Esta mañana he mantenido una disputa considerable, a cara de perro, con un vecino de mi pueblo. Creo que tenía razón yo, pero eso, ahora y aquí, es lo de menos. Lo importante es que al final de la bronca me ha llamado "altivo". Y yo he pensado que no debía enfadarme con alguien que que sabe utilizar este adjetivo. Pero él se ha dado media vuelta y se ha ido, muy enfadado, y no he tenido oportunidad de decírselo. Si por casualidad me lee, que sepa que, por mi parte, todo olvidado.
I
Fui un gran dormilón. Hasta bien entrada mi juventud, el paraíso era para mí un lugar en el que podías dormir ininterrumpidamente cuanto quisieras y nadie vendría a arrancarte de la cama con premuras. Ahora, sin embargo, hay días que a las 5 de la mañana ya estoy leyendo o escribiendo. Y resulta que me gusta madrugar y seguir el amanecer cotidiano, tan igual, tan nuevo, tan distinto día a día.
II
Hay libros que se te resisten. No es que no te gusten. No es que no los consideres relevantes. No es que estén mal escritos... Es, simplemente, que se te resisten. Comenzaste a leerlos hace meses y los tienes aquí delante llamándote la atención. Los coges. Lees unas cuantas páginas. Subrayas tal o cual idea que te parece brillante. Y los dejas para leer otras cosas. Pero no los abandonas. Es lo que me está pasando con "La presentación de la persona en la vida cotidiana", de Erving Goffman (Amorrortu, 1987).
III
Hay encuentros que dejan un sabor largo y cordial en la memoria, y te gusta darles una vuelta y volver a rememorar aquel gesto, aquel detalle, aquella palabra. Es lo que me está pasando con mi visita a la escuela La Pau.
IV
Olga Sanmartín me cita en un artículo de El Mundo: «Sabemos lo que somos capaces de recordar. Por tanto, cuanto menos seamos capaces de recordar, menos sabemos», sostiene el filósofo Gregorio Luri, que arremete contra aquellos que dicen que aprender de memoria no sirve para nada porque todo está en internet. «¿Para qué viajo si todo lo puedo ver en internet? Viajo porque la experiencia es sólo mía. Y lo mismo pasa con el conocimiento», argumenta el autor de La escuela no es un parque de atracciones.
Luri recuerda que una vez un profesor le preguntó: «¿Para qué sirve aprenderse de memoria una fecha histórica?» y él le respondió: «Aprenderse una fecha histórica no sirve para nada. Aprenderse 10 fechas es útil. Y aprenderse 30 permite tener un mapa cronológico de la Historia».
"El feminisme posthumà és capaç de fer una anàlisi pertinent de les relacions de poder contemporànies, perquè ha renunciat tant a la visió liberal de l'individu autònom com a l'ideal socialista del subjecte revolucionari privilegiat."
Rosi Braidotti: Feminisme posthumà
"Nosaltres, que no som-tots-el-mateix-però-que-estem-junts-en-això.2
Cal coneixement posthumà per afrontar:
I
Estar jubilado es una buena cosa. Te permite, primero, seguir vivo, y, segundo, disponer de tiempo para bajar tus ideas de la nebulosa de tus pensamientos a lo concreto de la escritura. Con este descenso siempre se enriquecen, porque escribir no es solo un medio de transmitir ideas. Es, sobre todo, un medio de tenerlas. Escribir con libertad significa con frecuencia, someterse a la lógica que va desplegando tu propia escritura. Si, además, eres un poco disciplinado y lees cada día un par de horas (al menos) y escribes otro par (al menos), el trabajo cunde.
II
Escribo "el trabajo cunde" y pienso en un verbo que utilizaba mi madre y que yo hace tiempo que he dejado de utilizar. "Aunecer". Significa aumentar, cundir, dar de sí o rendir una obra o trabajo. Me imagino que proviene del latín "adolescere", "crecer". Recuerdo la expresión "aunece más que el arroz".
Es curioso comprobar cómo estas palabras se despiertan y sacan la cabeza del fondo de tu memoria, impregnadas de recuerdos antiguos, demostrando así que la memoria es mucho más compleja y menos olvidadiza de lo que tendemos a pensar.
III
Sobre aprender de memoria. Cada vez que oigo eso, hoy tan común entre pedagogos a la violeta, de que no hay que aprender cosas de memoria porque se olvidan pronto y además todo está en internet, pregunto: "¿Y para qué viajar, si todo lo que puedas ver ya lo tienes en un vídeo en internet?" En este caso se me suele contestar que para tener la experiencia propia de algo. "Pues por eso mismo hay que memorizar, para guardar la experiencia propia del conocimiento.
Aumentar. cundir. dar de sío rendir una obra o trabajo.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Esta última semana hemos asistido de nuevo a la controversia acerca de si disfrazarse de rey Baltasar sin tener la piel negra es o no una práctica racista. Algunas asociaciones y opinadores de tendencia progresista piensan que sí, comparando el hecho con esa especie de delito moral que es el «blackface» norteamericano (severamente castigado allí con la pena de cancelación). Ahora bien, ¿es esta posición razonable aplicada a nuestros reyes y pajes navideños? Atendamos a los argumentos de la acusación.
El primero y principal es que disfrazarse de negro era común en ciertas operetas decimonónicas en las que se caricaturizaba de forma humillante a los negros, por lo que disfrazarse también ahora supondría una autorización implícita de aquellos viejos y denigrantes espectáculos y un insulto a todo el colectivo. ¿Es este un buen argumento? La verdad es que no. Aceptarlo supone incurrir en la falacia de enjuiciar la totalidad de una práctica (maquillarse de negro) por el uso particular que se hizo originalmente de ella (maquillarse así para burlarse de los negros). Y esto no es muy sensato. Si fuera justo no hacer nada que otros hayan hecho antes con aviesas intenciones, sería injusto hacer casi cualquier cosa. ¿Deberíamos entonces negarnos a llevar un pendiente en la nariz (objeto con que se hacía algo más que burla a los esclavos negros), o dejar de adorar crucifijos (dado que también los usan los fantoches criminales del Ku Klus Klan), o negarnos a interpretar ciertos temas de jazz por haber sido popularizados en aquellos «minstrels» en los que se caricaturizaba a los negros hasta principios el siglo XX? Todo esto no parece lógico: algo puede ser aceptable independientemente de su origen; y quien se maquilla de negro para encarnar al rey Baltasar y su corte de pajes no lo hace hoy para burlarse de las personas negras, sino para encarnar la figura de un rey oriental sabio, justo y generoso.
Otro argumento esgrimido por los que se oponen a la tradición de los baltasares maquillados es que esto invisibiliza o contribuye a marginar a las personas realmente negras, que son las que deberían representar a dicho rey mago en celebraciones como la cabalgata del cinco de enero. Ahora bien, este argumento confunde el rito teatral de la cabalgata con un problema social. Y no son lo mismo. Una cosa es que en un rito festivo haya maquillaje y disfraces, y otra que se discrimine (en ese rito o en cualquier otro ámbito) a quien no sea blanco. Tan lícito es lo primero como inaceptable lo segundo. Maquillarse de negro es tan legítimo como ponerse una barba postiza o una capa real. No conozco ningún criterio estético serio (ni el del realismo más naíf) que impida a alguien representar cualquier papel si lo hace bien, independientemente del color de su piel, su género u otras circunstancias particulares. Y si nadie en su sano juicio pediría que quien hiciera de Melchor fuera realmente un mago venido de Oriente y perteneciente a la realeza, tampoco se debería exigir que quien representara a Baltasar tuviera que ser obligatoriamente negro. Otra cosa, esta sí repudiable, es que se margine o invisibilice a las personas de piel negra, y no se las acepte para representar a Baltasar (o a Melchor, o a Gaspar, o a lo que sea) solo por ser negras, y no por no ser actores o personas relevantes para la comunidad, que son dos de los criterios más frecuentes para escoger a quienes hacen de Reyes Magos en las cabalgatas. En las cabalgatas que conozco, al menos, se escoge a las personas que van a representar a los RR.MM. por su relevancia social, y no me parece mal que esto sea lo que prime por encima del color de piel (al contrario sí que me parecería racismo). Otro asunto, distinto, es que todas las personas, sean del color que sean, puedan aspirar en igualdad de condiciones a esa relevancia social, pero esto, digo, es otro asunto, previo y más trascendental al de quién se disfraza de Baltasar en una cabalgata.
Un tercer argumento es que disfrazarse de Baltasar con maquillaje incluido supone hacer una caricatura insultante que fomenta prejuicios. ¿Pero es esto necesariamente cierto? Piensen que cualquier disfraz implica casi consustancialmente hacer una caricatura o síntesis de aquello que representamos a través del maquillaje, la ropa, los ademanes, etc. ¿Deberíamos entonces prohibir todo disfraz (no solo de negro, sino también de blanco, pijo, ruso, roquero, geisha, obispo, mendigo…), toda vez que siempre podría haber un colectivo acusándonos de estar haciendo una caricatura prejuiciosa de sus rasgos identitarios? Tomen nota, ahora que se acerca el carnaval…
Pero incluso si fuere ese el caso (que dudo que lo sea en el caso de nuestras cabalgatas de Reyes), ¿por qué habríamos de censurar las caricaturas? No veo por qué en una sociedad libre, abierta y plural no se haya de poder caricaturizar todo lo que se desee, siempre que la intención no sea la de agredir o discriminar a nadie, y que se trate del lugar y el momento adecuado (vale en un carnaval o una revista satírica, pero no en un parlamento o aula de enseñanza).
Un cuarto y último argumento es el de que los niños no creen con el mismo fervor en los Reyes Magos si Baltasar no está encarnado por una persona realmente negra. Pero esto me parece francamente ridículo. Los niños no tienen una imaginación necesariamente realista, y son bastante duchos en el juego simbólico: pueden aceptar perfectamente a un actor no negro haciendo de Baltasar (como han hecho siempre) mientras posea los correspondientes atributos simbólicos (entre ellos, la tez morena), y sin que dichos atributos tengan que ser reales (¡para algo son magos!). Igualmente, podrían aceptar un Rey Mago mujer o un Papa Noel asiático, siempre que los personajes portaran dichos atributos simbólicos (corona, barriga, etc.). Si los niños solo pudieran ilusionarse con personajes realistas Disneylandia tendría que cerrar mañana...
Por cierto, y como me las veo venir: con todo esto nadie quiere decir que no haya que luchar ferozmente contra el racismo (como se ha hecho desde esta columna tantas veces), sino solo que hay que ser más sensato y no dar pretextos al enemigo para que ridiculice esa misma lucha – ni motivos a los amigos para que tengan miedo de ella –. Eso es todo.
I
Aquí, en Ocata, el invierno sigue demorándose. Hace fresco, pero es un fresco tonificante, casi cordial, que se combate bien con un poco de ropa y una bufanda. Al atardecer apetece salir de casa y apretar el paso por las calles del pueblo.
II
Una universidad me invita a visitar Perú. He aceptado encantado. ¿Acaso una persona en sus cabales puede negarse a visitar ese país? Nunca me ha interesado mucho viajar a África o a países exóticos y remotos del Oriente, pero América... América ha formado parte de mis sueños desde que en la remota infancia jugaba a indios y vaqueros. Cuando en mi primer viaje a los Estados Unidos recorría California, Nevada, Utah, Arizona y Nuevo México, tenía la permanente sensación de estar viajando por mi propio imaginario. Todo me recordaba a alguna película o a alguna novela y me veía a mí mismo dentro de esos recuerdos. Después he viajado a México, a la República Dominicana, a Colombia, Ecuador, Uruguay... y allí quedaba Perú, como una ilusión postergada a la que, sin embargo, era imposible renunciar, porque sería como renunciar a mis lecturas juveniles de Vargas Llosa o Brice Echenique. Hay muchas cosas de España que solo se ven desde América y hay muchas cosas de América que solo se comprenden desde España.
III
Mail de Betty:
"Savez -vous que le compagnon de Gabriel Attal s’appelle Stéphane Séjourné, député européen et proche conseiller de Macron?
Ah! Laurette, Serge, qu’êtes-vous devenus dans le placard de G.?"I
Es curioso nuestro tiempo. Lo posible parece haberse comido lo real de tal manera que no nos sorprende que una mujer quiera casarse con un árbol, un loco se corte una pierna para demostrar su dominio de sí, o un excéntrico médico chino anuncie la posibilidad de un transplante de cabeza, pero convertimos en noticia, en todos los medios, el hecho de que en invierno haga frío.
II
Ayer por la mañana desayuné en el Café de la Ópera, en las Ramblas. Hacia al menos 30 años que no entraba allí. Todo es distinto, aunque todo está igual. Ayer me pareció solo un café caro que conservaba una decoración de otro tiempo. Después fui a grabar un programa de televisión y acabé la mañana en unos grandes almacenes, aprovechando las rebajas. No había más que jubilados con sus mujeres que tardaban una eternidad en salir de los vestuarios. En la mayoría de los casos ellos eran maniquís de los caprichos de ellas. Ellos insinuaban querer estos pantalones o aquella camisa, pero ellas decidían qué pantalones y qué camisas les iban bien. Y solían tener razón.
III
Cada cosa que nos pasa no es sino el último eslabón de una larga cadena de improbabilidades que viene a dar casualmente en nosotros. ¿Qué probabilidades había de que ese señor, precisamente ese, salga del vestuario con ese pijama puesto, me pida que le vigile las cosas y se recorra media planta en busca de otro pijama dos tallas mayor? ¿Y de que en el tren de vuelta a casa se siente frente a mí una joven brasileira con el cuerpo atravesado por piercings? Podríamos decir que nuestra biografía es el intento de convertir la sucesión de lo improbable en un relato con introducción, nudo y desenlace.
Neurologia de la maldat. Contra-pedagogías de la cruedad, Rita Segato. Denúncia del "pensamiento edificante" (per exemple, atribuir el mal a psicòpates). Vergonya d'espècie. Naixem ja començats. Som animals intersubjectius; jo soc un teixit de relacions. Deshumanitzar l'altre no és l'única forma de mal, hi ha vegades que no deshumanitzes, sino que humanitzes, per exemple perjudicar algú a la feina. Indiferencia quotidiana respecte el mal. Diferència entre reaccionar i respondre. Respondre és reflexionar abans de donar resposta.
