Las amenazas a nuestra convivencia democrática no son esas quiebras brutales, sino otras formas inéditas de degradación. Por muy preocupantes que sean los desafíos que plantea la extrema derecha, no estamos ante una segunda oleada de pre-fascismo; nuestras sociedades están más desarrolladas y son más interdependientes. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente. En vez de manipulación expresa, estamos construyendo un mundo en el que hay un combate más sutil y banal por atraer la atención. Los personajes que amenazan nuestra vida democrática son menos unos golpistas que unos oportunistas; su gran habilidad no es tanto hacerse con el poder duro como lograr atraer el máximo de atención.
Si la debilidad de la democracia se debe más a la cultura política dominante que a la amenaza que representan los sujetos particulares, su fortaleza aumentará en la medida en que construyamos instituciones que no están demasiado condicionadas por quienes eventualmente las dirijan. La democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder, sino fundamentalmente de que el sistema institucional limite a esos gobernantes. Nos fijamos demasiado en las cualidades de los lideres, pero la clave de la resistencia democrática está más bien en otra parte, aunque no sea irrelevante, por supuesto, quién esté al frente de las instituciones. Barack Obama fue el presidente de las promesas, pero el entramado institucional no permitió realizarlas todas o en la medida deseada. Ese mismo entramado fue el que afortunadamente limitó la frivolidad del presidente Trump.
Creo que el juicio sobre la debilidad o la fortaleza de la democracia se deriva enseguida hacia las propiedades que quien ocupa las instituciones y atiende muy poco a las características de esas instituciones. Hoy en día la acción política se ha focalizado en una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral. Por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente por las cualidades de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales. Frente a esta tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirijamos la mirada y el esfuerzo en otra dirección. Se gana mucho más mejorando las instituciones que mejorando a las personas que las dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes están eventualmente al mando, ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si las instituciones están correctamente diseñadas.
Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por instituciones en las que se sintetiza una inteligencia colectiva y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes. Es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes.
De alguna manera esto hace al régimen democrático menos dependiente de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio. Únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes.
Daniel Innerarity, El mito de la fragilidad democrática, diariosur.es 31/01/2021
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Supongamos, además, que las motivaciones de estos ciudadanos, expuestas cortésmente por ellos (digo “cortésmente” porque no tendrían obligación de hacerlo), consistieran en opiniones, ideas o creencias científicamente infundadas, algo a lo que, en términos democráticos, no cabría hacer ninguna objeción (ninguna ley obliga a nadie a que sus creencias o principios tengan rigor científico).
¿Qué hacer en este caso? Un gobierno que, a diferencia del grueso de la población, se guiara por criterios más racionales o científicos, podría proponer alguna ley que obligara a anteponer dichos criterios en decisiones que afectaran a todos. Pero imaginen que la mayoría de los ciudadanos, o los políticos que la representan, rechazaran esa ley. Aquí acabaría, aparentemente, todo posible recorrido democrático.
Ahora bien, ¿debemos acatar siempre la voluntad popular, por irracional que esta sea? No se trata de una pregunta baladí: las naciones democráticas caen una y otra vez en derivas populistas tan políticamente legítimas como peligrosas. Los movimientos antivacunas, el patrioterismo nacionalista, la histeria en torno a los inmigrantes o el amplio catálogo de creencias conspiranoicas en torno al poder de élites secretas, son ejemplos más o menos recientes a considerar.
Las oleadas populistas obligan a los gobiernos a contemporizar con ellas o, en el peor de los casos, a ceder espacio político a demagogos que representen mejor el “sentir popular”. Y no hay constitución, tribunal o procedimiento moderador que nos libre de esto. Si la mayoría se empeña se puede modificar lo que haga falta, desde la Constitución a los propios procedimientos de modificación; sin que nada de ello deje de ser escrupulosamente democrático.
¿Qué hacer, entonces, frente a estas derivas populistas? De poco sirve endurecer la ley. Obligar a la gente a vacunarse (o a lo que sea), censurar “mensajes de odio” (o de lo que sea), reprimir movilizaciones o ilegalizar partidos políticos, son medidas contraproducentes y de dudosa calidad democrática, amén de peligrosamente reversibles. La única opción es, por tanto, la del diálogo. Si una parte de la ciudadanía hace caso omiso de lo que otra parte considera racional, no queda más que poner ambas partes a discutir. Por eso es tan importante que, en lugar de engordar al Estado con ilustrados comités de expertos que dirijan sabiamente a la opinión pública (con la pandemia, algunos insensatos han llegado a reclamar, incluso, una suerte de “vicepresidencia científica” con poderes ejecutivos), nos preocupemos de fomentar y dar cauce a ese procedimiento neto de legitimación democrática que son la deliberación y el diálogo ciudadano.
No hay ningún ser humano en ejercicio (sean cuáles sean sus creencias) que soporte vivir en la contradicción; bastaría, pues, con reducir sus ideas al absurdo para remover sus opiniones y obligarlo a un diálogo honesto y fructífero con sus vecinos. Dar una dimensión política y sistémica a esta solución “socrática”, en el marco de nuestras sociedades complejas, parece quimérico, pero no es imposible. Requeriría, eso sí, de mucho valor e imaginación. Los cambios tendrían que ser radicales. No solo – aunque sí fundamentalmente – en el ámbito educativo, sino también en el propio organigrama político, de manera que la deliberación pública tuviera un papel institucional realmente determinante. Un parlamento de ciudadanos elegidos parcialmente al azar y periódicamente renovados, y en el que la lucha por el poder careciera, por tanto, de relevancia, representaría, a este respecto, una fórmula a tener en cuenta.
Parece ingenuo, pero no perdemos nada por probar. Por lenta y arriesgada que pueda ser, sin una reforma de calado nuestras democracias estarán cada vez más cerca de desintegrarse en una proliferación de populismos insensatos y de demagogos dispuestos a capitalizarlos. No es que esta situación sea, en absoluto, nueva (en rigor, es un defecto congénito de la propia democracia), pero advertirla podría ayudar a algo que sí que sería históricamente sustantivo: ponerle remedio.
Viaje rápido a Pamplona. De lunes a jueves. Intenso y fructífero. Pero de todo lo hablado y oído, me quedo con una frase escuchada en el Hotel Yoldi: "Un hijo es como tener algo siempre al fuego".
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Que hayan sido los ejecutivos de Twitter los primeros en juzgar y castigar al presidente del país más poderoso del mundo, eliminando su cuenta en la red social y condenándole al ostracismo, da mucho que pensar. El propio director y fundador de la empresa, Jack Dorsey, ha calificado de peligroso el poder que corporaciones como la suya mantienen sobre la “conversación pública global”, algo que suena un tanto irónico si asumimos el control que las grandes plataformas tecnológicas (Microsoft, Google, Apple, Amazon, Twitter, etc.) tienen ya sobre la práctica totalidad de nuestras vidas.
