Esta mañana me ha traído un mensajero "Mi familia es bestial", libro escrito a 4 manos con mi nieto Bruno (10 años). Sin duda, uno de los acontecimientos de mi vida de abuelo y -siendo humilde- el acontecimiento editorial de la década:
Se lo confieso: apenas uso el término "equidad", tan de moda en el vocabulario político actual. Más aún, su uso indiscriminado me molesta. No entiendo lo que se quiere decir con equidad si no me especifican cuál es el criterio que nos sirve para medirla. Durante años hemos sido uno de los países educativamente más equitativos de la OCDE por la sencilla razón de que los resultados de nuestros alumnos eran equitativamente mediocres. Para mí, hacer bandera de una equitativa mediocridad es estúpido.
Si todos tenemos que sacar un 4 para garantizar la equidad, prefiero que no haya equidad y que todas las notas estén diversamente repartidas por encima del 4.
Por otra parte, ¿hasta qué punto los poderes públicos están en condiciones de garantizar la equidad?
Imagínense ustedes un país en el que la mayoría de habitantes presenta problemas de diverso tipo en los ojos, desde miopía hasta las enfermedades que quieran. El gobierno puede poner un oftalmólogo en cada esquina de manera que todos puedan mejorar su salud visual. Puede, incluso, regalar gafas a todos los que lo necesiten. Pero una vez garantizado que todos están en condiciones de ver bien e, incluso, que todos tienen la misma agudeza visual, lo que ningún gobierno podrá garantizar es el interés sobre el que se centrará la mirada de cada ciudadano. La igualdad de las condiciones de partida no puede garantizar una igualdad de intereses finales.
Un gobierno justo deberá, ciertamente, hacer lo posible para proporcionar los medios adecuados para garantizar la salud visual de toda la población, pero debería también estimular las aspiraciones de todos aquellos a los que les gusta mirar lejos.
Hemos dicho que la filosofía corpuscular está de moda en el Trinity College de Dublín, donde ingresa nuestro filósofo con 15 años. Su planteamiento es sencillo. Todo, cualquier sensación o intuición, debe explicarse en función del tamaño, la masa y el movimiento de unos corpúsculos (que nadie ha visto) y que se mueven en un vacío ilimitado. Cualquier otra explicación queda fuera del ámbito de la ciencia. El mundo es una compleja mesa de billar con bolas de diferentes tamaños. Conforme se desarrolla la partida surge diversos efectos y apariencias: olores, sabores e impresiones visuales cuya explicación debe buscarse en dichas colisiones. La coreografía mecánica de los átomos produce las sensaciones. Incluso la gravedad o el magnetismo, que parecen actuar a distancia, deben explicarse mecánicamente. Así lo aseguran los más ilustres hombres de ciencia de Inglaterra. Así lo cree Voltaire, que cree pocas cosas. La explicación es legítima si es mecánica. Y Berkeley se pregunta: ¿qué tipo de colisiones explicarían el sabor de una manzana?, o ¿cómo dividir un olor?, o ¿cuánto pesa la impresión de una melodía? Colores y sabores pasan a ser apariencias producidas por seres imperceptibles (aunque sólidos y compactos) que constituyen lo único real. ¿Cómo se ha obrado esa inversión del sentido común? ¿No hay aquí una usurpación de la experiencia? Los nuevos científicos prefieren experimentar con ratones a hacerlo consigo mismos, viven como extranjeros en su propio país. Las cualidades inalienables (que llaman primarias) no pueden ser la solidez, la impenetrabilidad o el movimiento, lo inalienable (que llaman secundario) son los colores, las melodías, el frío y el calor, las alegrías y las penas y, en fin, todo aquello que experimentamos en nuestra propia carne. ¿Qué sabemos de la impenetrabilidad de esas criaturas que nadie ha visto? ¿Por qué llamar primario a lo que no es sino una conjetura inaprensible? La filosofía corpuscular invierte el sentido común y es todo menos empírica: cae en la contradicción de empezar con lo imperceptible: el átomo insensible y compacto.
Juan Arnau Navarro, Las puertas de la percepción, El País 10/09/2020
El liberalismo es una cultura política que, sin renunciar a la verdad y el bien como aspiraciones humanas, diseña la vida pública de manera que nadie pueda representarlos absolutamente. La verdad y el bien son entendidos más como aspiraciones que como propiedades.
La verdad en política es una aspiración compartida, no una propiedad privada o un arma arrojadiza. La democracia es un régimen de opinión, que no se puede desarrollar sin respeto a las evidencias, por supuesto, pero en la que nadie ostenta el privilegio de representar a los hechos verdaderos. Hay hechos palmarios sin cuya aceptación el diálogo sería imposible; uno de los más básicos es, por cierto, nuestra tendencia a calificar como hechos evidentes lo que no son más que opiniones personales. John Rawls recordaba que cierta concepción de la verdad (“toda la verdad”) es incompatible con la democracia porque en una democracia la verdad posible es parcial, limitada, compartida, provisional y discutible. No tenemos democracias para encontrar verdades absolutas, sino para decidir los asuntos comunes sobre la base de que nadie —mayoría triunfante, élite privilegiada o pueblo incontaminado— tiene un acceso privilegiado a la objetividad que nos ahorrara el largo camino de la pública discusión. Si incluso en la ciencia, que cuenta con instrumentos de verificación, protocolos rigurosos, datos contrastados y evidencias, la verdad es algo construido cooperativamente, qué decir de la dimensión de verdad de la política, que es un arte práctico basado en el contraste, el equilibrio de las fuerzas contrapuestas y la negociación continua.
Seguramente en el origen del tensionamiento actual de nuestra vida política hay una hipermoralización de los discursos; enseguida recurrimos a la condena moral cuando hubiera bastado el rechazo político. La democracia moderna se configuró en paralelo con los procesos modernos de secularización y de ahí ciertos parecidos formales: se privatiza la concepción del bien y se desmoraliza la vida pública, no en el sentido de que los asuntos comunes carezcan de reglas, sino de que las normas políticas no pueden ser remplazadas por normas morales. No hace falta que consideremos a nuestros adversarios políticos como unos malvados, ni es necesario calificar de ilegítimo al gobierno que detestamos cuando basta que los critiquemos por sus malas políticas. De quien echa mano con demasiada frecuencia a descalificaciones morales podemos sospechar que le faltan argumentos propiamente políticos.
La democracia es una realidad dinámica, que se revitaliza por el cambio y la transacción, ampliando los acuerdos e incorporando a nuevas generaciones, mientras que se anquilosa cuando evita cualquier transformación, para lo cual una de las más eficaces estrategias es suponer las peores intenciones en quienes proponen su actualización constituyente.
Daniel Innerarity, La democracia y la verdad, El País 10/09/2020
Una Noche de insomnio.
Entré por la puerta de acceso de urgencias. Encima un cartel enorme que señalaba : HOSPITAL PARA TRISTEZAS INCURABLES.
Aquí estoy -le dije a la coliflor de la entrada- que agazapada parecía desinteresarse por mi. Ella muy presuntuosa me señaló con sus evidentes protuberancias hacia el infinito irreal ...y moviendo su tamaño de hortaliza regordeta me dirigí hacia el fondo donde estaba la mar salada . En la mar donde habían camillas de todo tipo de colores perdidos , no se estaba mal pero como siempre lleno a rebosar . Sólo buscar un lugar que apearse fue una auténtica proeza.
Un caballito de mar lloraba desconsoladamente y la señora Rebeca andaba melancólica pensando en recuperarse del día que le abandonó el gazpacho. Mirándome me dijo: “Un día se fue en el tren del olvido ” Ahora ella lo recordaba desde entonces sin saber donde ir a llorar .
Más allá me fijé en unos pupitres que crujían entre madera y madera como si esperasen el turno para ser rescatados del lugar de donde provenían ; allí en el subsuelo con unos apuntes secuestrados. . Todo me sonaba a estar solitario y deprimido , ausente, desconcertado y por eso pensé : ¿Qué le ocurre a mi vida? .
En un único rincón encontré entre de los incontables lugares sin nombre que hay en el mundo hospitalario , un objeto que acababa de morir . Pregunté a la mopa de mi lado si sabía que había sido .Ella sin girar su pelusa dijo : “ seguramente lleva una eternidad y eso la desesperó” .
Así las lágrimas de tantos pacientes y rumiantes que se pasan los días en esas inmensas salas para curar , sea el cuerpo o el alma , acostumbran a regar las pocas plantas que habitan en el lugar . Todo suena a pena, una pena muy grande que se nota y se palpa en las miradas , los gestos , en las cabezas . Como si de sus ojos nacieran las sombras más oscuras de cierto dolor inmenso , o el baile más lento y repetido una y otra vez de forma automática o los pensamientos más lejanos de este mundo absurdo y sin sentido en esta vida de corazones rotos, desalmados que suspiran a ratos vacíos con agujeros negros.
Por el megáfono se escuchaba un tango: La cieguita.. Nada que pensar , nada que hacer, nada que esperar esperando , nada que hablar ...
La sala se llenaba cada vez más de caídos, de sostenidos, de derrumbados , de defraudados , de desahuciados .. Y llego la caída de la noche más larga . Ya no se aceptaban más calabazas, tomates o zanahorias ni tan siquiera un conejo simpático o una bruja pirula . Tomarse en serio la tristeza no podía acabar con este hospital de prestigio y solera porque uno o una casi siempre se acababa muriendo .
La música contagiaba en el público en espera la nostalgia eterna de un pasado que añoraban y puede que fuese ese principio de una gran amistad . Un cartel da consejos con un slogan luminoso que ahora si ahora no se iba encendiendo y apangando señalaba; NO RIA; NO HABLE EN VOZ ALTA, NO MIRE A LOS OJOS, NO HABLE CON DESCONOCIDOS, NO ESCUCHE A NADIE , NO SIENTA NADA, Y SI PUEDE NO SE ATREVA A RESPIRAR ,
Me dirigí al fin a una sala del fondo más fondo cuando escuché mi nombre : Piedad. La cortina que ligeramente tapaba la camilla de verde campanilla tenía grabado un nombre : pi . Esperé una y otra vez , más de más .