Foto de Mo Eid |
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Es bueno obsesionarse con los planes y propósitos de año nuevo? Por supuesto. Hacer planes tiene muchísimas ventajas. Es útil para fingir que controlas tu vida, para soñar, para entretener el amor, para gozar con los amigos y, sobre todo, para no hacer otra cosa que esa. Hacer planes es algo tan insuperablemente bueno que, de hecho, anula cualquier otra posibilidad de acción.
Que planear sea un bien insuperable es algo que todo el mundo sabe. Por mucho y bueno que sea lo que hagamos, siempre podemos soñar o planear algo mejor. Nuestra capacidad de imaginar es infinita; nuestras fuerzas, no. Entonces, ¿para qué matarse intentando llevar a cabo lo que nos proponemos? ¿No es mejor pasarse el día concibiendo y compartiendo ensueños? ¿Quién quiere ser una alienada hormiga amontonando logros en lugar de la cigarra que los inspira? Los humanos, como decía el poeta, estamos hecho de la materia de los sueños.
Que los seres humanos somos más cigarras que hormigas está claro. Nos define lo que hacemos con la cabeza, no con las manos. Para esto último (y para la parte mecánica de lo primero) ya están las máquinas. De ahí el lógico desprecio a los oficios menestrales y mecánicos que nos deshumanizan, y el gusto por la especulación y el vagabundeo mental. En esto, los católicos latinos siempre tuvimos la razón frente el sombrío culto al trabajo de los protestantes anglosajones. Y que estos hayan impuesto su diabólico mundo de hormigas, consagrado a los peores vicios (esa obsesión por explotar, producir, acumular…), no desdice la superioridad moral de nuestros hidalgos, filósofos y santos, dados al ocio, la contemplación y a una saludable pobreza (que no miseria) material.
Deshágase, pues, la idea de que procrastinar es un vicio. Lo será para algunos bárbaros. Aquí lo reconocemos como una virtud. Y de las mayores. El ser humano se realiza procrastinando, esto es: deseando, proyectando, imaginando y pensando, sin nunca pasar de ahí… Más que nada porque no hay «a donde pasar». Toda realización de lo planeado es por fuerza dolorosa, decepcionante, mortal e inútil. Ya lo decía Oscar Wilde: «cuando los dioses quieren castigar a los hombres les conceden sus deseos».
Un viejo cuento pitagórico afirmaba que de los tres tipos de personas que van a un estadio, solo el espectador hace lo que no puede hacer ningún otro animal: contemplar ociosa y libremente el mundo. El resto – el comerciante, el atleta – no hace más que someterse a la ley natural del interés y el músculo (y que nuestra sociedad idolatre hoy a comerciantes y deportistas ofrece la medida justa del desastre). Es por ello por lo que grandes artistas y pensadores se han dedicado «solo» a idear y teorizar con mayúsculas. ¿Para qué más? (ya vendrían discípulos y escolásticos a hacer lo más minúsculo y degradante). Incluso el protestante Kant reconoció que la libertad y perfección de los humanos solo podían darse en el ámbito etéreo de los fines, y no en el de las acciones mundanas, fatalmente determinado por las leyes físicas.
Así que ya saben: no se dejen tentar por la conformista y mortal tentación del hacer. No hay caricias, versos, amores ni mundos que puedan superar a los que albergamos en nuestra calenturienta sesera. Ni placer más excelso que compartir delirios. Recuerden cuántos castillos en el aire (negocios, viajes, proyectos, teorías salvadoras del mundo…) hemos edificado con amigos y amantes, gozando de cada pieza, y sin necesidad de exponerse al fracaso, contraer deudas, pagar comisiones morales o dejar muertos en las cunetas.
No hay peor pecado que lo que los pobres de espíritu llaman «acción» (y que no es más que triste pasión del alma sometida a lo que ni le va ni le viene). Tenemos el mundo podrido de tanto botarate hiperactivo no dejando infinitamente para mañana lo que se siente torpemente impelido a hacer cuanto antes, sin realmente hacer ni aprender nada. El verdadero sabio aprende de la reflexión, no de la acción (solo el más burro tiene que dejarse caer para descubrir la fuerza de la gravedad). Mientras que el paladín del hacer cosas pierde el tiempo, el que procrastina lo hace. «Hacer tiempo», y no ocuparlo vana y angustiosamente; esa es la clave de una vida buena y feliz.
Dicho todo lo cual, y frente a la legión de bandarras que ofrecen cursos para no procrastinar, propongo hacer de la procrastinación (palabra horrible cuya pronunciación dan ganas de aplazar sine die) una suerte de nuevo culto. Lo llamaría «dejadismo» (o algo así), y sería un término medio entre el «hacer todo lo que deseas» del protestantismo triunfante, y el «hacer por no desear nada» del budismo alternativo; su principal y único mandamiento sería este: «limítate a desear». ¿Os parece esto poco? Pues es lo mejor que tenemos. Así que, ya saben: a soñar los mejores planes para este 2024. Con el firme propósito de no cumplirlos.
I
"A veces pienso -me dice M. en el cercanías- que soy la versión desechada de mí mismo".
No le hago caso, sé que simplemente le gustan las frases así, un poco dramáticas, pero en cuanto me quedo solo -¿no te sabrá mal, verdad, M.?- la escribo en el móvil para no olvidarla. Al llegar a casa decido recuperar el blog. A ver si consigo mantenerme fiel.
II
Decidí comprarles un pastel a los curas del pueblo y me presenté en la casa parroquial con él, tan ufano. Pero a pesar de que llamé con insistencia en la gran puerta de la entrada, no me abrieron. Al dar la vuelta a la casa vi que estaban en una planta superior de sobremesa. Intenté llamar su atención, pero como no lo conseguí, me fui para casa con el pastel en la mano. El problema es que estaba de Rodríguez y me parecía excesivo para mí solo. En esto vi que venía en dirección contraria a la mía una mujer relativamente joven a la que la vida no ha tratado nada bien y ella, para resarcirse, no para de beber cerveza, desde primera hora de la mañana. Se nota bien por dónde ha pasado a lo largo del día por el reguero de latas de cerveza vacías que va dejando.
- ¿Quieres un pastel? -le pregunté.
- ¿Qué?
- Que si quieres este pastel...
- Así, sin más.
- Sin más.
¿Pero por qué?
- Porque estamos en navidad.
Se lo di y lo aceptó con una cara de perplejidad un poco desconcertante.
- ¿Te puedo dar un abrazo? -me preguntó.
- ¡Claro!
Y se me abrazó como si yo fuera el salvavidas provisional de su naufragio.
- Muchas gracias -me dijo.
- De nada. Déjalo un par de horas para que se descongele.
Seguí mi camino y la dejé a mi espalda. A los pocos pasos escuché de nuevo su voz. Me volví. Ahora estaba acompañada de dos hombres que parecían haber salido de la nada. Los reconocí. Poseen la misma afinidad por la cerveza.
- ¿Puedo compartir el pastel con mis amigos?
- Es tuyo. Puedes hacer con él lo que quieras.
- Feliz Navidad.
La nueva ley europea de Inteligencia Artificial (IA) prohíbe los sistemas automáticos y remotos de reconocimiento biométrico, una tecnología racista, clasista y propensa a cometer errores, con excepción del contexto migratorio y policial.
Y nos preocupa la IA. Europa acordó esa primera ley de IA en noviembre, poco después de que Joe Biden emitiera una orden ejecutiva para someter su desarrollo a la seguridad nacional. El partido comunista chino prohibió entrenar modelos con contenidos que promuevan “el terrorismo, la violencia, la subversión del sistema socialista, el daño a la reputación del país” y acciones que “socavan la cohesión nacional y la estabilidad social”. Reino Unido reunió a 20 países en la primera Cumbre Internacional de Seguridad de la IA. Todos quieren controlar los usos y prevenir peligros que sólo existen en la fantasía colectiva propagada por los ejecutivos de las grandes empresas y la ciencia ficción. Pero nadie quiere contener el verdadero peligro: su rápida, aparatosa, sedienta e inflamable expansión.
El cuerpo de la IA es insaciable. Sus enormes infraestructuras de almacenamiento y procesamiento masivo crecen como una bacteria interplanetaria, metiendo sus gordos tentáculos en todas las fuentes de agua, energía, minerales y procesos administrativos y cognitivos disponibles. Come de todo: minas y salinas, plantas eléctricas, instalaciones nucleares, granjas solares, pueblos indígenas, estudiantes dispersos, periodistas estresados, poblaciones empobrecidas por la guerra, la sequía, el capitalismo y la globalización. Norteamérica aumentó un 25% su construcción de centros de datos, eso sin contar con los hiperescaladores: Google, Amazon, Meta y Microsoft. El CEO de Nvidia, el dealer de chips de alto rendimiento, calcula que van a gastarse mil millones de dólares en la expansión de una infraestructura capaz de alterar gravemente el precio y el suministro del agua y la electricidad. Eso tendrá consecuencias predecibles en el precio de la luz, la calefacción y el aire acondicionado, el transporte, los alimentos y el resto de la cadena productiva. Crece más rápido que las fuentes de energía sostenibles. Bebe más agua que la población mundial. Todas estas paradojas no son los síntomas de un brote psicótico colectivo ni los síntomas del declive cíclico e inexorable de la civilización occidental. Tampoco son los defectos del capitalismo. Son parte indispensable de su plan.
“El capitalismo es una máquina de inseguridad, aunque rara vez lo percibimos de esa manera”, escribió Astra Taylor en mayo de 2020 en la revista Logic Magazine. “Junto con las ganancias, los bienes de consumo y la desigualdad, la inseguridad es un producto fundamental del sistema. No es un subproducto incidental ni una consecuencia secundaria de la concentración de la riqueza; es una de las creaciones esenciales y habilitadoras del capitalismo”. La seguridad social favorece la empatía, la solidaridad entre vecinos y la colaboración. Favorece la ambición intelectual y espiritual sobre la económica y una interpretación generosa del mundo. Son valores en conflicto contra los principios fundamentales del sistema capitalista, como la competencia, la exclusión y la individualidad.
La máquina de inseguridad empieza 2024 habiendo metido muchos goles: la crisis medioambiental, la crisis mediática, el desencanto con la política. Las campañas oscuras de las plataformas digitales y la máquina de hechos alternativos de la inteligencia artificial. No es un buen año para que más de 3.500 millones de personas de unos 70 países salgan a votar.
Marta Peirano, Por una interpretación generosa del mundo, El País 02/01/2024
Galileo, en una obra titulada El ensayador, que cumple ahora 400 años, dice una frase que marca el inicio de la ciencia moderna y del culto al dato. “La naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas”.
Descartes remata la apuesta asegurando que, si una ciencia quiere ser ciencia, tiene que ser matemática. Y con ese postulado se inicia la Revolución científica, que va estar dominada por la Física de Newton.
El dato no es algo neutral, sino algo “cocinado”. No es algo que está ahí fuera, sino que depende de nuestras intenciones. Esta es la conclusión a la que llegará el físico danés Niels Bohr con el principio de complementariedad: la naturaleza puede hablar muchos lenguajes, de hecho, hablará el lenguaje que le propongamos. Si le preguntamos matemáticamente, responderá con el lenguaje matemático. Si lo hacemos poéticamente, responderá con el lenguaje de la poesía. Lo mismo puede decirse del lenguaje de la química, la biología o el arte.La naturaleza es poliédrica. Esa es su magia. Pensar que hay un lenguaje privilegiado, que nos dice lo que ella es, esa es la superstición moderna. La matematización es una opción que tomó la civilización occidental y que ahora culmina con el culto al dato. Peor para tener un dato hace falta un instrumento de medida. Para tener un instrumento hace falta una teoría. Y para tener una teoría (nueva o revolucionaria) hace falta la imaginación creativa de un genio, de un investigador brillante. El dato es el producto final de todo ese proceso, que arranca con la imaginación.
La lucha por el estatuto de lo verdadero es tan antigua como la filosofía. Pero ahora las armas ya no son el talento narrativo, la persuasión o la habilidad dialéctica, sino los robots. Los razonamientos se han transformado en toneladas de datos. Lo cuantitativo predomina sobre lo cualitativo. Los datos sepultan la creatividad, son un aserto irrebatible, de corte absolutista, que prohíbe la excepción y no deja respirar a quien no se ajusta a ellos.
Juan Arnau, La erótica del dato conduce a la robotización de las personas, El País 01/01/2024
Estamos asistiendo a un profundo giro histórico. Durante la mayor parte de los dos últimos siglos, la izquierda se ha identificado con la ciencia y contra el oscurantismo; hemos creído que el pensamiento racional y el análisis sin miedo de la realidad objetiva (tanto natural como social) son herramientas incisivas para combatir las mistificaciones promovidas por los poderosos. […] El reciente giro de muchos humanistas académicos y científicos sociales «progresistas» o «de izquierdas» hacia una u otra forma de relativismo epistémico traiciona esta valiosa herencia y socava las ya frágiles perspectivas de una crítica social progresista.
La estructura del libro se puede dividir en dos parcelas o movimientos propios de las tácticas bélicas: la defensa y el ataque, en ese orden. Y pueden estar pensado: «Pero ¿no son ellos los primeros en tirar beef? ¿A qué viene la defensa?». Lo cual demostraría que han jugado poco al Age of Empires o a cualquier otro videojuego de estrategia en tiempo real. No vamos a juzgarles, siempre están a tiempo de enmendar ese despropósito. Recuerden entonces que las murallas y las torres lo son todo. Sokal y Bricmont se adelantan a la posible puesta en duda de la necesidad de ese libro. Es necesario, dicen, por la mella que los planteamientos relativistas están dejando en el modo de percibir la ciencia, reducida a un mito, un relato más para explicarnos el mundo, tan válido, supuestamente, como las explicaciones religiosas, las supersticiones o las fábulas. La base de ello está en que el relativismo epistémico-cognitivo pone en entredicho la capacidad humana de acceder a un conocimiento verificable por medio de los sentidos, incluso que exista algo así como la verdad o la realidad con independencia del contexto. Todo queda reducido a ficciones, al terreno de la subjetividad y a las construcciones del lenguaje.