A nadie debería escapársele que estas compañías son hoy el soporte estructural de la economía, la política, y la vida social y cultural, en prácticamente todo el mundo. No hay mediación simbólica, acción gubernamental, trámite administrativo o proceso social (trabajo, información, educación, consumo, ocio, interacción privada) que no se genere o circule, hoy, a través de los entornos y códigos digitales que tales compañías proporcionan. Todo depende hoy absolutamente de ellas, pero, fuera de ciertos cenáculos intelectuales, nadie parece alarmase especialmente por esto.
¿Qué explica este grado de conformidad? Una respuesta parcial es que los mismos movimientos de resistencia, por nimios que sean, están mediados por las propias plataformas tecnológicas. De hecho, no solo permitimos que estas gestionen con naturalidad la mayoría de nuestros actos privados, sino también todo flujo de información y contrainformación, opinión o acción política. No es solo Donald Trump el que gobierna hoy a través de Twitter: lo hace todo personaje, partido, grupo o institución con pretensiones de conservar o alcanzar el poder. Y de esto no están excluidos los elementos más revolucionarios, disruptivos o “antisistema”. Todos caben en el logaritmo de las redes y los buscadores; todos pagan su cuota de cesión de datos, y todos reciben la publicidad y el valor de capitalización correspondiente por parte de la oligarquía digital al mando.
De la abducción de lo político por los viejos medios de comunicación de masas, algo que tanta controversia generó en el siglo pasado, se ha pasado, pues, y en apenas cuarenta años, a la sustitución de lo real mismo (no solo lo político, también lo económico, lo social y lo cultural) por una red de entornos virtuales creados y controlados por un puñado de empresas tecnológicas. Las nuevas calles, plazas, negocios, escuelas, servicios, locales de ocio, asociaciones o instituciones, se encuentran, hoy, en esa red, y son sostenidas y controladas (cuando no directamente gestionadas) por emporios privados como los de Jack Dorsey. No solo se trata, pues, del poder de callar a discreción a la gente (al mismo presidente de los EE.UU., sin ir más lejos), sino de más, de muchísimo más.
¿Qué se puede y debe hacer frente a esta casi perfecta y descomunal confusión entre el interés común y privado? No es, desde luego, cuestión de nacionalizar Twitter o de intervenir a las compañías tecnológicas. Por peligroso que sea dejar a ciertas empresas el control del escenario global en el que vivimos, poco ganamos aquí con dar esa potestad en exclusiva al Estado. Es cierto que es en el mismo mundo virtual en que debatimos, comerciamos, nos informamos, educamos o entretenemos hoy, donde debemos reconstituir el espacio público robado, pero esta tarea debe estar fundamentalmente en manos de la ciudadanía. Si algo tienen de bueno las redes es la capacidad de habilitar una sociedad civil que, con solo una porción del inmenso poder de gestión y control que poseen las plataformas tecnológicas, podría tener mucha más relevancia social y política de la que haya podido tener nunca.
¿Cómo propiciar esta estructura civil? No es sencillo, pero a la vez es imprescindible, si es que no queremos que nuestros estados democráticos se conviertan en poco más que departamentos internos de las grandes corporaciones tecnológicas. Prestar regulación legal, formación y recursos básicos con objeto de facilitar el acceso generalizado a conexiones de calidad, promover el uso social de códigos de software libre o constituir plataformas (de gestión, educación, deliberación o participación ciudadana) de naturaleza no privada sería, todo ello, un buen comienzo. Desarrollar, a partir de ahí, un entramado digital de entornos estrictamente públicos (como son todavía nuestras calles, plazas o edificios estatales), eficaces y atractivos, democráticamente autorregulados, y libres de manipulación gubernamental, sería un reto aún mayor. Aunque el primer paso tenemos que darlo, insisto, los ciudadanos; como mínimo, para que ni Twitter ni nadie puedan cerrarnos la boca.
Reeña
GENERACIÓN DEL 1974
Juan Cal
Lleida: Ed. Milenio, 2020
Escrito por Luis Roca Jusmet
Vaya de entrada la aclaración de que, aunque se trate de una novela, no voy a analizarla desde un punto de vista literario. Solo diré, en este sentido, que es un libro bien escrito.
Lo que me interesa del libro es su interés sociológico y ético-político. Estoy, además, personalmente implicado en la cuestión. La generación 1974 no se refiere al año de nacimiento o a la quinta de la mili. Se refiere a aquellos jóvenes españoles, nacidos a mediados de los 50, que empezaron la Universidad con el llamado “Calendario juliano”. Se trataba de un experimento, impulsado por el ministro franquista de Educación, Julio Rodríguez, de hacer coincidir el curso escolar con el año natural. Intento fallido, que no duró más de un curso. El resultado fue que el curso apenas duró medio año., aunque en realidad estuvo interrumpido por movilizaciones y huelgas contra la condena a Puig Antich. Pero no fue un año cualquiera. Se iniciaba después de que diez días antes hubo el atentado mortal contra Carrero Blanco por parte de ETA. El mismo día, justamente, se iniciaba el “proceso 1001” contra dirigentes sindicales de comisiones obreras, liderados por Marcelino Camacho, que sufrieron condenas de cárcel entre 12 y 20 años. El 2 de marzo ejecutaron a Salvador Puig Antich. Y en setiembre hubo una explosión por bomba en la cafetería Rolando, junto a la sede central de la Policía. Murieron 12 personas y 80 fueron heridos. Pero, extrañamente, no había ni un policía. ETA no reivindicó el atentado y acusó a la extrema derecha. Sigue siendo un enigma.
En este contexto el periodista y escritor Juan Cal construye una historia, con elementos autobiográficos y de ficción, pero que es en conjunto una historia veraz. Historia no sobre los jóvenes que iniciaron sus estudios este año, sino sobre aquellos que formaban parte del ambiente de la que podríamos llamar “extrema izquierda”. Porque si bien es cierto que la lucha antifranquista fue básicamente organizada por el PCE también lo es que a partir de los años empezó a sufrir escisiones o nacimiento de grupos a su izquierda. Juan Cal nos muestra este mundo con sus luces y sus sombras, ciertamente, pero del que podríamos decir, siguiendo a Lenin, que eran “la enfermedad infantil del comunismo”. Juan Cal se aproxima con ironía, pero también con respeto a los personajes.
Pero paralelamente a esta historia hay otra, mucho más dura, sobre una exmilitante de ETA. Aquí Juan Cal es implacable. Nos muestra lo que puede dar de sí una es militar, por mucho que se cubra con una retórica de izquierda: autoritarismo, jerarquía, mística de la violencia, sectarismo, intransigencia, machismo. Hay que agradecerle que sea tan claro y tan duro, sobre todo porque muchos de esta generación fuimos demasiado condescendientes en la valoración del fenómeno ETA. Está bien que alguien sea capaz de mostrar con toda su crudeza lo que realmente significaron.
Como decía al principio hay una buena narrativa, la historia te engancha, está llena de referencias interesantes y presenta además una posición ética: hay que cambiar las actitudes, los compartimientos y las relaciones si queremos cambiar el mundo. Quizás en algunos momentos cuesta seguir bien el hilo narrativo, pero también es verdad que ello obliga al lector a leerlo con la máxima atención. Juan Cal, por otra parte, ha elegido una estructura novelesca. Y a veces pienso, como decía Agustín García Calvo, que el problema de las novelas es que se separan de la vida real, en la que no hay desenlace.