Descansando un largo rato en paz, apareció una buena enfermera que conocía mi nombre : ¿Cómo estas piedad ? ¿Qué te ocurre ? Le agarré la mano y no la quise soltar ni un momento . Entendí así que nada ni nadie sabía lo que me pasaba y nunca lo podría remediar . Me acarició para que se calmase mi estado. Luego llamó auxilio por el interfono. ¡¡Vengan , es un caso de extrema gravedad se nos está marchando ya !!!
Ha quedado congelado mi rostro, mis cejas caídas, mis ojos semi cerrados, mis labios mirando el suelo, y una mirada perdida. Se me deslizan las saladas lágrimas sin más por las comisuras de mis labios y resbalan por mi cuello .
Oigo la voz del doctor Patata :” Directamente en vena 100 miligramos de phenobarbital . Y yo callada, me alejé de este mundo . Acabé con todo . Y luego tapada por la sábana hacia los sótanos de la morgue a menos 2 grados bajo cero . Que final ¡!
En ese lugar seguramente ya no habían tristezas porque se comparten entre los muertos las heroicidades que la vida a una le dio y a otros les quitó , y se ríe bonito , se baila junto de las manos y no hay carteles publicitarios que anuncien nada . Por eso me puse a reír a carcajadas enormes que han despertaron a todo el depósito lleno de las almas tristes que se pusieron a cantar de madrugada. Oh sole mio
Che bella cosa e' na jurnata 'e sole,
n'aria serena doppo na tempesta!
Pe' ll'aria fresca pare già na festa.
Che bella cosa e' na jurnata 'e sole.
Ma n'atu sole, cchiù bello, oje ne'
'o sole mio sta 'nfronte a te!
'O sole, 'o sole mio,
sta 'nfronte a te, sta 'nfronte a te!
Quanno fa notte e 'o sole se ne scenne,
me vene quase 'na malincunia;
sotto 'a fenesta toia restarria
quanno fa notte e 'o sole se ne scenne.
Ma n'atu sole, cchiù bello, oje ne'
'o sole mio sta 'nfronte a te!
'O sole, 'o sole mio
sta 'nfronte a te, sta 'nfronte a te!
Luceno 'e llastre d'a fenesta toia;
'na lavannara canta e se ne vanta
e pe' tramente torce, spanne e canta
luceno'e llastre d'a fenesta toia.
Ma n'atu sole, cchiù bello, oje ne'
'o sole mio sta 'nfronte a te!
'O sole, 'o sole mio
sta 'nfronte a te, sta 'nfronte a te!
Según la última entrega del Education at a glance, de la OCDE, tenemos en educación primaria una ratio de 14 alumnos por profesor y en la primera etapa de secundaria, de 12.
Yo no dudo que esta es una verdad estadística. Pero la realidad fáctica y la verdad estadística se relacionan de tal forma que con frecuencia dejan fuera de juego a la experiencia individual del ciudadano normal y corriente.
Cuando vea estos datos un profesor de primaria o de secundaria inmediatamente nos dirá que su clase está muy lejos de esos números. Cosa que es verdad. ¿Pero entonces, de dónde surge esta disparidad entre la estadística y la experiencia?
Cuando se suma el total de profesores para dividirlo por el total de alumnos, hay que tener en cuenta que entre los primeros incluimos a todos aquellos que, en número creciente, se dedican a tareas burocráticas y a los sustitutos que cubren bajas de profesores.
Esta semana veremos cómo todo aquello que en los centros educativos tenía más que ver con la educación (expresarse y comunicarse libremente, experimentar, convivir, elegir por uno mismo, cultivar amistades y afectos…), y que solo sucedía en la periferia de las aulas – pasillos, recreos, excursiones… – o, excepcionalmente, en la clase de algún profesor “raro”, se acaba por esfumar del todo. Alumnos adolescentes, de entre doce y dieciocho años, no podrán, este curso (ya veremos hasta cuándo), salir al pasillo entre clases, levantarse, acercarse a sus compañeros o su profesor, saludarse o contactar físicamente, hacer actividades en grupo, compartir objetos, ir de visita a otras aulas, usar bibliotecas o laboratorios, tocar instrumentos, realizar actividades extraescolares, abandonar el centro durante el recreo, jugar al balón, salir del sector asignado en el patio, apoyarse en la pared, pararse a charlar en las entradas y salidas…
Como le leí el otro día a un amigo y experto docente, se ha prohibido todo aquello que enmascaraba y dulcificaba el proceso educativo, haciendo que este se muestre, de forma descarnada, como lo que realmente es: un enorme engranaje disciplinario destinado fundamentalmente a perpetuar las estructuras sociales, y un colorido (o grisáceo, según edad) almacén en el que depositar a los niños mientras trabajan sus padres.
Para este viaje no hacían falta alforjas. La educación presencial es preferible a la digital, sí, pero no a un coste educativo tan alto. Ni con un presupuesto tan bajo. Aunque desengáñense: solo con inversión económica no se soluciona nada. Autoridades, docentes y buena parte de la sociedad, ya venían contagiados (y embozados), desde antes de la pandemia, por una sustanciosa cantidad de virus ideológicos y prejuicios. De hecho, a no pocos profesores les va a parecer de perlas tener a sus alumnos (¡al fin! – dirán –) sentados y amordazados durante las seis horas diarias de clase.
En la insolación de este extraño y reconcentrado verano he soñado, a ratos, con que las administraciones, en un ejercicio insólito de cooperación, a la luz nimbada de un solemne pacto político, sistemáticamente asesorada por verdaderos expertos – no gurús de saldo – y miembros destacados – no mansos y enchufados – de la comunidad educativa, decidían aprovechar la crisis para dar un vuelvo definitivo a la situación. No solo para garantizar ese mínimo y mítico 5% del PIB, o los profes necesarios para que las ratios de alumnos fueran, valga la redundancia, razonables, sino para fijar una ley de educación estable, transformar el sistema de selección y formación de docentes, abrir y airear currículums, impulsar una necesaria renovación pedagógica, y dar un giro sustancial a lo que, por simple rutina, todavía creen muchos que es la educación.
Luego despertaba y empezaba a temer que, más que una oportunidad, la crisis pudiera ser el pretexto perfecto para recoser la misma ley educativa con cuatro o cinco modificaciones biensonantes, recortar o congelar fondos, mantener ratios (para subirlas conforme vaya pasando la pandemia) y dejar todo como estaba o, peor, como una versión simplificada y básica de lo mismo: más orden, más disciplina ciega, más adiestramiento para el mercado, más control, y más mascarillas para el pensamiento crítico, la autonomía personal y el genuino deseo de saber. Ojalá me equivoque, pero, más allá de coyunturas sanitarias, la mascarilla en la boca y la disciplina cuartelera siguen siendo un símbolo de cómo muchos siguen entendiendo la educación. Con bozal.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico ExtremaduraEl día 8 de septiembre se celebra el día que genéricamente se conoce como "de las vírgenes aparecidas". Pero en cada lugar, la suya es la virgen que les hizo el don de aparecerse allí y sólo allí. Por eso el 8 de septiembre son las fiestas en mi pueblo, Azagra, porque festejamos a nuestra Virgen del Olmo, que es nuestra y sólo nuestra. Sólo se nos apareció a nosotros y en un olmo de la ribera del Ebro.
Una tarde de junio de hace muchos más años de los que quisiera, un muchacho del pueblo, con las luces de la inteligencia mermadas, vino a sentarse a mi lado en la puerta de casa. Me preguntó si era verdad que mi madre se moría. Le dije que sí. Me volvió a preguntar a dónde se iban los que se mueren. Le dije que la cielo, con Dios. Se levantó, muy enfadado, y me pidió que no consintiera yo semejante cosa. "¿Qué es Dios para nosotros? ¡A ver! ¡Dios no es nada para nosotros! ¡La nuestra es la Virgen del Olmo!". Tenía cierta razón.
Teológicamente, la Virgen de Montserrat y la del Rocío, son la misma. Pero si esta noche cometiéramos la fechoría de cambiarlas, mañana tendríamos un conflicto de primera magnitud, porque la Virgen será de todos, pero la del Rocío es andaluza y la de Montserrat, catalana.
Sacar en procesión a la patrona del pueblo, a la Virgen del Olmo, no es una cosa cualquiera. Es sentir una comunión colectiva en un amor y una esperanza que ninguna otra cosa puede provocar. Nada es más nuestro que nuestra virgen recorriendo al atardecer, entre flores y jotas, las calles del pueblo y por eso nada nos hermana más. Nada despierta en nosotros, individual y colectivamente, más intensas emociones, de esas que brillan a flor de piel. Ninguna otra cosa es capaz de superar por un rato todas las divisiones, enfrentamientos y mezquindades que podamos arrastrar en nuestras vidas cotidianas.
Cada año al anochecer del 7 de septiembre en mi pueblo se produce un milagro que es sólo para nosotros.
Largo paseo por las viñas y campos de cultivo abandonados de Alella. Como mi Agente Provocador y yo aún seguimos manteniendo vivo un cierto espíritu aventurero, nos atrevimos a hacer aquello contra lo que el refrán previene: dejar carretera por senda. Y no sólo eso: dejamos también la senda por una pista que se fue haciendo cada vez más difusa, hasta que nos encontramos sin salida, entre zarzales y cañaverales. Acabamos con las piernas castigadas, pero felices. Cuando encontramos el camino de regreso, el cielo amenazaba lluvia, pero esperó a que llegásemos a casa para descargar. La felicidad también es llegar a casa cansado y con las piernas marcadas, como un niño. A veces hemos llegado también empapados porque una tormenta nos alcanzó a medio camino. Pero eso ya no es la felicidad, eso es una orgía.