Lo peor de esto (y aquí empieza el ataque) es que las élites intelectuales, responsables de predicar tales propuestas antirracionalistas, insertan vocabulario propio de las teorías científicas (literal) como si se tratase de una simple metáfora (literaria) susceptible de cambiar su significado según el objeto con el que se relacione. Extrapolan, por ejemplo, los teoremas de incompletitud de Gödel a un análisis sobre el lenguaje poético (Kristeva), o a una hipótesis sobre la organización de los grupos sociales con el fin de desvelar el «secreto de los infortunios colectivos» (Debray); recurren a los números imaginarios para hablar de falos (obviamente, Lacan) y a «una extraña mezcla de fluidos, psicoanálisis y lógica matemática» para ahondar en los problemas del goce femenino (Irigaray). O inventan términos que pueden llegar a parecer científicos, aunque nadie sepa lo que son, como el «hiperespacio de refracción múltiple» (Baudrillard), y confunden la teoría de la relatividad con el relativismo cognitivo (Bergson, Jankélévich, Merleau-Ponty, Deleuze).
¿Por qué lo hacen? Porque tienen una «profunda indiferencia, o incluso desprecio, por los hechos y la lógica», porque divulgan sobre materias que conocen superficialmente, porque han desplazado a la razón cediéndole su lugar a la pura intuición. Porque confunden oscuridad con profundidad. Según los autores de Imposturas intelectuales, estos filósofos franceses hablan así para que no se les entienda, pero sin perder en ello ni un ápice de su estatus intelectual, porque adoran los argumentos de autoridad para evitar justificar el salto de fe que realizan desde las matemáticas y la física a lo político, lo sociológico y lo metafísico. Porque representan la adaptación al siglo XX del cuento del emperador desnudo al introducir conceptos vaciados de significado.
Ana Rosa Gómez Rosal, Qui est ce putain de Sokal? (¿Quién coño es Sokal?), jotdown.es 28/12/2023
Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma.
Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano era una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.
El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.
Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.
No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk piensa que «la Humanidad es el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.
Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado.
A mí me preocupan más los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?, ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir?
Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesió de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.
No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.
Josep Massot, Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos, El Boomeran(g) 31/12/2023
No somos lo que hacemos, pero en el mundo en el que vivimos tendemos a la hiperactividad y estamos inmersos en una vorágine de “hacer por hacer”. Pensamos que la productividad, la eficacia y el resultado de las acciones nos definen como personas. De este modo, nos desconectamos de nuestra identidad más profunda. A través del asesoramiento filosófico, las preguntas del filósofo asesor van dirigidas a poner más conciencia sobre lo que no nos permite avanzar en nuestra vida. En este fragmento de una consulta filosófica la consultante afirma angustiada: “si no hago nada mi vida no tiene sentido” y, gracias al diálogo, acaba descubriendo que por mucho que haga no va a tener más sentido su vida, sino viendo si sus acciones se corresponden con sus anhelos más profundos. La experiencia real en la que se propició esta nueva comprensión se refleja en esta parte de la sesión:
NO SOMOS LO QUE HACEMOS escrito por Cristina Avilés:
Asesor: Me has dicho que necesitas ser productiva, que necesitas hacer mil cosas. Pero, ¿qué es para ti ser productiva?
Consultante: Creo que ser productiva es hacer muchas cosas en poco tiempo. Cuanto más hago creo que soy más útil.
A: ¿Las cosas que haces son siempre las mismas?
C: No, no hago siempre las mismas actividades. Por ejemplo, hago normalmente una hora de gimnasia. Eso lo hago fijo, pero después puedo variar, desde hacer un pastel, ver una serie en la televisión, coser un vestido, ir de compras… Lo importante es hacer lo máximo de cosas porque sino siento que es una pérdida de tiempo y me siento realmente mal cuando no hago nada. No puedo estar sin hacer nada. Me pone muy nerviosa.
A: Céntrate en ese malestar, ¿que sientes? ¿Puedes describirlo mejor?
C: Siento un vacío en el pecho, cierta ansiedad y percibo cómo se me acelera el corazón.
A: ¿Qué pensamientos te vienen a la cabeza?
C: Me viene a la cabeza que si no hago nada mi vida no tiene sentido, que ando perdida y sin rumbo. También pienso que la inactividad es sinónimo de caos y de falta de orden. La vida tiene que ser productiva y si no hago nada, ¿cómo voy a llegar a algo bueno en mi vida?
A: ¿Crees, entonces, que ser productivo tiene que ver con el número de actividades que realizas?
C: Ahora que lo dices, lo empiezo a mirar de otro modo. Me estoy planteando que quizás no se trata de hacer tantas actividades porque me siento igualmente vacía, sino de otra cosa…(silencio de 1 minuto)...puede que no me esté planteando por qué hago esto y no lo otro… que no vea el sentido de mis acciones.
A: Esto que dices sobre el sentido, creo que puede ser muy revelador. ¿qué consideras que es actuar con sentido?
C: (Silencio de dos minutos). Creo que es cuando hago las cosas porque las quiero hacer de verdad. Lo que pasa es que no sé lo que quiero de verdad. Ahora reconozco que tengo que centrarme en ver esto y mirar precisamente qué es lo que quiero.
A: Céntrate en esta tarea e indaga sobre lo que quieres, qué es lo que buscas en esas acciones, si las quieres o no de verdad, qué buscas en ellas…y seguimos indagando en la siguiente sesión.
Si tienes algún comentario o duda puedes escribirnos a filósofosasesores@gmail.com.
Si quieres saber si puede interesarte una consulta de asesoramiento filosófico, podemos recomendarte un asesor o asesora para que puedas probarlo.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Me acorde del famoso cuadro de Juan de Valdés Leal, In ictu oculi, mirando un cementerio por la ventanilla del tren. Contemplar aquel lejano y solitario camposanto a través de los furiosos parpadeos de un AVE a trescientos por hora, daba qué pensar (sobre todo a un extremeño acostumbrado al Talgo); pensar en las cosas de este mundo traidor, y en cuán fácilmente se emborronan ante el horizonte de la muerte, el final del juego, el reverso absoluto de todo... No hay tren que no conduzca a esa última estación.
Meditar sobre el fin, como aconsejan místicos y sabios, disuelve vanas preocupaciones, pero nos inunda, a cambio, de una tétrica melancolía. En poco tiempo – pensaba – se apagará la vela de este año sombrío. Como se apaga la luz en la mirada de los niños diariamente sacrificados por el nuevo Herodes-Netanyahu, o en la de los migrantes que se ahogan sin un adiós en el foso de nuestros encastillados paraísos, o en la de tantas mujeres asesinadas o amortajadas en vida en Irán, Afganistán y medio mundo … Luz a extinguir como la esperanza de los que yacen sin remedio en ese infierno sin fechas, trenes ni encuentros que son la guerra, la miseria, la ausencia irreparable, la soledad, la explotación, el abuso…
Cavilaba también en cómo pasa fugazmente todo, menos la muerte (y algunas deudas): contratos laborales, sueldos, amigos, amores, gustos y géneros. Y eso por no hablar de la palabra de los políticos, el barniz democrático de algunos, o la unidad de la izquierda fetén, verdadero paradigma del «tempus fugit». También en como las certezas se disuelven, de boca en boca, en ese patio de vecinos global y virtual que son las redes. O en cómo la inteligencia humana es desbordada por la de sus hijos de silicio. O incluso en cómo este planeta nuestro, acabose de todo aparente pasar, parece condenado a pasar página por la insostenible codicia de unos y de otros…
Sin embargo, pese a tanto pesar y pasar, hay algo – seguía pensando – que se nos debiera haber quedado, vivo y fijo, en el recuento de traviesas de este ardoroso y traqueteante año. A saber: que todo lo que creíamos ilusoriamente seguro (una relativa paz, unas democracias asentadas, la lucha por los derechos humanos, la alerta ante el desastre ecológico y climático…) no lo es ni por el forro. Y que si no queremos descarrilar prematuramente, debemos anclar nuestros más locos y optimistas deseos a algo más fuerte que la vida, tan fugaz y veleta ella. Los artistas y teólogos barrocos señalaban a una justicia eterna y trascendente; la modernidad ilustrada eligió otro tipo de justicia, más inmanente y política, aunque también trascendente (al menos a naciones y mercados): la de un proyecto cosmopolita fundado en derechos y valores universales. Ahora bien: llegar a esa estación implica reconducir un tren que, si nos dormimos, puede llevarnos in ictu oculi – ya saben la cantidad de Trumps, Mileis, Pútines y otros locos ególatras que andan sueltos – al lugar de nuestras peores pesadillas. ¿Seremos capaces de mantener los ojos abiertos?
La ignorancia de las organizaciones ha sido siempre una fuerza histórica muy poderosa y, a medida que las organizaciones son más grandes, ese poder aumenta. En una organización grande y jerarquizada, la información no circula con facilidad. Los dirigentes saben cosas que sus subordinados ignoran, pero los trabajadores también saben cosas que los jefes desconocen. Y el sistema jerárquico es un gran obstáculo para que haya comunicación entre ellos. La historia está llena de ejemplos de encargados o funcionarios reacios a decir a sus jefes lo que estos necesitan, pero no quieren saber. Imaginemos decir a Stalin que el Plan Quinquenal no funcionaba. También sufren esa ignorancia organizativa otras instituciones como el ejército y la Iglesia, pero, que yo sepa, ningún historiador ni sociólogo ha estudiado todavía este fenómeno.
Hay muchos tipos de ignorancia: el simple desconocimiento, la conciencia de no saber (como Sócrates), la voluntad de no saber y el deseo de que los demás no sepan. Muchos tipos de ignorancia tienen consecuencias negativas, pero no siempre. Es positivo que un examinador no sepa quién ha escrito el trabajo que está corrigiendo, que los miembros de un jurado se mantengan alejados de las noticias sobre el juicio en el que participan y que ninguno de nosotros sepa cuándo morirá. Montaigne se preguntaba si los campesinos analfabetos no tenían una vida más feliz que los caballeros cultos como él.
En mi trabajo como historiador del conocimiento, y ahora también de la ignorancia, me han preguntado con frecuencia si sabemos más o menos que nuestros antepasados. Mi respuesta tiene dos partes. Si hablamos de la humanidad en su conjunto, nunca se ha sabido más que hoy. Ahora bien, las personas, una por una, saben más o menos lo mismo que sus antepasados. En general conocen cosas nuevas, por ejemplo los ordenadores, pero a costa de no saber muchas cosas que sus antepasados daban por sentadas: sobre la Biblia, sobre Grecia y Roma en la Antigüedad, y así sucesivamente. Si hay algo que extraer de esta disciplina, es una lección de humildad. Como dijo un humorista estadounidense: “Todos somos ignorantes, salvo que de distintas cosas diferentes”.
Peter Burke, Una por una, las personas saben más o menos lo mismo que sustatarabuelos, El País 27/12/2023
¿Qué dirían los escépticos de la digitalización del mundo? La palabra griega “escéptico” significa mirar cuidadosamente, examinar atentamente las cosas. Su marca es la cautela, la moderación ante entusiasmos y promesas. El tecnoliberalismo es pródigo en promesas: optimización de la productividad, pingües beneficios, resolución automatizada de todo tipo de situaciones. Sus promesas carecen de límite, como muestra Lionel Trilling en La imaginación liberal. Sospecho que verían en los tecnócratas una amenaza para el pensamiento. Vencen, por aplastamiento informativo, en todos los debates, vencen incluso al ajedrez. Dirimen qué es verdadero y qué no lo es. Y reinvierten sus beneficios en poder conminatorio y propaganda. Cuando el lenguaje pesa como una losa (ChatGPT), entonces ya no es posible el pensamiento. Pues pensar es, precisamente, poner en suspenso el lenguaje, desafiarlo, poner al descubierto la nadería del signo. Esa suspensión del juicio que trae el escepticismo, esa suspensión del lenguaje, dará lugar, inevitablemente, a un nuevo lenguaje. Eso hacen los poetas genuinos y los científicos innovadores: hacen avanzar los lenguajes, renuevan la magia de lo simbólico, abren nuevos horizontes, alentando nuestra condición caminera.
Cuando al escéptico se le reprocha que se instala en la paradoja (“sólo sé que no se nada”), responde que esa es la condición esencial del cuerpo vivo y deseante. El escepticismo total es tan imposible como el dogmatismo completo. Queda entonces el relacionismo. Santayana lo dejó claro: no es posible sustraerse a la fe animal. Somos cuerpos vivos. Se nos impone el deseo y la supervivencia. Todo conocimiento “es una fe con interposición de símbolos”, todos ellos falsos, todos ellos provisionales. De hecho, en sentido estricto, no es posible oponer al escepticismo el dogmatismo. Ambos se mueven dentro de un mismo ámbito, el de la vida. El dogmatismo permite el avance de las ciencias. El escepticismo, si de algo puede sernos útil, es como custodio y promotor de la libertad humana. Pero no nos confundamos. El escepticismo no es una doctrina, tampoco una teoría del mundo. Es una actitud, una cultura mental, que evita dejarse atar por el lazo de las palabras, que es insurgente a la imposición de los signos. Podría decirse que, más que un modelo de mundo, es un instinto. La sospecha de que, al fin y a la postre, la actitud escéptica está más cerca del fondo de lo real que cualquier sistema simbólico.
Los escépticos antiguos acumularon argumentos para mostrar que lo más juicioso y razonable era la suspensión del juicio. El trilema de Agripa o el principio de incompletitud de Gödel desconfían de la posibilidad de justificar cualquier tipo de proposición, incluso en ciencias formales como las matemáticas o la lógica. Pero mientras el escepticismo antiguo fue una actitud, el moderno exige posicionarse. Una muestra excelente y no tan reciente es Montaigne y, en filosofía de la ciencia, los discípulos díscolos de Popper (Feyerabend, Skolimowski). Niels Bohr y Bruno Latour podrían añadirse a la lista. El conocimiento científico no sólo ha de ser replicable, sino falsable. Sólo se puede conocer lo falso. Eso es lo que define a la Ciencia (no el método, que hay tantos como ciencias e ingenios). Todo lo que conocemos es provisional, a la espera de que otro conocimiento lo desplace. Si hubiese un conocimiento seguro, no habría cambios en el conocimiento, y el saber no podría avanzar. Y vemos que a veces avanza en direcciones siniestras.
