Les màquines es van sofisticar i van néixer els robots, en els quals es van centrar la majoria de crítiques d’un neoludisme que clamava en contra de la incorporació en les nostres vides de les noves tecnologies. No obstant això, tot apuntava que certes feines serien impossibles de replicar per aquests monstres metàl·lics. La creativitat humana era, com el poblet d’Astèrix, aquell petit reducte que l’imperi tecnològic no podria subjugar.
Però van arribar les intel·ligències artificials i la concepció que hi ha alguna cosa purament humana que una màquina no sabrà emular finalment va quedar obsoleta. Les unes ens van guanyar als escacs. D’altres al go. I d’altres es van encarregar de demostrar-nos que llegir milers d’articles científics per elaborar un diagnòstic mèdic es pot fer en pocs minuts (tot i que en aquesta vida no hi ha res perfecte, estimat Watson). Cada àmbit de la creativitat humana es veia envaït per IA que dia rere dia ho anaven fent millor. Fins i tot el món de l’art, màxima expressió de l’autorealització humana, descobria amb sorpresa com els enginyers arribaven amb les seves llibretes i començaven a anotar els seus passos amb una curiositat renovada.
Així van néixer les intel·ligències artificials artistes. Sistemes complexos que, mitjançant tècniques d’aprenentatge, xarxes neuronals o algoritmes genètics, van començar a imitar el treball de pintors, escriptors o músics. Amb aquesta finalitat, els seus dissenyadors i programadors van haver d’entendre com funciona el cervell d’un creador i en què es basa per obtenir els seus resultats. Un objectiu que els va portar a la necessitat de treballar en col·laboració amb neurocientífics i teòrics de l’art. Tots junts es van fer la pregunta essencial: com sorgeix la inspiració artística?Vernor Vinge va escriure un assaig titulat Technological Singularity («Singularitat tecnològica», 1993), en el qual planteja la superació de la ment humana per part de màquines equipades d’intel·ligència artificial. Ray Kurzweil va reprendre aquesta idea, amb un vigor inusitat, al llibre The Singularity is Near: When Humans Transcend Biology («La Singularitat és a prop: quan els humans transcendim la biologia», 2005). El títol és autoexplicatiu. Segons Kurzweil, els humans deixaran enrere el suport biològic i cediran la intel·ligència a les màquines.
L’argument essencial associat a la Singularitat és d’una lògica aclaparadora. Si construïm intel·ligències artificials cada cop més potents i autònomes, arribarà un moment que un algoritme podrà millorar-se a si mateix. Un cop millorat, l’algoritme serà encara més potent i, en conseqüència, capaç de tornar-se a millorar. S’estableix, doncs, una cadena que es retroalimenta. Cada intel·ligència artificial dissenyarà la següent, que serà encara millor que ella. Aquest procés iteratiu continuarà avançant de forma imparable cap a una intel·ligència brutal. En aquest moment, haurem assolit la Singularitat.
Suposem que la intel·ligència artificial avança gràcies al fet que es comprèn més bé la sofisticada arquitectura d’una xarxa neuronal gegantina. El problema de dissenyar els circuits neuronals artificials revesteix una dificultat extrema. En un primer moment, utilitzem mètodes controlats per humans per explorar arquitectures neuronals més bones. Però arribem al punt que l’exploració de noves arquitectures és dissenyada per una xarxa neuronal artificial millorada. Ella sola es podrà autoanalitzar i millorar. Serà com un bon estudiant que comença a aprendre sol i que arriba molt més lluny que els seus professors.
José Ignacio Latorre, La singularitat, lab.cccb.org 14/01/2019
¿Por qué recurrentemente cuando hay decisiones políticas que afectan a sus intereses los poderes económicos apela a la seguridad jurídica? Porque es el eufemismo con el que se disfraza su manera de entenderla: que los intereses del dinero están por encima de cualquier cosa. Y los más brutos, lo dicen con mayor rudeza: que ellos crean riqueza, y que paguen los demás. Es decir, apelan a la seguridad jurídica precisamente para deshacerla, para desmontar lo que consideran un corsé. Como si seguridad jurídica quisiera decir derecho a hacer lo que yo crea conveniente independientemente de lo que diga la ley. Y si la ley no me complace, por seguridad jurídica me voy a otro país.
La economía como una actividad que ha de escapar al control político. Ésta es la idea que ha alimentado la ideología neoliberal todavía vigente en muchos sectores, a pesar de haberse estrellado en la crisis de 2008. Y, como se ha demostrado, en una vía abierta por la que se cuela el autoritarismo posdemocrático, para un mejor control de la ciudadanía, alimentada con doctrinas reaccionarias, mientras el dinero hace camino por su cuenta. Y lo más patético es que no pocos economistas les acompañan en este camino olvidando el consejo metodológico de Keynes: “la economía es una ciencia moral y no una ciencia natural. Apela a juicios de valores”. Pretender que la política sea cautiva de una presunta (e incontestable) verdad científica de la economía, en pleno desprecio de la complejidad institucional, cultural y de la economía del deseo, es una vía directa al autoritarismo al reducir al ciudadano a hombre unidimensional.
Josep Ramoneda, El dinero y la política, El País 03/03/2023
El armamento dotado de inteligencia artificial ya es una realidad, y la guerra de Ucrania está sirviendo como un macabro campo de pruebas para medir sus poderes. Ucrania utiliza cuadricópteros (drones de cuatro hélices) para arrojar granadas a los soldados rusos. Los rusos lanzan enjambres de misiles contra los hospitales, las plantas energéticas y los edificios civiles ucranios. La verdadera carrera de armamentos no reside aquí en el tamaño ni la carga explosiva de estas armas, sino en su minúsculo cerebro electrónico, cada vez menos dependiente de sus controladores humanos, más autónomo, más capaz de tomar sus propias decisiones. La tendencia conducirá inevitablemente a la pesadilla de Guterres: máquinas que localicen, seleccionen y maten a sus objetivos sin la menor supervisión humana. Un futuro tenebroso en verdad.
No habrá que esperar mucho para verlo, a menos que la prohibición propuesta por la ONU se negocie y se implante en un tiempo récord, lo que sería verdaderamente insólito en el campo minado de la política internacional. En realidad, toda la tecnología necesaria está lista. Las máquinas ya saben planear estrategias, navegar entre edificios, reconocer objetivos y coordinarse entre sí para atacar. Los drones de reconocimiento utilizados en Ucrania ya son enteramente autónomos, y solo habría que añadirles una bomba para que se convirtieran en agentes letales sin supervisión humana. Por fortuna, ninguna de las dos partes lo ha hecho de momento. Un enjambre de misiles autónomos se puede considerar un arma de destrucción masiva, y esa es la otra línea roja, junto al armamento nuclear, que nadie se ha atrevido a cruzar.
La compañía SpaceX de Elon Musk está poniendo al servicio de Ucrania la información de su red de satélites, y hay otras dos empresas estadounidenses menos famosas, Anduril y Palantir, que se han sumado al campo de pruebas ucraniano. Anduril, que fabrica drones, submarinos autónomos y redes de inteligencia artificial, está suministrando sistemas a Ucrania. Palantir, fundada por el filósofo Alex Karp, vende también sistemas autónomos al ejército ucranio, directamente y como parte de la red de inteligencia de la OTAN.
Cabe preguntarse por qué las armas autónomas suscitan un temor mayor que las controladas por una docena de generales que rara vez habrán sido ascendidos al cargo por la altura de sus convicciones éticas. Puede ser un buen tema para una mesa redonda, pero la respuesta fácil es seguramente que las máquinas son más baratas que los soldados.
Javier Sampedro, Armas con cerebro, El País 02/03/2023
Lo he confirmado ahora, pues un artículo de The Telegraph me cuenta que las novelas de Bond se corregirán también, y que las ediciones nuevas incluirán su propia nota explicativa: “Este libro se escribió en un tiempo en que eran normales términos y actitudes que los lectores modernos pueden considerar ofensivos”. Los editores nos explican que la nueva edición incluye “una serie de actualizaciones”, pero que se han hecho siempre “manteniendo la mayor fidelidad posible al texto original y a la época en que se ambienta”.
No sé si los lectores lo hayan hecho, pero los redactores de ese lavado de manos no parecen haberse percatado de las mil ironías que presentan sus poquísimas palabras. Solo para empezar está el reconocimiento de que el problema es el pasado, que es, como dice una novela, un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera diferente. Para estos editores, el asunto es muy sencillo: cuando un libro de otro tiempo nos diga cosas que no están de acuerdo con nuestra mentalidad presente, hay que revisarlas (como se revisan las doctrinas de un partido político) o tal vez actualizarlas (como un programa de ordenador que ha quedado obsoleto). Pero los que escribimos sobre el pasado sabemos que el pasado es problemático porque no existe físicamente: es una construcción enteramente mental. Es decir, el pasado solo existe mientras lo imaginamos, y lo imaginamos solo gracias a las historias que contamos o que han contado otros. Y este ridículo frenesí de nuestro tiempo, este afán por conformar las creaciones pasadas a la moralidad presente, puede tener muy buenas intenciones, puede estar movido por emociones bien puestas y solidaridades genuinas, pero lo primero que logrará es cerrarnos las puertas de acceso a ese lugar que ya no está, impedirnos entender cómo se veía —como se vivía— el mundo de antes.
Hay una nueva figura en el mundo de los libros, los sensitivity readers, que no son más que lectores expertos en las sensibilidades de un grupo determinado. Se han puesto de moda en el mundo anglosajón, y su misión es señalar los momentos en que un libro pueda herir las sensibilidades de tal o cual grupo. La idea, como tantas otras de nuestro tiempo confundido, sale de emociones loables; pero a mí me parece que tiene consecuencias perversas.
Leo la entrevista que una de estas lectoras de sensibilidad (no hay traducción posible que no suene feo) dio hace poco, a raíz de lo de Dahl. ¿Por qué se han vuelto tan populares los lectores de sensibilidad?, le pregunta el periodista, y la respuesta es transparente: “Creo que los autores no quieren publicar un libro y verse metidos en una tormenta de Twitter, o darse cuenta por las reseñas de Amazon de que han cometido un error grande”. En otras palabras, el miedo a las multitudes sin forma de internet está decidiendo lo que los autores se permiten decir: no hay que despertar a la bestia de la indignación virtuosa, del postureo ético, de las políticas de la identidad; sobre todo, hay que cuidarse de ofender las sensibilidades personales, que son el nuevo territorio de lo sagrado. Si esto no es una manera de la censura, aunque se dé por caminos sinuosos y aunque muchas veces venga de los propios censurados, no se me ocurre qué pueda serlo.
Se equivocan mucho quienes creen que lo sucedido en estos días es menos grave por tratarse de ligeras novelas de espionaje (y quienes creen que los libros infantiles son menos importantes no tienen la menor idea de cómo se forma un ciudadano, ya no digamos una persona), pues lo que está en juego aquí es toda una manera de entender lo que hacen las ficciones. La literatura es un lugar de tensiones y contradicciones y problemas y oscuridades, y podemos discutir con ella, criticarla y despreciarla incluso; pero expurgarla para que no nos ofenda, purificarla de lo que nos choque o incomode, nos priva de formas invaluables de conocimiento, y habla menos de los defectos de la literatura, me parece, que de nuestra propia y lamentable fragilidad.
Juan Gabriel Vásquez, De qué hablamos cuando hablamos de James Bond, El País 02/03/2023
¿Debe la literatura ofrecer un modelo moral y aproximarse con cuidadoso respeto a los temas que afectan a alguna minoría marginada? A juzgar por los vientos que soplan desde los países anglosajones, y muy especialmente desde Estados Unidos, se podría pensar que sí. El miedo a que un lanzamiento editorial acabe machacado en las redes sociales por culpa de un supuesto prejuicio narrativo del autor ha llevado a los editores a reclamar los servicios de los llamados sensitivity readers (lectores con sensibilidad), personas que revisan un texto buscando cualquier aspecto que pueda herir la sensibilidad de un determinado colectivo. La demanda ha dado vida a un mercado de agencias con una cartera de relectores. El sello Salt & Sage Books, por ejemplo, despliega un amplio muestrario de especialistas con fotografía y currículo incorporados. Las áreas de sensibilidad van desde la sexualidad —”no binaria” o “transgénero”, por ejemplo— al “dolor crónico”, pasando por “depresión”, “desórdenes alimentarios”, “violación y abusos sexuales”, “infertilidad” o “tejer”.