Se trata, en resumen, de una novela, casi diría que histórica, muy interesante de leer y que es testimonio de una generación que tiene mucho que ver con esto que llamamos “el régimen del 78”. Porque, como bien indica el autor, muchos de estos jóvenes izquierdistas reciclaron su capital político como asesores o cuadros de lo que fue resultado de la transición política.
A lo largo de aquellos años sólo hubo dos clases de personas: los pesimistas y los inconscientes, siendo el elevadísimo número de estos segundos la principal causa del pesimismo de los primeros. Como el pesimismo afectaba sobre todo a las personas entradas en años, que a causa de la pandemia eran las principales víctimas, el mundo se fue poblando de inconscientes jóvenes y alegres y, en un par de décadas, la enfermedad dejó de ser una preocupación que afectase de manera estadísticamente significativa a las conciencias. La población joven se habituó a las metamorfosis del virus y a su vacuna mensual y, la adulta, a los altos porcentajes de fallecidos. Todo aquello duró doscientos años, que en términos históricos, apenas da para una época. Hoy, cuando los niños de las escuelas estudian el párrafo que los libros de texto dedican a esta llamada Édad de la inconsciencia, que redujo la población mundial a los niveles actuales, se sorprenden mucho de todo lo sucedido y la verdad es que no es nada fácil hacerles comprender que cada época se relaciona de manera directa con el diablo.
Y, a pesar de que la ponen cada dos por tres, mi mujer volverá a verla en el reclinatorio. Pero no es eso lo que me preocupa. Lo que me preocupa es que durante los interminables dos o tres días siguientes notaré en la mirada de mi mujer, cada vez que se cruce con la mía, un punto de decepción y tengo que reconocer que no le faltará razón. Yo, a Jeremiah Johnson/Robert Redford, no le llego ni a la suela de los zapatos.
El politólogo estadounidense Michel Barkun habló en una ocasión de los tres supuestos básicos de las teorías de la conspiración: todo está relacionado con todo, todo está planificado y nada es lo que parece. El segundo punto me parece decisivo, pues la historia no se puede planificar. Está claro que acontecen reuniones y declaraciones de buenas intenciones entre personas importantes, pero es improbable que permanezcan en secreto durante mucho tiempo y que produzcan los grandes acontecimientos planeados. En nuestro día a día también lo vemos. Tras una reunión de trabajo, pocas veces ocurre lo que se ha propuesto después de una larga discusión.
… los conocimientos de las ciencias sociales modernas se muestran insuficientes para este tipo de explicaciones. Hoy sabemos que los sistemas sociales complejos, con sus muchos participantes que persiguen propósitos distintos, producen efectos automáticos que nadie había deseado de manera consciente que sucedieran de esa suerte. Los que creen en la conspiración no pueden aceptarlo. Podría decirse que perciben la historia desde atrás. Observan un suceso y se preguntan: ¿quién ha salido beneficiado? Ese es el responsable. Por ejemplo, es totalmente cierto que George W. Bush utilizó los atentados del 11 de septiembre para poner en práctica su agenda política. La suposición de que por ese mismo motivo su Gobierno encomendó los ataques, ¡es una cosa muy distinta!.
El motivo por el que estas ideas aparecieron por primera vez durante los siglos XVII y XVIII es, probablemente, la Ilustración. Con el derrumbe del concepto de Dios aparece, de repente, un vacío que se debe llenar. Si no es Dios quien mueve los hilos en secreto y dirige la suerte del mundo, entonces ¿quién es?
Joachim Retzbach, entrevista a Michel Butter: “La historia no se puede planificar”, Mente y Cerebro, nº 84, 2017
Escuchar las resistencias cada vez significa cuestionar que estas asuman siempre la misma forma y sigan siempre una misma lógica. Es lo que Foucault trató de plantear en 1977 en una célebre entrevista con Jacques Rancière titulada ‘Poderes y estrategias’.
En ella Foucault llama «plebe» a las resistencias, «lo que responde a toda avanzada del poder con un movimiento para deshacerse de él». La plebe no se opone al poder como si fuese un duelo, una batalla napoleónica, un frente a frente, sino que más bien «hay plebe» allí donde hay relaciones de poder y ambas atraviesan la superficie social entera. Lo que se cuestiona en este planteamiento de Foucault es el esquema y la lógica de la contradicción. Hay relaciones de poder y plebe tanto en el proletariado como en la burguesía. El conflicto no siempre opone dos bloques simétricos, sino que es una dinámica viva y cambiante, movediza y nómada.
¿Qué es entonces la crítica? Foucault habla de «pensar por funcionamientos». Algo muy distinto a un juicio o una condena moral, a una queja victimista o una denuncia, a una proyección de sueños o utopías. Es la descripción de las distintas estrategias que se despliegan en la pelea, de los distintos movimientos de las fuerzas en presencia. No trata de explicarlo todo a partir de un punto de origen o un foco central de dominación (el Poder, el Valor, el Espectáculo, etc.), sino de describir los funcionamientos concretos enzarzados en un determinado conflicto. Estrategias móviles, dinámicas específicas, no La Gran Contradicción.
«Tomar el punto de vista de la plebe, que es el del reverso y el límite en relación al poder, es indispensable para hacer el análisis de sus dispositivos, a partir de ahí pueden comprenderse su funcionamiento y sus transformaciones». Sólo desde la vida dañada de los locos, los enfermos o los prisioneros y sus resistencias se puede entender el manicomio, el hospital, la prisión. Sólo desde la anomalía podemos entender la normalización.
La crítica totalizadora es perezosa y repetitiva porque aplica sobre cualquier punto de la sociedad el mismo esquema a priori, jerarquizando las resistencias (antes los obreros que las mujeres, antes las mujeres que los trans…) en lugar de analizar el impacto de cada lucha, lo que cada una pone en juego y cuestiona, su extensión propia y sus conexiones específicas. No escucha singularidades. Es una mirada desde las cumbres, a vuelo de águila, mientras que el punto de vista situado de la plebe produce «saberes estratégicos».
Un buen ejemplo de este proceder crítico-estratégico me parece que sería hoy la forma en que construyen hoy saberes y movimiento ciertos feminismos latinoamericanos, en los que el «género» funciona como una especie de perspectiva desde la cual percibir, describir y conectar las distintas formas de explotación del trabajo formal e informal, las distintas violencias que se ejercen contra los cuerpos y las tramas comunitarias (desde el endeudamiento hasta el femicidio), las distintas rebeldías e insumisiones al sistema capitalista patriarcal. No a priori, según un esquema teórico, sino concretamente y punto a punto.
La plebe es también uno de los ejes principales de La ofensiva sensible de Diego Sztulwark. Hoy, cuando la línea del frente nos atraviesa por el medio, la plebe pasa adentro, se vuelve interior. El neoliberalismo es la tentativa de confundir deseo y mercado, de convertirnos en sujetos de rendimiento 24/7, de someternos al mandado de productividad total, pero nuestros cuerpos se agrietan y gritan. Por todas partes se abren fisuras y agujeros: ansiedad, depresión, cansancio. Son los «síntomas» Frente a la patologización o culpabilización de los síntomas, Sztulwark nos invita a escucharlos, a aliarse con ellos, a pensar a partir de ellos. Son los agujeros a través de los que podemos ver más allá y pasar más allá.