Comencem el nou curs amb un tema d’actualitat que no té gaire a veure amb els virus:
Els darrers dies s’ha produït una certa polèmica (ben amagada pels mitjans de comunicació, més preocupats per la continuitat laboral d’algun treballador argentí) sobre la implantació d’un pla pilot de religió islàmica per a centres públics. La idea és regular el dret dels alumnes d’aquesta religió a rebre formació islàmica, de la mateixa manera que els alumnes de religió catòlica. Pel que fa a la selecció del professorat, es seguirien uns criteris similars als que es segueixen per a la selecció del professorat de religió catòlica.
Òbviament la polèmica ha esclatat a partir d’unes poc hàbils declaracions del Conseller d’Educació que podrien ser interpretades com a islamòfobes. També s’han abonat els carronyaires de sempre que han acusat al Departament d’Educació d’intentar eliminar el cristianisme per cercar la implantació d’una República Islàmica…
Intentem treure soroll i posar ordre i reflexió per extreure alguna conclusió acceptable.
La veritat és que la nostra Constitució defineix Espanya com a un estat aconfessional; això vol dir que no es concedeix cap privilegi a una confessió religiosa per sobre de les altres o de la possibilitat de no tenir-ne confessió…
Sempre he estat partidari de l’humor com a forma de comunicació, però crec que ara ens hem passat de frenada: un estat que marca el seu calendari (més enllà de qualsevol opció racional) per la tradició catòlica, en el que fer la declaració del IRPF sense que cap cèntim vagi a l’església catòlica és un esport d’aventura, on els edificis de la dita organització no paguen l’IBI, on ens mengem els cassos de pederàstia sense que la fiscalia investigui d’ofici, que té un concordat amb la “Santa” Seu vigent des del 1953 on, entre d’altres privilegis, es manifesta que els valors transmesos pel sistema públic d’ensenyament han de ser acords amb l’ètica cristiana… Afirmar que vivim a un estat aconfessional és un insult a la intel·ligència o una mostra de cinisme descomunal.
Però el cas és que si algú té un fill i vol que, al sistema públic, rebi educació sobre aquesta religió, té dret a demanar-ho i que es triï un docent seguint els mateixos criteris que es segueixen per al cas de la Religió catòlica… I quins són aquests criteris?
Hem fet una mica de recerca i hem trobat alguna situació un pel qüestionable: per tal d’exercir com a professor de Religió catòlica es demana que s’hagi obtingut la “Declaració eclesiàstica de competència acadèmica”. Per tal d’obtenir aquesta declaració (concedida pel Bisbat, no per cap institució pública amb competències educatives), cal acreditar la graduació en Teologia o en Ciències Religioses o bé haver cursat tres cursos del Batxillerat en Ciències religioses…
Observem un petit problema: les dues primeres titulacions no es poden obtenir a cap universitat pública; la tercera ni tan sols és una titulació universitària.
És a dir, només poden exercir com a professors de religió catòlica aquells que han obtingut unes titulacions que atorga una entitat privada, que no passa per cap dels controls de qualitat que s’exigeixen a totes les Universitats (publiques o privades) que no són eclesiàstiques. Fins i tot, es reconeix la possibilitat d’exercir a partir només d’uns cursos de batxiller…
Aquí està la qüestió: si formes part de la meva organització podràs treballar encara que no tinguis una formació universitària reglada que garanteixi que els teus coneixements tenen uns mínims de rigor científic, tampoc és necessari que passis per un procés de selecció públic… com que es tracta de religió, el rigor científic és tan poc important com els criteris de selecció!! Així, si s’escau que hom interpreta que la Terra és plana o que les vacunes són inútils, com que el coneixement científic no és important, podem donar carta blanca a explicar qualsevol bajanada encara que mai hagi estudiat res en relació amb la medecina tot i que vaig treure molt bona nota en teologia…
Ara ens diuen que els professors de religió islàmica han de ser triats pels mateixos criteris que els de religió catòlica. Em sembla que no cal. No cal tenir professors sense formació universitària reglada. Ens calen professors que expliquin la religió des d’una dimensió crítica, cultural i antropològica i aquests només poden sortir de les Facultats d’Antropologia i Sociologia i no de les de Teologia. Cal que acreditin els seus coneixements amb titulacions reconegudes pels consells interuniversitaris i no per la signatura del mossèn de la parroquià, el bisbe de torn o l’imam de la mesquita.
Podem fer tants debats com vulguem, però si no basem l’educació en el coneixement científic, més val que anem plegant. A les aules s’ha d’entrar amb una preparació que permeti promoure el pensament crític i el rigor científic o estarem abonant el camp als fanàtics de tota mena.
Cap problema pel que fa a l’educació religiosa: la religió és un fenomen cultural importantíssim que cal estudiar, com l’art o la filosofia. Però cal estudiar-lo des d’una perspectiva crítica i científica: podem exigir a un professor de filosofia que només expliqui el pensament d’aquells autors amb els que està d’acord? Li exigim que expliqui totes les teories donant el marc teòric que permeti la seva comprensió: si per triar un professor li exigíssim la seva acceptació de la teoria d’un autor… com podem estar segurs que serà equànim en les seves explicacions?
Mireu, la cosa està molt malament i només la ciència ens arreglarà els nostres problemes: els terraplanistes, creacionistes, defensors de l’homeopatia, antivacunes o negacionistes de la pandèmia fan gràcia a la tele però no els necessitem a les aules dels centres d’educació pública.
De fet, en la meva humil opinió, més enllà de la magnífica feina que alguns d’aquests docents realitzen als centres públics, no necessitem professors de religió; necessitem bons professors de totes les matèries, però no de religió.
Que quedi clar: de cap religió, sense discriminació.
El Zarabullí era un baile muy popular en el Siglo de Oro que, tal como es recogido por Quevedo, tenía esta letra:
Zarabullí, ¡ay, bullí!, bullí de zarabullí.
Bullí cuz cuz
de la Vera Cruz.
Yo me bullo y me meneo,
me bailo, me zangoteo,
me refocilo y recreo
por medio maravedí.
¡Zarabullí!
¡Cómo me gustan estos juegos populares de palabras, que hasta hace muy poco se mantenían vivos en los cantares de los niños! Recuerdo bien el siguiente, que cantanan las niñas en un colegio en el que yo trabajaba a finales de los años 70 del siglo pasado:
La chata Merenguela
güi, güi, güi
como es tan fina,
trico trico trí
como es tan fina lairón
lairón, lairón lairón.
Se pinta los colores
güi, güi, güi
con brillantina
trico trico trí
con brillantina lairón
lairón, lairón lairón.
Y su madre le dice
güi, güi, güi
quítate eso
trico trico trí
quítate eso lairón
lairón, lairón lairón.
Que va a venir tu novio
güi, güi, güi
a darte un beso
trico trico trí
a darte un beso, lairón
lairón, lairón lairón.
Mi novio ya ha venido
güi, güi, güi
ya me lo ha dado
trico trico trí
ya me lo ha dado
lairón, lairón, lairón, lairón.
Y me ha puesto el carrillo
güi, güi, güi
muy colorado
trico trico trí
muy colorado
lairón, lairón, lairón, lairón.
Hay pocas sensaciones más satisfactorias que la de despertarte a tono con el día, es decir, sintiendo que has dormido bien, que has descansado y tienes la cabeza despejada y el cuerpo a punto para la carrera de las horas. Es una sensación que hace tiempo que no tengo. El sueño me da al levantarme menos de lo que prometía al acostarme y tengo la sospecha de que para descansar bien aún me faltan un par de horas de sueño profundo. Nada grave, ciertamente. Posiblemente es sólo otra de las marcas de la edad.
Ayer el Libro de la vida de Santa Teresa me llevó hasta la increíble biografía de San Pedro de Alcántara, que casi toda su vida la pasó durmiendo media hora diaria. Esta era para él, como le confesó a Santa Teresa, la penitencia más dura.
El biógrafo de Plotino, su discípulo Porfirio, comienza la relación de sus hazañas intelectuales diciendo que su maestro tenía vergüenza de tener cuerpo. Encuentro en nuestros místicos algo parecido. Yo no. Yo lamento no poder celebrarlo más, porque, al fin y al cabo, si es de barro, el suyo es barro del Paraíso. Quizás por eso San Pedro de Alcántara, poniendo en orden su vida poco antes de expirar, quiso pedirle perdón a su cuerpo por las fechorías a que lo había sometido.
Y dicho esto, me voy al mercado a hacer la compra.
Leemos estos días que algunos colegios de médicos expedientarán no solo a los colegiados que nieguen la existencia o gravedad de la pandemia, sino también a aquellos que cuestionen la validez de las pruebas o las medidas adoptadas por la autoridad sanitaria. El asunto es preocupante, ya que lo que parece castigarse no es la mala praxis de un médico, o la ilegalidad de sus acciones, sino, simplemente, que disienta de dictámenes científicos (y políticos) distintos al suyo. Ahora bien, ¿debemos impedir que un médico opine pública y libremente sobre aquello sobre lo que, además, es competente?
El filósofo Kant afirmaba que una de las condiciones del progreso social y político (no digamos del científico) consistía en permitir la máxima libertad de opinión en la esfera pública y académica, y restringirla en el ejercicio del cargo u oficio que cada uno desempeña. Así, y aunque, para garantizar el orden, cada funcionario, militar, profesor, médico o lo que sea, debería hacer su trabajo según lo convenido y sin chistar, una vez “libre de servicio” tendría – según el filósofo – el derecho (y hasta la obligación) de criticar públicamente, como experto, todo lo que considerase oportuno. Pues bien, este mínimo grado de libertad – el de poder opinar en público – es justo el que parecen negar estos colegios de médicos a sus miembros. Con el agravante de hacerlo en un campo (el de la ciencia) en el que, a diferencia de otros más dogmáticos (como la religión o el partidismo político), la crítica y la heterodoxia resultan imprescindibles para probar y perfeccionar lo que se cree saber.