La escritora Jeanine Cummins, nacida en España de padre puertorriqueño, sufrió un verdadero linchamiento en las redes sociales a cuenta de su novela American Dirt (Tierra americana), publicada en 2020. El libro contaba la historia de una mujer y su hijo obligados a abandonar México rumbo a Estados Unidos, perseguidos por los carteles mexicanos. Su lanzamiento, precedido por críticas muy favorables, se topó con el rechazo frontal de más de un centenar de escritores latinoamericanos, radicados en Estados Unidos, que veían en la novela un retrato caricaturesco de México, y un caso flagrante de apropiación cultural. La editorial se vio obligada a anular la campaña de promoción. Claro que la polémica no evitó el éxito de ventas del libro.
Lola Galán, Cuidado con estos libros, ¡peligro!, El País 11/02/2023
La intel·ligència artificial promet una major personalització i una relació més fàcil i integrada amb les màquines. Aplicada a camps com el transport, la salut, l’educació o la seguretat, es fa servir per vigilar el nostre benestar, alertar de possibles riscos i oferir serveis quan siguin sol·licitats. No obstant això, la implantació d’aquests algoritmes ha donat lloc a alguns esdeveniments escandalosos que han alertat sobre la fragilitat d’aquest sistema. Entre ells l’aparatós accident del vehicle semiautomàtic de Tesla, la difusió de notícies falses en xarxes com Facebook i Twitter, el fracassat experiment del bot Tai desenvolupat per Microsoft i alliberat a la plataforma Twitter per aprendre en interacció amb els usuaris (aquest va haver de ser retirat en menys de 24 hores a causa dels seus comentaris ofensius). L’etiquetatge de persones afroamericanes en Google Photos com a «simis», la constatació que Google és menys propens a mostrar demandes de feina de nivell alt a dones que a homes o que els delinqüents afroamericans són classificats més sovint com a reincidents potencials que els caucasians han mostrat, entre altres problemes, el poder discriminatori d’aquests algoritmes, la seva capacitat de comportaments emergents i la difícil cooperació amb els humans.
Aquests i altres problemes es deuen, d’una banda, a la naturalesa de l’aprenentatge automàtic, la seva dependència del big data, la seva gran complexitat i capacitat de previsió. D’altra banda, a la seva implementació social, on trobem problemes derivats de la concentració d’aquests procediments en unes poques companyies (Apple, Facebook, Google, IBM i Microsoft), la dificultat de garantir un accés igualitari als seus beneficis i la necessitat de crear estratègies de resiliència davant els canvis que es produeixen a mesura que aquests algoritmes van penetrant en l’estructura crítica de la societat.
La falta de neutralitat dels algoritmes es deu a la dependència del big data. Les bases de dades no són neutrals i presenten els prejudicis inherents al hardware amb què han estat recol·lectades, el propòsit per al qual han estat recollides i al paisatge desigual de dades ‒no hi ha la mateixa densitat de dades en totes les zones urbanes ni respecte a tots els estaments i fets socials. L’aplicació d’algoritmes entrenats amb aquestes dades pot difondre els prejudicis presents en la nostra cultura com un virus, i això pot donar lloc a cercles viciosos i a la marginalització de sectors de la societat. El tractament d’aquest problema passa per l’elaboració de bases de dades inclusives i un canvi d’enfocament en l’orientació d’aquests algoritmes cap al canvi social.
El crowdsourcing pot afavorir la creació de bases de dades més justes, col·laborar a valorar quines dades són sensibles en cada situació i procedir a la seva eliminació i a testejar la neutralitat de les aplicacions. En aquest sentit, un equip de les universitats de Columbia, Cornell i Saarland ha elaborat l’eina FairTest, que busca associacions injustes que es poden produir en un programa. D’altra banda, orientar els algoritmes cap al canvi social pot contribuir a la detecció i eliminació dels prejudicis presents en la nostra cultura. La Universitat de Boston, en col·laboració amb el Microsoft Research, ha portat a terme un projecte en què els algoritmes són utilitzats per a la detecció dels prejudicis recollits en la llengua anglesa, concretament les associacions injustes que es donen a la base de dades Word2vec, utilitzada en moltes aplicacions de classificació automàtica de text, traducció i cercadors. El fet d’eliminar els prejudicis d’aquesta base de dades no els elimina de la cultura, però n’evita la propagació per mitjà d’aplicacions que funcionen de manera recurrent.
Altres problemes es deuen a la manca de transparència, que deriva no només del fet que aquests algoritmes són considerats i protegits com a propietat de les companyies que els implementen, sinó de la seva complexitat. No obstant això, el desenvolupament de processos que faci aquests algoritmes explicatius és d’importància cabdal quan aquests s’apliquen a la presa de decisions mèdiques, judicials o militars, on poden vulnerar el dret que tenim a rebre una explicació satisfactòria respecte a una decisió que afecta la nostra vida. En aquest sentit, l’Agència de Recerca per a la Defensa Americana (DARPA) ha iniciat el programa Intel·ligència artificial explicativa (Explainable Artificial Intelligence). Aquest programa explora nous sistemes de coneixement profund que puguin incorporar una explicació del seu raonament, ressaltant les àrees d’una imatge considerades rellevants per a la seva classificació o revelant un exemple de la base de dades que mostri el resultat. També desenvolupen interfícies que facin el procés de l’aprenentatge profund amb les dades més explícites, mitjançant visualitzacions i explicacions en llenguatge natural. Un exemple d’aquests procediments el trobem en un dels experiments de Google. Deep Dream, dut a terme el 2015, va consistir a modificar un sistema de reconeixement d’imatges basat en aprenentatge profund perquè, en lloc d’identificar objectes continguts a les fotografies, els modifiqués. Aquest procés invers permet, a més de crear imatges oníriques, visualitzar les característiques que el programa selecciona per identificar les imatges, mitjançant un procés de desconstrucció que força el programa a treballar fora del seu marc funcional i revelar-ne el funcionament intern.
Finalment, la capacitat de previsió d’aquests sistemes els porta a un increment en la capacitat de control. Són coneguts els problemes de privacitat que deriven de l’ús de tecnologies en xarxa, però la intel·ligència artificial pot analitzar les nostres decisions anteriors i preveure les nostres possibles activitats futures; això dóna al sistema capacitat per influir en la conducta dels usuaris, la qual cosa reclama un ús responsable i el control social de la seva aplicació.
La probabilitat que la intel·ligència artificial produeixi una singularitat o un esdeveniment que canviaria el curs de la nostra evolució humana continua sent remota; però els algoritmes intel·ligents de l’aprenentatge automàtic s’estan disseminant en el nostre entorn i produint canvis socials significatius, per la qual cosa cal desenvolupar estratègies que permetin a tots els agents socials entendre els processos que aquests algoritmes generen i participar en la seva definició i implementació.
Sandra Álvaro, Conviure amb algoritmes intel·ligents, lab.cccb.org 03/05/2017
Gurús de autoayuda barata y famosas filósofas de jerga académica incomprensible repiten sin cesar que el lenguaje hace la realidad, que la performa. Y nos lo hemos creído como creía mi abuela que pasándome el hueso de la mandíbula de un perro muerto por el cuello me curaría las anginas o que el amuleto que llevaba la protegía del mal de ojo. Según cómo diga las cosas, serán, a pesar de que la experiencia empírica desmiente sistemáticamente esta idea absurda. ¡Multiplíquense los ceros en mi cuenta corriente!, pronuncio esperando el milagro, pero nada, mis condiciones materiales siguen igual a pesar de que pongo mucho empeño en escoger mis palabras. El pensamiento mágico no le funcionaba a mi abuela y tampoco me funciona a mí aunque quienes intentan convencerme ahora de su efectividad tengan más prestigio que ella por tratarse de las más deslumbrantes figuras del pensamiento occidental predicando desde las cátedras universitarias más afamadas. También ellas defienden, igual que en mi pueblo, que hay cosas como el demonio, la desgracia, las enfermedades sin cura o la muerte que no se pueden nombrar si no se quiere correr el riesgo de hacerlas aparecer. Para estas mentes avanzadas de la postmodernidad son el machismo, el racismo, cualquier ismo que suponga discriminación. Ojalá fuera tan fácil, firmaba sin leer si con ello pudiéramos deshacernos de todo lo que no nos gusta. Se llega a afirmar, incluso, que el simple hecho de usar un lenguaje incorrecto es una forma de violencia y que los espacios en los que se utiliza son “espacios no seguros”. Anda que si yo me hubiera movido solamente por los sitios en los que nadie pudiera ofenderme, vamos, no habría tenido “espacios seguros” ni en mi propia casa.
Esta semana el pobre al que le ha tocado recibir el azote de esta nueva religión ha sido Roald Dahl en lo que no es más que un nuevo ejemplo de una deriva que pretende empobrecer todo lo que se dice y se escribe, privando a los niños del acceso a las palabras que los profetas de la corrección consideran portadoras de todos los males. Miedo me da imaginar el futuro de unas criaturas que no podrán siquiera nombrar el mal, o lo feo, o lo abyecto o lo desigual o discriminatorio. Serán atontados viviendo en una caverna llena de incomprensible sombras gracias a esta vuelta al tabú del que nos libramos al domesticar el orden teocrático. Qué pereza, la verdad, volver ahora a la superstición y al oscurantismo, la censura inquisitorial y los eufemismos.
Najat el Hachmi, Volver al tabú, El País 24(02/2023
Citemos algunos —entre muchos otros— de los efectos perniciosos que provoca este tecnoliberalismo, apóstol de una revolución perpetua. Sofisticados procedimientos de evasión fiscal; mano de obra obligada a someterse al incierto régimen de trabajadores autónomos, sujeta a una presión permanente, a una humillante evaluación por parte de los usuarios. O también el surgimiento de un nuevo tipo de clase salarial en los almacenes logísticos, donde se ve a los almacenistas equipados con auriculares de audio o tabletas digitales que les indican en todo momento las acciones correctas que deben realizar, a través de sistemas de inteligencia artificial que los obligan a cadencias infernales, reduciéndolos a robots de carne y hueso.
En realidad, más allá de las meras consecuencias sociales, se trata de un modelo de civilización que se está instaurando a gran velocidad: el de una creciente automatización de los asuntos humanos. Hasta el punto de que la firma Uber se plantea, a la larga, sustituir a los conductores por vehículos autónomos, o Amazon entregar los productos por medio de drones. Porque en esta ideología que aspira a la eficiencia suprema en todas las cosas, el ser humano se considera en última instancia supernumerario o básicamente deficiente. Por un lado, en los procesos de producción se le ve de hecho como un simple engranaje inconstante llamado, como tal, a ser impulsado de ahora en adelante por algoritmos y pronto a desaparecer. Por otro lado, en la vida cotidiana, las tecnologías nos permiten actualmente considerarnos como individuos cuyos comportamientos deben ser continuamente analizados y orientados con fines comerciales o para la optimización extrema del funcionamiento de la sociedad.
Ha llegado el momento de comprender hasta qué punto, desde hace dos décadas, un puñado de miles de personas se dedica a administrar de cabo a rabo el curso de nuestras existencias individuales y colectivas con el único propósito de satisfacer sus intereses particulares y con una visión estrictamente utilitaria del mundo.
Por eso nos corresponde a cada uno de nosotros, y en todos los niveles de la sociedad, extraer lecciones de estas desviaciones y expresar, con hechos, nuestra capacidad de influir en el curso de las cosas, así como nuestras aspiraciones a instaurar modos comunes de existencia y de organización basados en principios y valores completamente diferentes. Se trata de un importante imperativo moral y político de nuestro tiempo.
Éric Sadin, 'Uber Files' y el credo 'colaborativo', El País 24/07/2023
La noticia ha resonado como un potente trueno. La última versión del “robot conversacional” ChatGPT, desarrollado por la empresa OpenAI, está dotada de un poder de locución tan sofisticado que ya se asemeja al de un humano.
