lo vemos en los deportes de equipo, en los programas de Alcohólicos Anónimos. Lo dicen los neurobiólogos, los filósofos y los académicos del bienestar.
Marta Peirano, Identidad, pertenencia, comunidad, El País 24/06/2024
La vida humana no persigue un objetivo final, no tiene un propósito último. La vida, entendida en su globalidad, no es un proceso teleológico que nos lleva a la felicidad, aunque en ella sí que busquemos conseguir ciertas metas. No existe un lugar, un momento, una meta final, un objetivo último que vaya a otorgarnos un estado superior de bienestar. La vida no es eso. Y creo que mucha gente se pasa la vida esperando o buscando desesperadamente no sé sabe qué tipo de felicidad, mientras se pierde la auténtica vida.
La felicidad está en la antesala de la felicidad
La felicidad es lo contrario a la esperanza
La felicidad está en no perseguir la felicidad
La felicidad no es el final de un camino
Distinción entre hedonismo y eudaimonía
La felicidad es un hábito
La felicidad es aceptar la disonancia
La felicidad es saber diferenciar entre macrosentido y microsentido
La felicidad es vivir en un lugar habitable
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, La felicidad desesperadamente, hyperbole.es 23/06/2024
No es ningún secreto que el aprendizaje profundo necesita grandes volúmenes de datos. Grandes quiere decir más de un millón de imágenes de entrenamiento etiquetadas en ImageNet. ¿De dónde proceden todos esos datos? La respuesta es, por supuesto, que de ti y probablemente de todos tus conocidos. Las aplicaciones modernas de visión por ordenador solo son posibles gracias a los miles de millones de imágenes que los usuarios de internet suben y (a veces) etiquetan con un texto que identifica lo que aparece. ¿Alguna vez han subido una foto de un amigo a Facebook y la han comentado? Facebook se lo agradece. Esa imagen y ese texto pueden haber servido para entrenar su sistema de reconocimiento facial. ¿Alguna vez han subido una imagen a Flickr? En ese caso, es posible que su imagen forme parte del conjunto de entrenamiento de ImageNet. ¿Alguna vez han identificado una imagen para demostrar en una web que no son un robot? Esa identificación quizá ha ayudado a Google a etiquetar una imagen para usarla en el entrenamiento de su sistema de búsqueda de imágenes.
Las grandes empresas tecnológicas ofrecen muchos servicios gratuitos en el ordenador y el teléfono móvil: búsqueda en internet, videollamadas, correo electrónico, redes sociales, asistentes personales automatizados…, una lista interminable. ¿Qué salen ganando? Quizá han oído decir que su verdadero producto son sus usuarios (como usted y como yo); los clientes son los anunciantes que captan nuestra atención y adquieren información sobre nosotros mientras utilizamos estos servicios “gratuitos”. Pero hay una segunda respuesta: cuando utilizamos los servicios de empresas tecnológicas como Google, Amazon y Facebook, estamos proporcionando directamente a esas empresas ejemplos –imágenes, vídeos, mensajes de texto o voz– que pueden aprovechar para entrenar mejor sus programas de IA. Y esos programas mejorados atraen a más usuarios (y, por tanto, recogen más datos), lo que hace que los anunciantes puedan dirigir sus anuncios de forma más eficaz. Además, los ejemplos de entrenamiento que les proporcionamos pueden servir para entrenar y ofrecer a otras empresas servicios “de oficina”, como la visión por ordenador y el procesamiento del lenguaje natural, a cambio de dinero.
Se ha escrito mucho sobre la ética de estas grandes empresas que utilizan los datos que creamos nosotros (por ejemplo, todas las imágenes, los vídeos y los textos que colgamos en Facebook) para entrenar programas y vender productos sin decírnoslo ni compensarnos. Es un debate importante, pero se sale del ámbito de este libro.[8] Lo que me interesa aquí es que la dependencia de extensas colecciones de datos de entrenamiento etiquetados es una diferencia más entre el aprendizaje profundo y el aprendizaje humano.