La crítica ya no es entonces un discurso exterior, que añade conciencia a una impotencia, sino que nos pasa por el cuerpo y elabora algo del cuerpo. Ya no describe simplemente lo que el poder hace, sino que mira desde lo que se rompe, se quiebra y no se deja capturar. Ya no enjuicia o denuncia desde la superioridad moral, sino que habla y busca el contagio desde las propias heridas, las averías y las grietas. La crítica sintomática nos hace escuchar el estruendo de una batalla que se da a la vez dentro y fuera de nosotros mismos.
Tomar este punto de vista de la plebe interior, que es de nuevo el del reverso y el límite en relación al poder, resulta nuevamente indispensable para hacer el análisis de los dispositivos neoliberales: coaching, transparencia, seguridad, fluidez, comunicabilidad. Sin captar el malestar que roe todas las relaciones sociales no podemos entender nada de nuestro presente. Veremos por ejemplo en los fascismos posmodernos que afloran hoy la enésima «vuelta de tuerca» del capitalismo, cuando en realidad son una respuesta a la crisis de neoliberalismo incapaz de imponer plenamente sus modos de vida.
Indeterminación y co-determinación, grietas y hacer, saberes estratégicos y funcionamientos, plebe y síntomas… Distintos caminos para reinventar la crítica como pensamiento de la pelea, como método de la crisis, como escucha de los agujeros que se abren una y otra vez en la dominación.
Amador Fernández Savater, ¿Qué es el pensamiento crítico?, lobosuelto.com 20/01/2021 [lobosuelto.com]Ante los casos de abusos sexuales a menores de edad algunos alegan que es dificil dictaminar si hubo o no consentimiento por parte del menor, especialmente si se trata de un adolescente. No me parece que éste sea un argumento, sino un insulto a la inteligencia. Sea cual sea la conducta del menor, nada exime al adulto de su responsabilidad. Para mi la cuestión es sencilla.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Se repite por doquier la versión más ramplona de lo ocurrido en el Capitolio de Washington. A saber: que hordas de fanáticos (locos conspiranoicosy neofascistas) manipulados por el (no menos perturbado) presidente Trump, ocuparon el interior del Capitolio con la intención de dar un golpe de mano y obligar a revertir el resultado de las elecciones. Increíble cómo llega a calar un mensaje tan simple (al mismo nivel, de hecho, de los que alientan a la “turba trumpista”) hasta en los medios y personas más sofisticadas.
¿Tan incorrecto es contarlo de otro modo? Por ejemplo: el pasado día 6, miles de ciudadanos, convencidos de la existencia de un fraude electoral generalizado, acudieron a la capital federal a presionar a sus representantes y apoyar a su líder político. Una vez allí realizaron una marcha de protesta hacia el Capitolio, en dónde, muchos de ellos, burlando a la policía, lograron penetrar en el edificio provocando graves disturbios (murieron cinco personas) antes de que la revuelta se disolviera y la gente se marchara a su casa.
¿Notan la diferencia? Por ejemplo: ¿quiénes eran – y a quiénes representaban – esos manifestantes? ¿Son todos los ciudadanos que votaron a Trump (casi 74 millones) una turba de locos supremacistas? Si es así, el país está perdido. Pero es obvio que no es así. Por poco que nos guste, gran parte del pueblo norteamericano (casi la mitad de los electores) apoya claramente a Trump. Y la mayoría no son neofascistas, sino demócratas, moralmente conservadores, convencidos de que la democracia está corrompida por las élites.
¿Que están todos engañados por la demagogia populista de Trump y su camarilla? Seguro. Pero esa idea no es democráticamente pertinente. Defender la soberanía popular no casa con la presunción de que la mitad de la ciudadanía es estúpida y manipulable. O una cosa o la otra. Considerar al Pueblo como la quintaesencia de la legitimidad democrática (cuando apoya nuestras ideas) y, a la vez, como un influenciable atajo de críos (cuando no las apoya), no es coherente (ni democrático).
¿Que no hay pruebas objetivas de fraude electoral? Eso es. Pero la objetividad es siempre un problema en democracia. Si millones de votantes están convencidos de que hubo fraude, y de que todo el sistema conspira para ocultarlo, están en su derecho, no solo de expresar su descontento, sino de promover una insurrección. El derecho del pueblo (y hasta del individuo) a romper con el derecho instituido cuando lo considera irreparablemente injusto es uno de los fundamentos de la democracia liberal, y, quizá, el elemento análogo, en el gobernado, a lo que representa el estado de excepción en el gobernante.
Dicho esto, ¿cómo puede resolverse democráticamente una crisis como esta? Primero, y menos importante (y eficaz): hacer valer el estado de derecho; la ley ha de caer con la contundencia debida sobre las cabezas de los rebeldes, empezando por el presidente (el derecho político a la rebelión tiene – obviamente – su contrapeso en el derecho jurídico a castigar al rebelde que fracasa). Lo segundo, y más importante (y eficaz): restaurar la confianza en el sistema en todos los millones de estadounidenses que han dejado de confiar en él.
Restaurar la confianza y la concordia es una tarea larga y complicada. Y lo último que se debe hacer para lograrlo es censurar las ideas del otro. Aunque las empresas de comunicación (Twitter, Facebook, etc.) tienen todo el derecho del mundo a censurar (de forma muy oportunista en el caso de Trump, de quien se han servido durante años) a quién quieran – para ello son medios privados y tienen la “línea editorial” que les apetece –, el Estado, sin embargo, no. En un Estado democrático no caben “ministerios de la verdad”, sino asegurar que cada ciudadano o grupo proponga el mensaje que le parezca oportuno para que los demás lo valoren libremente. Las “leyes mordaza” (y sus sucedáneos biempensantes, como las leyes contra la “incitación a la violencia y al odio”) conciben a los ciudadanos como menores de edad y promueven un peligroso precedente de control de la opinión pública (¿por qué no malinterpretar y censurar ese mismo artículo, por ejemplo, por ser “demasiado tolerante”con la violencia popular?).
¿Pueden minimizarse, en fin, los riesgos de la libertad sin acabar con ella? Por supuesto. Basta con disponer de una ciudadanía políticamente madura inmune a los demagogos. ¿Que cómo se logra todo esto? Con una sólida educación (ética y crítica) de los ciudadanos. ¿Y estamos en ello? No, en absoluto. Más bien todo lo contrario. ¿Entonces? Entonces es probable que la casi carnavalesca “toma del capitolio” del otro día (con sus armas y sus muertos a balazos – lo habitual en U.S.A –) no sea más que una tímida premonición de lo que está por venir.
He mandado la conferencia por correo antes de darla telemáticamente.