Las ciencias han de ser provisionalmente dogmáticas, no hay otro modo de trabajar. Hay fundamentos que no se pueden replantear. Hacerlo supone desatar una revolución científica, como explicó Thomas Kuhn, y la ciencia no puede vivir permanentemente revolucionada. Hay dogmas que pueden durar 300 años, como ha ocurrido con el espacio-tiempo newtoniano. ¿Cómo se podría medir si el espacio y el tiempo no se están quietos? Frente a ese dogmatismo, que exige postulados, axiomas, fundamentos, el escéptico ofrece la magia del relacionismo. Esto es como aquello, un principio muy budista.
Pero el escepticismo no exige abandonar la filosofía o dejar de entretenerse con ella. De hecho, hay que hacerlo, pero siempre con esa distancia irónica que enseñó Sócrates, con esa disposición a cuestionar las propias opiniones o reírse de ellas. Hay que acabar con la seriedad con la que tomamos las respuestas de ChatGPT o cualquier otro chatbot, cuyos automatismos (basados en el deep learning) no dejan de ser software programado. Esto no implica ningún tipo de actitud irracional; de hecho, los filósofos irónicos suelen ser los más razonables. Dudan de que pueda descubrirse la razón necesaria y suficiente de las cosas, la literalidad del mundo (frente al devaneo de la metáfora), pero esa duda no les impide creer lo que consideren necesario. Lo que hace el escéptico es limitar el alcance de la lógica. A veces sugiriendo otro tipo de narración, no silogística. Otras descartando todas, incluso la suya propia.
¿Qué pretende el escéptico? O bien probar que no es posible ningún conocimiento cierto (que sólo podemos conocer lo falso, como sostenían Popper y Nisargadatta), o bien que las pruebas son siempre insuficientes. Pero hay una tercera posibilidad y esa es la que más nos interesa hoy, en esta era en que el pensamiento y las narraciones están siendo aplastadas por la información. La limitación de las veleidades del lenguaje y, en general, de toda lógica simbólica. Esa es la docta ignorantia de la que hablaba Nicolás de Cusa. Una actitud que se distancia de la confianza en lo racional-discursivo. Francisco Sánchez, un gallego de origen hebreo, sospechaba que en todo silogismo había un círculo vicioso. Eso nos dice en una obra que tiene nombre de canción: Que nada se sabe (1576). En el primer silogismo, las premisas están sacadas de la conclusión. Hace falta del particular, Sócrates, para formar los conceptos generales de hombre y mortalidad. El silogismo no sirve para fundar ninguna ciencia, sino para echarlas a perder. Las ciencias definen lo oscuro con lo más oscuro y sólo sirven para apartarnos de la contemplación de lo real. Sánchez, como Nāgārjuna o los pirrónicos, inicia su obra afirmando que ni siquiera sabe si sabe nada. Sospecha de abstracciones y generalizaciones, a las que acusa de poco empíricas, anticipando el empirismo radical de William James. La demostración lógica es un sueño de Aristóteles, tan sueño como las utopías de Moro o Campanella.
En cualquier caso, las dudas del escéptico seguirán siendo de gran valor para las ciencias. La certidumbre o es convencional y colectiva (un acuerdo común), o personal. En el primer caso es asumida por almas gregarias, absorbidas por la institución que las alimenta. En el segundo, cuando es interna, nos ayuda a conducirnos por la vida, a resolver dificultades y tomar decisiones, y carece de sentido convertirla en algo externo. Como decía Emerson, nadie convence a nadie de nada. Mucho menos, un chat.
El charlatán es aquel que se conforma con las palabras. Quien dice palabras, dice signos. El charlatán cree que no hay nada fuera del texto, que todo es información. Vivimos tiempos charlatanes. Y todos los escritores somos, en cierto sentido, charlatanes. El texto dominante hoy ya no es ideológico, sino tecnoliberal. Un texto rentable pero superficial y un tanto ingenuo. El infantilismo se ha apoderado de las inteligencias. Mientras, los ingenieros edifican la nueva Babel. Nuestra época ofrece una imagen invertida del mito. Vamos hacia una única lengua, la del algoritmo.
Hay ignorantes por falta de instrucción e ignorantes por instrucción excesiva. Los segundos son más peligrosos que los primeros. Nietzsche los llamaba “leídos hasta la ruina”. El peso de la instrucción les impide pensar. El experto ha cavado un pozo tan profundo que ha perdido de vista el horizonte. Frente al veneno del especialista hay un contraveneno, el escepticismo, origen y fundamento de la filosofía.
Pitágoras fue el primero en llamarse filósofo. Se definía frente al sabio y frente al sofista. El filósofo no es sabio (sophos), sino alguien que aspira a la sabiduría. El filósofo es aquel que sabe que no sabe, que prefiere ser amante de una verdad inalcanzable, de ahí su condición caminera. El filósofo tampoco es como el sofista, que cree que todo puede reducirse a signos y símbolos. Eso es precisamente lo que quieren hacernos creer hoy los administradores digitales de mundo. Los tecnócratas actuales, dueños de los algoritmos, son la versión moderna de los antiguos sofistas. Y comparten, como aquellos, su afán de lucro.
Narración e información son fuerzas contrapuestas. El espíritu de la narración está siendo anegado por la marea de los datos. Byung-Chul Han denuncia la falta de sentido que campea por las sociedades de la información. Hace falta un nuevo relato que logre congregarnos de nuevo junto al fuego. Philippe Squarzoni ofrece un ensayo gráfico sobre los gigantes tecnológicos y su impacto en el clima y nuestras vidas. En Tecgnosis, un clásico de la cibercultura, Erik Davis dibuja el paisaje del tecnomisticismo, donde la cábala, la alquimia o el LSD, alternan con el ciberpunk, el poshumanismo y la carrera cibernética, desvelando algunos de los impulsos ocultos que alimentan los sueños (pesadillas) de nuestro tiempo.
Todos ellos dejan muy claro que la humanidad es capaz de prescindir de sí misma. Esa es nuestra grandeza y nuestra miseria. La cuestión es si dicha renuncia conduce a una mayor libertad o a una mayor servidumbre. A este dilema se añade otro: el estatuto de lo verdadero. Eric Sadin lleva años asociando la aletheia algorítmica con el antihumanismo radical. No se trata tan sólo de que el libre ejercicio del juicio se sustituya por protocolos automatizados, que tomarán por nosotros las decisiones en las encrucijadas de la vida, sino de que la “verdad”, que es la búsqueda siempre diferida del organismo vivo, es ahora dictada por un dispositivo automático. Y ello es posible gracias al fetiche de nuestro tiempo, que es creer que la información es conocimiento. El viejo culto a los dioses se sustituye por el culto al dato. El dato (algo que hemos fabricado) adquiere la condición de un dios externo y trascendente. Un dios con un poder conminatorio que sobrepasa la severidad del más iracundo de los dioses.
¿Qué quiere decir que el dato es algo fabricado? El dato presupone un instrumento de medida. El instrumento, una teoría científica. La teoría, el ejercicio de la imaginación humana. Y, si es innovadora, una imaginación capaz de poner en suspenso los idiomas previos de la ciencia. El dato es algo que hemos hecho, que hemos cocinado, y lo tratamos como si existiera ahí fuera, indiscutible, como pura realidad objetiva. “Yo no especulo, yo traigo datos”, dice ufano el político. El dato es un híbrido naturaleza-cultura y lo tratamos como si fuera sólo naturaleza. Así es como lo digital se erige como órgano habilitado para enunciar la verdad y dar cuenta de lo real.
La libertad ha pasado a ser una molestia. La fantasía tecnocientífica aspira a la interpretación robotizada de la experiencia. Los seres humanos podemos contener la respiración, suspirar, sentir el pálpito del anhelo, todo ello será ahora interpretado mediante axiomas reductores. No deja de ser curioso que el término “inteligencia artificial” se acuñara en la misma época (en torno a 1955), en la que Huxley, Michaux y Gordon Wasson iniciaban sus experiencias psicodélicas, buscado, frente a la inteligencia artificial, una inteligencia vegetal que puede hacernos entender quiénes somos.
El utopismo tecnoliberal ha ganado la batalla de las ideas. Tiene su lógica, quien trabaja con ecuaciones ve ecuaciones por todos lados. Inventa dispositivos para despejar la incógnita. Pero siempre habrá quienes no quieran renunciar a la duda o al misterio, quienes descrean que la experiencia es un sudoku o algo que haya que “resolver”. Ni privarnos de utilizar nuestra energía (y nuestras dudas) de un modo creativo (Weil). Ahora bien, los que rehúsen regular su vida mediante protocolos automatizados pasarán a la zona de exclusión. “La IA erradicará la raza humana”, dice Hawking, hace casi una década. El programador trabaja duro para empobrecer el lenguaje. Alinea secuencias de códigos con vistas a ejecutar, de modo automático, la solución final. Un reduccionismo miserable y peligroso (Orwell).
Juan Arnau, Escepticismo contra la digitalización del mundo, El País 30/12/2023
En Hegel y el cerebro conectado (Paidós, 2023), el filósofo Slavoj Žižek especula sobre cómo la conexión cerebral con ordenadores cambiaría nuestra comprensión del pensamiento, la libertad y la individualidad. Por ejemplo, las BCI podrían revolucionar la comunicación, al eliminar la barrera del lenguaje, y permitir la transmisión instantánea y precisa de pensamientos entre personas. De hablar a alguien pasaríamos a pensar con alguien. Tal nivel de transparencia erosionaría la distinción entre el “yo” y el “otro”. Al compartir completamente nuestras experiencias subjetivas, nos enfrentaríamos a una paradoja: por un lado, un aumento en la empatía y la comprensión mutua, y por otro, una posible pérdida de la singularidad personal que nos define como individuos.
Lo más inquietante, según Žižek, es la posibilidad de un estado de hipervigilancia donde la actividad cerebral se monitorea y registra constantemente. Argumenta que esto podría llevar a un Estado predelictivo, donde las autoridades actuarían antes de que se cometan crímenes, como en la película Minority Report. Žižek sugiere que “el objetivo último del registro digital de nuestras acciones es predecir y prevenir infracciones”. Lo cual impactaría dramáticamente en la libertad individual, comprometiendo nuestra capacidad para tomar decisiones autónomas. “No es que el ordenador que registra nuestra actividad sea omnipotente e infalible”, escribe, “sino que sus decisiones suelen ser, por término medio, mejores que las nuestras”.
Daniel Soufi, Cerebros conectados al ordenador: ¿será el fin de nuestra capacidad de decidir?, El País 20/12/2023
El ensayo que Nicholas Carr publicó en 2008, ¿Está Google haciéndonos más estúpidos?, decía que nos estaba volviendo “menos inteligentes, más cerrados de mente e intelectualmente limitados”. El buscador nos ayuda a acceder rápidamente a grandes cantidades de información, pero a costa de nuestra capacidad para la reflexión profunda y la concentración sostenida. Pero era más complicado que eso.
El Centro de Memoria y Envejecimiento de la Universidad de California usó aparatos de resonancia magnética para observar cómo funcionaban los cerebros al leer libros o buscar en la web. Encontró que los usuarios avanzados de internet mostraban más actividad cerebral que los lectores tradicionales, y mostraban habilidades de toma de decisiones más avanzadas y razonamiento complejo. Nuestro cerebro no se estaba degradando, estaba mutando. No nos preguntamos lo que le hacía a los periódicos o a internet.
En Superficiales, el libro que sigue al ensayo, Carr reconoce que toda tecnología suficientemente cercana al pensamiento suele ser recibida como una amenaza espiritual. Empezando por la escritura. En el Fedro de Platón, Sócrates advierte que escribir hará a los hombres “descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”. Considera el sabio de Atenas que la escritura permite proyectar una “apariencia de sabiduría que no verdad” y los usuarios “acaban por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad”. Quién le vería en Twitter.
Que degrada la memoria pero también el proceso. Sócrates cree que el conocimiento es un ejercicio dialéctico donde los hombres piensan juntos preguntándose cosas hasta llegar a la verdad. Los libros nos permiten atravesar el tiempo y el espacio y pensar con las mentes más prodigiosas, aunque no vivamos en la capital del mundo civilizado o leamos latín. Pero nunca sabremos cómo sería nuestra especie si, en lugar de la escritura, hubiese desarrollado fórmulas más colectivas de transmisión y almacenamiento del conocimiento. O más inclusivas. El mundo está lleno de bibliotecas que no sabemos leer: minerales, químicas, genéticas, micélicas, basadas en sentidos que nos faltan, habilidades que hemos descartado o que no tenemos aún.
Nosotros hacemos las tecnologías y las tecnologías nos cambian. No sabemos cómo seríamos de no haber inventado la imprenta, los medios de comunicación de masas, las vacunas o internet. Pero todavía sabemos comunicarnos como humanos para dialogar con otros humanos. Era el propósito del lenguaje antes de los modelos generativos de inteligencia artificial. Esto empieza a cambiar.
Homero escribe la Ilíada y la Odisea en hexámetro dactílico porque la regularidad de su patrón y estructura predecible asiste a la memoria, cualidad imprescindible para garantizar su distribución. Con Google y las redes sociales, los medios empezaron a publicar para algoritmos y optimizar en buscadores. Ahora hay periódicos, revistas y otras plataformas llenando internet de contenidos generados por inteligencia artificial. Máquinas escribiendo para máquinas para ganar publicidad. Si no vemos que eso sólo puede hacernos más estúpidos, es que ya lo somos.
Marta Peirano, ChatGPT nos está haciendo estúpidos, El País 04/12/2023
La democracia, no lo olvidemos, es esta ficción: los jueces son siempre independientes, la prensa siempre libre y los votantes siempre soberanos. Así que hay que reconocer que 15 millones de argentinos más o menos sensatos han votado libremente a un loco; y eso quiere decir que, como votantes libres, son responsables subsidiarios de lo que haga su presidente y que, como votantes cuerdos, deben ser persuadidos para no volver a hacerlo.