Con la proliferación de sistemas de aprendizaje profundo en aplicaciones del mundo cotidiano, las empresas necesitan nuevos conjuntos de datos etiquetados para entrenar redes neuronales profundas. Un ejemplo destacable son los vehículos autónomos. Estos coches necesitan una visión por ordenador avanzada para reconocer los carriles de la carretera, los semáforos, las señales de stop y otros elementos, así como para distinguir y seguir la pista de distintos tipos de posibles obstáculos: otros coches, peatones, ciclistas, animales, conos de tráfico, cubos de basura volcados, matojos rodadores y cualquier otra cosa con la que no conviene chocar. Los coches autónomos tienen que aprender a identificar esos objetos –con sol, lluvia, nieve o niebla, de día o de noche– y a determinar cuáles pueden moverse y cuáles no. El aprendizaje profundo facilita esa tarea, al menos en parte, pero, como en otros ámbitos, necesita una enorme cantidad de ejemplos de entrenamiento.
Las empresas de vehículos autónomos recogen esos ejemplos de entrenamiento en un sinnúmero de horas de vídeo grabadas por cámaras desde coches que circulan en medio del tráfico de calles y carreteras. Los coches pueden ser prototipos de conducción autónoma que las empresas están probando o, en el caso de Tesla, coches conducidos por clientes que, al comprar un vehículo, tienen que aceptar una política de intercambio de datos con la empresa.[9]
Los propietarios de Tesla no tienen obligación de etiquetar todos los objetos que aparecen en los vídeos grabados por sus coches. Pero alguien tiene que hacerlo. En 2017, el Financial Times informó de que “la mayoría de las empresas que desarrollan esta tecnología emplean a cientos e incluso miles de personas, muchas veces en centros deslocalizados en India o China, cuyo trabajo consiste en enseñar a los coches robot a reconocer peatones, ciclistas y otros obstáculos. Los empleados marcan o “etiquetan” manualmente miles de horas de vídeo, a menudo fotograma a fotograma”.[10] Han nacido nuevas empresas que proporcionan el servicio del etiquetado de datos; por ejemplo, Mighty AI ofrece “los datos etiquetados que necesitas para entrenar tus modelos de visión por ordenador” y promete “anotadores conocidos, verificados y de confianza, especializados en datos de conducción autónoma”.
Melanie Mitchel, Las máquinas que aprenden, fronteraD 20/06/2024
| ||||||||||||
| ||||||||||||
| ||||||||||||
| ||||||||||||
| ||||||||||||
| ||||||||||||
| ||||||||||||
| ||||||||||||
| ||||||||||||
|
The Matrix es un canto refrescante al valor de la filosofía. El velo puesto entre la realidad y la simulación creada en la que vivimos, es la traducción al lenguaje del cine de la caverna platónica, en la que la realidad para quienes allí estaban encerrados desde su nacimiento eran las sombras proyectadas en la pared, creyendo, acríticamente, que la vida a eso se reduce, cuando la verdadera existencia es exponencialmente superior. El poder se encarga de arrebatar las herramientas necesarias para salir de esa realidad generada ad hoc, porque el conocimiento es libertad, y la realidad verdadera supone, para acceder a ella, un alzamiento y un cuestionamiento de las imposiciones. Quienes tienen un criterio, una razón cultivada, y relativizan todo lo que se les presenta como indudable, son los que emprenden el camino de salida de la caverna y llegan a un jardín luminoso.
La película sigue esta senda, presentándola en el contexto de una humanidad completamente dormida —y con gusto de así estarlo— rodeada de una tecnología que ha adquirido consciencia y que ha comprendido que eliminando el esfuerzo intelectual, el pensamiento verdadero y disciplinado, que consiste no en reproducir el conocimiento, sino en su aplicación a la práctica y en la generación de nuevas ideas, tiene vía libre para hacer de la sociedad un ente desprovisto de criterio, pues ese criterio se lo ha entregado voluntariamente, abandonando todo ánimo de esfuerzo, de investigación, de inquietud, de estudio.