Comienza así: "Cuando algunos sesudos pensadores se han propuesto comprender la singularidad de la vida humana han visto, con razón, que no puede comprenderse haciendo abstracción del tiempo. Estamos, obviamente, en el tiempo, pero lo importante es que el tiempo está en nosotros. El tiempo no es algo que nos pasa, sino algo que nos hace, alterando con su transcurrir nuestro ser y haciéndonos diferentes de lo que éramos. Mi biografía no sólo está en el tiempo, sino que, sobre todo, es el desarrollo de mi tiempo. A esta manera de ser de lo humano, tan singular, se le ha dado el nombre de historicidad.
Y termina así: “Gracias a la vida, muero.”
Este libro, por supuesto, se dirige al colectivo de profesores y educadores, para quienes la enseñanza correcta de las matemáticas depende de la experiencia directa del alumnado y de su familiaridad con los conceptos.
Las matemáticas elementales no son fáciles. Son profundas y, además, bonitas. Desde estas páginas se invita también a los que aprendieron a multiplicar fracciones o a hacer divisiones, pero nunca lo entendieron bien, a ver las matemáticas desde una perspectiva diferente. Pero, su propósito es, sobre todo, ofrecer ayuda al padre o la madre que quieran participar activamente en el proceso de aprendizaje de sus hijos en lo que se refiere a la aritmética, proporcionarles la orientación necesaria para realizar ese acompañamieto.
Sobre el autor
Ron Aharoni (Israel, 1952) cursó sus estudios universitarios en el Instituto Israel de Tecnología (Technion), donde se doctoró en el año 1979 y es profesor en la actualidad. Su carrera investigadora se ha centrado en el campo de la combinatoria y la teoría de grafos. Además de su faceta de profesor universitario ha desarrollado una destacada actividad en el campo de la docencia de la matemática elemental, como prueba la presente obra y en la confección de programas de estudio sobre esta materia para la escuela primaria.
Primeras páginas de Aritmética en familiaDescargaLa entrada Aritmética en familia se publicó primero en Aprender a pensar.
Cada vez estoy más convencido de que la ignorancia mueve al mundo y que un hombre de éxito es, básicamente, un ignorante con suerte.
Cuando se contempla la historia desde esta perspectiva, se añoran las teorías conspìrativas, porque suponen un mundo gobernado por malvados, sí, pero por malvados muy inteligentes y, por lo tanto, el resultado sería un equilibro de poderes forzado por las grandes inteligencias conspirativas repartidas por el mundo.
Cuando leo a un analista político -cada vez de manera más ocasional- sospecho que ha reducido la complejidad de la realidad a su conveniencia, para poner de manifiesto su inteligenca analítica. El lector acaba su artículo convencido de que ese analista le ha desentrañado alguna de las claves ocultas de la realidad, pero en realidad no ha hecho más que manipular la realidad hasta convertirla en pedestal de su ego... o mejor, en pedestal del ego común, dado que cada vez más los medios dan más realce a aquella parte de lo sucedido que despertará la empatía del lector. Cuanta más empatía lectora movilicen, más anunciantes llamarán a sus puertas.
Cuando oigo a un político... me suena todo tan repetido, tan reiterado, tan cacofónico, que siento un poco de pena por él.
Respecto a mí, ignorante convencido, dado que la ignorancia es tan reacia a la lógica, sé que me moriré sin haber comprendido nada realmente relevante de todo este gran teatro del mundo, en el que la auténtica realidad son los actores que llevan tanto tiempo con las máscaras puestas que ya han olvidado quienes son realmente bajo las máscaras. De hecho, si se las quitasen posiblemente no se reconocería. ¿Y qué somos tú y yo, sino espectadores enmascarados que se niegan a aceptar que lo son?
O quizás sí haya comprendido una cosa: que la política puede soportar sin problemas la ignorancia, pero es incapaz de digerir el cinismo.
Estos perfiles son los objetos convertidos en mercancías por los que compiten las empresas depredadoras de datos. Sin embargo, obsérvese que la información tiene algunas características particulares. Como todo lo que ocurre en el mundo, la información tiene una base material en la energía: la cámara que te observa capta frecuencias luminosas, las transforma en señales eléctricas que acaban en circuitos en los almacenes de la nube y son procesados por otros circuitos que almacenan programas o algoritmos. Pero, a diferencia de la energía que nunca desaparece sino que se transforma, la información sí desaparece. Al menos la información útil. La información es datos interpretados por los procesadores algorítmicos que crean a su vez patrones. Pero este proceso es increíblemente frágil: los datos pueden estar corruptos en el sentido de que produzcan información incorrecta, pero, sobre todo, los procesadores de información, por el momento, solamente son sensibles a los datos inmediatos y actuales, no a lo que puede cambiar: observan patrones que dependen de lo que hacemos y de lo que hemos hecho. Por ejemplo, las recomendaciones de Amazon, Spotify o de Google, dependen de perfiles que tienen dos bases: tus últimos consumos y tu historia de consumo. Esta base es sumamente frágil porque como todos sabemos, depende de muchos factores contingente como lo es nuestra propia historia.
Los algoritmos como tales no serían particularmente útiles si no fuese porque interactúan con nuestros cerebros, cuerpos y afectos generando un efecto secundario: no solamente extraen datos de nuestra privacidad, pero esto no sería demasiado peligroso porque siempre estamos cambiando. Lo que hace útiles a los datos es que los algoritmos también producen privacidad. Las listas de Spotify no solamente difunden música, también crean fono-identidades. Las listas de reproducción son objetos con los que creamos nuestra propia subjetividad, las “bandas musicales” de nuestra vida. Lo mismo ocurre con las plataformas visuales y las plataformas de experiencias: Uber y Ryanair nos constituyen como viajeros previsibles, ordenan los movimientos de nuestros cuerpos, Zara o las franquicias nos constituyen como identidades sociales. Recuerdo que, hace tres décadas, en la era del “gimme two” de los outlets de Estados Unidos, cuando alguien me dijo “¡Tommy Hilfiger!, ¡eso es ropa de negros!” (en el barrio Salamanca se escuchan cosas de estas cada momento).
Foucault intuyó estos cambios en su idea de la biopolítica. En estadios primitivos del capitalismo pensaba en prácticas discursivas, en cambios que se reflejasen en el discurso. Fue su etapa genealógica, algo que cambia en sus últimos años cuando comienza a pensar que la creación de instituciones y el saber del estado se sostienen o caen juntas: el estado necesita establecer instituciones que normalicen para que sus clasificaciones se hagan verdaderas. Es un problema básico de información y no de energía. La información desaparece rápidamente, como bien saben los servicios de inteligencia: los secretos no son más que estadios efímeros antes de aparecer en la prensa. Para que la información sea económicamente útil (a diferencia de los secretos sobre lo particular de los servicios de inteligencia) tiene que venir de bases normalizadas y robustas. Los algoritmos son eficientes si y solo si producen identidades, subjetividades inducidas, si no son simples representaciones de datos sino productores de sistemas que producen datos. La base material sobreviniente del complejo C-M-C en el capitalismo global de los big data ya no es solamente un ejercicio de la conservación de la energía. Tiene que controlar continuamente el flujo de datos para que estos produzcan información útil. Obviamente este ciclo se sigue manteniendo sobre nuevas formas de trabajo de las que los algoritmos son solamente colaboradores. Y pensar en estas formas es sin duda una de las tareas más urgentes para entender nuestro tiempo.