Los colegios aludidos esgrimen, no obstante, dos razones para justificar su censura: la excepcionalidad de las circunstancias, y el carácter poco riguroso o científico de las disensiones. Veamos hasta qué punto son estas razones válidas.
La primera de ellas es una variante de la justificación más habitual del estado de excepción. Se viene a decir que, dado que estamos en una situación de emergencia y las opiniones críticas podrían generar alarma y confusión (¡amén de indisciplina!) en la ciudadanía, de debe impedir, por la seguridad de todos, la difusión de tales opiniones. Hay, sin embargo, dos contrarréplicas contundentes a este razonamiento: (1) la anteposición a toda costa de la seguridad a la libertad conduce a un estado de excepción crónico (solo hay que ir buscando o creando una amenaza tras otra) y, por tanto, a la pérdida total de control sobre el poder del Estado; (2) el trato paternalista a los ciudadanos, en este caso suponiéndolos incapaces de aceptar la natural controversia científica, es inconcebible en un régimen en el que esos mismos ciudadanos son los depositarios de la soberanía y, por tanto, aquellos a los que con más motivo se ha de informar y rendir cuentas.
En cuanto a la segunda razón – “los médicos negacionistas no se apoyan en evidencias científicas” – hay que empezar por deshacer la falacia (llamada del “hombre de paja”) consistente en meter en el mismo saco a los fanáticos y negacionistas más chiflados, y a aquellos que cuestionan, razonadamente, la forma en que se está entendiendo y afrontando el problema. De hecho, y a tenor del criterio de los colegios de médicos aludidos, habría que expedientar a todos los científicos del mundo que, sin negar la existencia de la pandemia, recomiendan otras medidas de control o critican severamente las establecidas en países como el nuestro. Más al fondo, la réplica fundamental al argumento es clara: no hay una única forma de construir “evidencias científicas” (los hechos son interpretables de más de una manera). Esto no supone aceptar cualquier cosa, ni defender que “todos tienen (la misma) razón”, sino asumir que, en medicina, como en toda ciencia, cualquier tesis es meramente hipotética – hasta que se descubra otra mejor –. La controversia científica (y, aneja, la política y social – la ciencia no es cosa de ángeles –) en torno al coronavirus y la forma de afrontarlo remite, pues, a un debate, tanto entre expertos como entre ciudadanos, y no, en ningún caso, a expedientar a nadie – y menos a un médico – por manifestar su parecer.
Artículo publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Me levanto temprano y subo la persiana. Me encuentro con un amanecer normal. No hay nubarrones en el horizonte. El cielo está despejado. Eso quiere decir que yo también lo estaré. Curioso estado el mío en que todo cambio de presión altera mis isobaras anímicas y somáticas, dejándome para el arrastre. El clima es un estado de mi alma.
Sigo dando entrevistas en centros educativos de hispanoamérica. La semana pasada tocó Argentina y esta ando por Perú, Chile y Colombia. Siempre me sorprende la normalidad con que los hispanoamericanos siguen usando la expresión "madre patria", que nosotros, por complejo, hace tiempo que dejamos de utilizar. Igualmente me sorprende muy gratamente la cordialidad con que me reciben y, desde luego, amor con amor se paga.
Ayer estuve hablando con los profesores y alumnos (17-18 años) de un centro educativo de Valparaíso. Al inciar la conexión, la directora lo presentó como un colegio cristiano y abrió el acto con una oración. Le agradecí que tuvieran la claridad moral suficiente como para no enmascarar sus convicciones tras la fórmula vacía de "centro basado en valores cristianos"
De la editorial Ariel me comunicaron el lunes que sacaban una segunda edición de ¿Matar a Sócrates? Les pedí incluir un pequeño epílogo de tres páginas que ya está enviado. Este es un libro que aprecio muy especialmente porque es uno de los más míos por eso mismo me alegra más su reedición..Cada vez que hay un cambio brusco de presión atmosférica quedo hecho un guiñapo: mareos, náuseas... tiene esta situación, sin embargo, algo favorable: me ayuda a perder peso. Este verano, que ha sido horrible, he perdido 13 kilos. A pesar de todo, estoy contento. Sigo haciendo cosas:
El Subjetivo: Hay más antimonárquicos que republicanos.
Searle (nacido en Denver en 1932) planteó este experimento mental en “Minds, Brains, and Programs”, un artículo publicado en 1980 (pdf). Como explica a Verne Ana Cuevas Badallo, profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Salamanca, el estadounidense respondía así a los defensores de la llamada “inteligencia artificial fuerte”, que defiende que una inteligencia artificial podría igualar o superar la inteligencia humana en cualquier ámbito. Para el filósofo, poder procesar símbolos de modo puramente sintáctico no significa que haya capacidades mentales reales, ya que eso lo da la semántica, es decir, el contenido y la interpretación de ese contenido.
Es decir, un algoritmo no es equivalente al pensamiento consciente y el hecho de que un programa maneje símbolos no significa que comprenda lo que está haciendo.
Una de las ideas que ataca Searle con este experimento es el test de Turing, según el cual una máquina se podría considerar inteligente si una persona no supiera si está hablando con un ordenador o con otro interlocutor. Searle considera que su habitación podría pasar este test y hacer creer a los demás que sabe chino. Aunque no tenga ni idea.
Sin embargo, el matemático británico Alan Turing (1912-1954) escribió en el artículo donde habla de su test (pdf) que la pregunta “¿pueden pensar las máquinas?” no tiene sentido y no merece la pena discutirla. Lo importante para él es si nosotros podríamos darnos cuenta de la diferencia. Por ejemplo, ¿importa que la computadora Deep Blue y la IA Alpha Go tengan conciencia de lo que están haciendo, o solo importa que hayan ganado a los campeones humanos de ajedrez y de go?
Jaime Rubio Hancock, La habitación china: ¿puede pensar una máquina?, Verne. El País 16/08/2020
La democracia liberal establece límites al gobierno de la mayoría, normalmente con una Constitución que garantiza los derechos individuales y las libertades civiles, establece un sistema judicial independiente que hace que se respete esta garantía y abre el camino para una prensa libre que pueda defenderla. Las mayorías solo pueden actuar, o actuar legítimamente, dentro de unos límites constitucionales. Al igual que todo lo demás en la política democrática, los límites se debaten tanto en el plano legal como en el político. Pero estas controversias no se zanjan por la regla de la mayoría, sino mediante procedimientos mucho más complejos y dilatados en el tiempo, lo que dificulta que se anule cualquier conjunto de derechos y libertades existentes.
No pretendo negar la importancia de la intervención popular. El gran logro de la democracia es que incorpora a los hombres y mujeres corrientes, a ustedes y a mí, al proceso de toma de decisiones. De hecho, el adjetivo “liberal” garantiza que cada cual sea en efecto incorporado en dicho proceso de un modo que nunca se había dado en las democracias que han existido a lo largo de la historia, desde la de Atenas a la de EE UU. Los derechos y las libertades civiles son posesión legítima de cada uno de los miembros de la comunidad política, ya sean judíos, negros, mujeres, deudores, delincuentes o los más pobres entre los pobres. Todos nosotros intervenimos en los debates democráticos, en la organización de movimientos sociales y partidos políticos, y participamos en las campañas electorales. Pero, incluso cuando salimos victoriosos, existen límites que restringen el alcance de nuestras decisiones. Así pues, los demagogos populistas se equivocan al afirmar que, una vez que han ganado unas elecciones, representan o encarnan “la voluntad del pueblo” y pueden hacer lo que les venga en gana. La realidad es que hay muchas cosas que no pueden hacer.
Lo que quieren estos populistas, ante todo, es promulgar leyes que garanticen su victoria en las siguientes elecciones, que pueden llegar a ser los últimos comicios significativos. Atacan a los tribunales y a la prensa; menoscaban las garantías constitucionales; se apoderan del control de los medios de comunicación; reorganizan el electorado excluyendo a las minorías; acosan o reprimen de manera activa a los líderes de la oposición, todo ello en nombre del gobierno de la mayoría. Son, como ha dicho Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, “demócratas iliberales”.
Los límites liberales que se imponen a la democracia son una especie de prevención de desastres para todos los implicados. Reducen las expectativas que están en juego en el conflicto político. Perder unas elecciones no priva a nadie de sus derechos civiles —entre los que está el derecho a la oposición, que entraña la esperanza de una victoria la próxima vez—. La alternancia en el poder es una característica habitual de la democracia liberal. Evidentemente, nadie quiere rotar y tener que dejar su cargo público, pero todos los cargos públicos aceptan y conviven con los riesgos de la alternancia. Sin embargo, dichos riesgos no conllevan la represión ni el encarcelamiento. Uno pierde las elecciones, pierde el poder y se va a casa. Precisamente así entiende los límites impuestos por el adjetivo “liberal” el socialista italiano Carlo Rosselli, uno de los líderes de la resistencia antifascista en las décadas de 1920 y 1930, y autor del libro Socialismo liberal (...) “Liberal”, escribe Rosselli, describe “un conjunto de normas del juego que todas las partes rivales se comprometen a respetar, unas normas destinadas a garantizar la coexistencia pacífica de los ciudadanos (…); a restringir la competencia dentro de unos límites tolerables, a permitir que todas las partes se turnen en el poder”. Así que el socialismo liberal de Rosselli incorpora la democracia liberal. Para él, así como para los demócratas a los que él sigue, el adjetivo “liberal” supone una fuerza, además de limitadora, diversificadora: garantiza la existencia de “varios partidos” (es decir, más de uno) y posibilita que cada uno de ellos alcance el éxito (...)