Cuántos autores tan importantes se han referido a la necesidad de despertar y ver así la realidad. Desde René Descartes, cuando aludía a volverse hacia el interior y comprobar que nadie puede pensar por nosotros, sino que somos nosotros mismos quienes pensamos y con ello revelamos nuestra propia existencia; Kant, al agradecer a Hume que le despertó del sueño dogmático, de las imposiciones, y le abrió las puertas a sus dos críticas, de la razón pura y de la razón práctica; antes de ellos los escolásticos incluso, al argumentar ontológicamente que hay algo mayor de lo cual nada puede pensarse, o al demostrar que desde la razón individual se puede llegar al conocimiento verdadero, a justificar la propia existencia de la realidad trascendente. Y qué decir de aquellos grandes intelectuales, como Wittgenstein, que se dieron cuenta de que no todo se reduce a los confines de lo que entendemos por realidad, sino que hay algo más allá del lenguaje significativo; hasta llegar a Orwell y Huxley, con la plasmación novelada del control por parte del poder, en un mundo aparentemente feliz que dista mucho de serlo.
La clave para poder llegar a comprender la realidad oculta, e incómoda para quien desea mantener el control, está, incuestionablemente, en proporcionar una educación plena, en el desarrollo del pensamiento sin límites, en la potenciación de la filosofía en todos los niveles. El hecho de que esto no sea así se manifiesta en la falta de dotación de los medios necesarios para poder correr esa cortina de irrealidad que nos separa de llegar a ser seres brillantes, y, en consecuencia, que aquello y aquellos que ahora se presentan como necesarios dejen de serlo. La tecnología, las inteligencias artificiales, no acompañadas de ese pensamiento crítico, sirven al cometido de separarnos de la realidad, construyendo otra alternativa en la que el medio se convierte en un fin en sí mismo, generando unas píldoras de felicidad, tan artificiales como la propia inteligencia cibernética que las produce, que alienan al individuo y hacen que, con satisfacción por su parte, no solo no rompa las cadenas que se le han puesto, sino que las apriete con mayor fuerza, creyendo que en ellas va a encontrar la razón de su vida y existencia.
Diego García Paz,
Matrix: una realidad incómoda, jotdown.es 02/06/2024
Kahneman y Tversky tenían como objetivo mejorar la comprensión de la toma de decisiones del agente económico a través de la psicología. Las dos ideas fundamentales que moldean el trabajo de los economistas conductuales son: La mayor parte de los juicios y de las elecciones se realizan de manera intuitiva y no responden siempre a las reglas del cálculo de probabilidades; las reglas que gobiernan la intuición son generalmente similares a las de la percepción. Por ello, el tratamiento de las reglas de las elecciones y los juicios intuitivos se basa ampliamente en el uso de analogías visuales.
De estas dos ideas fundamentales surgieron tres líneas de estudio que se fueron desarrollando desde mediados de los años 70 y que hoy se siguen ampliando: utilizando heurísticas (estrategias para llegar al conocimiento) y sesgos, la teoría prospectiva y el efecto marco.
Heurísticas y reflexionesLos individuos emplean principalmente dos sistemas para tomar decisiones y resolver problemas:
1. El intuitivo o automático, que opera mediante la intuición y realiza operaciones de forma rápida y asociativa, utilizando heurísticas (estrategias para llegar al conocimiento).
Las heurísticas más comunes son:
2. El analítico o reflexivo, que implica una toma de decisiones más lenta, deliberada y basada en reglas precisas.
Dado el gran volumen de decisiones diarias que enfrenta el ser humano, se tiende a utilizar preferentemente el sistema 1, es decir, las heurísticas. A pesar de la teoría de que las heurísticas generalmente conducen a errores, algunos científicos del comportamiento sostienen que el uso de estas estrategias suele llevar a resultados acertados gracias a la evolucionada capacidad del cerebro humano.
La teoría prospectivaSe fundamenta en la disparidad en la evaluación de pérdidas y ganancias: se tiende a dar mayor peso a las pérdidas que a las ganancias. Nos afecta más perder 100 unidades que ganar la misma cantidad. Este fenómeno es conocido como el efecto dotación; esto es, la tendencia a asignar de manera irracional un valor excesivo a las cosas que consideramos nuestras.