Ahora bien, aceptar esta idea significa aceptar otras dos concomitantes muy incómodas: la de que yo, que me creo tan listo, podría también, llegada la ocasión, votar libremente a un loco; y la de que, por tanto, ningún país está libre en estos momentos de inclinarse mayoritariamente por los locos. Eso es lo que no debemos olvidar en la izquierda: que, como otras veces en la historia, la ultraderecha, fascista y/o neoliberal, solo triunfa cuando se antoja la opción más razonable y hasta la más moral a los ojos de una mayoría social muy cabreada, pero también de algunos intelectuales tan ferozmente burlones y displicentes con los votantes de izquierdas como lo somos nosotros con los de derechas.
Naturalmente, nuestra obligación es esclarecer el horizonte de policrisis (económicas, geopolíticas, climáticas) que han llevado al mundo a una situación en la que los locos tienen una oportunidad: un mundo cabreado, tenso, con ganas de apocalipsis, en el que el odio a un otro concreto, o a una constelación de otros concretos, determina nuestras posturas políticas al margen no solo de la razón, sino incluso del cálculo. Es una constante histórica a la que hay que tender el oído: cuando la rama en la que estamos sentados está a punto de romperse, decía el poeta Bertolt Brecht, todos se ponen a inventar sierras: cuando más requiere la situación equilibrio y cuidado, más nos dejamos llevar por la tentación de la catástrofe. Me temo que no hay ninguna relación directa entre las causas económicas y este malestar irritado que ha cobrado ya vida propia y franquea el paso a los orates; por eso, siendo completamente imprescindible, no bastará con tomar medidas contra la desigualdad y la injusticia social; ese malestar debe ser atacado al mismo tiempo en su superficie, que es donde se expresa y genera efectos.
Santiago Alba Rico, Votar al loco, El País 06/12/2023
Quizás haya oído hablar o haya leído acerca del dilema del tranvía. Este es un dilema moral en el que se plantean dos alternativas: provocar la muerte de una persona para salvar la vida de varias o no hacerlo. Hasta ahora se ha asumido que quienes renuncian a provocar la muerte de una persona, aunque ello conlleve la pérdida de más vidas humanas, actúan guiados por el principio deontológico de no hacer daño de forma deliberada. Y que quienes, por el contrario, optan por sacrificar una vida para que se salven más, actúan en virtud de principios utilitaristas, pues buscan maximizar el número de vidas salvadas.
Las respuestas al dilema del tranvía se han interpretado en virtud del denominado “modelo de procesamiento dual”. De acuerdo con tal modelo, en la decisión participan dos sistemas cognitivos. El sistema 1 se compone de emociones, heurísticos e inferencias que producen intuiciones morales, mientras que el sistema 2 realiza un razonamiento deliberativo. La mayoría de especialistas asume que los cálculos del sistema 1 son automáticos, no conscientes, sin esfuerzo y rápidos, mientras que los cálculos del sistema 2 son controlados, conscientes, requieren esfuerzo y son lentos.
Joshua Greene –uno de los autores más influyentes en el campo de la psicología de las opciones morales y proponente destacado del sistema de procesamiento dual– ha propuesto, además, que las emociones producen respuestas inflexibles, que la flexibilidad (responder al contexto considerando múltiples factores) requiere razonamiento deliberativo, y que los juicios utilitarios se producen mediante el razonamiento, mientras que los juicios deónticos se producen mediante las emociones.
Juan Ignacio Pérez, Cómo decidir la mejor opción ante un dilema moral, Cuaderno de Cultura Científica, 03/12/2023
Hannah Arendt ha pasado a la historia por ser una pensadora preocupada por querer recuperar una vida política entre la población que, en los últimos siglos, habría quedado eclipsada a causa del creciente dominio de lo social y del consumo o de lo que llamó una “sociedad de masas”. En este contexto, reivindicó una “felicidad pública” (public happiness) que definió en pocas palabras como “el derecho que tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a participar del poder público”. Su misma comprensión de la libertad, lejos de reducirse a su concepción negativa, conectaba con este deseo de participación política. No obstante, esta pensadora también ha sido muchas veces criticada por defender la autonomía de lo político, como si en su pensamiento lo social, lo económico o lo material no jugaran ningún rol.
La realidad es más compleja. Para empezar, porque Arendt comprendió que las fronteras entre lo social y lo político no son nítidas ni impermeables; para seguir, porque estas mismas fronteras también dependen de cada momento histórico, ya que en cada época se puede alterar o redefinir qué es político y qué no. Finalmente, hay que comprender cómo lo político, lo laboral y lo económico pueden estar interrelacionados según el, de todos modos problemático o discutible, esquema arendtiano.
Además, no hay que olvidar que, tal y como podemos observar en La condición humana (1958), el que quizá sea su principal libro, Arendt subrayó que el mayor problema del trabajo, algo agravado en tiempos de precariedad como los actuales, era su reiterado vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el dolor, la explotación y, en fin, la violencia. Por ello, es también importante destacar que lo que entendía Arendt por trabajo es ese tipo de actividad que se debe realizar forzosamente con el fin de poder cubrir y satisfacer las necesidades y asegurar la supervivencia propia y del entorno cercano. Curiosamente, como recordó, el mismo origen de la palabra «trabajo», tanto en francés como en español, proviene de un instrumento de tortura como el tripalium.
El trabajo, pues, no ha estado históricamente relacionado para Arendt con la libertad ni con la autorrealización, sino más bien con la necesidad y la coacción. De ahí que en otro escrito como ¿Qué es la política? llegara a señalar que había dos maneras diferentes de entender el significado de no ser-libre: por un lado, estar sujeto a la violencia de otro; pero también, e incluso de forma más originaria, “estar sometido a la cruda necesidad de la vida”.
En este contexto, Arendt siguió las reflexiones del libro La condición obrera de Simone Weil, cuyo sentido resume la pensadora alemana con la conclusión de que “quien trabaja (arbeitet) no puede ser libre”. Con ello también se adelantó a reflexiones posteriores, como las del antropólogo marxista Marshall Sahlins, quien, en su libro Economía de la edad de piedra (1972), analizó cómo las sociedades “primitivas” habían vivido justamente en contra de la actividad laboral y cómo estas, una vez asegurada la subsistencia, habían preferido dedicar su tiempo libre en ocupaciones que en la actualidad se adscribirían a la ociosidad. O las del historiador Robert Fossier. Este medievalista, acerca de un dicho contemporáneo como “el hombre está hecho para trabajar”, ha comentado en su libro Gente de la Edad Media (2007) que “este aforismo no sólo es inexacto, sino que incluso se contradice con lo que la historia nos enseña“, pues ”todas las civilizaciones precristianas, la de la Antigüedad «clásica», probablemente también las de los pueblos denominados «bárbaros», se basaban en el ocio, otium”.
En resumidas cuentas, Arendt hizo hincapié en que el trabajo a menudo implica un secuestro de tiempo y un gasto de fuerza vital que conduce a que los trabajadores tengan que concentrarse preferentemente en sus actividades y vidas individuales y deban exiliarse en el hogar, con lo que pierden de vista el mundo que les une a los demás. “El Animal Laborans, escribió, no huye del mundo, sino que es expulsado de él en cuanto que está encerrado en lo privado de su propio cuerpo, atrapado en el cumplimiento de necesidades que nadie puede compartir y que nadie puede comunicar plenamente”.
El problema para Arendt era que, con el transcurso del tiempo, la reducción de la violencia física inherente a muchas formas de trabajo había sido sustituida por una presión no por ello exenta de penalidades, de coacción o de violencia. Más aún, supuso que el trabajo se extendiera cada vez más por nuevas esferas en las que no estaba anteriormente y, con ello, colonizó espacios antes asociados al ocio y, por tanto, libres de la presión laboral. De ahí que Arendt anotara esquemáticamente en su Diario filosófico una observación como esta:
La contradicción fundamental de Marx: el trabajo crea al hombre; el trabajo esclaviza al hombre. Y ambas cosas se hicieron verdad: las máquinas dejan libre tanto tiempo, que todos los hombres podrían estar liberados del trabajo, si no se hubiera convertido todo en trabajo.
A decir verdad, esa contradicción no apuntaba tanto a una contradicción interna al pensamiento de Marx como más bien al hecho de que toda perspectiva emancipatoria del trabajo colisionaba, en opinión de Arendt, con una realidad que la condenaba al fracaso. En especial, esta pensadora criticó esas defensas idealizadoras del trabajo que olvidaban o escamoteaban su pertinaz componente coactivo, violento y deshumanizador. A su juicio, por tanto, la liberación no se podía dar tanto desde el trabajo como frente al trabajo y, además, esa liberación también resultaba un ingrediente indispensable para ese proyecto que reivindica la política ya mencionado. Al fin y al cabo, y en la medida en que el trabajo nos constriñe y empuja al aislamiento, condiciona nuestra relación con el mundo y, con ello, se muestra como una tarea que obstaculiza el compromiso de la gente por la política.
Arendt no fue en absoluto ajena al hecho de que la participación política estaba influida y distorsionada por muchos factores de índole económica, razón por la que no se podía desdeñar esta última. De hecho, su célebre (y, por cierto, sobredimensionada) reivindicación parcial de la democracia ateniense no solo debe explicarse por el papel del ágora como símbolo por antonomasia de la vida ciudadana activa, sino también porque esa participación política era posible gracias a una cuestión tan material como la remuneración pública que recibían los ciudadanos. Es decir, Arendt concluyó que la primera dependía de que, en la medida de lo posible, la cuestión laboral se pudiera haber resuelto o al menos aliviado ostensiblemente. A fin de cuentas, esta pensadora llegó a subrayar de forma taxativa que “el trabajo fue siempre un principio antipolítico”. De ahí también que el desafío político contemporáneo pudiera conectarse con ese pasado griego, siempre que no cayera en las exclusiones políticas (desde las mujeres a los esclavos) que en su momento comportó.
Edgar Straeble, Hanna Arendt: trabajo, tortura y economía, elsaltodiario.com 16/11/2021
Para Arendt, la libertad política tan solo podía ser una auténtica realidad si también comportaba una liberación de las cadenas de un trabajo definido históricamente por la constricción y la violencia. Eso explica que, en consonancia con una frase ya citada, añadiera con aprobación para el contexto de la antigua polis que “ser libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie”. Ambos elementos, tanto el político como el material, eran cruciales y ayudan a comprender la doble faz de una igualdad política que en su opinión no se debía abordar únicamente desde una perspectiva formal. De esta manera, la igualdad política es entendida como no estar sometido a la dominación política de nadie, pero también como no estar sometido a la dominación de las necesidades materiales y, con ello, de no ser explotado por nadie.
Poco antes de morir Arendt todavía insistió en esta cuestión, y proclamó en el breve texto Los derechos públicos y los intereses privados (1975) que
la educación es muy hermosa, pero lo auténtico es el dinero. Solamente cuando puedan disfrutar de la voluntad pública tendrán deseos y serán capaces de sacrificarse por el bien público. Pedir sacrificios a individuos que todavía no son ciudadanos es exigirles un idealismo que no tienen y que no pueden tener en vista de la urgencia del proceso de vida. Antes de pedir idealismo a los pobres, primero debemos hacerlos ciudadanos: y esto implica cambiar las circunstancias de sus vidas privadas hasta el punto en que puedan disfrutar de la vida pública.
El pasaje es duro y discutible, pero lo que importa resaltar en este contexto es que, justamente porque no es debatible la cuestión material, justamente porque no es política sino en el fondo prepolítica, consideraba Arendt que era tan importante. En el fondo, considerarlo como algo político sería devaluar y relativizar su importancia, reconocer que ahí hay algo que discutir y que es posible una política digna de esa palabra que sea compatible con la pobreza y la miseria. En cambio, en su opinión ambas desembocan en una realidad vergonzante, indignante y asimismo antipolítica, una que nos tortura y animaliza (de ahí que emplee la expresión de Animal Laborans) y que, por ello mismo, debe ser imperiosamente resuelta. Si no se resolvía la cuestión social, concluía, difícilmente se podía encarar bien la política. Y justamente porque no se resolvía, o no se quería resolver, de forma adecuada la social, era fácil que la política quedase sobre todo en manos de élites y se desfigurara un ideal democrático como el actual.
Por ello mismo, también la cuestión de la propiedad en el sentido clásico de la palabra era central para Arendt, algo que conectaba con la tradición republicana y que hoy en día podríamos enlazar con la creciente demanda de una Renta Básica Universal. Desde su punto de vista, y obviamente en contraste con diversos gobiernos del pasado, la propiedad no era importante como una herramienta desde la que limitar los derechos políticos a quienes careciesen de ella y establecer un sufragio censitario, sino, al revés, porque en opinión de Arendt se debía extender la propiedad a la población para que esta pudiera escapar de la necesidad, pudiese tener un espacio propio y pudiera ser realmente ciudadana. Es decir, una política (realmente libre) sería posible a partir del momento en que no estemos obligados a tener que estar persistentemente preocupados por nuestra supervivencia y la de los nuestros. Como repitió en La libertad de ser libres, “la libertad de ser libres significaba ante todo ser libre no solo del temor, sino también de la necesidad”. De lo contrario, el estatus de ciudadano sería poco más que papel mojado. Una ciudadanía libre sin independencia económica no sería más que una contradicción.
La lógica nace con Aristóteles y culmina con Kurt Gödel, un hijo de Platón. La filosofía, como el universo, se mueve en círculos. Gödel demostró que el fundamento de la lógica era la intuición (un olfato para la verdad) y que hay enunciados verdaderos que no pueden demostrarse. La conmoción que produjo su célebre teorema de incompletitud trascendió las fronteras de las matemáticas. La lógica se llenaba de intuiciones. Y la intuición es, como todo el mundo sabe, esa capacidad de comprender las cosas de forma instantánea, sin necesidad de razonamiento. En los fundamentos mismos de la lógica, Gödel encontró una pulsión suicida, una vocación a prescindir de sí misma. Y no sólo eso. Puso en tela de juicio la concepción de la mente humana que había nacido del positivismo lógico, alejándola definitivamente de la máquina.