Los nacionalistas son personas que ponen en primer lugar los intereses de su país. Los nacionalistas liberales hacen eso y, al mismo tiempo, reconocen el derecho de otras personas a hacer lo mismo (...) Reconocen la legitimidad y los legítimos intereses de las diferentes naciones. Del mismo modo que los demócratas liberales ponen límites al poder de las mayorías triunfalistas y los socialistas liberales ponen límites a la autoridad de las vanguardias obsesionadas con la teoría, los nacionalistas liberales ponen límites al narcisismo colectivo de las naciones.
Michael Walzer, A lo mejor eres liberal y ni siquiera lo sabes, El País 30/08/2020
Imaginemos que un científico maligno ha extraído un cerebro del cuerpo y lo ha colocado en una cubeta de nutrientes que lo mantienen vivo. Las terminaciones nerviosas han sido conectadas a un ordenador que provoca en esa persona la ilusión de que todo es perfectamente normal. Se despierta cada día para ir al trabajo, se va a tomar unas cervezas con los amigos, queda con su pareja por la noche. Todo igual que siempre, él no sospecha que nada haya cambiado. “La víctima puede creer incluso que está sentada, leyendo estas mismas palabras acerca de la suposición, divertida, aunque bastante absurda, de que hay un diabólico científico que extrae cerebros de los cuerpos y los coloca en una cubeta”.
La cita es de Razón, verdad e historia, libro del filósofo estadounidense Hilary Putnam, publicado en 1981. El objetivo de este experimento mental es sugerir que todo puede ser una ilusión e inocularnos una buena dosis de escepticismo. Es una idea que lleva siglos rondando y que además ha servido de inspiración para libros y películas de ciencia ficción, como Matrix. Y que es tan extravagante como difícil de refutar.
La misma idea se puede encontrar en el mito de la caverna, de Platón; en La vida es sueño, de Calderón de la Barca; en el velo de Maya del hinduismo, y en el genio maligno de Descartes, tal y como nos recuerda por teléfono Jesús Zamora Bonilla, autor de En busca del yo: una filosofía del cerebro y catedrático de Filosofía de la Ciencia en la UNED. La idea es que si nuestras percepciones y nuestra actividad cerebral tienen lugar en el cerebro, “causadas por estímulos externos”, podrían “llegar de una fuente diferente al mundo real, ya sea un científico loco o un demonio maligno, y no podríamos distinguirlas”.
El argumento, explica, es imposible de rebatir al cien por cien, porque al final se trata de “un hecho empírico: o somos cerebros en una cubeta o no lo somos”. Otra dificultad para refutar estos planteamientos es que se le suele dar un poder casi absoluto a este científico maligno. Por ejemplo, podría haber creado todo el mundo, incluidos nuestros recuerdos, hace cinco minutos, como sugería, sin tomárselo muy en serio, Bertrand Russell. O cada medianoche podría volver a empezar todo de cero, como en la película Dark City.
El propio Putnam expone esta idea en su libro precisamente para intentar refutarla mediante un argumento lógico: si en nuestro universo todos fuéramos cerebros en una cubeta, no habría un mundo exterior al que nuestro lenguaje pudiera hacer referencia, por lo que la frase “somos cerebros en una cubeta” ni siquiera tendría sentido. Como el lector puede intuir, esta propuesta ha dejado insatisfechos a muchos filósofos, por más que prácticamente toda la humanidad esté de acuerdo con él en la conclusión.
Las versiones más modernas del experimento sugieren que podríamos estar viviendo en una simulación, en la línea de Matrix. El filósofo Nick Bostrom, autor del libro Superinteligencia, apuntaba a esta posibilidad en un artículo publicado en 2003. Su argumento se basa en dos premisas: la primera, que la conciencia podría llegar a simularse por ordenador. La segunda, que civilizaciones futuras podrían tener acceso a una cantidad ingente de poder computacional. En tal caso, estas civilizaciones podrían programar simulaciones de millones de mundos enteros. Si es así, habría muchos más universos simulados que reales, por lo que sería más probable que viviéramos en una simulación que en un mundo real. Como los Sims, pero con casas más feas.
... nuestros ojos no son cámaras de vídeo que captan la realidad tal cual, sino que interpretamos y reelaboramos toda la información que nos llega de nuestros sentidos. Siguiendo con el ejemplo de la vista y como escribe el neurocientífico Ignacio Morgado en La fábrica de las ilusiones, “la luz y los colores que vemos son solo la lectura que nuestro cerebro y nuestra mente consciente hacen de lo que verdaderamente hay fuera de nosotros, que no es otra cosa que materia y energía”. Todo apunta a que esta información es fiable, ya que llevamos decenas de miles de años usándola para sobrevivir, pero no hay una correspondencia total y absoluta entre ese mundo real y nuestra actividad mental.
Como escribe el filósofo Thomas Nagel en Una visión de ningún lugar, el escepticismo que destila la idea del cerebro en una cubeta (y películas como Dark City) nos ayudan a darnos cuenta de que “nuestras ideas acerca del mundo, por sofisticadas que sean, son el resultado de la interacción de una pieza del mundo con parte del resto, de formas que no entendemos muy bien”. Así, este escepticismo es en realidad una manera de reconocer nuestros límites, sin que por eso vayamos a pensar que nuestra vida no es más que un espejismo.
Es decir, puede parecer que el experimento pone en duda que haya otra cosa en el universo que no sea YO, que era el punto de partida de Descartes. Pero al final resulta que es al revés: el mundo existe y, en todo caso, lo que está en duda es lo que yo sé de él.
Jaime Rubio Hancock, El cerebro en una cubeta: ¿y si vivimos en una simulación?, Verne. El País 24/08/2020
La herencia de la Ilustración ha generado en nuestros días lo que Malesevic llama una “disonancia ontológica”, la que surge de la prevalencia de los derechos humanos -con el reconocimiento de que todas las personas tenemos el mismo valor intrínseco- y el uso sin embargo de violencia organizada contra ellas. “La comprensión universal de que todos tenemos el mismo valor moral crea una situación muy inusual por la que la única forma en la que se puede deslegitimar a algunas personas o grupos es deshumanizarlos, la única en la que puedes decir que el enemigo merece ser matado. ‘Míralos, no son seres humanos, son animales y deben ser tratados como tal’. Los políticos suelen usar ese lenguaje durante la guerra y mucha gente lo acepta. Muchos estadounidenses siguieron esa idea de que los japoneses debían ser bombardeados porque no son humanos”.
Antonio Pita, Sinisa Malesevic: "Cuando controlas a la población no necesitas matarla", El País 28/08/2020
Vuelvo a Las moradas, de Santa Teresa.
La primera vez que leí este radical viaje interior, esta aventura espiritual en busca del centro del alma, fue tras visitar el edificio que Gaudí les construyó a las Teresianas en la calle Ganduxer de Barcelona con los materiales que, supuestamente, eran los desechos de la Pedrera. Ese edificio intenta llevar a la arquitectura lo que la santa de Ávila intenta, con tanto esfuerzo y tan diligente dominio del idioma, llevar a las letras.
Ahora lo leo como otro viaje de exploración, de los muchos que realizaron los españoles a lo largo del Siglo de Oro tanto por la geografía física como por la espiritual.
Santa Teresa no es menos conquistadora que Cabeza de Vaca, ni su viaje es menos aventurero, ni menos apasionante.
Sería excesivo afirmar que el Siglo de Oro se reduce a una búsqueda incansable de respuestas a la pregunta "¿Quién soy yo?" pero es imposible comprender esta fulgurante época sin tener presente permanentemente esa pregunta.
Una pregunta para la que no tengo una respuesta clara: ¿Por qué me resulta tan próxima Santa Teresa y tan distante San Ignacio?
Sigo de espeleólogo por el Siglo de Oro, siglo de trantas gandezas y bajezas, de tanto misticismo y empirismo, de tanta corte y tanta aldea, de tanto adorno y tanta hambre, de tanto púlpito y tanta alcoba, de tanto hijodalgo y tanto pícaro, de tanta monja liviana, de tanto fraile gañán, de tanta monja sublime, de tanto fraile sutil, de tanta apariencia y tanta sinceridad, de tanta teología y tanta procacidad, de tanta nobleza y tanta hipocresía... que me parece evidente que no se puede poner un ejemplo de lo que fue tal siglo esplendoroso sin que inmediatamente nos impugne un contraejemplo. Lo realmente grande no tiene molde a su medida.
Curiosamente aparece el libro a la vez que este artículo de Política exterior: La vigencia del conservadurismo.
"Yo duermo y mi corazón vela".
Me temo que el navarro Pedro Malón de Echaide -nacido en Cascante en 1530 y fallecido en Barcelona en 1589- hoy es más conocido por las bodegas que llevan su nombre que por esa maravilla que es La conversión de la Magdalena.
Es difícil entender por qué esta maravilla no tiene la difusión y publicidad que se merece... al menos entre mis compatriotas navarros. Me imagino que porque no teniendo lectores es imposible que tenga defensores.
Lean ustedes esta defensa del castellano escrita por un místico navarro:
"No se puede sufrir que digan que en nuestro castellano no se deben escribir cosas graves. ¡Pues cómo! ¿Tan vil y grosera es nuestra habla? (...) No hay lengua ni la ha habido, que al nuestro haya hecho ventaja en abundancia de términos, en dulzura de estilo, y en ser blando, suave, regalado y tierno y muy acomodado para decir lo que queremos, ni en frases ni en rodeos galanos, ni que esté más asembrado de luces y ornatos floridos y colores retóricos, si los que tratan quieren mostrar un poco de curiosidad en ello."
La primera vez que leí este libro dejé una página completamente subrayada y repleta de anotaciones por los márgenes. Ahora, en la segunda lectura, he subrayado las anotaciones. Es esta:
"Las cosas que valen más que nosotros, mejor es amarlas que entenderlas, porque, amándolas, cobramos ser más perfecto, pues el amor nos une con lo amado, y entendiéndolas, parece que ellas pierden su ser y valor, pues las ajustamos y entallamos conforme a nuestro entendimento; pero si son de menos valor que nosotros, mejor es entenderlas que amarlas, porque con amarlas, nos hacemos de más bajo ser, pues cobramos el que tienen y perdemos el nuestro; y entendiéndolas, las mejoramos por la razón ya dicha."