Otra implicación del efecto dotación es el concepto de costes hundidos: cuanto más hayamos invertido en algo más tiempo estaremos dispuestos a conservarlo, incluso si no lo utilizamos, no nos resulta útil o es una mala estrategia. Solo cuando nuestra contabilidad mental del objeto llega a cero, nos deshacemos de él.
El efecto marcoLa manera en que expresamos y enunciamos un problema puede influir en la percepción que tenemos de él. Los economistas conductuales a menudo recurren a analogías visuales para explicar el efecto del marco, ya que consideran que las decisiones se resuelven utilizando los mismos mecanismos que estas. Un enunciado diferente puede cambiar completamente la decisión y la opinión sobre un asunto.
Benito Pérez-González, ¿Somos seres racionales o más bien intuitivos? ..., ethic.es 01/04/2024
Supongamos que un rayo cae sobre un árbol muerto en un pantano; yo estoy parado cerca. Mi cuerpo queda reducido a sus elementos, mientras que por pura coincidencia (y a partir de diferentes moléculas) el árbol se convierte en mi réplica física, Mi réplica, el Hombre del Pantano, se mueve exactamente como yo; de acuerdo con su naturaleza, sale del pantano, encuentra y parece reconocer a mis amigos, y parece devolverles el saludo en inglés. Se muda a mi casa y parece escribir artículos sobre interpretación radical. Nadie nota la diferencia.
Pero hay una diferencia. Mi réplica no puede reconocer a mis amigos; no puede reconocer nada, ya que, para empezar, nunca conoció nada. No puede conocer los nombres de mis amigos (aunque, por supuesto, parece que sí), no puede recordar mi casa. No puede querer decir lo mismo que yo con la palabra «casa», por ejemplo, ya que el sonido «casa» que profiere no fu aprendido en un contexto que le diera el significado, o ninguno en absoluto. De hecho, no veo cómo puede decirse que mi réplica significara nada [que sus palabras tengan algún significado] con los sonidos que hace, ni que tuviera algún tipo de pensamiento. (Donald Davidson)
Davidson dice que el hombre del pantano no puede pensar porque está defendiendo una versión de la teoría externalista del significado: las palabras no significan algo debido a que se da un determinado estado interno de la mente o del cerebro, sino que deben su significado a una historia causal. Así, yo conozco a mis amigos porque llevo mucho tiempo siendo amigo suyo, porque comparto muchas experiencias vitales con ellos. Hay un proceso causal que va configurando mi comprensión de mis amigos que va desde el primer momento que los conocí hasta la actualidad, y todo ese proceso ocurre, como mínimo en parte, fuera de mi mente (de aquí externalismo. Aunque parezca extraño hay muchos filósofos que defienden que muchos procesos cognitivos no se dan en el cerebro). El hombre del pantano carece de todo ese aprendizaje pasado, por lo que no puede saber absolutamente nada de lo que sabía el auténtico Davidson.
Cuando hablamos de la identidad de alguien solemos hablar de una continuidad biológica o biográfica: yo soy yo porque he sido el mismo organismo biológico durante toda mi existencia, o yo soy yo porque he sido el protagonista de mi vida, el sujeto de todos los acontecimientos vitales que han formado mi biografía. William James, el gran padre de la psicología norteamericana, sostenía que nuestra consciencia es como un río, un chorro continuo de experiencias subjetivas, subrayando su continuidad como elemento esencial. Bien, pues el hombre del pantano no tiene ninguna continuidad con Davidson, ya que comienza a existir en el momento en el que el rayo combina sus moléculas. Hay una clara ruptura biológica y biográfica con el Davidson original.