A este respecto, hay que destacar que lo que de entrada llamó nuestra atención es que estos robots escriben textos cuya calidad sintáctica y coherencia permitirían ya que los estudiantes de secundaria los utilizaran para hacer los deberes, o los medios de comunicación con el propósito de producir artículos, entre otras muchas situaciones.
Sin embargo, estas perspectivas, al movilizar nuestros afectos, nos han llevado a ocultar el hecho principal. Es decir, que, mucho más que escribir textos por encargo, estos programas empiezan a dirigirnos la palabra, como de forma autónoma y natural. Y esto, con vistas a un gran objetivo industrial: guiarnos continuamente por el buen camino.
Esta disposición es el resultado de los imprevistos avances de la inteligencia artificial desde principios de la década de 2010, que han permitido desarrollar sistemas capaces de evaluar, a velocidades infinitamente superiores a nuestras capacidades cognitivas, situaciones de todo tipo. Pero también, por consiguiente, formular recomendaciones. Como la aplicación Waze, por ejemplo, que interpreta las condiciones del tráfico en tiempo real, a la vez que sugiere las mejores rutas.
Esta arquitectura ha hecho que surja un nuevo modelo económico, con fuentes inagotables de riqueza: la interpretación y la orientación de nuestro comportamiento. Desde hace quince años, las tecnologías se conciben para guiar nuestros gestos con sus luces cada vez más omniscientes, principalmente con fines comerciales.
Se establece un lazo umbilical al que la voz de la máquina da ahora una forma fluida y familiar. Porque, a la larga, todo empezará a hablar. Después de los altavoces conectados, que salieron al mercado en 2016, nuestro smartphone, el habitáculo de nuestro vehículo, nuestra cocina… Los laboratorios, en su inmensa mayoría privados, trabajan sin descanso para robotizar el lenguaje, antes de poner sus productos al alcance de todos, como de la noche a la mañana. ¿Y cómo nos hemos enterado de la existencia de este prodigio tecnológico? Por las noticias de prensa. En otras palabras, a posteriori.
Un fenómeno recurrente y que debería llamarnos la atención: el de la desincronización entre, por un lado, la sociedad que se encuentra ante un hecho consumado y que, al final, lo único que hace es reaccionar y, por el otro, una poderosa industria, ahora hegemónica, que desde hace dos décadas se esfuerza constantemente por hacer que nuestras vidas dependan de sus logros.
En este sentido, demasiado a menudo desestimamos a las figuras que sustentan todo este mecanismo: los ingenieros. Aquellos que en su mayoría se lanzan a una carrera cada vez más enloquecida por la llamada “innovación” y que, por estar supeditados a la industria digital, solo se someten a pliegos de condiciones establecidos con el único objetivo de generar ganancias.
Lo que los caracteriza es que participan activamente en el diseño de dispositivos que, en la mente de la ciudadanía, plantean un número cada vez mayor de interrogantes. En esto, se encuentran en una posición incómoda que a veces llega a hacerles sentir remordimientos de conciencia.
Entonces, para quedar bien, se mantiene desde hace mucho tiempo una hábil campaña para fabricar el consentimiento, haciendo así posible nadar y guardar la ropa. Esto, mediante el uso constante de un concepto, con aires de pócima milagrosa, o de arena en los ojos, destinado a tranquilizar a las multitudes: la “ética”.
A decir verdad, lo característico de esta postura es que solo ratifica las cosas, en la medida en que lo que ordinariamente se entiende por esta noción únicamente remite a vagos cortafuegos normativos o legislativos, sin tener nunca en cuenta el alcance civilizador y antropológico de los cambios que ya están en marcha. A saber, un destierro progresivo de nuestras facultades impulsado por la creciente automatización de los asuntos humanos.
Aquí es donde conviene subir de nivel las apuestas y pasar de la ética —tal como se emplea, bastante vulgarmente, hoy— a una dimensión que se consideraría superior: la moral.
La primera se deriva de la aplicación de algunas reglas de supuesta buena conducta a casos concretos. La segunda se entiende como el respeto incondicional a nuestros principios fundamentales.
Entre ellos, aquel que no ha dejado de verse erosionado por la digitalización de nuestras vidas y que, como tal, debe ser defendido más que nunca: la mejor expresión de nuestras capacidades, de lo que depende el buen desarrollo de cada uno de nosotros.
Porque, después de haber experimentado un debilitamiento de nuestra autonomía de juicio debido a la generalización de los sistemas que orientan, con diversos fines, el curso de nuestra vida cotidiana, lo que ahora se presagia es una renuncia a nuestra facultad de expresarnos.
Por eso, nos corresponde a nosotros oponernos a un ethos que, en realidad, proviene del odio al género humano, y que solo pretende reemplazar nuestros cuerpos y nuestras mentes, de facto incompletas, con tecnologías concebidas para garantizar una organización supuestamente perfecta del funcionamiento general y particular del mundo.
Ha llegado el momento de alzar la voz —nuestra propia voz— y retomar la fórmula de Albert Camus en El hombre rebelde afirmando: “Las cosas han durado demasiado (…), vais demasiado lejos (…), hay un límite que no franqueareis”.
Eso sería un verdadero humanismo de nuestro tiempo. No clamar en todo momento, corazón en mano y de forma siempre muy vaga —como los gurús de Silicon Valley o las hordas de ingenieros— queriendo poner “al hombre en el centro”, sino establecer la manifestación adecuada de nuestra riqueza sensible e intelectual como la condición imprescindible para unas sociedades plenamente libres y plurales.
Éric Sadin, ChatGPT y ética: por qué los robots nos quieren llevar por el buen camino, El País 24/02/2023
Los poetas y los matemáticos son la joya de la corona de la humanidad, y por tanto el test de estrés definitivo para medirnos con la inteligencia artificial (IA). Aunque máquinas como el Brutus de IBM han hecho pinitos notables en la prosa narrativa, la IA está lejos aún de escribir un buen poema. Pero su incursión en las matemáticas ya es una realidad, y no me refiero a la ramplonería de hacer cuentas muy deprisa, que es lo que la mayoría de la gente identifica con esta disciplina. Las matemáticas son “la ciencia de la estructura, el orden y la relación”, como dice la Britannica. Hacer cuentas, medir cosas y describir formas son el grado cero de esta ciencia, el que ya practicaban los mesopotámicos hace cinco milenios, pero las matemáticas han evolucionado desde allí hasta unas alturas de abstracción que no ha alcanzado ninguna otra ciencia ni estilo de pensamiento. Una ecuación es justamente como un buen verso, que condensa un enorme trecho de realidad en una perla mínima y perfecta.
El mundo es azaroso, intrincado y espeso, pero hay un método en su locura, patrones entre el caos, pautas en la complejidad humana, geometrías ocultas en la jungla. Hallar esas pautas es justo la tarea favorita de la inteligencia artificial. El boom de la IA que hemos presenciado en el último decenio se basa en las redes neurales, un sistema de capas que absorbe información en crudo y la va abstrayendo una capa tras otra hasta descubrir una pauta. Se trata de un sistema análogo a la percepción cerebral, que parte de líneas y las va abstrayendo como polígonos, poliedros y una gramática de las formas. También es análogo al desarrollo histórico de las matemáticas, otro proceso de abstracción progresiva.
Descubrir “la estructura, el orden y la relación”, como en la definición de la Britannica, es el secreto íntimo de AlphaGo, el campeón mundial de Go en versión de silicio, AlphaFold, el robot que predice la estructura de las proteínas mejor que un ejército de bioquímicos, los sistemas de reconocimiento de voz y de imagen de nuestros teléfonos y, por supuesto, el ya célebre ChatGPT, el conversador electrónico de moda. Estos sistemas y otros como la Minerva de Google ya se comportan como matemáticos consumados, al menos para ciertos problemas planteados con esmero. Han probado un teorema muy difícil e importante, han mostrado a los matemáticos de carne una nueva vía de investigación inexplorada y están ayudándoles a escribir demostraciones paso a paso a partir de la intuición incompleta de un humano. Son hitos asombrosos en sí mismos, pese a que solo han empezado a vislumbrar los márgenes de un nuevo continente de conocimiento.
Javier Sampedro, El robot matemático, El País 23/02/2023
Von Neumann nació en Budapest en el año 1903 y destacó desde su juventud por sus capacidades matemáticas y por su notable memoria fotográfica: era capaz de recitar libros que había leído años antes. Se doctoró en matemáticas con tan solo 23 años y fue uno de los primeros profesores del prestigioso Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en Estados Unidos. Es conocido por sus avances en muchos campos de la ciencia, como la computación, la física cuántica, el análisis o la teoría de juegos. Durante la Segunda Guerra Mundial, colaboró en el proyecto Manhattan.
Su contribución a la computación se basa en las ideas de Alan Turing. En 1936, Turing había ideado un objeto matemático, conocido como máquina de Turing, que formalizaba el concepto de algoritmo o, dicho de otra forma, de programa informático. Turing introdujo el concepto de máquina de Turing universal, capaz de reproducir cualquier algoritmo, siempre que se introdujeran las instrucciones de manera adecuada. Su construcción real se denominó ordenador de “propósito general”. Este concepto hace referencia a lo que hoy en día entendemos como un ordenador programable.
El primer ordenador de propósito general —ENIAC (Computador e Integrador Numérico Electrónico)— fue construido por los ingenieros John Prepert Eckert y John William Mauchly en 1945. Este ordenador podía, en la práctica, reproducir cualquier algoritmo siempre que se configuraran las instrucciones reconectando cables de forma adecuada. Este era un proceso largo y tedioso, muy limitado por el número de cables y, por tanto, del tamaño del propio ordenador.
Von Neumann fue quien consiguió diseñar un ordenador al que se le podían introducir instrucciones de manera electrónica. En su prototipo era suficiente con insertar las instrucciones mediante un lector-grabador de cinta magnética. La arquitectura del ordenador propuesto se conoce hoy en día como arquitectura Von Neumann. En 1945 Von Neumann hizo circular un borrador donde detallaba cómo construir ordenadores usando esta arquitectura, que recibieron el nombre de ordenadores de propósito general con “capacidad para almacenar programas”. Hoy en día, todos los computadores modernos son de este tipo.
La clave de la arquitectura Von Neumann estaba inspirada por la máquina universal de Turing: almacenar instrucciones en la propia memoria del ordenador. Von Neumann diseñó su ordenador con una estructura dividida en tres grandes partes, la CPU (unidad central de procesamiento), la memoria, y los dispositivos de entrada y salida (cómo un teclado y una pantalla).
La CPU se encargaba de leer y modificar el contenido de la memoria electrónica y lo hacía siguiendo las instrucciones contenidas en parte de la memoria del ordenador. Además, era posible modificar la memoria, por ejemplo, introduciendo datos mediante el teclado, y así modificar las instrucciones de funcionamiento de la CPU y, por tanto, la función que ejecutaba el ordenador. Von Neumann, junto con Prepert Eckert y Mauchly, construyó el primer ordenador de propósito general capaz de almacenar programas —EDVAC (iniciales de Calculador Discreto Electrónico Automático Variable)— en la Universidad de Pensilvania (EE UU).
Robert Cardona, John von Neumann, el matemático que diseñó los ordenadores modernos, El País 23/02/2023
Gran parte de lo que hoy consideramos una forma moderna y abierta de ver el mundo —la identidad multirracial como algo normal, el género más allá de lo binario, las numerosas variantes de la sexualidad humana, el hecho de que las normas sociales influyan en nuestro sentido del bien y del mal— no es una cuestión moral ni de opinión. Esta visión del mundo es consecuencia de una serie de descubrimientos científicos llevados a cabo por un pequeño grupo de investigadores a contracorriente que se propusieron demostrar la unidad esencial de la humanidad. Y el resultado no fue la transformación de nuestra idea del bien y del mal, sino un cambio fundamental de nuestra concepción del sentido común.
En el centro de este grupo estuvo un contestatario profesor norteamericano llamado Franz Boas. Con el pelo alborotado y un acento muy marcado, Papa Franz, como le llamaban sus alumnos, era la viva imagen del científico loco. Había llegado a Estados Unidos procedente de Alemania en la década de 1880, después de pasar más de un año haciendo trabajo de campo como aficionado en el Ártico canadiense. Su propósito era conseguir trabajo como geógrafo o explorador profesional, quizá en la Smithsonian Institution. Pero la mayoría de sus solicitudes de empleo se encontraron con el rechazo. Cuando el siglo estaba a punto de terminar, consiguió, por fin, una plaza de profesor de Antropología en la institución que iba a ser su casa, la Universidad de Columbia.