Cabrían muchos ejemplos, pero quizás, muy rápida y descuidadamente propondría dos: las subprime que crearon la crisis del 2008 eran producto de la producción de subjetividades neoliberales. La burbuja inmobiliaria no habría existido sin la producción de la identidad: individuo-familia-vivienda. La burbuja actual de la educación no existiría sin la producción de biografías-currículo en las que el deseo de ser una historia normalizada ordena las trayectorias y los préstamos para obtener títulos. Todo eso sería imposible si solo fuesen los algoritmos: se necesitan subjetividades ahormadas. Otro ejemplo próximo ha sido el uso que ha hecho Trump de la información (que pasará a la historia como un genio de la manipulación de los nuevos sistemas informacionales): Trump sabía muy bien del poder performativo de los algoritmos. Sus tuits "fake news!" tenían el objetivo de producir desconfianza de la información y por tanto inutilización de las armas del adversario, al tiempo que sus continuos mensajes producían subjetividades proclives al consumo de sus productos como las teorías de la conspiración. Nadie como él entendió tan bien la fragilidad del algoritmo.
Fernando Broncano, Fragilidad del algoritmo, El laberinto de la identidad 16/01/2021
No hay forma de escapar a esta paradoja: el proceso que constituye el universo (es decir, la historia de la transformación de la energía) sólo aparece muy dilatado en razón de que un ser efímero, “desde su enfermedad, desde su nada”, estupefacto ante su entorno, se esfuerza por ordenarlo y contarlo a la vez que persiste en conferirle un sentido ...
Víctor Gómez Pin, El hombre cuenta (I): desde su enfermedad, desde su nada, El Boomeran(g) 14701/2021
Existe un malentendido muy común sobre el modo en que operan las máquinas y los sistemas. Se piensa que, para superar a los humanos, deben copiar el modo en que pensamos y razonamos. Ese era el fundamento de lo que yo llamo la primera generación de la Inteligencia Artificial (IA). Y ese ha sido el modo en que los economistas se han planteado hasta hace poco la capacidad e influencia de las máquinas. Si querías desarrollar una máquina capaz de derrotar al ajedrez a Gari Kaspárov, tenías que crear un sistema capaz de capturar el proceso razonador que tendría un gran jugador de ajedrez. Lo que ha ocurrido como consecuencia de los últimos adelantos tecnológicos, sin embargo, es que las máquinas son capaces de desarrollar estas tareas de un modo muy diferente a cómo lo hacemos los humanos.
Los sistemas y las máquinas no tienen necesariamente que copiar lo que hacen los seres humanos para ser mejores que ellos. Puedes tener máquinas muy eficaces que no necesiten pensar. La Universidad de Stanford ha desarrollado un sistema que puede diagnosticar si una mancha en la piel es cancerígena de un modo tan preciso como los mejores dermatólogos. ¿Cómo funciona? No intenta copiar el buen juicio de un médico. De hecho, la máquina ni sabe ni entiende de medicina en absoluto. Lo que tiene son datos almacenados de unos 130.000 casos reales, y aplica un algoritmo de reconocimiento de características repetidas a lo largo de esos casos.
Rafa de Miguel, entrevista a Daniel Susskind: "Una máquina no necesita copiar a los humanos para ser mejor que ellos", El País 10/01/2021
Juan José Gómez Cadenas y Aitzol García Exarri, entrevistan a Rafael Yuste: "Con la neurotecnología va a ser posible descifrar la actividad mental de las personas", jotdown.es 30/12/2020
... un factor decisivo para la persistencia de la sospecha anticientífica ha sido lo que Max Weber, en una muy repetida expresión, llamó el “desencantamiento del mundo”, es decir, la desaparición propiciada por el avance de las ciencias del sentido de la reverencia hacia lo existente y de la entrega al misterio; un misterio que, sin embargo, una gran parte de los seres humanos siguen necesitando para dar sentido a sus vidas. Sencillamente hay personas que no soportan tener que aceptar que son una parte más de una naturaleza regida por leyes que no se preocupa de nosotros y en la que no hay magia alguna, ni más misterio que el que implica la limitación de nuestro conocimiento. Es la situación de los que prefieren la calidez vital que les puede proporcionar la creencia en algo trascendente o insondable frente a la sequedad y frialdad de la indagación racional. La modernidad inició la separación entre la imagen popular (manifiesta) del mundo y la imagen científica, y la Ilustración primó la segunda sobre la primera. Son muchos, sin embargo, los que no pueden trasladar esta primacía a sus vidas y deciden que la imagen científica del mundo es algo que no les concierne o incluso que les perjudica. Como ha subrayado el historiador de la ciencia Gerald Holton, la anticiencia ofrece a estas personas una visión del mundo motivadora, estable y funcional. Al fin y al cabo, si la ciencia no tiene todas las repuestas sobre el mundo, ¿por qué no resistirse entonces a su voluntad de controlarlo todo?
Antonio Diéguez, Antivacunas y anticiencia: la frustración por el desencantamiento del mundo, elconfidencial.com 09/01/2021
¿Cuáles son las funciones sociales y psicológicas de las ideologías? Como decimos, orientan al individuo al aportarle un mapa social reduciendo así la complejidad de las sociedades modernas hasta unas generalizaciones muy simples (en casos extremos, patentes falsedades). También es importante que la ideología coordina la acción de todos los miembros que la comparten. Las ideologías facilitan la cooperación entre los miembros de un grupo identitario al coordinar sus creencias y valores y al unificarlas en una narrativa que provee un diagnóstico moral del mundo exterior y de lo que es necesario hacer. La parte negativa, evidentemente, es que las ideologías suponen un serio obstáculo para la cooperación con otros grupos. Es debido al hecho de que las ideologías conectan con la identidad moral que la gente está dispuesta a hacer grandes sacrificios, incluso hasta el punto de dar sus vidas en aras de mantener esas creencias ideológicas. Esta misma estrecha conexión con la identidad moral explica también por qué las ideologías pueden motivar a la gente a hacer cosas terribles a otra gente.
Los seres humanos tienen una profundo deseo -una necesidad irreprimible- de una identidad moral y tienen también una poderosa necesidad de pertenencia, de reconocerse como miembros de algún grupo o grupos y las identidades de grupo que tienen un sustancial componente moral satisfacen ambas necesidades. Las ideologías divisivas acentúan (o incluso crean) las identidades morales de grupo y lo hacen contrastando el grupo que es central para nuestra identidad con otro grupo que suele ser caracterizado de una manera amenazante. Nosotros somos la fuente de todo lo que es bueno y justo en una sociedad debido a nuestras admirables virtudes mientras que Ellos son la fuente de todo lo que es malo y erróneo debido a sus vicios. Si Nosotros conseguimos moldear la sociedad según nuestros virtuosos valores, todo irá bien. Si ellos triunfan y preservan el orden social que respalda sus valores, las cosas irán muy mal.