El a priori siempre se basa en la experiencia. El a priori es un falso comienzo. Un personaje disfrazado. Sabemos que es cierto, y lo sabemos porque hemos vivido y porque tiene sentido. Ese sentido es común y experiencial. Pertenece a una comunidad, a una sociedad y una época. El a priori es histórico. Además (y esto es lo que demostró Gödel), el a priori es intuitivo. El rigor de la lógica es una representación. Un teatro simbólico, contemporáneo y local. La lógica cambia con los tiempos, como cambian las intuiciones, que son el olfato de lo real. Casi un siglo después de que se hicieran públicos sus teoremas, estamos todavía averiguando qué significan y hacia dónde nos llevan.
Hasta la aparición de Gödel las matemáticas eran el lenguaje de la naturaleza. Un idioma que permitía descifrarlo todo. Pero los teoremas muestran que no existe una base inmutable sobre la que erigir sistemas formales de pensamiento. Un elemento humano y vivo prevalece en estos sistemas severamente precisos y rigurosos. Como el principio de complementariedad o la teoría general de la relatividad, parecen socavar el mito de la objetividad. La medición es un asunto humano en el que participan no sólo el momento y el lugar (Einstein), sino también la intención (Bohr). Si somos verdaderamente empíricos, el universo sería el conjunto de todas las observaciones y de todas las intenciones. Hablar de un universo que existe al margen de todas esas percepciones e intenciones es pura especulación metafísica.
¿Cómo puede la lógica demostrar su propia incompletitud? ¿Cómo medir una ausencia? Parece imposible. Gödel lo logró con sólo 23 años. Y lo sorprendente es que convenció a todos los matemáticos de su tiempo. El hecho extraordinario tuvo lugar en la ciudad de Kant, el 7 de octubre de 1930. Königsberg celebraba un congreso sobre epistemología de las ciencias exactas que reunía a lo más granado de la lógica. Gödel era entonces un joven desconocido que acababa de terminar su tesis de doctorado. Durante las primeras sesiones hablaron los pesos pesados. Todos ellos presuponían que el concepto de verdad matemática era, de un modo u otro, reducible a la demostrabilidad. David Hilbert había diseñado el programa formalista de las matemáticas para todo el siglo. Los problemas que había que resolver (unos cuantos, no demasiados), partían de ese presupuesto. En matemáticas es prácticamente imposible dar un paso sin referirse (al menos implícitamente) al infinito. Que un ser finito perore sobre el infinito es, cuando menos, paradójico. Hilbert se había propuesto lidiar con ese problema. Los sistemas formales finitistas tenía que servir para purgar las paradojas suscitadas por el infinito, para “asegurar el infinito mediante lo finito”.
En la ciudad donde se había escrito la crítica de la razón pura, Gödel demostraría que el infinito era indomeñable. Reducir el infinito a un sistema formal finito era imposible. Y también lo era sacar el infinito de las matemáticas. El espectro de Platón rondaba la casa de la lógica. “El resultado de Gödel (cuenta Rebecca Goldstein en un magnífico libro sobre el lógico) proclama la solidez de la noción matemática de infinito: es imposible extraerle su vitalidad para convertirla en una idea espectral de tipo kantiano que sobrevuele las matemáticas, pero sin penetrar en ellas”. El infinito está fuera y está dentro. El poder de las matemáticas radica precisamente en esa bilocalidad. El infinito está imbricado en las matemáticas, las mueve e inspira y, sin embargo, no les pertenece completamente. Siempre sabe escapar de los límites creados por un sistema formal.
El anuncio de Gödel ocurrió durante la sesión sumaria del tercer y último día de la conferencia. No hubo dramatismo alguno y pasó prácticamente desapercibido. Ninguno de los presentes advirtió la trascendencia de lo que acababa de ocurrir. De hecho, el acta de las sesiones no recogió su breve y precisa intervención. El joven lógico mencionó, en una única frase perfectamente construida, que era posible que existieran proposiciones aritméticas verdaderas que fueran indemostrables. Y que él lo había demostrado. Esto era una manera de decir que el formalismo lógico tenía sus limitaciones. Había verdades indemostrables dentro de las matemáticas. El sueño de Hilbert no se iba a cumplir.
¿Cómo demostrar que hay proposiciones que son al mismo tiempo verdaderas e indemostrables? Rudolf Carnap, que estaba presente, no entendió la radicalidad de lo que había hecho Gödel. La idea de que el criterio de verdad pudiera separarse del criterio de demostrabilidad. Seguramente le pareció una incoherencia lógica, una intuición alógica. Pero Gödel lo había demostrado con las herramientas de la lógica. La lógica parecía capaz de salirse de sí misma, de trascenderse a sí mismas. Una muestra insólita de las posibilidades del razonamiento matemático. La estrategia de Gödel era simple, la complejidad estaba en los detalles. Una concienzuda traducción de metamatemática en matemática mediante la llamaba “numeración Gödel”. Un artículo de treinta páginas en cuyos detalles no podemos entrar aquí pero que cualquier lector con cierta formación en matemáticas puede seguir en detalle en un capítulo de Sombras de la mente de Roger Penrose.
Como señaló Thomas Kuhn, la novedad es difícil de percibir en la ciencia normal. Sólo se ve lo previsto y habitual. Cada ciencia es una manera de ver y la anomalía suele pasar desapercibida. El único que pareció advertir el órdago fue John von Neumann (un seguidor del programa de Hilbert que acababa de ser demolido) y que de hecho era el portavoz en la conferencia de los formalistas, cuyo objetivo final era la coherencia completa de la ciencia matemática. La coherencia tiene por objeto evitar la formación de paradojas dentro del sistema. Gödel había demostrado que la verdad trascendía el propio sistema. Existen proposiciones aritméticas verdaderas que no son demostrables. Hay algo fuera del texto que nos habla de la verdad y que no es posible demostrar dentro del sistema. Una postura, claro está, muy platónica. La venganza del maestro del padre de la lógica se había consumado.
La paradoja, que se suponía eliminada, se encuentra inscrita en la propia estructura de la demostración. Existe una proposición verdadera pero indemostrable que puede expresarse dentro de un sistema si el sistema es coherente. O, dicho de otro modo, hay verdades que no pueden demostrarse dentro de un sistema formal coherente. Ese es el primer teorema de incompletitud. Y si queremos remediar esa incompletitud añadiendo axiomas, creando un sistema formal ampliado, seguiremos encontrado proposiciones indemostrables pero verdaderas.
La conclusión es contundente. Un sistema formal no puede ser coherente y completo al mismo tiempo. ¿Qué queda fuera? Se podría decir que dos cosas. El hacedor del sistema y los criterios escogidos para la elección de los axiomas. Es decir, el clasificador y los criterios de la clasificación. De ahí que todo algoritmo lógico sea “dependiente” de algo externo. De ahí su falta de autosuficiencia o, como dirían los budistas, de naturaleza propia.
Juan Arnau, Kurt Gödel, cuando la lógica se llenó de intuiciones, El País 12/12/2023
El trabajo teórico de Valcárcel tiene como uno de sus principales rasgos distintivos la crítica al esencialismo. Continúa así con la tarea emprendida por Celia Amorós de poner en cuestión toda identidad fuerte de “las mujeres”. Lo que Amorós revindica, frente a esa identidad genérica en la que siempre el patriarcado nos inscribe —y que nos vuelve seriales, indiferenciables e indiscernibles— es nuestro derecho a la individuación. Adquirir el estatuto de sujetos para las mujeres pasa por conquistar nuestro derecho a la diferencia, entendida ésta como una diferencia no con respecto a los hombres sino con respecto nosotras mismas. Es precisamente este espíritu anti esencialista lo que llevó al feminismo de la igualdad a constituirse en contraposición a unos feminismos de la diferencia, muy presentes tanto en el contexto francés como en Italia. Amorós desconfió siempre de que la noción de lo femenino —propia de los feminismos en diálogo con el psicoanálisis— abriera caminos emancipatorios y discutió con vehemencia los feminismos italianos que hacían de una especificidad femenina vinculada al cuerpo y a lo biológico la condición de partida sobre la cual edificar un proyecto político feminista. A su juicio, los feminismos empeñados en identificar a las mujeres como sujeto político a partir de la diferencia sexual acababan restaurando el biologicismo, idealizando la maternidad, la relación de las mujeres con la naturaleza o los famosos cuidados femeninos. Consideró que el feminismo y la posmodernidad implicaban una liaison dangereuse y que en esa promesa de superar la Modernidad y esa reivindicación de la diferencia como algo ahora deseable, se hacía de la necesidad virtud vendiéndonos como rebeldía femenina lo que sigue siendo nuestra vieja exclusión del orden político y social.
Si algo me parece evidente es que esta vacuna crítica contra el esencialismo era tan necesaria entonces como sigue siendo necesaria hoy. Cuando la propia izquierda defiende el acceso de las mujeres a cargos políticos y listas electorales prometiendo así una política buena, me parece que el discurso feminista más radical es aquel que recuerda que, incluso pudiendo ser malas, al menos tan malas como los hombres, tenemos derecho al poder en igualdad de condiciones que los hombres. Cuando los discursos sobre la sexualidad defienden el derecho de las mujeres al deseo y parecen hacer descansar en ello la promesa de un sexo bueno, quizás convenga recordar que no tenemos derecho al sexo (al menos el mismo derecho que los hombres) solo bajo la condición de tener deseos bellos y buenos.
Una de las grandes apuestas filosóficas del feminismo ilustrado de la igualdad fue rescatar para el feminismo algunas de las filosofías dualistas que peor prensa tenían en el pensamiento contemporáneo de los noventa. Contra todo pronóstico, Amorós reivindicará las potencialidades feministas de la filosofía cartesiana o kantiana y afirmará que es precisamente la separación del alma y del cuerpo lo que abre la puerta a la irrelevancia del sexo biológico y, por lo tanto, al combate de las mujeres contra un orden social edificado sobre esa diferencia. Sin duda tiene mucho de trágico ver cómo hoy quienes nos alertaron contra el peligro que supone deducir del cuerpo una manera de estar en el mundo agitan discursos del pánico contra las mujeres trans y sostienen que permitir entrar en nuestros baños a personas con pene supone un evidente peligro sexual para nosotras. Una diferencia sexual que en otro tiempo fue sometida a sospecha es ahora recuperada, resignificada, fortificada en su versión más biologicista y determinista e investida como condición sine qua non de la autenticidad y la viabilidad política del feminismo.Albert Camus, premio Nobel de Literatura y uno de los escritores del siglo XX que han dejado una huella más profunda en el XXI, estrenó Los justos en 1949. Inspirada por hechos reales, la obra relata la historia de un grupo de terroristas que quieren atentar contra el Gran Duque ruso. Dos de ellos, los idealistas Dora (interpretada por María Casares en el estreno) y Kaliayev, están enamorados, pero dispuestos a renunciar a todo —a su amor, a la vida— por una causa superior: la esperanza de traer la libertad y la justicia al pueblo ruso. Pero el dramaturgo y novelista francés supo introducir en este breve texto todas las contradicciones y dilemas de la violencia política, incluso cuando se defiende una causa justa.
Cuando pasa la carroza con el duque y la duquesa, Kaliayev es incapaz de tirar la bomba porque viajan también dos niños en ella —un dilema que Brian de Palma copió en una escena clave de Scarface. El precio del poder, cuando Tony Montana se niega a matar a un político porque lleva a sus hijos en el coche—. Y eso da lugar a la escena más importante de la obra, que enfrenta sobre todo a Dora y Kaliayev contra el fanático Stepan, que defiende que cualquier muerte está justificada por una causa superior. Estos son algunos extractos de este momento crucial.
“Kaliayev: Si decidís que hay que matar a esos niños, esperaré a la salida del teatro y lanzaré yo solo la bomba sobre la carroza. Sé que no fallaré. Decidid y obedeceré a la organización.
Stepan: La organización te había ordenado matar al Gran Duque.
Kaliayev: Es cierto, pero no me había pedido que asesinase niños.
Dora: Abre los ojos y comprende que la organización perdería todo su poder e influencia si tolerase, por un solo momento, que niños fuesen destrozados por nuestras bombas.
Stepan: No tengo suficiente corazón para esas naderías. Cuando decidamos olvidar a esos niños, ese día, seremos los dueños del mundo y la revolución triunfará.
Foka: Ese día la revolución será odiada por toda la humanidad.
Dora: Aceptamos matar al Gran Duque porque su muerte podría llevarnos a un tiempo en el que los niños rusos ya no morirán de hambre. Eso ya no es nada fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá a ningún niño morir de hambre. Incluso en la destrucción hay un orden, hay límites”.
Guillermo Altares, Albert Camus y Gaza: "Incluso en la destrucción hay límites", El País 13/12/2023
(Se vislumbra) un periodo de transición complicado, marcado por el alto desempleo y la necesidad de formación de los trabajadores. Una etapa en la que la mencionada renta básica universal podría ser una solución para distribuir el aumento de productividad generado por la inteligencia artificial. La medida tiene destacados defensores, como Sam Altman y el propio Elon Musk, fundadores de OpenAI. Otros, como Nick Srnicek, uno de los máximos exponentes del aceleracionismo de izquierdas, y autor del libro Inventing the Future: Postcapitalism and a World Without Work (2015), se muestran escépticos. “No porque no me guste la idea, sino más bien porque creo que las circunstancias del mundo contemporáneo no permitirán que surja una RBU significativa, por el momento. Nuestros limitados recursos para la acción política están mejor empleados en otros ámbitos”, afirma en conversación con este diario.
Srnicek señala que, además del avance de la automatización, está cambiando la actitud de los jóvenes hacia la importancia que tradicionalmente se le ha dado al trabajo. “Las generaciones más jóvenes muestran un rechazo significativo hacia la ética laboral tradicional y, en algunos casos, e incluso han llegado a surgir movimientos antitrabajo como la gran dimisión [el abandono por parte de millones de personas en todo el mundo de sus puestos de trabajo tras la pandemia]. Este cambio de actitud indica un deseo de alejarse de las estructuras laborales convencionales, lo cual requeriría también cambios políticos y sociales”, señala. Un informe de Randstad respalda esta observación, indicando que un 58% de los jóvenes de 18 a 24 años abandonaría un empleo que no asegure calidad de vida, mientras que un 38% ya ha dejado trabajos por no armonizar con su vida personal. Esto contrasta notablemente con el antiguo refrán que dice: “No hay trabajo malo mientras no haya otro mejor”.