En 1911 Boas concluyó un importante estudio en el que examinaba las consecuencias de la inmigración en la población de Estados Unidos. Después de tomar las medidas físicas de miles de neoyorquinos, Boas llegó a la conclusión de que “la capacidad de adaptación del inmigrante parece ser mucho mayor de lo que podíamos atrevernos a suponer antes de comenzar nuestras investigaciones”. Los “tipos” naturales en los que se solía clasificar a las personas —por ejemplo, sus razas o grupos étnicos— eran intrínsecamente inestables. Los niños nacidos en EE UU tenían más cosas en común con otros niños también nacidos en EE UU que con el grupo nacional al que pertenecían sus padres. Boas llegó a la conclusión de que, si unas categorías sociales básicas como la raza y la etnia podían cambiar solo con irse a vivir a otro país, entonces no podían utilizarse para explicar diferencias supuestamente permanentes de inteligencia, criminalidad u otros rasgos.
Durante las tres décadas siguientes, Boas repitió sus conclusiones siempre que pudo. La idea de que una característica, ya fuera positiva o negativa, era inherente a una raza concreta constituía, “en el mejor de los casos, una ficción poética y peligrosa”, dijo en una conferencia de eugenistas en 1937. Cuando los nazis se adueñaron de las instituciones educativas alemanas, el centro en el que se había doctorado le retiró el título. Las bibliotecas alemanas retiraron sus obras y las quemaron junto a las de Marx y Freud.
Boas vivió para ver cómo triunfaba por completo el racismo científico en su patria de origen y cómo se reivindicaban sus propias ideas en su nueva patria. Murió en 1942, durante un almuerzo en el club de profesores de Columbia. The New York Times escribió que a partir de ese momento era responsabilidad de sus alumnos proseguir “la esclarecedora labor en la que él fue un audaz pionero”.
Llamaron relativismo cultural a esa teoría esencial a la que, desde hace casi un siglo, sus detractores han acusado de todo, desde justificar la inmoralidad hasta fomentar la disparatada idea de que quizá EE UU no sea el mejor país de la historia. Pero su mensaje fundamental era que para vivir de manera inteligente en el mundo debemos aplazar nuestra opinión sobre otras formas de ver la realidad social hasta que las comprendamos de verdad.
El relativismo cultural era una teoría sobre la sociedad humana, pero también un manual de instrucciones para la vida. Su intención era azuzar nuestra sensibilidad moral, no extinguirla. Boas pensaba que es muy posible que exista un código moral universal, pero ninguna sociedad —ni siquiera la nuestra— puede conocer con seguridad su contenido. “La cortesía, la modestia, los buenos modales y el cumplimiento de unas normas éticas concretas son universales”, escribió Boas en una ocasión, “pero lo que no es universal es qué constituye cortesía, modestia, buenos modales y normas éticas”. El progreso moral, si es que existe, reside en nuestra capacidad de construir una visión cada vez más amplia de la propia humanidad.
Estos son la conclusión científica y el talante moral que Boas y sus alumnos querían dar a conocer al mundo. Que averigüemos qué comportamiento es el que nuestra sociedad considera mejor y lo practiquemos con el destinatario más impensable de nuestra buena voluntad. Que nos esforcemos por apartarnos de toda teoría que fomente la idea de que somos especiales. Que prestemos menos atención a las normas de comportamiento correcto —come esto, no toques aquello, cásate con aquel— y más al círculo de humanidad para el que creemos que tienen valor esas normas.
“No hay evolución de las ideas morales”, escribió Boas en 1928. Lo único que cambia es a qué personas creemos que debemos tratar como seres humanos plenos, dignos y determinados. Si ahora es normal que una pareja gay se dé un beso de despedida en el aeropuerto, que un estudiante universitario lea el Bhagavad Gita en una clase sobre grandes libros, que se rechace el racismo por considerarlo un rasgo de decadencia moral y una estupidez evidente; si todas estas cosas no son novedades, sino la forma normal de organizar una sociedad, debemos agradecérselo a las ideas defendidas por el círculo de Boas. El hecho de que aún nos quede trabajo por hacer, la continua lucha que supone vivir en una sociedad y al mismo tiempo ser críticos con ella, era precisamente la tesis que querían transmitir.
Charles King, Los antropólogos que desmontaron la 'ficción poética y peligrosa' del racismo, El País 23/02/2023
Los jóvenes y adolescentes españoles sufren de muchos más trastornos psíquicos que hace una o dos décadas. Las estadísticas (suicidios incluidos) son para echarse a temblar. ¿Cuáles son las causas de esta oleada de «problemas mentales» (un término ambiguo que no se limita solo a las patologías psíquicas)? El absurdo «tecnocratismo» que religiosamente cultivamos tiende a hacernos creer que se trata solo de problemas psiquiátricos. Y si bien es cierto que algunos trastornos requieren de asistencia médica, y que muchos pueden ser parcialmente tratados con terapias psicológicas y fármacos, la mayoría no tienen una raíz neurológica ni son reducibles a meros problemas de conducta.
En mi opinión, los problemas mentales de jóvenes y adolescentes obedecen, en su mayoría, a un estado crónico de desorientación y confusión a todos los niveles, y a la inevitable zozobra, por no decir profunda angustia que este estado genera, especialmente cuando, a la vez, se les exige adaptarse (con éxito) a un mundo cada vez más complejo e incierto, en el que todos los horizontes (desde el laboral hasta el que atañe al destino global de nuestras sociedades) se presentan claramente desdibujados.
Y ante esto, de poco sirve aumentar el número de terapeutas por habitante. Los jóvenes no necesitan talleres de atención plena o sesiones de control de la frustración; lo que necesitan son referentes culturales, herramientas intelectuales, modelos morales y espacios de sociabilidad y diálogo desde los que reorganizar sus ideas y poder hacer frente por sí mismos, y sin volverse locos, a un entorno muchísimo más complejo e incierto que el que tuvieron que afrontar sus padres o abuelos.
A los más mayores nos gusta imaginar un pasado glorioso en el que heroicamente tuvimos que esforzarnos por salir adelante con una entereza de la que carecerían las nuevas generaciones. Pero esta estupidez – falsa y síntoma habitual de senilidad – se derrumba en cuanto uno se percibe de la diferencia abismal que hay entre sus circunstancias y las nuestras. Nadie duda de que los jóvenes de ahora disfruten – aunque no siempre – de una vida materialmente más desahogada, pero sufren, a cambio, de una existencia mucho más compleja e incierta, un periodo mucho mayor de indefinición personal (por el que ni viven como niños ni pueden permitirse una vida adulta), y un grado difícilmente soportable de precariedad laboral y (por lo mismo) de inestabilidad social y afectiva.
Sabemos que la adolescencia ni es ni ha sido nunca una ganga, sino una época a menudo turbulenta y repleta de dudas e inseguridades, en la que se derrumban las creencias infantiles y toca reinventar un mundo nuevo de ideas, valores, actitudes y relaciones, a veces traumáticas, con las que uno se juega una identidad aún titubeante y una autoestima casi siempre precaria. Imaginen ahora este estado prolongado agónicamente durante quince o veinte años y sin visos de una resolución clara o definitiva (no son pocos los jóvenes que han de volver al hogar familiar tras ver frustradas, una y otra vez, sus expectativas laborales).
Y este problema no se resuelve, insistimos, con talleres de resiliencia, sino con medidas políticas mucho más ambiciosas (becas, viviendas accesibles, reparto del trabajo, rentas universales) y, sobre todo, con una educación que sirva para prever y afrontar realmente los conflictos mentales que aquejan a nuestros jóvenes (y no solo a ellos). Una educación que, más allá de llenarles las cabezas de información especializada, o empujarles obsesivamente (cada vez a más temprana edad) a cualificarse para competir en un mercado alocadamente impredecible, se ocupe de los problemas que verdaderamente nos atañen como personas. Problemas que los adolescentes se toman muy a pecho, y que tienen que ver con la necesidad de conformar su identidad, tener una visión coherente del mundo, estructurar el maremágnum informativo en el que viven, o gestionar la suma de ideas, creencias, valores, emociones y estímulos de los que depende todo lo que hacen, desde la forma de afrontar un conflicto hasta la consideración del valor de la propia vida antes de hacer algo irreparable.
Por ello, en un mundo como el presente, en el que el marco de socialización y referencia más estable y estructurado que tienen muchos jóvenes es la escuela, esta ha de comprometerse activamente con la orientación y formación personal, con la educación ética y en valores, y (siento la deformación profesional) con la experiencia de la filosofía como esa suma de conceptos, herramientas y hábitos diseñados desde hace siglos para domar al angelical demonio que llevamos dentro. Sin esta experiencia formativa, y en un mundo y tiempo cada día más líquido, abierto y globalmente desmadejado, nuestros jóvenes estarán, de raíz, completamente perdidos.
En este libro se explica cómo el planteamiento de preguntas de calidad (tanto por parte del profesorado como del alumnado) y el diálogo basado en la escucha activa (entre profesorado, alumnado y compañeros) sirven de feedback y refuerzan el aprendizaje.
Para facilitar que los docentes cuenten con recursos de apoyo al desarrollar estas prácticas junto con sus estudiantes, ofrece representaciones gráficas de los conceptos y procesos clave, herramientas, estrategias y ejemplos reales de aplicación en el aula. Aplicarlas con acierto requiere un entorno de confianza y seguridad en el que escuchar y ser escuchado con interés.
El objetivo es capacitar al alumnado para aprender a convertirse en su propio educador y, al profesorado, para ser aprendiz de los estudiantes por medio de sus feedbacks individuales y de grupo.
Sobre la autora
Jackie Acree Walsh, doctora en Administración Escolar, es consultora y autora de siete libros y números artículos relacionados con el planteamiento de preguntas de calidad y el feedback formativo. Comenzó su carrera como profesora de Estudios Sociales en la escuela secundaria. Hoy día está dedicada a trabajar con los directivos y el profesorado de los centros de educativos para que integren el planteamiento de preguntas de calidad en su práctica diaria. Su pasión es colaborar con la comunidad educativa para mejorar el aprendizaje de todo el alumnado. Aprendiz de por vida, es además una ávida lectora, viajera y conversadora. Su mayor alegría proviene del tiempo compartido con sus hijos y sus nietas. Puede contactar con Walsh en walshja@aol.com y seguirla en Twitter en @Question2Think.
Primeras páginas del libro Feedback formativo.
La entrada Feedback formativo se publicó primero en Aprender a pensar.
...en 1998, tuve ocasión de escuchar a Richard Rorty describir la situación política en los Estados Unidos como la de una izquierda distraída en hostilidades identitarias (étnicas, religiosas y sexuales) mientras se invertía el proceso de aburguesamiento de los trabajadores y comenzaba el de proletarización de la burguesía. Rorty pronosticó entonces que volverían a ponerse de moda los chistes de mal gusto sobre mujeres y afroamericanos, que los trabajadores empobrecidos culparían de su desdicha a la burocracia política que teledirigía sus vidas, a los agentes de bolsa y a los profesores posmodernos, y que en ese caso podrían aparecer movimientos populistas que derrocasen a gobiernos constitucionales. Casi todos los que le escuchaban pensaron que eran exageraciones de un liberal decadente que sobrevaloraba a unos pocos intelectuales calenturientos de un país extraterrestre. Craso error.
En cuanto la situación económica empeoró (hasta desembocar en la crisis de 2008) y empezó a dificultar la prosecución de la lucha contra las desigualdades —esa “droga” que Lennon denunciaba—, que había sido hasta entonces el fundamento de la democracia social y de la cohesión política, volvió a aparecer toda la artillería retórica sesentayochesca de la revolución cultural, que se ha revelado como una vía mucho más fácil y rápida para alcanzar triunfos electorales, aunque sus costes sean la transformación del estado del bienestar en estado del malestar, el enquistamiento de la discordia social y la conversión de la esfera pública en una confrontación “cultural” y libidinosa —ahora decimos “emocional”— de identidades de todo género que corroe el régimen de opinión pública. Una confrontación que ya no se llama “revolución”, sino “guerra cultural”, porque ya no enarbola la ensoñación de una nueva humanidad redimida del pecado: aspira únicamente a servirse de unos conflictos cuya exacerbación impide su resolución por la vía del derecho para alcanzar cuotas de poder efímeras, pero satisfactorias para quienes las disfrutan, y que garantizan la insatisfacción permanente de quienes las padecen.