Vale, respondemos, pero quizá no es así. Los recuerdos, las vivencias que han constituido la personalidad y la identidad de Davidson sí que han tenido continuidad, porque si el cerebro del hombre del pantano es idéntico al de Davidson, todos sus recuerdos y vivencias están allí almacenados. Si partimos de una perspectiva materialista o naturalista de la mente, las experiencias se codifican de alguna manera que la ciencia todavía no tiene muy clara, dentro del cerebro. Dos cerebros absolutamente idénticos a nivel físico tendrán exactamente los mismos recuerdos, por lo que el hombre del pantano tendrá exactamente la misma forma de ser, pensar y actuar que Davidson… ¡Incluso creerá firmemente ser Davidson!
Problema para el materialismo-naturalismo: propongamos una variante. Resulta que el rayo no mató al Davidson original, sino que éste aparece, de repente, manchado de ramas, hojas y barro ¿Cual de los dos Davidsons es ahora el auténtico Davidson? Todos diremos al unísono: ¡El original! ¡El renacido que creíamos muerto! ¡El otro solo es una vulgar copia! ¡Un impostor! Pero, parad un momento, ¿no habíamos dicho que el hombre del pantano tenía los mismos recuerdos y vivencias que el original? Claro, ¿y qué? ¿Entonces por qué decimos que el original es mas Davidson que el hombre del pantano? ¿Qué es lo que tiene uno de lo que carece el otro para ser el auténtico Davidson? ¡Ehhhh…! ¡Malditos filósofos liantes!
Santiago Sanchez-Migallón Jiménez, El hombre del pantano, La máquina de Von Neumann 06/06/2024
El cambio radical que animalismo propone se basa en sacrificar aquello que nos hace humanos (la defensa de los vulnerables) para construir una nueva ética anclada en principios de eficacia propios de la filosofía utilitarista. Según esta corriente, que pensadores como Durkheim, Weber, Rawls o Nozick consideraban como incompatible con la naturaleza humana, la sintiencia (la capacidad de experimentar sufrimiento o placer) es la única fuente originaria de derechos, que serán tenidos en cuenta, en mayor o menor medida, dependiendo de la capacidad de autoconciencia y la probabilidad de ser felices, no solo en el presente sino también en el futuro. Por ejemplo, en libros como Liberación animal o Ética Práctica, Singer defiende que en los experimentos clínicos habría que sustituir a animales por humanos con retraso mental severo, pues así “el número de experimentos realizados con animales se reduciría de forma significativa”, puesto que “existen humanos discapacitados intelectualmente que tienen menos derecho a que se les considere conscientes de sí mismos o autónomos que muchos animales no humanos”.
El peligro de abrir la caja de Pandora de la animalidad se hace evidente cuando Singer defiende el derecho al infanticidio, ya que, según argumenta, “si podemos dejar a un lado los aspectos emocionalmente conmovedores, pero estrictamente sin pertinencia alguna, que surgen al matar un bebé, veremos que los motivos para matar personas no se aplican a los recién nacidos”. Esto sería así según este premiado y alabado impulsor del “progreso moral” porque “si el derecho a la vida debe basarse en la capacidad de querer seguir viviendo, o en la capacidad de verse a sí mismo como un sujeto con mente continua, un recién nacido no puede tener derecho a la vida”. Anticipándose a las posibles objeciones, Singer explica que “si estas conclusiones parecen demasiado escandalosas para ser tomadas en serio, quizá merezca la pena recordar que nuestra actual protección absoluta de la vida de los niños es una actitud típicamente cristiana más que un valor ético universal” y que “quizá ahora sea posible pensar en estos temas sin asumir el marco moral cristiano que ha impedido, durante tanto tiempo, cualquier revaloración fundamental”. Estas “preguntas inaugurales” que Pablo de Lora parecía celebrar en su artículo ponen fin a un tabú que según el filósofo australiano hace que “desde la derrota de Hitler, no ha[ya] sido posible (…) comparar el valor de la vida humana y no humana”.