Uno de los retos más complejos de un posible mundo post-laboral, añade Nick Srnicek, es evaluar cómo el declive del trabajo tradicional afectaría la identidad y el propósito vital de las personas. Aunque el trabajo proporciona beneficios como identidad, cultura, reconocimiento, amistad, objetivos y logros, dice, estos pueden encontrarse de manera más efectiva fuera del ámbito del empleo asalariado. “El trabajo es, en realidad, un medio terrible para alcanzar estos beneficios. Se ha convertido en el recurso por defecto para ellos solo porque ocupa la mayor parte de nuestro tiempo”, concluye. El dramaturgo irlandés Oscar Wilde, agudo observador de la sociedad de su tiempo, ya advirtio algo similar en su cuento El Príncipe Feliz: “El trabajo duro es simplemente el refugio de las personas que no tienen nada que hacer”.
Daniel Soufi, ¿En qué trabajaremos si se termina el trabajo?, El País 14/12/2023
Todas las células de un mismo animal comparten un mismo libro de recetas, el ADN, con las instrucciones para fabricar los ladrillos de la vida: las proteínas. Sin embargo, en un individuo hay miles de tipos de células muy diferentes, desde las neuronas del cerebro a los glóbulos rojos de la sangre. La explicación es que cada célula lee unas páginas distintas de ese mismo libro de recetas. La biofísica chinoestadounidense Xiaowei Zhuang, de la Universidad de Harvard, inventó en 2015 una nueva tecnología, bautizada MERFISH, que es capaz de ubicar la posición de cada célula y averiguar qué páginas del ADN se están leyendo en ella. Es la llamada transcriptómica espacial.
El consorcio estadounidense, liderado por la neurocientífica Hongkui Zeng y la propia Xiaowei Zhuang, ha descrito 34 clases y más de 5.300 tipos de células en el cerebro del ratón, un órgano que tiene el tamaño de un guisante. Apenas pesa medio gramo, pero contiene unos 70 millones de neuronas. Sin embargo, su complejidad palidece ante la estructura más sofisticada sobre la faz de la Tierra: el cerebro humano, que posee unos 86.000 millones de neuronas, con billones de conexiones entre ellas.
El biólogo español Albert Cardona y su colega croata Marta Zlatic lograron en marzo el primer mapa de un cerebro completo, el de la larva de la mosca de la fruta, una estructura con solo 3.016 neuronas y 548.000 conexiones —también llamadas sinapsis— entre ellas. “El trabajazo que se publica ahora es espectacular: representa un mapa casi completo del cerebro del ratón”, celebra Cardona, del Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge (Reino Unido). “Su importancia reside en que el ratón es el animal más estudiado en el laboratorio como modelo del funcionamiento del cerebro humano y sus enfermedades. De ahora en adelante, todos los estudios en ratón y en otras especies, como los monos y nosotros los humanos, podrán hacerse sobre los hombros de este nuevo gigante”, aplaude el biólogo.
La neurocientífica Hongkui Zeng reconoce las dificultades. “No tendremos un mapa del cerebro humano sinapsis a sinapsis en el futuro cercano. Todavía no tenemos una tecnología con precisión nanométrica que pueda escalarse al tamaño del cerebro humano. Y el conjunto de datos sería tan enorme que ahora sería casi imposible de analizar”, explica Zeng, directora del Instituto Allen de Ciencias del Cerebro, en Seattle.
El físico estadounidense Emerson Pugh, fallecido en 1981, plasmó esta paradoja en una frase redonda: “Si el cerebro humano fuera tan simple que pudiéramos entenderlo, nosotros seríamos tan simples que no lo entenderíamos”. Zeng no es tan pesimista. “Creo que sí podemos entender muchos aspectos del funcionamiento del cerebro humano, como las sensaciones, el movimiento, los diferentes estados emocionales y ciertos grados de inteligencia”, opina la investigadora.
Los nuevos resultados se pueden consultar en una base de datos pública, el Atlas Allen de células del cerebro. Los usuarios pueden buscar tipos específicos de células y su localización exacta. Los autores sostienen que este torrente de datos ayudará a iluminar multitud de trastornos, como el autismo, la esquizofrenia, la esclerosis múltiple, la anorexia nerviosa y la adicción al tabaco.
El neurocientífico español Óscar Marín dirige el Centro de Trastornos del Neurodesarrollo en el King’s College de Londres. También es optimista. “Todavía no tenemos un mapa completo de un cerebro, pero cada vez vemos más cerca esa posibilidad. Y, con el tiempo, también lo conseguiremos en humanos”, vaticina. En 2021, investigadores de la Iniciativa BRAIN publicaron el primer borrador del atlas de células del cerebro del ratón. En octubre de este año, el consorcio adelantó los primeros resultados de estas técnicas con el cerebro humano.
Marín, uno de los pocos científicos españoles en la prestigiosa Royal Society del Reino Unido, advierte de que no bastará con un único atlas. “Aunque consigamos un mapa completo de todos los tipos celulares del cerebro, siempre existirán diferencias entre los individuos de una misma especie. Creo que esas diferencias interindividuales son una parte importante de la biología, aunque pienso que con los mismos métodos descritos en estos trabajos pronto podremos reproducir estos resultados en diferentes individuos”, señala Marín. No existe un único cerebro humano.
Manuel Ansede, La humanidad acaricia el sueño de entender la mente humana con el mapa más completo del cerebro de un ratón, El País 13/12/2023
Ahora parece tocarle el turno al recurso al estoicismo, y ahí tenemos desde entrenadores de fútbol hasta magnates y ejecutivos embarcados en la tarea. Las ediciones de los grandes filósofos estoicos antiguos como Séneca, Epicteto y Marco Aurelio no dejan de sucederse -alguna, por lo demás, muy buena (J. Cano, D. Hernández). Junto con la visita a los estoicos se nos ha ofertado el encuentro con El príncipe de Maquiavelo o El arte de la guerra del militar y filósofo chino Sun Tzu, además de los ya bien conocidos ejercicios de yoga, técnicas orientales, libros y cursos de auto-ayuda, coaching, mindfullness, etc. Con las excepciones pertinentes, la orientación dominante viene a formar parte de lo que se ha denominado capitalismo emocional (Illouz) o también management del alma (Laval, Dardot), administración del yo, gestión de sí para fines que, mucho me temo, no son los que el mismo sujeto realmente determina.
Nada de esto es lo que comporta toda esta actual administración del alma. Pocos serán los que se sumerjan realmente aquí en ese modo de entender la filosofía, un intento, al margen de esa orientación que criticamos, siempre recomendable, y ojalá muchos sigan. De lo que se trata, al confrontarse con estas obras y ejercicios, no es de retomar en nada las concepciones del mundo o filosofías en que se encuadran. No se va realmente a adoptar la vía ética estoica, no se pensará que lo que se entiende por éxito social no depende de nosotros y que lo único que sí, y que nos hace libres, es el bien moral, la virtud, el vivir conforme a la razón, que implicaba preocupación por el bien común; no, no se buscará a un maestro parresiasta que le diga la verdad acerca de su real conducta para tratar de encaminarse hacia la autonomía de espíritu (enkrateía, apatheia) necesaria para la felicidad (eudaimonía), y cifrar el ideal de esta felicidad de otro modo distinto al que asumen en su consumista cotidianidad. Ninguno de sus ejercicios espirituales (la manera latina de verter la noción griega de askesis) serán practicados en esa dirección, sino, si acaso, como utensilios para, en medio de la frustración, del riesgo e inestabilidad de nuestras vidas, convertirse en un agente fuerte en aras de conseguir su fin como ejecutivo, como hombre poderoso, como celebrado líder, como sujeto de fama, en definitiva, obtener una plusvalía de sí. Evitar ser un “perdedor” (loser) y convertirse en un “ganador” (winner). Su vida no adquiere otro fin autodeterminado sino el que viene ya dado en el contexto neoliberal en el que nuestras vidas son decididas (B. Colmenero). Esas prácticas de gestión de sí están hoy tan alejadas de los altos fines de la filosofía antigua como lo estuvieron en el cristianismo posterior, que las retomó pero ya dentro de una concepción y finalidad muy distintas.
Toda esta oferta de medios de ocupación de sí no son, en realidad, sino formas de una peculiar subjetivación, la que configura el modo de sujeto neoliberal, ese sujeto que todo ha de tomar como un medio de inversión en la propia vida para extraer de ello un rendimiento, generalmente en clave de poder o de dinero, de éxito social. Individualmente cada uno deberá jugar sus cartas, su capital, y de no obtener el buen resultado solo él será el responsable, solo él el culpable. El parado que no encuentra trabajo será responsabilizado de no haber invertido en sí lo suficiente (cursos de capacitación, idiomas, relaciones sociales). Si es un “perdedor”, que no busque en la falta de “justicia social” o en la terrible determinación de la lotería genética no compensada por los gobernantes, excusa alguna a su no saber ad se convertere. Y lo mismo podría decirse de cualquier otro aspecto de la vida, del matrimonio, por ejemplo, en que – como nos cuenta G. Becker- cada cual ha de saber emprender las estrategias de inversión para obtener sus réditos presentes y futuros (en clave de afecto, de goce, de ascenso social, riqueza, protección futura a través de los hijos, etc.)
Ya en su momento los neoliberales alemanes u ordoliberales (Eucken, Rüstow, Müller-Armack, Röpke) formularon como la auténtica clave de la economía: la empresa y la concurrencia. Para ellos la sociedad no era sino una trama de empresas en competencia; la figura del emprendedor se convertía en central, y todo, la propia casa, la comunidad de vecinos, cualquier pequeña asociación habría de conformarse con esa lógica de empresa. Los neoliberales americanos, mucho más radicales, y desprendidos ya de toda la preocupación alemana por los desgarros sociales que tales planteamientos podían inducir, elaboraron la noción de capital humano (Schultz, Becker), según la cual cada uno habría de entender en forma de capital todo aquello de que disponga, desde sus mismas facultades o aptitudes naturales hasta todo lo que fuera capaz de adquirir para hacer que su conducta y carácter se volvieran reportadores de jugosos ingresos; el individuo había de ser un empresario de si mismo. Las relaciones con los otros y consigo mismo cambiaban totalmente desde esta óptica. La ciencia de la Economía no nos hablaba tanto de producción, distribución y consumo, como de la conducta humana sin más (L. Robbins, Von Mises). El homo oeconomicus iba a ser el homo sin más, un ser cuya conducta depende de las variaciones del medio, justamente eso que va a ser el objeto central de las intervenciones neoliberales. Gobernar el medio es gobernar a los sujetos.
En el mercado del alma cuando se oferta estoicismo, arte antiguo o moderno de la guerra, el descubrimiento de las estrategias del poder en el Renacimiento italiano, de las técnicas yoga o Zen, etc., no se nos está hablando realmente de Séneca o Epicteto, del maestro Sun, del republicano Maquiavelo, no de Filosofía antigua o moderna alguna sino de Economía y neoliberal, que es cosa bien distinta. Su objetivo no es precisamente el sujeto autónomo y pleno, sino el individuo automercantilizado, la forma económica extendida a todas las esferas de nuestra existencia.
Jorge A. Yágüez, La industria del alma, Faro de Vigo 16/12/2023
La falta de información es peligrosa, decía Neil Postman, pero el exceso puede ser peor. “Las personas ya no tienen ninguna base para saber qué es relevante, qué no es relevante, qué es útil, qué no es útil —decía en un programa de la PBS en 1985—. Viven inmersos en una cultura comprometida únicamente a generar toneladas de información cada hora a través de todos sus medios sin categorizarla de ninguna manera para que no sepas qué significa ninguna de ellas”.
La categorización es clave para Postman. El mejor alumno de Marshall “el medio es el mensaje” McLuhan, fue el primero en advertir que el formato simplificado, masticado y descontextualizado de los programas televisivos cambiaría el concepto mismo de estar informado por algo muy distinto. En su obra maestra, Entretenidos hasta la muerte, explica que la banalización transforma la información en “información engañosa, mal ubicada, irrelevante, fragmentada o superficial, información que crea la ilusión de saber algo pero que, de hecho, nos aleja de comprender”. Lo considera desinformación “en el mismo sentido preciso que la CIA y la KGB”. Quizá nosotros estamos de acuerdo y por eso ahora siempre decimos contenido en lugar de información.
Esta nueva burguesía de sobreinformados desinformados “ya no se hablan sino que se entretienen entre ellos, intercambiando imágenes en lugar de ideas”. Donde todo es contenido y ya no importa el origen, el argumento y la experiencia quedan rápidamente eclipsados por la fama y el carisma comercial. No hace falta ser un lince para identificar lo bien que nos retrata.
La red social ha creado un ecosistema mediático que separa la información de su origen y a la audiencia de su comunidad, mezclando memoria y deseo con contenidos aleatorios solo en apariencia. La categorización es la clave de la economía digital. Sus máquinas de categorizar usuarios a través de algoritmos de recomendación automática producen la sociedad del entretenimiento que Postman señaló. Una clase política que lidera a través de memes, desplantes y chascarrillos y una ciudadanía que, sometida a un presente perpetuo e incoherente, prefiere abrazar la rabia del populista autoritario que abandonarse a la decepción.
Y, sin embargo, se acaba de firmar el primer acuerdo comercial de una gran empresa de medios con OpenAI. El líder de la IA generativa podrá utilizar las publicaciones del grupo Axel Springer para entrenar sus modelos de IA. A cambio, Axel Springer podrá rellenar sus cabeceras con contenidos que parecen suyos, pero que habrán sido generados por ChatGPT. Cuánto tardará Jeff Bezos en hacer lo mismo con Anthropic, teniendo en cuenta el valor del contenido que producen los usuarios de ARC, su gestor de contenidos para grandes cabeceras.