De manera que las ideologías son heurísticos, una especie de atajos mentales para orientarnos sin tener que estudiar datos ingentes de información, lo que nos impediría actuar dadas las criaturas finitas que somos. Por ejemplo, las ideologías nos indican a quién escuchar y a quién no. Si es uno de Nosotros pues se merece que le escuchemos; si el que habla pertenece al Ellos, entonces ya sabemos que está contaminado por todos los defectos de “esa gente” y no hay que escucharle. O bien no tiene información o bien no es honesto. Además, ocurre otra cosa: si tú escuchas a los miembros de lo que tu grupo considera Ellos, eres sospechoso para los miembros de tu grupo. Rehusar escucharles a Ellos es una clara señal de identidad y solidaridad con el grupo. Si escuchas podrías contagiarte de sus ideas patógenas y tu propia disponibilidad a escuchar indica que puedes ser desleal. Así que las ideologías funcionan como una especie de Sistema Inmune anti-creencias que te aísla y te protege de creencias que podrían falsificar las tuyas lo mismo que el sistema inmune te protege de patógenos.
Conviene volver a señalar cuál es el problema del tribalismo, aún a riesgo de resultar repetitivo. El problema no es que el tribalismo anule nuestra mente moral y nos lleve a actos inmorales destructivos, no. El problema del tribalismo es que utiliza nuestra mente moral, se sirve de la fuerza destructiva de nuestra convicciones morales, que son vividas como mandatos morales y la dirige hacia la exclusión, la discriminación o incluso la violencia. El problema es que el tribalismo aprovecha los principios morales existentes y el poder de motivación y de compromiso de nuestra identidad moral y de nuestras convicciones morales para producir un resultado inmoral. El tribalismo es nuestra mente moral en acción, nuestra moralidad cometiendo actos inmorales. Esto es lo que hace que la retórica del tribalismo sea tan efectiva, y tan peligrosa. Más que vencer o anular nuestros principios morales básicos, los absorbe, los incorpora y los redirige hacia objetivos inmorales explotando la motivación y la mente moral al servicio de la inmoralidad.
La conclusión de todo lo que estamos comentando es el grave peligro que las ideologías -y el tribalismo intrasocietal que generan- suponen para la convivencia y para la democracia. Un ingrediente esencial del juego democrático es ver a nuestros adversarios ideológicos como potenciales copartícipes en el proceso de determinar entre todos cuál es el bien común y cuáles son los caminos para conseguirlo. Es decir, implica contemplar a los que piensan diferente como seres razonables, como personas decentes y honestas que tienen otras ideas. La democracia requiere aceptar que en una sociedad hay diferentes visiones y opciones legítimas y que la gente va a votar y elegir entre ellas. Pero el ambiente que se ha generado en muchas de nuestra sociedades modernas es que sólo hay una opción legítima (la nuestra), que sólo se puede pensar una cosa y que los que piensan de forma diferentes son una amenaza, hasta el punto de que, como hemos visto, está creciendo la convicción de que estaría justificado recurrir a la violencia para impedir esas otras opciones que ya no son legítimas. Jonathan Rauch dice en su libro Kindly Inquisitors: “Una sociedad liberal se sostiene sobre el principio de que todos debemos tomar en serio la idea de que podemos estar equivocados. Esto significa que no debemos poner a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, fuera del alcance de la crítica; significa que debemos permitir que la gente se equivoque, incluso cuando el error ofende y molesta, como a menudo sucede”. No parece ser ésta la norma por la que nos estamos guiando ya.
El tribalismo intrasocietal movido por la ideología está haciendo que la democracia sea imposible al minar el respeto entre iguales que requiere. Parece que esto es lo que está ocurriendo en EEUU, como hemos visto, así como en otros lugares. La democracia no funciona si ves a la gente que piensa de forma diferente como la encarnación del mal y, por lo tanto, como gente con la que no sólo no se puede colaborar sino que son una fuerza peligrosa que hay que derrotar. El tribalismo ideológico está erosionando nuestras sociedades y está generando un riesgo muy grande de violencia y de ruptura. Es urgente reconocer el problema y buscar soluciones.
Pablo Malo, El Tribalismo Ideológico amenaza nuestras sociedades y no sólo en los EEUU, Evolución y Neurociencias 08/01/2021
La "Farruca" de Pablo Sorozábal.
Y de postre, para que se vea la versartilidad de este genio, el fox-trot Si tu sales a Rosales.
Suelo decir, más de veras que de bromas, que uno sabe, fatalmente, que es viejo cuando esá más pendiente de sus rodillas que de las rodillas de la vecina.
Pero, en realidad, ahora sé que este de las rodillas es sólo el primer síntoma de una completa metamorfosis existencial.
Hay otros muchos síntomas que no dejan de sorprenderme, y no siempre para mal. Por ejemplo: encuentro hoy más intensidad musical, mucha más, en un pasaje cualquiera de La del manojo de rosas o de La tabernera del puerto que en la obra completa de Led Zeppelin. Y, para muestra, un botón (un botón sublime, ciertamente).
... la tendencia a adoptar un comportamiento político o a decidir el voto no por la afinidad a un partido, sino por oposición a otros partidos que disgustan o que, incluso, se odian no es nueva, parece cada vez más general. Pero el hecho más notable es el aumento de las estrategias de polarización y confrontación que cultivan intensivamente los sentimientos que alimentan esta tendencia para cosechar sus frutos.
Pero el cultivo intensivo del partidismo negativo con estrategias de polarización y confrontación tiene consecuencias. Como el surgimiento de formas de liderazgo en las que el líder busca ganar o mantener apoyo para él y su partido explotando en sus partidarios potenciales la percepción de que quienes antes eran adversarios políticos ahora son enemigos del pueblo y de que él mismo, aunque quizás no sea la personificación más carismática de la nación que estos rivales quieren supuestamente destruir, es quien mejor representa en caricatura en el presente el desprecio y el odio contra estos enemigos que comparten. Los efectos de la irrupción de estas formas de liderazgo incluso en viejos partidos de gobierno que han pretendido lucrarse electoralmente presentando cabezas de lista de perfil antiestablishment se han podido constatar más de una vez en los últimos tiempos. Estos efectos tienen mucho que ver con la lógica con que se argumentan, que promueve que los seguidores habiten mentalmente en una realidad basada en la imagen del momento de excepción o de la nación en peligro en que la constitución, las leyes y la separación de poderes dejan de verse como garantías y aparecen como estorbos insoportables e ilegítimos para la democracia. Los hechos del Capitolio pueden interpretarse como una conclusión de estas premisas. Y también ilustran hasta qué punto el consumo político de estrategias de confrontación para cultivar el partidismo negativo puede alimentar las conspiraciones sediciosas y perjudica seriamente la salud de las instituciones democráticas.
Josep Maria Ruiz Simon, El partidismo inverso, La Vanguardia 12/01/2021
"Auzolan" significa en euskera “trabajo vecinal” y es una noble virtud republicana en la medida en que, como decía Cicerón, “res publica, res populi” (los asuntos públicos, son los asuntos de la gente).