Es quizás por eso que en un texto titulado “Heavy Petting” Singer va más allá y defiende la zoofilia tras asegurar que la vagina de una vaca puede satisfacer sexualmente a un hombre, que las mujeres se sienten más atraídas hacia los caballos que hacia los seres humanos o que es muy normal que un orangután tenga una sincera erección al ver a una mujer por ser los límites entre especies algo artificial. Es más, Singer asegura que nuestro rechazo a la zoofilia “se ha originado como parte de un más amplio rechazo al sexo no reproductivo” como el sexo oral o el anal, pero que “la vehemencia con la que esta prohibición se mantiene mientras otras prácticas sexuales no reproductivas han sido aceptadas sugiere que hay otro poderoso motivo: nuestro deseo para diferenciarnos, eróticamente y de cualquier otra manera posible, de los animales”.
David Souto Alcalde, La desposesión de lo humano: el animalismo como barbarie, vozpopuli.com 08/05/2023
El universalismo cristiano que Singer crítica como base de la vieja moral que nos impide matar a inocentes (niños, personas con retraso mental, etc.) y que prohíbe que humanos y animales tengamos los mismos derechos tiene su origen en el teólogo español Francisco de Vitoria (1483-1546). En su ensayo (relectio) “Sobre los indios”, considerado como el fundamento de los derechos humanos actuales, Vitoria explora las posibles razones ilegítimas que, de acuerdo con la ley natural, impedirían a los españoles ejercer su dominio sobre los indios del Nuevo Mundo, aun cuando leyes creadas por humanos lo permitiesen. Las conclusiones de Vitoria son claras: no existe ninguna razón por la que los españoles puedan dominar a los indios, ya que estos tienen dominio (dominium) sobre sus propios cuerpos, territorios y son perfectamente capaces de gobernarse a sí mismos sin importar que sean paganos, herejes o delincuentes. En su argumentación escolástica, Vitoria invierte avant la lettre los razonamientos animalistas de Singer y afirma que aunque los indios fuesen como niños pequeños, tuviesen algún retraso mental o estuviesen locos, no habría razón para dominarlos, pues de hacerlo serían víctima de una injusticia (iniura) por ser imágenes de Dios (imago dei).
El argumento de Vitoria es especista de principio a fin, y muestra que la igualdad y los derechos solo son posibles desde postulados especistas. Hablando en plata, los indios tienen tantos derechos como los españoles por la sencilla razón de que son humanos. Pese a las acusaciones de canibalismo, su humanidad se confirma mediante dos argumentos complementarios: tienen dominio, es decir, derecho natural a gestionar los recursos naturales y a autogobernarse, que se basa en que han sido creados a imagen y semejanza de Dios (son imagen de dios, no Dios, como parecen creer los posthumanos y los animalistas). Este dominio, que tiene un soporte legal humano o positivo mediante derechos como el de propiedad, es ajeno por completo a los animales, quienes según Vitoria no pueden ser víctimas de una injusticia pues “privar a un lobo o león de su presa no supone una injusticia”. Si los animales tuviesen dominio, prosigue, “cualquier persona que vallase un terreno con hierba que antes era consumida por ciervos estaría cometiendo un delito, pues estaría robando comida sin permiso del propietario”.
La lógica argumental de Vitoria es implacable. Pensemos, de hecho, que la mayor prueba de que los animales no tienen dominio la constituye la propia doctrina animalista que en su despiadada defensa de lo animal se arroga el derecho, por ejemplo, a esterilizar gatos sin su consentimiento o a intervenir en hábitats naturales si consideran, en base a principios utilitarios, que obtendrán un balance ecológico más justo aunque maten a miembros de tal o cual especie. Este mismo derecho a esterilizar o matar animales no existe con respecto a los seres humanos por la sencilla razón de que esterilizar o matar a miembros de una población (o a un individuo), fuese cual fuese la causa, sería visto como una injusticia. Es más, los miembros humanos de esa comunidad podrían declararle la guerra o directamente matar a los humanos que hubiesen esterilizado a su población, puesto que uno de los objetivos de los derechos humanos consiste en asegurar, en la medida lo posible, que aquellos que son capaces de agredirse a sí mismos con unos niveles de eficacia no poseídos por otras especies -los seres humanos- no lleguen a hacerlo.