José Luis Pardo, Guerras culturales, El País 27/02/2023
Cancelar a alguien es quitarle voz, y quitar la voz es expulsar de lo social, es desterrar, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo. Cancelar a un individuo es convertirlo en un fantasma, en un subalterno, en alguien que no posee nada. Desgraciadamente, nos estamos acostumbrando a la barbaridad de la cancelación cultural, borrando de las redes y de los ámbitos públicos a los que han cometido la falta de la inconsistencia, exigiéndoles además la humillación de perdón público, como en los peores momentos de la historia. Pero además, desgraciadamente, esta práctica se va extiendo a ámbitos más privados, más pequeños. Mantener que un sí quizá sea un no, o viceversa, o que incluso se den a la vez, que convivan ambos en un mismo tiempo o a lo largo del decurso del mismo, convierte a quien lo hace en un pecador laico, un terrorista moral, merecedor de la condena a ser cancelado e incluso linchado. Porque la cancelación es un linchamiento, el que lleva a cabo la horda de los necios jueces populares que pululan por las redes. Es muy osado hacer de la afirmación que dice que el sí no puede ser no a la vez una proposición universal, es decir, que posea una validez para todos los casos. Hacer de la afirmación que dice que solo el sí sea sí debería darnos miedo.
Dada nuestra condición humana, podemos correr el peligro de afiliarnos a las líneas de los verdugos de cierta inmadurez mental, la de los sumisos con sed de autoridad que, en aras de la razón y la verdad, sentencian, cancelan y linchan. Cuidémonos de ello.
Aurora Freijo, Yo te cancelo, El País 23/08/2022
En el caso de los nuevos identitarismos, hay algo un poco desconcertante. Es una visión del mundo preocupada por la ternura, por la sensibilidad. Estar expuesto a unos argumentos o a unas experiencias o al relato de unas experiencias o de unas ficciones pueden desencadenar un trauma. No importa la intención del «agresor»; importa la ofensa que percibe la «víctima». Al mismo tiempo, los debates no son nunca un intercambio de ideas, un intento de persuasión más o menos racional, con todas sus imperfecciones y malentendidos. Son solo una relación de poder.
Nunca ha sido una lucha justa, porque el único argumento relevante de toda discusión, como explica Emmanuel Carrère, es el argumento ad hominem. El argumento ad hominem sirve para deslegitimar las opiniones divergentes, y luego para silenciarlas. Siempre ha sido así, y ahora vamos a hacerlo nosotros porque somos víctimas (o hablamos en nombre de las víctimas) y tenemos el poder. Es llamativo lo implacable que resulta esta cosmovisión obsesionada por la sensibilidad.
Otra de las preguntas que se plantean al hablar de la cultura de la cancelación es si realmente es algo distinto. La tendencia censora se da en todos los grupos humanos. Otros aspectos tampoco parecen tan originales: silenciar un argumento apelando a la poca moral de quien lo emite no es exactamente una novedad en la historia del debate público. La falacia por asociación, uno de los recursos preferidos de la cancelación, tampoco es original: dices algo que podría parecerse a lo que dice alguien estigmatizado, has tenido relación con alguien estigmatizado. La condena al ostracismo por las opiniones equivocadas no es algo nuevo, aunque el liberalismo ha intentado crear un sistema institucional para canalizar los desacuerdos y un sistema procedimental para determinar si un discurso o una conducta se salen de lo aceptable.
Daniel Gascón, Libertad de expresión y cultura de la cancelación, nuevarevista.net 17/06/2022
La palabra woke —léase uouc— nos ha caído como un rayo en un desierto ya repleto. Hace tres o cuatro años ningún hispanohablante en su sano juicio sabía lo que significaba; ahora empieza a aparecer en demasiadas charlas. Y su origen EE UU es indudable. Allí la palabra —participio pasado del verbo wake, despertar: el despertado, el que se despertó— empezó a ser usada por militantes negros hacia 1930, cuando debían mantenerse muy despiertos para defenderse del racismo bruto que sufrían en la patria de la democracia y la libertad. Cuentan que la definió por escrito por primera vez en 1962 y en The New York Times un novelista afro, William Kelley: dijo que significaba estar al loro, al tanto de las cosas.
Pero la palabra explotó hace menos de 10 años, cuando el movimiento Black Lives Matter incendió Estados Unidos. Entonces, el hashtag #StayWoke empezó a usarse para reunir a los que sostenían o pretendían sostener ideas “progresistas” en distintos asuntos: género, cambio de género, violencia de género, ambigüedad de género, libertad de género, raza, ecologismo, vegetarianismo, animalismo. El diccionario Merriam-Webster lo definía últimamente como quien “está al tanto y activamente atento a hechos y cuestiones importantes (especialmente cuestiones de justicia racial y social)”.
Y la palabra prosperó justo en ese momento en que los activistas de esos asuntos cobraron la fuerza necesaria como para “cancelar” a los que contrariaban sus ideas: radiarlos de sus sociedades. El #MeToo fue woke y, pese a sus excesos, ayudó a millones a vivir mejor, pero también fue woke la idea de que una poeta holandesa blanca no podía traducir a una poeta norteamericana negra o que un actor irlandés no podía encarnar a un escritor judío —porque se “apropiarían” de identidades ajenas. Es una forma de estar en el mundo, prejuiciosa, defensiva: los profesores que avisan cuando van a decir algo que puede ofender a alguien, los alumnos que se dan por ofendidos, los chistes que se callan por si acaso, la cantidad de cosas que ya no se dicen ni se hacen, la corrección política corrigiendo de antemano. O sea: unos puritanos envalentonados por sus pasados de víctimas que se arrogan el derecho de juzgar a todos los demás según sus propias ideas de la moral —y, por la razón que fuese, por la culpa que fuera, muchos de los demás les entregaron ese derecho.
Martín Caparrós, La palabra `woke´, El País Semanal 24/09/2023
Estoy pintando las paredes de casa. Distraída, dejo el bote de pintura abierto en mitad del salón. Retrocedo dos pasos sin mirar hacia atrás y, por supuesto, tropiezo con el chisme y el líquido espeso se desparrama por el suelo, salpicando alrededor. Afortunadamente, he colocado papel cubriendo la tarima. Me detengo un momento para admirar el desperdicio y, después de maldecir mi torpeza, pienso que hay algo interesante en la mancha de pintura.
He dicho “interesante” pero luego me digo que es algo más que eso, que es estético, que es bello, que es apasionante, que tiene intensidad, que es una obra de arte, que es una obra maestra, que Jackson Pollock no lo habría hecho mejor.
Observo una foto de Pollock trabajando en su estudio de Long Island en 1949. Sostiene una brocha gorda de la que se desprende un chorrete de pintura sobre un papel colocado en el suelo. Está en cuclillas y viste un mono de trabajo sucio. Con la otra mano, agarra un bote grande, muy parecido al mío.
¿Qué diferencia hay entre mi pollock y un verdadero pollock? Henchida de este repentino espíritu artístico e inflamada de una súbita y voluptuosa vanidad, me digo: “Poca”.
Según investigo sobre este tema, aprendo que la valoración estética de las obras dependía, tiempo atrás, de la belleza. Ese era el principal criterio para medir la originalidad, pues si había belleza, se elevaba el espíritu del alma humana en la contemplación, y por tanto había arte. Por contraposición, lo camp, lo kitsch, lo feo, lo degenerado, lo siniestro, lo monstruoso, lo horrible, lo espantoso ni podía definirse como obra ni merecía protección de ningún tipo. Fue Karl Rosenkranz, un pensador del siglo XIX, el primero que habló de “la estética de lo feo”, como hegeliana respuesta a lo bello, y la cual, como romántico que era, merecía toda su desaprobación.
Elena Cabrera, Las obras de arte también son feas, vulgares y aburridas, eldiario.es 25/02/2023
Como cualquier jurista sabe, el consentimiento ya era, obviamente, el eje central para delimitar los atentados contra la libertad sexual. Si la intimidación o la fuerza son circunstancias determinantes es, justamente, porque tanto la fuerza como la intimidación invalidan las condiciones en las que un sujeto puede expresar su voluntad. ¿Qué es, entonces, lo que ha llegado de nuevo a nuestro Código Penal? Una particular manera de pensar el consentimiento —la doctrina jurídica del consentimiento afirmativo— que lleva décadas avanzando en el contexto anglosajón y que ha sido especialmente influyente en Estados Unidos, verdadero país pionero en las leyes del solo sí es sí (sí, allí también se llaman así).En toda legislación que quiera regular el consentimiento sexual aparecerá el viejo y profundo problema que planteaba Geneviève Fraisse: ¿Puede haber en el sexo un pacto entre iguales o es el sexo inevitablemente un escenario de relaciones de dominación? ¿Debe el derecho poner en entredicho el consentimiento de las mujeres frente a hombres poderosos o en un mundo patriarcal toda relación heterosexual vicia las condiciones en las que las mujeres pueden expresar su voluntad? ¿Hay contextos intimidatorios —como aquel portal del caso de La Manada— donde una mujer no puede expresar un no, o el sexo mismo es intimidatorio en todo contexto y en todo lugar? Es este el debate que tenemos enfrente y toda reformulación jurídica del consentimiento adopta una determinada manera de enfocarlo, comprometiéndonos con una toma de posición.Al importar las doctrinas jurídicas del contexto norteamericano, herederas del gran calado social que tuvo el movimiento Women against pornography en una sociedad tradicionalmente puritana, estamos importando el problema del consentimiento en su máxima expresión. Porque estamos incorporando una enorme contradicción. Por una parte, una lógica expansivamente contractualista propia de una sociedad neoliberal que trata de imponer incansablemente al sexo los marcos del derecho mercantil. ¿Y puede el sexo ser un pacto transparente? ¿Puede acaso un consentimiento sexual rescindirse como quien rompe un contrato económico? ¿Acaso sabemos qué es lo que estamos pactando cuando nos embarcamos en una relación sexual? Pero el problema es aún más enrevesado, porque junto a la lógica liberal del pacto, ciega a la opacidad del deseo, estamos también importando los fundamentos filosóficos del feminismo americano de la dominación; ese cuyo corazón filosófico es que el mundo es demasiado desigual y peligroso para dar por buena la capacidad de las mujeres para consentir. Esta contradicción estalla de lleno en el interior de unas propuestas legislativas que están llegando, entre otros, al escenario español. Unas leyes que creen tanto en el contrato como para afirmar que incluso en nuestras camas con nuestras parejas ha de darse una negociación previa y que, a la vez, creen tan poco en el contrato como para defender que, aunque una trabajadora sexual diga que sí, el Estado ha de negar su capacidad para consentir. Tenemos un endiablado problema por pensar y esa es la pregunta que nos plantea la cuestión del consentimiento. En posteriores textos entraré en las posibles propuestas. Este texto solo quería dibujar el problema, pero valga este dibujo para apuntar que ninguna solución vendrá ni del discurso neoliberal ni de los discursos del peligro. Que, por otra parte, aunque aparentemente contradictorios, encuentran en nuestra actual manera de pensar el sexo una eficaz alianza. Pensemos el problema del consentimiento con esta advertencia en el horizonte: toda sociedad hiperregulada y colonizada por el discurso neoliberal requiere el miedo a los otros y necesita convertir la relación social misma en un peligro del que protegernos.
Clara Serra, El problema del consentimiento, El País 06/02/2023
La declaración, que puede consultarse en la página web del CVC o en el enlace sobre estas líneas, define los cinco neuroderechos de la siguiente forma:
Privacidad mental: “Cualquier Neurodata obtenido de la medición de la actividad neuronal debe mantenerse en privado. Si se almacena, debe existir el derecho a que se elimine a petición del sujeto. La venta, la transferencia comercial y el uso de datos neuronales deben estar estrictamente regulados”.