He contado en numerosas ocasiones, y hasta lo he recogido en alguno de mis libros, una anécdota que transmite Soren Kierkegaard en uno de sus libros más interesantes, El instante, que dice así: "De un pastor sueco se cuenta que, turbado al ver el efecto que su discurso había provocado en la audiencia, deshecha en lágrimas, para calmarla dijo: ¡No lloréis, hijos, que todo podría ser mentira."
Aun conociendo el singular sentido del humor de Kierkegaard, siempre creí que la anécdota era cierta, porque ¡hay que ver cómo son los protestantes! Pero justo ayer por la noche, leyendo en la cama El libro de chistes de Luis de Pinelo (siglo XVI), me encontré con esta sorpresa: "Otro portugués predicaba la Pasión, y como los oyentes llorasen y lamentasen y se diesen de bofetones y hiciesen mucho sentimiento, dijo el portugués: -Señores, non lloredes ni toméis pasión, que quizá non será verdad".
Quedéme boquiabierto exclamando "¡Hay que ver cómo son los católicos!"
Dos textos curiosos:
Inicio del Origen y descendencia de los modorros, texto ha sido atribuido a diferentes autores, entre otros a Quevedo: "Dicen que el Tiempo Perdido se casó con la Ignorancia, y hubieron un hijo que se llamó Pensé que, el cual casó con la Juventud, y tuvieron los hijos siguientes: No sabía, No Pensaba, No Miré en Ello, Quién dijera".
El segundo texto se atribuye, no sin polémica, a la albaceteña Oliva Sabuco:
Me gusta la presentación: "Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida, ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos". Me gusta porque la prudencia no es una virtud filosófica, aunque sí lo sea del filósofo en tanto que ciudadano. Es decir: la prudencia no es una virtud intelectual, pero sí es una virtud política.
Entre los textos olvidados de la historia de la filosofía española merece un interés muy especial el Elogio de la nada dedicado a nadie, de don José del Campo-Raso, una defensa aparentemente irónica del nihilismo publicada en Madrid en 1756.
Valoren ustedes estas palabras: "Todas las cosas de este mundo pasan y se reducen a Nada. Todos se preocupan de Nada. Por Nada disputan los mortales, se hacen la guerra y se matan. Los hombres no sacan de sus inquietudes y trabajos en la tierra más que la vergüenza de haber sido engañados de Nada. Nada es el principio, el progreso y la conclusión de nuestras vanidades. Siempre Nada es constante, uniforme y siempre el mismo."
Nada, proclama el autor, "es el Dios de los espíritus fuertes". Ahí queda eso. ¿Se trata de una mera ironía? En cualquier caso, después de leer a José del Campo-Raso, a Anacarsis Clot, el creador del término "nihilismo", se lo ve con otros ojos.
Defendía Péguy con estas vehementes palabras el papel del maestro: "Es el único e inestimable representante de los poetas y de los artistas, de los filósofos y de todos los hombres que han hecho a la humanidad y que la mantienen". En definitiva, la función del magisterio consistiría en el noble compromiso de "garantizar la representación de la cultura."
Pero Péguy murió en 1914 cuando la escuela republicana francesa creía en sí misma. Hoy, nos hemos hecho no sé si más cínicos o más descreidos y nos preguntamos con Finkielkraut: "¿Cuántos son los que aún se creen en sus clases enviados de los poetas, de los artistas o los filósofos que han hecho a la humanidad?" Es decir: ¿Cuántos siguen creyendo que su misión es "garantizar la preservación de la cultura"?
Entre Péguy y Finkielkraut ha tenido lugar un cambio radical en la percepción que pedagogía tiene de sí misma. Con el primero creía firmemente en su misión republicana; con el segundo, ha reducido enormemente el horizonte de sus pretendiones para acabar reduciéndose a psicología.
Mientras tanto, en Londres, Katharine Birbalsingh alerta contra quienes defienden en estos tiempos de confusión generalizada, que "alentar a los niños a hablar correctamente y a escribir un inglés gramaticalmente correcto es imponerles la supremacía blanca." Katharine, que es una mujer valiente, anima a resistir a esta memez: "¡No te rindas! ¡Sigan luchando!"
Un nuevo artículo que he publicado en la revista homonosapiens que se titula: Sobre la transformación.
Me viene a la cabeza todas las veces que he escuchado a alguien hablar sobre la urgencia de un cambio en su vida. Es como un mantra que deambula, va y viene, incesantemente, en diferentes formatos: “necesito un cambio”, “necesito que cambies”, “es necesario que el mundo cambie”. El denominador común de estos tres tipos de demanda es que se sustentan en una creencia que predica que mi plenitud reside en última instancia en los demás o en el exterior. En la sociedad actual, para poder saciar esta necesidad de cambio, se vende mucha actividad y muchos productos que nos prometen paraísos terrenales y cambios para “mejorar” nuestra vida. Sin embargo, aunque exista mucha circulación de actividades hay muy poca experiencia. Viajamos, por ejemplo, buscando una experiencia que nos llene y, en muchas ocasiones, volvemos con las maletas repletas de cosas, comprobando, al mismo tiempo, que tan rápido como se llenan también se vacían. Si supiéramos que cuanto más buscamos menos hallamos lo que anhelamos, nuestra vida sería otro cantar: supondría la posibilidad de empezar a crear bellas melodías en sintonía con el latido del Universo. ¡Nos cuesta tanto descansar en la quietud! Tanto movimiento y actividad que no nos permite ver que es en la quietud desde donde podemos atisbar la transformación. A través palabras de Lao Tzu en el Tao Te King se muestra esta idea:
Sin salir más allá de tu puerta, puedes conocer los asuntos del mundo.
Sin asomarte a través de la ventana, puede ver al Tao Primordial.
No es necesario viajar más lejos para conocer más.
Así pues, el Sabio conoce sin viajar, ve sin mirar, y logra sin actuar.
No es lo mismo un cambio que una transformación y, no todos los cambios implican que haya una transformación. Resulta, pues, necesario distinguir entre cambio y transformación. La filosofía antigua arroja luz a esta distinción cuando concebía la filosofía como una forma de vida, que se alejaba de un conocimiento meramente intelectual, para dar lugar a una “sabiduría” que comprometía a la existencia entera y permitía vivir al hombre en unidad con el cosmos. A diferencia de los cambios que son temporales, la transformación, pues, abarca todo el ser. No se limita a alterar el orden de las cosas para conseguir un resultado, o en el que sustituimos una cosa por otra para adaptamos a una nueva situación. En la transformación el cambio emerge desde de nuestro interior, socava lo más profundo y va a la raíz de mi visión de la realidad: comprendiendo cómo y desde dónde vivo emerge una mirada nueva que impulsa la creación de un nuevo sentido. Por ejemplo, tenemos el caso de una persona que se encuentra insatisfecha, hastiada y desmotivada con su trabajo. Decide cambiar de lugar suponiendo que un cambio de compañeros y de lugar podría suponer una solución. Pero, por qué no se plantea, qué es lo que necesita de verdad, si ese trabajo está expresando lo mejor de sí mismo, si se están movilizando sus mejores cualidades, si se corresponde con lo que da sentido a su vida y, por tanto, va en sintonía con la alegría (en términos de Spinoza) y la plenitud. Los estoicos, sabían mucho de todo esto, y sabían cómo dotarnos de la mejor versión de nosotros mismos. Los cambios transformadores se producen cuando prestamos atención a lo que depende de nosotros y, además, vivimos en confluencia con la realidad, aceptando que no podemos tener control sobre lo que acontece. Una filosofía que orientaba sus prácticas hacia una mayor consecución de libertad interior.
El verdadero cambio que nos transforma es el que surge de lo más genuino y profundo de nosotros mismos. Esto supone una indagación introspectiva que favorece la consecución de una mejor comprensión de la realidad, a través de la búsqueda de la verdad, en la que se cuestionan las interpretaciones que distorsionan nuestra mirada y, que permite “vivirnos” desde quienes ya somos. Los cambios no se producen sin una entrega a la realidad tal como es. Se trata, pues de mirar lo que está pasando, sin negarlo o rechazarlo. Es estar presente sin establecer juicios que provengan de expectativas, exigencias o de ideales. La entrega se traduce en una confianza incondicional en la realidad y, por tanto, en una ausencia de conflicto entre el yo y la realidad. Y, a eso no se llega desde un empeño o un querer del intelecto. Estamos muy lejos, pues, de posiciones voluntaristas, de un esfuerzo para ser mejores o cambiar, sino ante una invitación para emprender la experiencia de la unidad. Como dice Jäger Willigis en su obra “Sobre el amor”:
En la senda espiritual, la ética surge en la persona no de buenos propósitos y de apelaciones a la voluntad, sino de la experiencia de la unidad. La persona se transformará hasta en lo más profundo de su ser. Esto trae consigo una transformación de la conciencia y de una visión del mundo que supera el estrecho círculo del yo. La persona abandona su egocentrismo e individualismo, y se experimenta como parte de un gran todo.
El cambio transformador se da, por tanto, cuando rompemos con esa inercia a vivir separadamente del mundo. Y, esto no puede darse si estamos atrapados en el tiempo psicológico-egótico o en el cronológico. La transformación se da en un presente atemporal. Krishnamurti en su obra “Vivir de instante en instante” lo expresa a través de estas palabras:
El hombre que confía en el tiempo como medio por el cual puede lograr la felicidad, comprender la verdad o Dios, sólo se engaña a sí mismo; vive en la ignorancia y, por lo tanto, en conflicto. Pero el que ve que el tiempo no es la salida de nuestras dificultades, y por lo tanto está libre de lo falso, un hombre así, naturalmente, tiene la intención de comprender; su mente, por consiguiente, está serena espontáneamente, sin compulsión, sin prácticas. Cuando la mente está serena, tranquila, sin buscar respuesta ni solución alguna, sin resistir ni esquivar, sólo entonces puede haber regeneración, porque entonces la mente es capaz de captar lo que es verdadero; y es la verdad lo que libera, no vuestro esfuerzo por ser libres.