Nunca nos hizo tanta falta información precisa, verificada, equitativa y contextual. Termina un año marcado por la guerra de Ucrania, el genocidio de Gaza, nuestra evidente incapacidad para afrontar como adultos la inminencia de un desastre climático irreversible y el impulso de abrazar ideologías que nos hacen sentir vivos en mitad de la catástrofe, a costa de nuestra propia humanidad. Empezamos el año alimentando la máquina automática de contenidos sintéticos que llenará los medios de comunicación de masas mientras la mitad del planeta sale a votar.
Marta Peirano, Lo que hacemos no es contenido, El País 18/12/2023
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y en El Periódico de España
La Navidad no solo es tiempo de cenas y regalos familiares, sino también de benevolencia hacia el prójimo. Toda la estética y la retórica navideña insiste en ese acostumbrado mensaje de fraternidad entre los seres humanos. Ahora bien, ¿puede este mensaje ser algo más que simple retórica? ¿Tenemos alguna razón de peso para comportarnos fraternalmente con los demás? ¿Es cosa de «razones» esto de ser bueno, o es más bien una cuestión emotiva o de pura fe religiosa? ¿Qué podría convertir el sentimental ramalazo navideño de solidaridad universal en principio rector de nuestra conducta?
Es fácil empezar a responder a esto último. Para ser fraternalmente bueno de verdad – y todo el año – solo hace falta tener el deseo sincero de valorar y tratar a los demás como a nosotros mismos. Ahora bien – y aquí empiezan los problemas—, ¿qué pasa si no albergamos per se ese deseo? ¿Por qué habríamos de desear desearlo? ¿Qué nos debería importar a nosotros lo que importe a otros?...
Podemos soñar con que los humanos tengamos una cierta inclinación natural a considerar el interés de los demás con similar cuidado y comprensión que el nuestro, pero esta presunta empatía universal es puesta constantemente en duda por los hechos. Hechos que muestran que la mayoría de las personas, y salvo que pertenezca a su círculo más próximo, solo sienten una empatía fugaz y superficial por la suerte de su prójimo; prójimo del cual no tienen empacho alguno en aprovecharse si con ello ganan algo para sí y «los suyos». ¿Hace falta que demos ejemplos?
Otra respuesta más alambicada (por paradójica) es la que supone que tras el deseo de interesarse realmente por los demás hay una suerte de cálculo egoísta: «si soy genuinamente bueno con otros, ellos también lo serán conmigo». Pero, de nuevo, no parece que esta «ley del egoísmo inteligente» pueda tener rango universal. Tal vez si respeto a mis iguales más cercanos (a mis vecinos, por ejemplo) haya más probabilidades de que ellos me respeten a mí. ¿Pero qué pasa si en vez de «mis vecinos» hablamos de «mis súbditos» o de «mis trabajadores»? La mayoría de los tiranos mueren de viejos. Y es harto improbable que la relación entre patronos y obreros cambie de tal modo que sean estos los que puedan explotar a aquellos. Piensen, por ejemplo, en los niños o mujeres que exprimimos en África o Asia para gozar de productos baratos aquí. ¿Creen que tendría sentido ser buenos con ellos «para que ellos también lo sean algún día con nosotros»?
Tampoco el recurso a las leyes o acuerdos normativos nos libra del problema. La ley por sí misma, desprovista de otros argumentos, no es más que retórica y coacción. Pero la capacidad humana de coacción es limitada. ¿Por qué íbamos a respetar las leyes cuando nadie nos viera, o cuando pudiéramos corromper al juez? Tampoco los acuerdos o consensos sirven de mucho si no hay una voluntad y una convicción firme que los sustente. Ahí tienen las resoluciones de la ONU u otros acuerdos internacionales, convertidos en papel mojado en cuanto dejan de interesar a unos u otros.
Por supuesto, tenemos también a la religión. Las religiones procuran una retórica mucho más poderosa que la política y una coacción ilimitada (Dios lo ve todo, así que no hay escapatoria al que incumple su ley). El problema es que hay que creerse el cuento; y que gran parte de él ocurre en un ámbito trascendente, que es donde realmente cabría una solidaridad y una justicia real.
¿Entonces? Si ni las emociones, ni la utilidad, ni la ley (tampoco la de Dios) ofrecen motivos suficientes, ¿por qué habríamos de comportarnos fraternalmente con el prójimo?... A esta pregunta, la ética puede proporcionar una visión que, sin dejar de ser crítica, recoja, a través de una criba racional, «lo mejor de cada casa». Así, se podría llegar a reconocer que hay un cierto afán natural (aunque insuficiente) por empatizar y cooperar con los demás; que comportarse bien con los de tu especie es bastante útil (aunque no en un sentido estrecho de utilidad); que la conducta moral es intrínsecamente normativa (aunque no solo eso); y que la alusión a lo trascendente acaso sea inevitable (aunque no bajo el lenguaje mítico de la religión) …
Tal vez – y recogiendo todo lo anterior – la clave para ser bueno con el prójimo esté en incluir entre nuestros intereses personales el de habitar un mundo coherente y armonioso, en el que a seres reconocidos como iguales les correspondan propiedades y derechos iguales, y en el que el conjunto de nuestras acciones, tanto en presente como a lo largo del tiempo, adquieran sentido en orden a un marco mayor que trascienda y dote a nuestra particular existencia de valor, belleza y verdad universal… No es fácil, pero sin entender algo como esto la posibilidad de que la retórica navideña nos salve de nuestra discapacidad moral es poco más o menos la misma que la de que nos toque el gordo de la lotería.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Se veía venir y ha venido. La insistente presión de varias plataformas de padres y madres, organizados en frenéticos grupos de wasap y alarmados por el mismo frenesí mediático que creen ver en sus hijos, han forzado a la ministra de educación a cambiar su posición con respecto al asunto del móvil en colegios e institutos. Donde antes se decía, con tino, y de acuerdo con la OCDE, que hay que educar en su uso, ahora se dice que de educar en centros educativos nada, que lo de los padres conectados por móvil contra el móvil es más juicioso, y que donde esté una buena prohibición que se quiten todas las tonterías. ¡Ya aprenderán cuando sean mayores de edad! ¿Dónde? No se sabe. En la universidad, en el curro, en la calle…
Así que ya saben, el Ministerio de Educación, reconvertido en Ministerio del Interior, recomendará que los docentes, en lugar de educar y acompañar, se dediquen – más aún – a vigilar y apercibir. Y ojo que la prohibición no será solo en las aulas (donde ya existía), sino en patios, recreos, pasillos, cafeterías y comedores. No se podrá ir a mandar un mensaje a la/el churri o la madre de uno/a ni a la misma puerta (esa en las que aún se echan el pitillo a escondidas los profes más disolutos).
Y hablando de puertas, nada de ponérselas al campo, como dijo, insegura, la ministra hace unos meses. Para conseguir lo que quieren los padres basta con amenazar un poco más a niños y adolescentes (que, como el papel, lo soportan todo) e instalar inhibidores de frecuencia para que nadie use internet salvo con permiso del director. También sería útil formar brigadas mixtas para requisar móviles en los baños. O tener alumnos infiltrados que diesen información mediante móviles ocultos. Y, por supuesto, instalar cámaras en los pasillos, para que así podamos, como en China, quitar puntos (en nuestro caso con rúbricas, para dar un toque innovador) al alumnado que no se comporte como debe.
Es cierto que algún alumno o alumna podría alegar que está haciendo un uso educativo del móvil (escuchando música, buscando información, mirando un vídeo educativo…), pero ¿quién se va a fiar de ellos? Seguro que la mayoría solo lo quiere para acosar a sus compañeros, ver porno o jugarse al póker el dinero de la merienda. Así que nada, a prohibir su uso recreativo en el recreo. ¡Además, qué a la escuela no viene uno a divertirse, sino a aburrirse y a sufrir! Y si quieren diversión que jueguen al corro de la patata o a pegar balonazos, que es mucho más sano, básicamente porque es la forma en que nos entreteníamos los que tenemos la sartén por el mango para definir lo que es «sano» (es decir, «bueno», pero con ese soniquete científico-médico que epata a los tontos del bote).
Y charrando de tener la sartén por el mango. ¿No deberían los profes y el personal no docente dar ejemplo, y dejar también de utilizar el móvil durante la jornada lectiva? Porque si, como wasapean papis y mamis, y defienden opinadores de toda especie, el móvil resulta tan lesivo para la sociabilidad, la concentración y la pureza moral, ¿no sería mejor promover el control de su uso en salas de profesores, departamentos y dependencias varias? Y ya puestos, y para ser aún más coherentes, ¿no tendríamos que reconvenir también a todos esos ciudadanos que usan «obsesivamente» su móvil por la calle, en el metro, en la sala de espera o hasta en el mismísimo Parlamento (siempre que no esté hablando el jefe)? ¿No dan un pésimo ejemplo a nuestra maleable juventud?
Una juventud a la que, como es habitual, nadie ha preguntado nada, y a la que nos hemos limitado a tachar de adictos, como si por hacer cientos de cosas en el móvil fueses un pobre loco, y por hacer una sola (babear) ocho horas ante la tele, o pasarse el día entero en el bar, el gimnasio o el trabajo, fueras un adulto «sano» y con licencia para prohibir. Pero ya ven, quien manda, manda. Y pese a que los estudios científicos no son en absoluto concluyentes, están llenos de mil matices, y advierten de que la prohibición impide una alfabetización digital crítica, debilita a los niños frente al mundo que les toca vivir, y les obliga a mentir y a usar el móvil a escondidas, las soluciones simples y tajantes enardecen a la gente, siempre necesitada de panaceas y chivos expiatorios.
Así que ya sabéis, niños y no tan niños, los sabios consejeros de todos los reinos, «aplicando una estrategia de bienestar emocional» (lo ha anunciado la consejera de Educación asturiana, pero podría haberlo dicho Xi Jinping o el Gran Hermano de Orwell), van a prohibiros chatear, hablar, jugar, oír música, ver vídeos, informaros, leer, consultar vuestra agenda y revisar vuestros correos, durante vuestro (escaso) tiempo de ocio en los centros, que tendréis que ocupar de manera más «sana» (ya os dirán los «sanatólogos» cómo). Pero tranquilos, que todo será por vuestro bien; algo que esos padres y madres que han torcido la voluntad de la ministra conocen mucho mejor que nadie. Para eso se pasan todo el santo día wasapeando sobre el tema.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
No hay régimen político que dependa tanto de la educación como la democracia. Las razones son al menos dos. La primera es la obligada y constante perfectibilidad de un régimen fiado a una consideración utópica del poder (aquella por la que este pretende distribuirse igualmente entre todos); y la segunda, la obligación de preparar a quienes ostentan idealmente ese poder – es decir: a la ciudadanía – para el ejercicio de su función soberana.
Un régimen como el democrático, fundado en el ideal de elevar la voz de todos a autoridad suprema, exige ciudadanos dotados de determinadas competencias o virtudes que no son innatas ni surgen por ensalmo y que, por lo mismo, requieren de educación. De mucha educación. Uno no nace, sino que se hace demócrata. La pregunta es cómo.
Veamos. Gobernar consiste en juzgar y tomar decisiones. Así que lo primero para educar en democracia sería preparar a la ciudadanía para emitir juicios certeros y ponderados. Un buen ciudadano ha de ser diestro en el análisis crítico de la realidad, del conocimiento de que dispone, y de los valores que subyacen a las opciones entre las que ha de escoger, evitando supuestos infundados, dogmas, sesgos y prejuicios. Y todo esto no cae del cielo, ni se aprende en la barra de un bar…
Lo mismo cabe decir con respecto al diálogo y la argumentación, componentes clave de la vida democrática. La competencia dialéctica no se adquiere viendo las tertulias de la tele, sino a través de un tipo complejo de ejercicio crítico por el que, tras examinar racionalmente todas las opciones (propias y ajenas), se intenta reconstruir colectivamente una tesis común. Es lamentable que a los niños se les enseñe a leer, escribir, calcular o recordar hechos históricos, pero no a dialogar de modo cooperativo, valorando con objetividad las razones del otro y evitando falacias y errores lógicos, habilidades de la que depende esencialmente – mucho más que de todas las leyes juntas – nuestro sistema de convivencia.
A las capacidades para el juicio y el diálogo crítico hay que sumar una buena educación ética. No moral, ojo. Sino ética. La moral inculca valores y nos indica lo que debemos hacer. La ética somete a análisis racional los valores y nos proporciona herramientas y marcos argumentativos para que seamos nosotros los que decidamos lo que debemos hacer. La diferencia está bien clara. Y si bien es deseable que la ciudadanía asuma ciertos valores democráticos, aún es más deseable y democrático que los escoja por sí misma. La moral mínima socialmente exigible no se aprende con homilías laicas, sino por pura convicción, dando y exigiendo razones, si es que las hay…
Por lo demás, no hay forma de inculcar el valor supremo de cualquier democracia – a saber: el de considerar al otro realmente como un igual, y no como un simple medio para nuestros fines– sin esa profunda reflexión ética y filosófica que nos hace entender que entre nuestros intereses más particulares está el de darles sentido en el marco de una realidad, más coherente y armoniosa, en la que quepan los intereses de todos. En esta profunda comprensión de la conexión entre individuo y sociedad está, entre otras cosas, la raíz de actitudes y emociones tan democráticas como la empatía y la fraternidad.
Toda esta educación democrática ha de dirigirse, por último, a todos (el saber, como el poder, ha de ser patrimonio de todos), a través de un currículo único y una escuela pública y plural que refuerce los vínculos comunitarios (no se trata de que haya tantos colegios como opciones ideológicas, sino de que todas las opciones puedan convivir en el mismo colegio, para que sean los propios alumnos quienes puedan elegir entre ellas).
Es una pena, por cierto, que todas estas competencias, principios y características no sean evaluadas y puntuadas en las pruebas PISA. O que en dichas pruebas no se consideren las diferencias entre países más o menos democráticos y totalitarios. Es claro que los segundos pueden concentrarse en una educación técnico-científica, dirigida a satisfacer intereses productivos o estratégicos sin «perder el tiempo» promoviendo el pensamiento crítico, el diálogo, la reflexión ética o el desarrollo integral del alumnado. ¿Pero es eso lo que queremos? La tecnología y la ciencia nos ayudan a vivir, pero es más importante saber – y poder decidir democráticamente – cómo queremos vivir – y convivir— sin equivocarnos más de la cuenta.