En un contexto de desposesión humana como el actual solo nos queda mirar hacia adelante con un prudente retrovisor que nos permita visualizar en toda su complejidad teorías del pasado como la de la ética universal de Francisco de Vitoria, que hace de la vulnerabilidad humana la fuente de derechos y no un principio de exterminio. Vitoria, como Hegel, dio lugar a una izquierda y a una derecha vitoriana (cierta interpretación de sus teorías legitimó atrocidades cometidas en tierras extranjeras en nombre de lo que hoy denominaríamos libre mercado), pero defendió ante todo las bases naturales de la libertad humana y la necesidad de crear legislaciones que protegiesen esta. En un ejercicio de preventiva anticipación a la actual izquierda hobbesiana, que donde ve un ser humano detecta un criminal, el teólogo español aseguró, por medio de Ovidio, que “El hombre no es un lobo para el hombre, sino un hombre”.
David Souto Alcalde, La desposesión de lo humano: el animalismo como barbarie, vozpopuli.com 08/05/2023
Retomo el texto de ley citado en la columna anterior, referente al trato de animales de compañía. Se estipula la prohibición de “Utilizarlos de forma ambulante como reclamo” y se añade “Sin que este precepto cuestione el derecho de las personas sin hogar a ir acompañadas de sus animales de compañía”
Más allá de la incongruencia que supone reconocer un derecho que supone excepción a la ley en base a la aceptación de una evidente injusticia, el espíritu mismo de este y otros párrafos, remite a un problema filosófico de fondo. Se considera que el ser a tomar como fin y no como medio no es aquel que habla y razona, sino el ser que dotado de sentidos es en consecuencia susceptible de sufrir: hay que amar a los seres animados como se ama al ser humano”, viene a decirse; hay que homologar la condición humana a la condición de seres que nos son cercanas en la historia evolutiva, pero que no dieron ese salto abismal que constituye la conversión de sus códigos al servicio de la subsistencia en algo tan singular como el lenguaje humano.
Si se pregunta: ¿por qué tal imperativo? La respuesta en última instancia viene a ser que lo primordial es la vida, que ésta constituye el valor supremo y que las diferencias en el seno de la vida poco pesan. Uno puede sin duda objetar:
La indisociabilidad de inclinación social y tendencias naturales en el hombre hace que nuestros sentidos estén siempre mediatizados por el orden de los símbolos, de tal manera que una actividad sensorial puramente inmediata, no atravesada por lo simbólico sería una actividad deshumanizada. Sólo en base a una concepción antropológica sustentada en estas premisas se hace inteligible esta radical afirmación del Marx filósofo: “Es evidente que el ojo humano goza de modo distinto que el ojo bruto, no humano, que el oído humano: goza de manera distinta que el bruto, etc”. (Manuscritos Económico filosóficos del 44).
No hay manera de reducir a bruto el ser cuya esencia natural es la superación del lazo inmediato con el orden natural. Lo que sí puede acontecer- y de hecho acontece- es que el ser humano entre en una suerte de paréntesis, que el ser humano deje en acto de responder a su esencia, es decir deje de responder a una naturaleza que es la medida de la humanización y viceversa. Nuestra relación con la naturaleza es así un criterio determinante del fracaso o triunfo de la causa del hombre, Criterio (de nuevo Marx) de “en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana”.
En cualquier caso, si no hubiera seres pensantes, partidarios o no de la homologación animal, todo este problema carecería de sentido y habría simplemente seres vivos confrontados o aliados, habría convivencia, incluso cooperación, sin que todo ello tuviera sentido moral alguno.
Objetará entonces la otra parte, que también hay cultura y ética en otras especies animadas. A lo cual se opondrá el argumento de que no se trata de cultura inserta en el seno del lenguaje, como lo son todos los productos culturales de la especie humana. La discusión podría continuar, soslayando quizás la pregunta fundamental: ¿dónde reside el enorme poder de tal idea?
Victor Gomez Pin, Artículo 25, apartado F: La disputa, El Boomeran(g) 11/06/2024