Siguiendo esta idea, es evidente que ha sido bastante recurrente en Occidente la búsqueda de cambios como sinónimo de progreso, haciendo un uso -más que cuestionable y harto criticado- de la razón instrumental. La voluntad aquí se halla sometida a una creencia de que el cambio es sinónimo de progreso, entendido como un ideal que nos proporcionará la felicidad en el futuro. Un ideal que está fundamentado en una deficiente comprensión radical de la realidad, puesto que la felicidad se da cuando vivimos en confluencia con el sentido de la Vida, del Logos, el Tao, el brahman… Volviendo de nuevo a Jäger Willigis: afirma que el verdadero progreso es el origen y, por tanto, el regreso. Para explicar esta idea la relaciona con la parábola del hijo pródigo que, según sus palabras, “ilustra magistralmente la historia de nuestra transformación”. Al igual que el hijo pródigo, quien simboliza el ego que actúa de forma narcisista, hemos abandonado la casa del padre, quien simboliza la esencia de nuestro ser, nuestra patria. En consecuencia, hemos olvidado quiénes somos en realidad. Esto, evidentemente nos produce dolor que resulta de la consecuencia natural de la separación de nuestra verdadera esencia. Siguiendo las palabras del autor dice lo siguiente:
Parece que debemos atravesar primero por la separación, el dolor y la necesidad, antes de estar preparados para regresar a nuestra verdadera patria. Con frecuencia es el dolor, el fracaso, lo que nos hace recobrar la conciencia y lo que nos recuerda nuestra meta verdadera. En la historia se trata de la casa del padre, queriendo señalar con ello nuestra esencia verdadera, el regreso a la unidad con el fundamento primordial de la vida.
La transformación implica, pues, descubrimiento. Parafraseando las célebres palabras de Proust: «El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos«. Una mirada que es equivalente a estar atentos y, que no es otra cosa, que tener cuidado de nosotros mismos y, por tanto, del mundo. En esa mirada lúcida y penetrante está el germen de la transformación, que se sitúa en las antípodas de esos cambios que circulan en los mercados perecederos del Ser. A diferencia de lo que se enseña en las facultades de Filosofía, para llegar a la transformación no se requieren grandes dosis de erudición, pensamiento ni grandes dotes argumentativas, sino una mirada desnuda y limpia que despoja al mundo de filtros, retoques y capas de maquillaje. Desde allí, entregados en la quietud del silencio, paradójicamente, no nos encontramos solos sino reconciliados con la vida y con el mundo porque estamos de nuevo en casa. Por último, estas palabras de Nisagadartta en su obra Yo soy eso:
Siéntase perdido! Mientras se sienta competente y seguro, la realidad está más allá de su alcance.
A menos que acepte la aventura interior como modo de vida, el descubrimiento no llegará a usted.
Olvide sus experiencias pasadas y sus logros, quédese desnudo, expuesto a los vientos y lluvias de la vida y tendrá una oportunidad.
Leer más en HomoNoSapiens| Café filosófico: ¿Por qué sufrimos? Sobre el pensar y el sentir Sobre la gratitud
"Sylvia, perpleja, recorrió las habitaciones. Llevaba un vestido de piqué blanco, estilo marinero, y un abrigo color café, con pieles muy usadas. Había en su figura algo infantil que estaba subrayado por aquella ropa, que tanto desentonaba con las circunstancias. Era como una niña perdida en el súbito desorden de su propia vida. De vez en cuando interrumpía sus lamentos para exclamar: «¡Sólo me ha usado!». No tardaron en trasladarla al mismo hospital que a Trotsky y a Ramón.
A las siete y cuarto de la tarde del día siguiente, transcurridas veintiséis horas y media desde el atentado, falleció León Trotsky. El doctor que lo atendía, Rubén Leñero, le aplicó como medida desesperada una inyección de adrenalina que ya no pudo soportar. Los jóvenes de la Juventud Comunista que estaban fuera del hospital lo celebraron con una fiesta.
Según el coronel Sánchez Salazar, con su último suspiro «se inclinó sobre sus hombros y cayeron sus brazos, como en El descenso de la cruz de Tiziano, con el vendaje en lugar de la corona de espinas». Sus últimas palabras fueron: «decidles a mis amigos: estoy seguro de la victoria de la cuarta internacional».
El diario mexicano Excelsior contaba que Natalia Sedova, agotada, se había quedado dormida en un sillón de cuero verde a los pies de la cama de su marido. Supo que había muerto cuando notó la mano de un médico sobre su hombro. Se levantó y se acercó al cadáver. Se arrodilló junto al lecho y, mientras dejaba escapar un largo sollozo, rodeó con sus brazos el cuerpo del difunto y reclinó su cabeza sobre su pecho. «Supongo que así es la vida», dijo.
Noventa y seis horas después del asesinato, el Pravdainformaba a sus lectores de su peculiar visión de lo sucedido: «Habiendo sobrepasado los límites del envilecimiento humano, Trotsky ha caído en la trampa de sus propias redes y ha sido asesinado por uno de sus discípulos».
El Partido Comunista Mexicano se apresuró a anunciar a los cuatro vientos que no se sentía responsable de lo ocurrido. En un largo comunicado que hizo público el día 30, firmado por todos los miembros del Comité Central, aseguró que no tenía nada que ver con los hechos, y que si alguno de sus miembros estaba implicado, sería inmediatamente expulsado. En sintonía con el PCM, Vicente Lombardo Toledano, secretario general de la Confederación de Trabajadores de México, declaró que «el empleo de la violencia para suprimir personas o para atentar en contra de sus intereses es un procedimiento contrarrevolucionario, ajeno a los principios del movimiento obrero y particularmente opuesto a la práctica de lucha de la C.T.M.».
La verdad en las novelas de espías
Marcos Santos Gómez
Haciendo hueco para nuevos libros en los anaqueles de mi biblioteca, hube de deshacerme de algunos ejemplares viejos, cometiendo ese error imperdonable que sabemos que tarde o temprano hemos de pagar. Me excusé diciéndome que uno de los condenados, ahora tan echado en falta y al que hoy por fuerza solo puedo rememorar, era uno gastadísimo por mis cansinas lecturas, por la exageración de mi gusto, por mi monomanía de acudir reiteradamente a los mismos pasajes que ya había leído e incluso estudiado con más que exageración. Se trataba de un libro de texto que me había guiado como una Biblia, un libro de libros, para ir a otros libros, que escribiera la certera pluma de Lázaro Carreter para los estudiantes del antiguo Curso de Orientación Universitaria de los años ochenta. Desde entonces, su palabra había sido luz para mis lecturas y algunas de sus aseveraciones, como aquella de que Borges opone al trágico sinsentido del mundo una “elegante ironía”, se me habían anclado en las entrañas. Pero por mucho que lo hubiera releído, hoy sé que tarde o temprano la memoria habría de menguar y que esta más bien se burla de uno, pues se deforma y falla irrisoriamente, hasta el punto de que el recuerdo que uno creía grabado a fuego en pieza de bronce y fijado para siempre manifiesta su cualidad evanescente y aún falsa en cualquier duermevela en que caemos en la cuenta de que en realidad no fue de tal manera, sino de la otra. Por mucho que hubiera leído el libro que por gastado creí condenado, ahora sé que no lo gastaron mis ojos lo suficiente. Un libro siempre debe leerse otras veces.
Digo esto porque en este manual de Lázaro Carreter que por desgracia no tengo delante, hallé una cita de Camilo José Cela que he buscado por todas las esquinas del Internet y no encontrado. Aunque dudoso de su existencia, creo poder evocarla, porque tal como lo recuerdo me produjo gran impacto haberla leído tantas veces durante los largos años que guardé el libro que expulsé de mi paraíso a sabiendas de que era uno de los justos. Decía, definiendo en pocas palabras lo que según el profesor Carreter era el núcleo ideológico de Cela, su más seria convicción sobre el hombre y la existencia. Con tono de confesión, de estar declarando algo muy hondamente creído, señalaba más o menos (y, ya se sabe, cito de memoria): “el hombre puede obrar bien a ratos, puede hacer buenas cosas, pero a la larga, en su fondo, acaba prevaleciendo en él algo sombrío. No nos engañemos, ni el hombre ni el mundo son buenos”. Lo expresaba con mucho mejor acierto, pero creo que la idea era esa, que la existencia, en el fondo, no es buena, que bajo nosotros hay un mal y que el mundo, en su esencia, es un lugar tenebroso.
Sobre esto puede darse, y se ha dado, una profunda discusión filosófica y teológica que atraviesa la historia de la humanidad, pero lo que nos interesa ahora es esta desazón intuida, albergada como un lastre incómodo toda una vida de manera que tiña una estética como la de Cela, tan afín a la de su admirado Quevedo, y, lo que es más duro, que empañe una existencia particular. Y esto ocurre. Independientemente del valor de verdad de este dogma sobre lo maligno de la existencia, es cierto que representa una fe que puede vertebrar una forma de ser y que en la literatura ha generado una abundante producción en distintos niveles entre lo culto y lo más próximo a la literatura de consumo, o lo onírico y lo aparentemente plano y superficial. Hay géneros literarios en los que late esta verdad descarnada, en la que podría ahondarse la complejidad si se relaciona con la desesperación producida por ciertos sistemas sociales y economías, es decir, si se asume que la vida vivida como un mal puede ser también la experiencia de un universo social maligno. Aquí entraríamos en una encrucijada donde la esperanza de una teoría crítica admitiría posibilidades de una apertura hacia lo novedoso que nos fuera salvando de ese mal instalado ferozmente en lo real, pero donde, en el otro lado de la bifurcación, podríamos pensar que el hombre ni tiene ni merece demasiadas esperanzas, es decir, que no habría un remedio para este mal que nos asola desde dentro. Es a lo que alude la cita a que me refiero tan leída y evocada por mí, pero tal vez apócrifa, de Cela. El presentimiento de este pesimismo es que esta melancolía no es cosa de fáciles terapias ni psicológicas ni sociales ni políticas.