El "auzolan" es una colaboración voluntaria y gratuita de los vecinos en una tarea común de cuyo resultado se deriva un beneficio colectivo, por ejemplo, la apertura o el mantenimiento de un camino, la construcción de un edificio público... o la limpieza de la nieve acumulada en las aceras.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Ahora que andamos con los propósitos de año nuevo, recuerdo aquello que me decía un talentoso profesor de ética en la Universidad. ¿Quieres saber cuál es el secreto de una vida feliz? – me preguntó un día mientras charlábamos después de clase –. Claro – le dije yo, esperando una prolija y sesuda explicación –. Pues el secreto – dijo – no reside más que en estar contento.
Aquel profesor no solía hablar en vano. Era tan bueno como exigente con sus alumnos (paradójicamente, no se contentaba con poco a la hora de evaluarnos). Así que me quedé pensando: no podía contentarme con esa respuesta tan simple.
¿Qué es eso de “estar contento”? No es solo conformarse con lo que hay, pues la expresión también denota alegría. El que está “contento” reprime o relega sus deseos (de otra cosa) pero, por raro que parezca, en ese estado de contención encuentra una suerte de alegre plenitud.
La contención de los deseos es una de las dos formas tradicionales de concebir la felicidad. La otra es la de desatarlos. La primera fórmula, haciendo una burda simplificación, es la que típicamente se atribuye a la teosofía oriental, y la segunda es la que, a grandes rasgos, nos define a los occidentales.
La concepción “occidental” de la felicidad es, desde luego, más ambigua y mestiza de lo que acabamos de decir (tal como la oriental, a poco que se profundice). Por ejemplo: si desde nuestra raíz más puramente griega la felicidad se entiende (no sin matices) en el marco de una moral inconformista dirigida al logro de metas y deseos, desde nuestra raíz más oriental o semítica esa ambición incontinente se entiende como el mal supremo. Esta ambigüedad aparece ilustrada, por cierto, en dos de los mitos mayores de nuestra civilización: el mito de la caverna platónico y el mito hebreo del Génesis. Así, si, según el mito platónico, hemos de abandonar la inocencia originaria – entendida como un estado de imperfección – para iniciar un inacabable periplo guiado por el eros (deseo) de todo lo bello, bueno y verdadero, lo debido, en el mito bíblico, es justo lo contrario: contentarnos con ese estado inicial (y edénico) que es la inocencia y reprimir la ambición (sobre todo la de saber y “ser como dioses”), so pena de incurrir en el peor de los pecados. ¿Qué hacer entonces?
Entregado al deseo, la situación del ser humano es trágica. Su afán de infinito se troca en un infinito afán siempre imposible de satisfacer; algo que no le ocurre ni a los animales ni a los dioses (los animales porque no saben todo lo que les falta, y los dioses porque saben que todo lo tienen); solo el ser humano tiene una noción del todo, siendo tan solo una parte y, por eso, no se conforma con nada. Una misteriosa intuición de lo perfecto que, lógicamente, no tiene nada que ver con este mundo, le impide contentarse con él. “Neti neti” (no es esto, no es aquello) repiten sistemáticamente los brahmanes hindúes ante cualquier intento de dar forma a lo divino. Nada es ni será nunca tan perfecto como soñamos.
Frente a este estado de frustración crónica que da el vivir a tenor de los deseos, el modelo moral oriental recomienda la contención, el “estar contento”. Esta concepción “zen” de la felicidad choca, sin embargo, con varios problemas. El principal es que niega nuestra entidad individual. Todo lo que particularmente somos (conciencia, historia, proyecto) y lo que asociamos a la vida (el movimiento, el amor a lo que nos falta, el anhelo de perfección, el deseo de “dejar huella”) son cosas ligadas al deseo. Si lo sustituimos por una serena y estática aceptación de “lo que es”, toda nuestra individualidad se desvela como vana – se desvanece –.
¿Qué hacer, entonces, para vivir como debemos y ser felices? ¿Eclipsarnos humildemente para dejar que sea lo que, sin distinción ni tiempo, es? ¿O intentar brillar, soberbios, en el empeño de realizar todo lo que particular y temporalmente podemos llegar a ser? ¿Callar o hablar? ¿Negarnos – para serlo todo –, o afirmarnos y tomar distancia – para pensarlo –? ¿La confianza o la duda? ¿Perdernos (o salvarnos) en Dios, o perdernos (o salvarnos) de él?
Claro que también cabe un cierto término medio: podemos contentarnos y aceptar esa incontinencia que trágicamente nos define, o, también, entender la continencia como un horizonte imposible pero eterna e incontinentemente deseado. Un horizonte que, al menos – y como aquella zanahoria del burro – nos haga sentir que vamos hacia algún lado, aunque, al fondo y en el infinito, todo sea siempre y en cada parte lo mismo. Menos es nada.
Ráfagas de lluvia intermitente contra los cristales, formando regueros de lágrimas que la gravedad arrastra caprichosamente; las copas de las jacarandas sacudidas por un viento arremolinado, que les arranca esas hojillas minúsculas e insidiosas que irán apareciendo misteriosamente por la casa durante los próximos días; las nubes bajas, densas, desfilando lenta y pomposamente; el mar revuelto; la manta sobre las piernas y un libro entre las manos. Frente a los desplantes de la naturaleza anónima, la resistencia del paso de las hojas. Estoy entretenido con la maravillosa coleccción Medio Siglo de Historia, publicada por la Editorial Purcalla en los años cuarenta. Cada tomo es una delicia, bien escrito, riguroso, bien documentado, ameno, con una combinación precisa de lo anecdótico y lo categoríal y, sí, de vez en cuando, con una pleitesía a los tiempos.
En el número 1 de Gedeón, Silvela aparecía ya caracterizado como "la daga florentina".
Se decía que no había intervención suya en el Parlamento en la que no hubiera que lamentar desgracias personales.
@font-face {font-family:"Cambria Math"; panose-1:2 4 5 3 5 4 6 3 2 4; mso-font-charset:0; mso-generic-font-family:roman; mso-font-pitch:variable; mso-font-signature:-536870145 1107305727 0 0 415 0;}p.MsoNormal, li.MsoNormal, div.MsoNormal {mso-style-unhide:no; mso-style-qformat:yes; mso-style-parent:""; margin:0cm; mso-pagination:widow-orphan; font-size:12.0pt; font-family:"Times New Roman",serif; mso-fareast-font-family:"Times New Roman";}.MsoChpDefault {mso-style-type:export-only; mso-default-props:yes; font-family:"Calibri",sans-serif; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-fareast-font-family:Calibri; mso-fareast-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-bidi-font-family:"Times New Roman"; mso-bidi-theme-font:minor-bidi; mso-fareast-language:EN-US;}div.WordSection1 {page:WordSection1;}
Ando con Silvela un político tan inteligente y trabajador como débil para enfrentarse a los vértigos de la política. Cánovas lo captó muy bien. Ayer, por la noche, mientras andaba subrayando párrafos enteros, el eco de la casa me trajo dos frases de no sé qué una película que echaban en no sé qué cadena de la tele:
- "¡Cuidado con la mediocridad, es un parásito de la mente!"
- "Un tonto, por definición, es el que convierte todo lo que no comprende en un chiste".
Por supuesto la mediocridad acechante no es la ajena, sino la propia, la que nos acompaña nativamente como nuestra sombra. Respecto a la segunda frase, adviértase que la ironía no hace chistes.