Identidad personal: “Se deben desarrollar límites para prohibir que la tecnología interrumpa el sentido de uno mismo. Cuando la neurotecnología conecta a las personas con redes digitales, podría desdibujar la línea entre la conciencia de una persona y los insumos tecnológicos externos”.
Libre albedrío: “Las personas deben tener el control final sobre su propia toma de decisiones, sin manipulación desconocida de neurotecnologías externas”.
Acceso justo al aumento mental: “Deberían establecerse directrices tanto a nivel internacional como nacional que regulen el uso de las neurotecnologías de mejora mental. Estas directrices deben basarse en el principio de justicia y garantizar la igualdad de acceso”.
Protección contra el sesgo: “Las contramedidas para combatir el sesgo deberían ser la norma para los algoritmos en neurotecnología. El diseño del algoritmo debe incluir aportes de grupos de usuarios para abordar de manera fundamental el sesgo”.
Laura Martínez, El cerebro también tiene derechos ..., eldiario.es 24/02/2023
Hay una parte del mundo, la nuestra, donde no tanto el poder sino la propia sensibilidad del individuo genera un orden despótico y una reescritura de la realidad. Lo novedoso, en las sociedades democráticas estables, es que ya no se lucha de manera violenta e incluso sangrienta para cambiar una realidad impuesta a los sujetos —como en otros tantos puntos del planeta—, sino que se borra esa realidad y se la resetea y reformula para adecuarla a una blanda sensibilidad indignada. Todo lo que no encaja con esa hipersensibilidad de la ofensa vestida de exigencia moral es denunciado, perseguido, hecho desaparecer, cancelado.
Actualmente, la sentimentalidad sustituye al andamiaje teórico, no se busca un cambio social sino un resarcimiento de la identidad herida. No se pretende modificar la realidad, sino inventarla, corregirla también retrospectivamente, y forzar el asentimiento público y legal de esa depuración: la nueva normalidad como psicosis colectiva de la corrección política.
La cultura woke realiza la siguiente traslación: me siento ofendido, luego hay una verdadera ofensa (salto del sentimiento a la objetividad), toda disensión es una muestra de odio (se rechaza la argumentación), luego quienes así me ofenden merecen ser cancelados (yo no odio, reparo la injusticia, se dice el cancelador).
Asistimos a una omnipotencia del deseo que borra a quien no demuestra la corrección requerida, y, por otro lado, a una manipulación de la culpa. Nunca podremos estar a la altura de quien pertenece a un colectivo oprimido —o intenta mostrarse como tal—, su herencia de humillación hace que cualquier palabra pueda reabrir la herida, no cabe hablar, razonar, sino solidarizarse con su opresión, hacernos perdonar el pertenecer al grupo de los opresores.
Además de los dramas personales que pueden sufrir los “cancelados”, me parece importante señalar una consecuencia sustancial: la cultura cancelada, y, más allá de ello, la cultura falseada. Todos aquellos libros y películas que dejan de recomendarse porque contienen elementos ahora prohibidos. Y aún más: por ejemplo, no solo HBO quita de su catálogo Lo que el viento se llevó, sino que, traicionando la historia, elige una actriz negra como Ana Bolena en su miniserie del mismo título, similar afán el de Garth Davis en su filme María Magdalena al convertir a San Pedro en un hombre de color. ¿Es ese el camino efectivo para superar el racismo? Y ante cualquier otra incorrección, ¿ocultaremos obras artísticas?, ¿resucitaremos el índice de libros prohibidos o solo reescribiremos algunos párrafos? ¿Por qué no la contextualización crítica en vez de la censura?
Lo real no importa, es imperfecto, mi deseo debe imponerse —piensa el nuevo narciso censor—. Cambiamos el pasado, los cuerpos, la naturaleza. El sentimiento genera derechos, leyes, realidad. Ese es el trasfondo de lo woke, inscrito en lo que Michel Foucault denominó el “régimen de verdad” —o de ficción— de nuestra época.
Estamos perdiendo la realidad, la historia, y convirtiendo la cultura en un cuento para niños temerosos y malcriados que no soportan el menor rasguño, pero pueden empujar a la nada a quienes no comparten su visión.
Debemos prepararnos para sobrevivir a los puñales envueltos entre algodones.
Rosa María Rodríguez Magda, Sobrevivir a la cultura de la cancelación, El País 04/02/2023
Una duda muy razonable es la de pensar si alguna vez los robots llegarán realmente a pensar y sentir como los humanos. Hace unas semanas hablábamos de la habitación china, el experimento mental con el que John Searle quería demostrar que una máquina no puede desarrollar nada parecido a la conciencia. Un algoritmo no es equivalente al pensamiento consciente, y el hecho de que un programa maneje símbolos no significa que comprenda lo que está haciendo.
Lo vemos con ChatGPT: es una herramienta que funciona mejor que otras similares, pero ni piensa ni sabe lo que dice. Solo está bien programada para preparar textos, igual que la Roomba está más o menos bien programada para pasearse por casa y tropezar con los muebles. Del mismo modo, si un robot dice “ay” cuando le pego, eso no quiere decir que sienta dolor, sino que está diseñado para dar una respuesta apropiada a una acción concreta.
El filósofo Daniel Dennett se muestra más optimista que Searle (o pesimista, si acabamos de leer Tik-Tok). En su libro La conciencia explicada, Dennett se pregunta si se puede considerar que una serie de funciones llevadas a cabo por chips de silicio son algo similar a una experiencia consciente. El filósofo responde que es igual de difícil imaginar lo mismo acerca de las interacciones electroquímicas de las neuronas: en ambos casos estamos hablando de sistemas complejos que procesan información. Es decir, el pensamiento de una inteligencia artificial avanzada y el de un humano serían formas de conciencia similares, aunque su origen sea distinto.
Otros filósofos, como David Chalmers, consideran que la conciencia no se puede explicar solo a partir de procesos físicos. Este filósofo australiano ha defendido este planteamiento desarrollando la idea de los “zombis filosóficos”. Chalmers imagina una persona exactamente igual que cualquiera de nosotros, con respuestas y comportamientos similares. Incluso parece que piense y nos asegura que está triste o contento, según el caso. Pero lo hace sin ser consciente de verdad, como un zombi (o como un robot programado para comportarse así). En su opinión, esta idea respalda la noción de que la conciencia es algo más que un conjunto de neuronas... O que un conjunto de chips.
Para Dennett, la idea de los zombis no se sostiene, ya que la conciencia depende solo de procesos físicos. No podemos pensar en el dolor o en la alegría, por ejemplo, sin un cerebro y un sistema nervioso que funcionen de forma correcta.
Jaime Rubio Hancock, ¿Sueña el presidente ovejas eléctricas?, Filosofía inútil 01/02/2023
Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no suele funcionar así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas.
Como escribe el ensayista Michael Shermer en The Believing Brain, no evaluamos de modo racional las posiciones de un candidato o de un partido político, sino que tenemos una reacción emocional e instintiva a datos conflictivos: si estas posiciones encajan con nuestras ideas previas, las aceptamos de forma acrítica; si no encajan, las rechazamos de forma instintiva. Nos convertimos así en víctimas del sesgo de confirmación, del que ya hemos hablado alguna vez: los datos que apoyan nuestras ideas previas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen.
Lo hacemos guiados más por las emociones que por una supuesta evaluación punto a punto de los argumentos. Como decía David Hume hace 250 años, la razón nos sirve para identificar las distintas ideas, pero es la emoción la que motiva la acción, la que nos lleva a tomar una decisión o a apoyar una de esas ideas y no otras.
Al final, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe el psicólogo Jonathan Haidt en La mente de los justos. Y el hecho de que seamos de izquierdas o de derechas, muchas veces depende simplemente de si nuestra familia o nuestros amigos de la adolescencia y primera juventud eran de izquierdas o de derechas.
Por supuesto, hay muchísimos casos en los que esto no es así, pero lo que prácticamente nunca se da es que nosotros con 15 años nos pusiéramos a evaluar los pros y contras de cada ideología. Hay algo muy instintivo, muy emocional. Tomamos partido por unas ideas y luego vamos construyendo un armazón para intentar defenderlas.
Este armazón es menos racional de lo que creemos. Como dice también Haidt, adoptamos patrones o matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo:
Si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre iglesia y estado, de una ley del aborto abierta y de una educación y sanidad públicas, por ejemplo.
En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen y crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para despedir a sus trabajadores.
Son packs que se aceptan casi en bloque, no analizando las ideas una por una. Y lo hacemos ignorando las posibles contradicciones internas. En Elogio de la duda, Victoria Camps habla de estos marcos mentales que actúan a modo de filtros de la percepción de la realidad. Son prejuicios que nos proporcionan refugio en formas de pensar comunes y prefabricadas. Nos dan la seguridad de pensar que estamos en el bando correcto, con los buenos.
Jaime Rubio Hancock, Crítica de la razón chaquetera, Filosofía inútil 15/02/2023
La empatía tiene una parte negativa, como explica el también psicólogo Paul Bloom en Contra la empatía. Sobre todo porque este sentimiento evolucionó en un contexto en el que vivíamos en grupos más o menos pequeños y en los que la mayor parte del contacto era personal.
Estas son algunas de las limitaciones de este sentimiento:
- Estamos predispuestos a sentirnos más empáticos con gente a la que percibimos más cercana. Esta cercanía puede ser natural, como la familia, pero también artificial e inventada, como ocurre con los seguidores de un equipo de fútbol. Esto está detrás, por ejemplo, del racismo e incluso de los genocidios y de la esclavitud: se deshumanizaba a negros, judíos o armenios y se les presentaba como una amenaza para nosotros y los nuestros. Es decir, la empatía, como casi todas nuestras emociones, es manipulable.
- Es más difícil sentir empatía hacia cosas que no podemos ver aquí y ahora, como los efectos a largo plazo de nuestras acciones. Bloom pone el ejemplo del medio ambiente: si nos dejamos llevar por la empatía, no haremos nada para prevenir el calentamiento global, porque no querremos perjudicar a las personas tendrán que asumir el incremento del precio de la gasolina o el aumento de los impuestos.
- La empatía también lleva a que nos fijemos en historias que llaman la atención y no seamos tan sensibles a los datos. Como pasa con las vacunas (y lo decía antes del covid): estamos predispuestos a que nos llame la atención el caso rarísimo y aislado de efecto secundario, sin tener en cuenta todas los millones de vidas que salvan estas inyecciones cada año.
Todo esto significa que en ocasiones hay que seguir el camino inverso al que propone Boadella: en lugar de luchar por sentir la empatía, hay que anestesiarla un poco para no tomar decisiones injustas y dejarnos llevar por historias personales, obviando la dura realidad de los números y las estadísticas.
De hecho, hay filósofos como Peter Singer que proponen apartar las emociones de las decisiones éticas y adoptar un criterio utilitarista: es decir, actuar de la forma que sea más beneficiosa para el número mayor de personas. Esta es la base del altruismo efectivo de Singer o incluso del largoplacismo de William MacAskill.
En realidad, los partidarios y los críticos de la empatía están bastante de acuerdo. Este sentimiento ha favorecido la cooperación a lo largo de toda nuestra existencia como especie, pero hay momentos en los que la empatía es ciega y tenemos, como mínimo, que reconocer sus límites y saber cuándo no deberíamos dejarnos llevar por ella o cuándo deberíamos actuar como si la sintiéramos.
Esto es algo que, de nuevo, ya sugería Hume. El filósofo escocés escribía que necesitamos regular la simpatía o la antipatía con algún “principio universal de la especie humana”, para que nuestro corazón no sea “indiferente al bien público”.
Al final, como decía otro filósofo, Thomas Nagel, necesitamos las dos cosas: empatía y cálculo. A ese punto de vista con pretensión de objetividad, Nagel lo llamaba “la visión desde ningún lugar”. Es necesario tomar distancia y ver las cosas desde fuera. Pero si nos alejamos demasiado no podemos tener en cuenta todas nuestras complejidades. Tenemos que reconocer también nuestros valores, nuestras experiencias y nuestras emociones.