La figura literaria del espía y de las pesadillas evocan esto mismo. La serie documental de Netflix sobre el Mossad que termina con una certera reflexión de un viejo espía nos da la pista. El mundo de los servicios secretos y de inteligencia, tanto en la realidad como en las novelas, que tomamos como metáfora, puede no obrar con toda la limpieza que sería deseable y quizás sus métodos no siempre puedan ser aprobados. De hecho, es, por definición, un mundo secreto, soterrado, encubierto, que actúa a bajo nivel, mientras en la superficie, la normalidad, o sea, todos nosotros, el mundo real, lo visible, sucede. Mientras el mundo y nuestras vidas se regulan por las reglas que sancionan los telediarios y las fronteras son las que son, y las leyes funcionan, y los Estados se rigen como se dice que se rigen, hay algo que evita, decía este miembro de los servicios secretos, que todo este entramado de la normalidad se deshaga. Evitan guerras. Es más, el mundo secreto, creo que puede afirmarse, es una guerra en la que las distintas naciones están persiguiéndose, robándose, matándose, pugnando, forjando alianzas secretas, en una trama complejísima de infinidad de niveles, como nos tienen acostumbrados las novelas de espionaje, donde la certeza brilla por su ausencia y todo se torna ambiguo, doble, turbio. Es, de hecho, una lucha, una competición constante, infatigable, insomne, agónica, donde todas nuestras claridades desaparecen. De hecho, se insiste en algunas publicaciones que tratan con seriedad del tema, se entrena a los agentes para que renuncien a sus códigos morales, a que aprendan a mentir, a actuar, a que nada les impida ser actores que representen su papel en la trama subterránea que jamás puede salir a la luz y en la que todos nos sustentamos. Gracias a esta trama latente, a esta tan bulliciosa como silenciosa guerra, se evita, decía nuestro espía en el documental, una guerra de verdad, abierta, declarada. Se está impidiendo que nuestras rutinas se vean perturbadas por un conflicto mayor, de manera que no es arriesgado afirmar que el precio de nuestro bienestar, o de nuestra seguridad, es este fondo amoral e incontrolado que como enorme subconsciente es la cifra y clave de que seamos como somos y en el cual reposamos sin saberlo. Los Estados, nuestra burocracia, nuestra regulación, nuestro bien y nuestro mal, nuestra legalidad, funcionan porque en lo que se llama periodísticamente las “cloacas” se halla un laberinto del que John Le Carré decía que, para mayor espanto, no existe ningún centro, donde no hay nada detrás moviendo los hilos. Su frase es: “detrás está el vacío”. No hay nadie moviendo los hilos. Sencillamente es una guerra que se libra en una enmarañada red que solo por milagrosos equilibrios funciona a veces haciendo que la balsa flote y navegue. Pero en el fondo nos sustenta la guerra, una guerra secreta y anónima librada con porciones de estrategia y eficiencia. Algo de esto presintieron autores como Chesterton, Graham Greene, Stevenson, Kafka. Y es lo que explota, en la literatura, la novela de espías. Un retrato de la ciénaga, solo que la ciénaga abarca mucho más que lo político.
Creo que esta imagen de lo real, como es este inframundo del espionaje como la constante guerra secreta que nos sostiene, tan crucial para los Estados, vuelve a la idea de Cela de que en el fondo hay niebla y, aun peor, tiniebla. Si, como sugiere Freud, miráramos hacia dentro, a la red y al magma en que estamos y donde somos, quedaríamos convertidos en estatua de sal o en piedra cual si hubiéramos mirado a la mismísima Medusa. Se trata de esta vieja intuición de lo horrible como lo sustancial o de lo esencial como algo insoportable, más allá de lo sufrible, de la necesidad de una corriente arcaica y amoral donde todo se sustenta, que nutre nuestra existencia, donde se adentran nuestras raíces para extraer su savia. Uno puede oponer toda su vida la más elegante ironía a ello o el más chocarrero de los sarcasmos, resistir con moderación y bello estoicismo, cultivar el hedonismo, teñir su pluma de horrores y enfáticos adjetivos. Cierto. Pero sobre todo habrán de resonar las últimas palabras de Kurtz en El corazón de las tinieblas de Conrad: “El horror, el horror” como la clave fatal que nos constituye. De eso, de eso van las novelas de espías.
El ejercicio más agotador es ir de compras.
Este es un ir sin meta clara, en el que el tiempo y el espacio se dilatan y las cosas van tomando una consistencia daliniana, pastosa, que rebosa los moldes y las formas. Ves, con admiración, que ellas siempre tienen algo más que curiosear, algo más que probarse, algo más que comparar y tú, Atlas de baratillo, arrastras la compra que hiciste a los diez minutos de llegar como un testimonio de fidelidad a su entusiasmo.
Las piernas se hacen cada vez más pesadas, los lugares para descansar y recomponerte, más difíciles de encontrar; notas cómo apunta una sed que te llevaría a beber de un trago un barril de cerveza; una pesadez de pecio antiguo se instala en tu mente y miras, sin querer, cada vez con más frecuencia al reloj, al móvil, a las otras parejas y, especialmente, a aquellos hombres derrotados en los que puedes reconocerte como en un espejo y que, mucho me temo, cada vez son menos.
El 10 de mayo de 1560, Fray Luis de León consiguió el título de maestro por la universidad de Salamanca. El examen tuvo lugar en la capilla de Santa Ágata de la catedral. Fuera, en la fachada principal, le esperaba un caballo enjaezado. Si hubiese suspendido tendría que haber salido discretamente por la "puerta de los carros" y retirarse en silencio a su casa.
Subido al caballo y acompañado de su padrino, el gran Domingo de Soto, las autoridades universitarias, músicos y estudiantes, se dirigió, por la calle Rúa Arriba hacia la Plaza Mayor, donde lo que ahora le esperaba era toda una corrida de toros.
Tras escribir lo anterior, el azar amigo me lleva hasta esta maravilla: "Vive en los campos Cristo, y goza del cielo libre, y ama la soledad y el sosiego; y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene puesto Él su deleite." Esta prosa ondulada, de trigal verde mecido por la brisa en la ladera de una colina, es de fray Luis. Así escribía cuando estaba en la cárcel.
divendres, 25 de setembre 2020 - Horari: 18h
Tertúlia de cinema i pensamentThe rider (2017) de la dir. Chloé ZhaoTertúlia dinamitzada per Joan Méndez
Presentació: Brady, era una de les estrelles de “rodeos” i entrenador de cavalls amb molt de talent, fins que va patir un accident que el va deixar incapacitat per tornar a muntar cavalls. Quan torna a casa l’únic que desitja és tornar a començar amb la seva passió i la fustració és tan gran l’enfonsa. En un intent de prendre el control de la seva vida, inicia un viatge a la recerca d’una nova identitat i d’una nova definició de ser un home en el cor de l’A
... (... continúa)Repiten nuestros clásicos que no hay libro tan malo que no contenga algo bueno. Desde ellos a nuestros días se han publicado tantas cosas que no estoy nada seguro que podamos seguir manteniendo incólume su optimismo. Pero si nos limitamos al Siglo de oro, la aseveración es cierta. Lo acabo de constatar en este libro, escrito en el último tercio del XVI y que se encuentra entre lo que podríamos llamar un espejo de sirvientes y la picaresca cortesana, valgan de muestra estas dos citas:
“Lloraba una frutera vieja de Salamanca cada vez que le decían que venía Corregidor nuevo, quejándose: ¡Ay triste de mí! Que al otro ya le teníamos compuesta su casa”.
“Dios crió a los hombres libres e iguales y les dio la redondez de la tierra en común”.
La poesía erótica del Siglo de Oro, que estoy descubriendo estos días, es tan descarnada (valga el oxímoron), que no me atrevo a traer aquí más que dos discretos ejemplos como muestra.
Véanse, primero, estos pocos versos de El sueño de la viuda de fray Melchor de la Serna:
... la qual al fin se determina
de declararle aquello que pretende
no con palabras, sino con efectos,
que así hacen los prudentes y discretos:
tiéntale con la mano en lo vedado,
pues lo que responde al primer tiento
dexase tocar muy de su grado.
Fray Melchor era contmeporáneo de Fray Luis de Léon y colega suyo en la Universidad de Salamanca. Sus textos eróticos no se imprimieron, pero corrían de ellos copias manuscritas. Me pregunto cuántos escritores harían lo mismo y cuántos de estos textos se habrán perdido... o aparecerán en el lugar menos pensado.
El segundo ejemplo es este sorprendente soneto de un autor anónimo del XVII:
- El que tiene mujer moza y hermosa
¿qué busca en casa y con mujer ajena?
¿La suya es menos blanca y más morena
o floja, fría, flaca? – No hay tal cosa.
- ¿Es desgraciada? – No, sino amorosa.
- ¿Es mala? – No, por cierto, sino buena
Es una Venus, es una Sirena,
un blanco lirio, una purpúrea rosa.
- Pues ¿qué busca? ¿A dó va? ¿De dónde viene?
¿Mejor que la que tiene piensa hallarla?
Ha de ser su buscar en infinito.
- No busca éste mujer, que ya la tiene.
Busca el trabajo dulce de buscarla,
que es lo que enciende al hombre el apetito.