Jaime Rubio Hancock, A favor de la empatía. Y en contra, Filosofía inútil 22/02/2023
La mirada frente a lo animal ha ido cambiando desde hace mucho tiempo ya. Cuando Peter Singer empezó con su proyecto Simio le siguieron otros muchos con manifiestos animalistas o como Jesús Mosterín y su ética de la compasión , avanzando hacía conseguir cierto conocimiento y ciertos posibles derechos. Se añadió más tarde el debate sobre el vegetarianismo y veganismo como frentes de oposición a una industria cárnica que tenía los animales como pura mercancía de consumo. En esta relación , que ha hecho realmente mucho beneficio social para poder pensar la relación cultura y naturaleza de otra manera , se han ido añadiendo ideas , teorías, de todo tipo. Ha sido de vital importancia el problema de la sostenibilidad y el cambio climático relacionado con la extinción de las especies . Sin embargo la lucha contra el antropomorfismo, determina sobretodo cierto especismo de lo humano frente a lo animal. ¿Qué hacer con los animales ?
Nietzsche en "Verdad o mentira en sentido extra moral" nos recuerda esa soberbia como especie frente al resto del macrocosmos y microcosmos. El uso de lo animal dentro de la naturaleza ha servido para que nuestra cultura hable de domesticar, de mercadear, de aprovechar la carne, de vencer el ocio con el placer de la caza, de generar espectáculo con los circos o los zoos , de en el fondo usar el mundo animal al antojo de lo humano.
Desde hace años encontrar cierta voz no humana que hable como animal quizás permita no garantizar derechos que eso seria demasiado razonable dicen , sino descubrir una manera de acercarse al mundo animal. En la antigüedad lo animal era algo monstruoso, dentro de la mitología los cuerpos medio hombre o mujer mezclados con lo animal siempre poseían una función de mediador entre lo humano y lo divino. El minotauro, las sirenas, el centauro, las erinías , los pegasos, todos andaban sirviendo en ese papel al servicio de . En la Edad Media los bestiarios recogerán la idea del animal como un ser sin razón sin alma, sin nada parecido a lo humano ... Con las fábulas los animales se incorporaran para ser usados como si fueran humanos y dar lecciones sobre la moral que se debe seguir. Siempre con ese androcentrismo del patriarcado que habla de toros y desprecia a las vacas, que señala el caballo y hace montar a las yeguas, que ensalza a los cachalotes y se ríe de las gallinas, ... No hay voz para ellos y ellas , y si existe la convierten en algo anormal, ajeno a lo humano, algo bestial, cruel, salvaje, que no merece más que ser apaleado sin más. El romanticismo del >XIX recupera el animal como fantástico y el mundo neoclásico permite que el elemento irracional sea valorado dentro de esa separación entre la cultura y la naturaleza. Kafka había intentado con sus narraciones y cuentos dar voz a lo animal , recordemos a La metamorfosis , o Josefina la cantora en un pueblo de ratones, o Los chacales que aunque el simbolismo parece que intenta derivarlos hacia los humanos no deja de ser una simbiosis para encontrarse ambos. Ya en el siglo XX ese dualismo natural cultural parece resquebrajarse y autoras como Leonora Carrington convierte lo animal en una manera de encontrarse con algo alejado de lo humano."Todos somos caballos" nos escribe en su cuento "La dama ..." o bien Marosa di Giorgio , una escritora y poeta uruguaya que en sus "papeles salvajes" nos llena el mundo de pájaros, peces, perros, lobos, patos, serpientes ... en un juego sutil que permite una interacción entre los dos mundos . Y con Clarice Linspector en su "la pasión segun G.H " la narradora se encuentra con una cucaracha que le provoca existencialmente una reflexión sobre su mundo y el mundo de esa bicha.
En estas tres autoras lo que se lee es la deshumanización de lo animal
El concepto de que una universidad debería proteger a todos sus estudiantes de ideas que algunos de ellos consideran ofensivas es repudiar el legado de Sócrates, que se definió a sí mismo como la «mosca cojonera» del pueblo ateniense. Pensaba que su trabajo era pinchar, interrumpir, cuestionar y por tanto provocar a sus conciudadanos atenienses para que reflexionaran sobre sus propias creencias y cambiaran las que no pudiesen defender. (166)
«La intención de la educación no debería ser hacer sentir cómoda a la gente; su propósito es hacerle pensar». (170)
Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, La transformación de la mente moderna, Barcelona, Ediciones Deusto, Editorial Planeta 2019Rob Henderson define la “cultura de la cancelación” como la tendencia social de acabar (o intentar acabar) con la carrera o la prominencia de una persona para que rinda cuentas por violar las normas morales. (230)
Henderson da cinco razones por las que la cultura de la cancelación es tan eficaz:
- Aumenta el estatus social
- Reduce el estatus social de los enemigos
- Refuerza los vínculos sociales. No es una actividad solitaria. La gente disfruta uniéndose en torno a un propósito común. Obtienen satisfacción al unirse contra un agresor y disfrutan del sentido de solidaridad que les proporciona.
- Permite a la gente identificar quién es leal a su movimiento. Aquellos que piden pruebas de las malas acciones de la persona “cancelada” o que ponen en duda la gravedad de su transgresión se revelan como infieles a la causa.
- Produce recompensas rápidas. Las ventajas a corto plazo ocultan los peligros a largo plazo, y no es extraño que le llegue el turno de ser canceladas a personas que cancelaron a otras. (230-231)
.. lo que las cancelaciones buscan, que no es otra cosa que crear un régimen de miedo –una espiral de silencio- en el que la gente tema dar su opinión y en el que ciertas ideas no puedan ser cuestionadas. (231)
Una cultura crítica busca corregir en lugar de castigar. En la ciencia, el castigo por equivocarte no es perder tu trabajo o tus amigos. Normalmente, la única penalización es perder la discusión. La cancelación, por el contrario, busca castigar en lugar de corregir, y a menudo por un solo paso en falso, en lugar de por un largo historial de errores. La cuestión es hacer sufrir al descarriado. (232)
Una cultura crítica tolera la disidencia en lugar de silenciarla. Entiende que la disidencia puede parecer desagradable, dañina, odiosa y, sí, insegura. Para minimizar el daño innecesario, se esfuerza por animar a la gente a expresarse de manera civilizada. Pero también entiende que, de vez en cuando, un disidente odioso tiene razón, y por eso se opone al silenciamiento y a negar plataformas de expresión. La cancelación, por el contrario, busca acallar y gritar a sus objetivos. Los “canceladores” suelen definir el mero hecho de estar en desacuerdo con ellos como una amenaza a su seguridad o incluso un acto de violencia. (232-233)
Una cultura crítica no ve que haya ningún valor en inculcar un clima de miedo. Pero infundir miedo es el objetivo de la cancelación, y para ello amenaza de manera implícita a cualquiera que se ponga del lado de aquellos que son el objetivo. La cancelación envía el mensaje: “Tú podrías ser el próximo”. (233)
… los que condenan a alguien no están interesados en persuadirlo o corregirlo; de hecho, no están hablando con él en absoluto. Más bien, utilizan la condena y las campañas de difamación ritual para elevar su propio estatus. Las acusaciones colectivas, los ataques personales y lasguerras para mostrar la mayor indignación son formas de participar en el exhibicionismo moral. (234)
En la cultura de la cancelación no se trata de buscar la verdad o persuadir a otros; es una forma de guerra de información, en la que la falta de veracidad es suficiente si sirve a la causa. (234)
Es la religión fundamentalista de la izquierda secular (268)
(persecución de disidentes) Estos cazadores de herejes de la Inquisición que han existido a lo largo de la historia del cristianismo estarían representados actualmente por los santurrones fanáticos woke que no queman ahora personas en la hoguera, pero sí arruinan sus reputaciones y sus vidas. (285)
(mito perjudicial): la idea de que se puede conseguir un mundo perfecto. (…) El pensamiento apocalíptico está dispuesto a sacrificar cualquier número de vidas en aras de un futuro perfecto que “sabe” que está por llegar. Este peligro se esconde en la Justicia Social crítica. (287)
… la idea de que la Justicia Social crítica se ha convertido en un movimiento religioso de raíces protestantes ha sido señalada de forma coincidente por muchos autores … (291)
… los seres humanos tenemos una naturaleza “teotrópica” que no se puede erradicar y que, si no tenemos una religión organizada, crearemos otras religiones que la sustituyan. (292)
… los movimientos de masas pueden crecer y desarrollarse sin un dios, pero no sin un demonio. El demonio aquí es el hombre blanco heterosexual, el patriarcado, la heteronormatividad, la cisexualidad, etc. (292)
Pablo Malo, Los peligros de la moralidad, Barcelona, Ediciones Deusto 2021Me ha dado pena dejar abandonados los pantalones que no eran de nadie en la papelera de la habitación del hotel, pero es que he tenido que tomar decisiones drásticas para hacer sitio en mi maleta a los libros acumulados entre regalos y compras. Algún que otro libro se ha quedado también por allí, abandonado a su propio peso y a su sospechosa pesadez.
Ayer fue un día interesante que culminó con un debate con Armando Zerolo en el Colegio mayor Roncalli sobre el estoicismo o, más bien, sobre las razones por las que un neoestoicismo bastante suave parece estar de moda. Muchos asistentes y una gran cordialidad. Gracias a la invitación de Armando me he pasado las últimas semanas releyendo a Musonio Rufo y su discípulo, Epicteto. A Séneca, lo confieso, me cuesta entenderlo. Ya sé que él se defiende de sus potenciales críticos asegurando que no habla de sí mismo en sus escritos, sino de la virtud, pero hay algo en él que siempre me ha parecido hipócrita, aunque, bien es cierto, es, en todo caso, un hipócrita que escribe tan bien que, si te olvidas de su vida, convence. Respecto a Marco Aurelio, se lee fácil, pero hay poca originalidad en sus textos cosa que, por cierto, no les quitaba el sueño a los seguidores romanos de Zenón.
Hoy he pasado por la Universidad Francisco de Vitoria a presentar un libro que, con el respaldo de la Konrad Adenauer Stiftung han editado dos grandes, Adriaan Kühn y Guillermo Graíño: La educación cívica en España. Firmo un largo capítulo titulado "Una ciudadanía sin patria". Hemos tenido, gracias a los universitarios presentes, un debate muy vivo y creo que ameno.
Como me llevan y me traen llevo bien el ajetreo del transporte por Madrid. Además los taxistas suelen ser tan amables que cargan con mi maleta y sus pesados libros. Hoy me ha pasado una cosa curiosa. ¿Qué posibilidades puede haber de que te toque un taxista ecuatoriano que te trasladó por Madrid hace tres años? Lo he reconocido nada más verlo.
- Usted es ecuatoriano, ¿verdad?
- ¿Y cómo lo sabe?
- Sé también que tiene dos hijos y que lleva veinte años en España y que...
¿Se pueden creer que se ha acordado de mi nombre?
Pero lo mejor del día y, posiblemente, del viaje, ha sido llegar a casa y arrojarme sobre mi sofá preferido. Ya saben que para descansar a gusto la condición imprescindible es estar cansado. ¡Con razón los estoicos alaban tanto el "ponos" (cansancio, esfuerzo, trabajo, diligencia...) socrático. Por algún lugar del trayecto del AVE mi tren se ha cruzado con el de mi mujer, que ha ido a Pamplona.
Ayer me tiré un plato de comida por encima en el restaurante del Museo del traje de Madrid. Como inmediatamente después participaba en un debate sobre didáctica de la filosofía en la sede de la UNED, que está cerca y, además, hablaría detrás de una mesa, me limpié como pude y me fui al tajo. Si alguien se fijó en que estaba hecho un lamparón viviente, no lo dijo.
A las 19:30 tenía un encuentro en un centro educativo y me di cuenta cabal, justo al bajar del coche que me llevó hasta las puertas del centro, que no me podía presentar con aquellas pintas desastradas. No había ningún lugar cerca en el que pudiera comprarme un pantalón, pero sí un local con el rótulo esperanzador de "Limpieza en seco". Y allí fui.
Le expliqué a la dependienta lo que me pasaba y resalté la urgencia. La mujer, muy amable, me dijo que aquellas manchas de grasa no se iban así como así y que, en todo caso, no podría tener listo el pantalón hasta hoy por la mañana.
Noté en su voz un acento conocido.
- ¿No será usted búlgara?
- ¡De Yambol! - me dijo.
Y me puse a loarle la Stara Planina, el río Tundja, Kazanluk, Shipka y, por supuesto, Yambol, cuyo museo conozco bien. La mujer me oía entre carcajadas que se convirtieron en estentóreas cuando pase al elogio incondicional de la Shopka salata, el yogur búlgaro y la raquía. Pero lo del pantalón, me insistió, no tenía arreglo.
- A no ser que...
Y buscó entre la ropa que llevaba esperando meses que alguien viniera a recogerla, un pantalón de mi talla. En realidad me venía bastante grande, pero estaba limpio, así que me lo puse.
- ¿Cuánto le debo? -le pregunté.
- ¿Cómo voy a cobrarle si el pantalón no es mío?
Al final me aceptó 10 euros para un café. Y yo salí de allí con unos pantalones que no eran de nadie pero que me hacían presentable. Y, además, resultaron de mucho abrigo.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El lenguaje es un gran invento. No solo sirve para comunicar mensajes. También para imbuir de modo subrepticio ideas que faciliten ciertas interpretaciones de estos mismos mensajes. Así, cuando estos días se habla de «capitalismo despiadado» – a propósito de la subida de precios— se está reforzando la idea de que existe un «capitalismo piadoso», e incluso de que esa forma piadosa de capitalismo sea la más normal, siendo la despiadada una derivación accidental de la misma.
Es curioso también que la expresión aluda indirectamente al término «piedad», de claras resonancias religiosas. Es curioso porque solo desde una perspectiva estrictamente religiosa podríamos decir que el capitalismo admite la cualificación de «piadoso», al menos desde una cierta interpretación del cristianismo, tal y como analizó hace mucho el sociólogo Max Weber.
Contaba Weber que ante el problema aparentemente irresoluble de conciliar el modo de producción capitalista con la estigmatización cristiana del afán de lucro, la moderna Reforma protestante ofreció una solución casi perfecta: la de sacralizar el trabajo productivo y el éxito empresarial como una prueba de la predestinación divina. De esta manera, y mientras que la Iglesia católica seguía condenando la usura (es decir: el negocio bancario) y la acumulación de riqueza como actividades pecaminosas, en los países protestantes proliferaba la doctrina (tan oportuna) de que el enriquecimiento personal no solo no era un problema para acceder al paraíso, sino el pasaporte más seguro para llegar a él.
Este retorcimiento doctrinal del significado de «piedad» está también en la base del liberalismo, en el que se ofrece una versión secularizada de la justificación religiosa del «capitalismo piadoso». La diferencia es que mientras en el protestantismo es la providencia divina la que designa a través del éxito económico a los predestinados al cielo, en el liberalismo es la mano invisible del mercado la que distingue a los que deben salvarse en la tierra, demostrando que entre el Dios protestante y el Mercado las diferencias son, en todo caso, de matiz: ambos derraman justicia y riqueza de forma inescrutable (y a través de sus intermediarios, los más ricos), ambos son omnipotentes y omnipresentes, y ambos representan un dogma sagrado e indiscutible…
Ahora bien, más allá de esta concepción religiosa del «capitalismo piadoso», ¿tiene realmente sentido la expresión o es un oxímoron de libro? Si la analizamos a la luz de su opuesto («capitalismo despiadado») y desposeemos el término «piedad» de su aura religiosa, designando con él valores como la compasión o la solidaridad, la respuesta es muy clara: el capitalismo, por principio, no puede ser piadoso, sino necesariamente competitivo y depredador (¿cómo podría darse, si no, la acumulación particular de capital y recursos que lo define?).
Realmente, lo opuesto a «capitalismo despiadado» no es «capitalismo piadoso» (ni ninguna de sus variantes laicas: capitalismo de rostro humano, capitalismo responsable, capitalismo del bienestar, capitalismo sostenible…). Lo opuesto al «capitalismo despiadado» (es decir, insensible a toda ley distinta a la del Mercado) es el «capitalismo intervenido» por alguna instancia realmente distinta de él.
Esa otra instancia, en nuestras democracias liberales, es o debe ser la del interés común, por lo que es perfectamente legítimo que el Estado, en nombre de ese interés común, regule el funcionamiento del mercado cuando sus turbulencias especulativas perjudican gravemente a la mayoría; interviniendo, por ejemplo, en la comercialización y producción de bienes de indudable interés público, como alimentos, energía, fármacos, vivienda, u otros más complejos, como lo es el propio dinero.
Con esto no se está invocando al fantasma del comunismo ni amenazando a las clases medias (cada vez más esquilmada por ese mismo capitalismo). Este intervencionismo es lo que se ha venido haciendo – aunque cada vez con más dificultades – desde que el capitalismo es despiadado (es decir, desde que el capitalismo es capitalismo). Y en todas direcciones; también (y sobre todo) en la del interés de los más privilegiados.
Es por ello extraño que a las propuestas de regulación del precio de alimentos básicos o hipotecas en momentos críticos (como el presente), se conteste una y otra vez aludiendo al dogma del Mercado. ¿Por qué no se contestó del mismo modo a los bancos que, tras la crisis del 2008 (debida justamente a la falta de regulación), fueron rescatados con más de 100.000 millones del dinero de todos? La piedad con los despiadados es un mal negocio, y desde un punto de vista político tiene que estar sujeta a contrapartidas. Se trata aquí de la ética, amigos. Y no del Mercado.
La primera del estoico Epicteto: Si alguien te hiciera saber que un individuo habla mal de ti, no te defiendas contra lo que se haya dicho, sino responde: "Pues ignora los demás defectos que hay en mí, de lo contrario no habría dicho solo esto."
La segunda, del liberal Cristino Martos: Se me agravió de tal suerte, se me injurió en forma tan grosera, que los insultos que recibí no los hubiera considerado justos ni aun dirigidos a las personas que los profirieron.
La religión no tiene nada que ver con Dios, con su existencia o inexistencia. La religión tiene que ver con sistemas simbólicos y formas de vida, con rituales y una idea de lo sagrado, tanto de textos como de comunidades. El contenido metafísico de esos sistemas (que haya o no un Creador o Gran Capitán) resulta ser un efecto secundario de la idiosincrasia local. De ahí que el reciente atentado y las diversas reacciones tendentes al enfrentamiento entre religiones exija una reflexión.
La idolatría puede definirse como la consideración de una parte por el todo. Es un fenómeno provinciano. El mundo es como mi pueblo y todos pensamos como aquí. De esa actitud logocéntrica participan cruzados, yihadistas y cientifistas radicales. El idólatra carga con una piedra (su propio dogma) y esa carga acaba resultando intolerable. Es entonces cuando se utiliza como arma arrojadiza. Y la lanza sobre el otro. Además, esa carga le impide levantar la mirada, contemplar otros sistemas simbólicos y juzgarlos con equidad. La idolatría huye de la mentalidad abierta y abotarga la percepción. El filósofo vigilante debe aprender a identificarla, también el político o el ciudadano de a pie, y obrar en consecuencia para evitar la esclerosis del pensamiento.
Juan Arnau, La religión del otro, El País 17/02/2023
El mito de la filosofía consiste en creer que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real. Ese mito se erige sobre una mágica palabra griega, logos, planteada por Platón y sistematizada por Aristóteles. Implica la suposición de que la realidad se ajusta a algún tipo de discurso, razonamiento o lenguaje simbólico. Nada hay de extraño en ello. Así es el conocimiento. Cada ciencia erige su objeto y fragua sus mitos y éste es el de la filosofía. Contra ese mito se alza el Ortega más audaz y antirracionalista en una obra que ahora cumple un siglo: El tema de nuestro tiempo.
El laboratorio comparte la artificiosidad del monasterio. La vida nunca ocurre en una probeta o en una celda, entre aparatos rigurosamente ajustados, laudes y maitines. La vida ocurre al aire libre y hacia ella se abalanza el filósofo. Sin encerrarla o reducirla, sin controlar su presión y temperatura.
“Mi ideología no va contra la razón, escribe Ortega, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ella: va sólo contra el racionalismo”. Acto seguido esboza una crítica de la retórica de lo elemental, de la idea de que conocer algo es reducirlo a sus elementos primarios. Esa es la “inevitable antinomia que la razón incuba”. Si el ejercicio de la razón consiste en penetrar en el compuesto hasta sus elementos, “al hallarse la mente ante los elementos últimos, no puede seguir su faena resolutiva o analítica, no puede descomponer más. De donde resulta que, ante los elementos, la mente deja de ser racional”. Es decir, la razón es impotente ante todo aquello que no se deja descomponer. Sólo funciona ante el mecanismo. Y todas las cosas importantes de la vida: el deseo, la percepción, la libertad, la propia mente, no pueden descomponerse ni se ajustan al modelo mecánico. Así, desde la perspectiva racionalista, conocer un objeto es reducirlo a elementos incognoscibles. “En la razón misma encontramos un abismo de irracionalidad”.
¿Debemos pues prescindir de la razón? En absoluto. Estamos obligados a usar la razón si queremos entender algo. Pero esa tarea no debería convertirnos en racionalistas. Pues “la razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad”. Es como el espectro visible humano, un breve arco de luz que se abre entre el infrarrojo y el ultravioleta. Más allá no es posible la visión. La razón es nuestro oído particular, pero hay que evitar convertirla en un ídolo. Ortega denuncia esa ceguera que “consiste en no querer ver las irracionalidades que suscita el uso puro de la razón misma. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer que las cosas —reales o ideales— se comportan como nuestras ideas”. En un tono muy antropológico, casi poscolonial, nos advierte de los peligros del logocentrismo, de la “gran confusión” y la “gran frivolidad” del racionalismo. Ese es el secreto recóndito del espíritu racionalista, la soberbia. De ahí que el racionalismo no sea simplemente un modo de observación, más o menos contemplativo, sino que implique una actitud “imperativa”. El racionalismo es fanático y violento. “En lugar de situarse ante el mundo y recibirlo según es, con sus luces y sus sombras…, le impone un cierto modo de ser, lo imperializa y violenta, proyectando sobre él su subjetiva estructura racional”. No dice que es una “imposición”, como dirá después Heidegger de la técnica, pero se acerca a esa perspectiva. Ese es el orgullo presuntuoso del racionalista. Un orgullo que lo ciega y lo lleva a creer que su breve espectro visible, su particular lenguaje simbólico, es todo el espectro.
Juan Arnau, El libro más importante (y temperamental) de Ortega y Gasset cumple un siglo, El País 08/02/2023
Y, aun así, sin someterse a ningún fin práctico exterior que no sea el de su propia práctica teórica, la filosofía mantiene su vínculo con la justicia, justo porque la filosofía tiene lugar en el lugar mismo en el que no se puede hacer. Su condición de posibilidad, como la del arte, la poesía, el cine, y todas las prácticas culturales, es la injusticia. Hacemos filosofía sobre los cadáveres que dejamos flotar en el Mediterráneo, sobre los cuerpos que masacramos aquí y allá, sobre los feminicidios. Es respecto a ellos que la filosofía tiene su responsabilidad política, como la tiene la universidad. Hacemos filosofía allí donde otro no la puede hacer porque agotó todas sus fuerzas tratando de sobrevivir. En un estado de violencia estructural, usurpamos siempre el lugar de otro, como diría Levinas, y no es por merecimiento. Aquí nadie se merece nada, y el más listo debe su puesto al que dejó morir aun sin saberlo.
Así que, no se trata de hacer filosofía con una mano y con la otra favorecer campañas solidarias o dedicarse al ingrato y mediático mundo de la política, sino de cuestionar teóricamente la lógica injusta que nos sostiene. El derecho a la filosofía es el derecho a la revuelta de la lógica en la que vivimos inmersos. Por ello, la filosofía es siempre política sin ser necesariamente “filosofía política”. Y lo es especialmente cuando no cuestiona nada y se limita a hacer uso de su privilegio, porque es entonces cuando se alinea con la filosofía feroz que encubre la injusticia. Como señala Preciado, “si no ves la violencia es porque la ejerces”.
Dicen que en Grecia la filosofía nació del asombro. Tal vez hoy la filosofía nazca de la indignación.
Laura Llevadot, Nuestra filosofía será feroz. Apuntes sobre el estado actual de la filosofía, elsaltodiario.com 03/02/2023