No deja de ser curioso que sea un idealista hiperbólico, el poeta sevillano Gabriel García Tassara, el que nos lanza esta invitación (que, por supuesto, recojo):
Sé clásico a tu modo,
que es el mayor secreto.
No deja de ser curioso que sea un idealista hiperbólico, el poeta sevillano Gabriel García Tassara, el que nos lanza esta invitación (que, por supuesto, recojo):
Sé clásico a tu modo,
que es el mayor secreto.
La sobreprotección es una forma de maltrato.
Ha llegado el frío, fenómeno nada raro, ya que estamos en enero. "En enero", decía mi madre, "se hiela el agua en el puchero". Con el frío han llegado también los comentarios habituales sobre el tiempo, que tanto juego nos dan para decir algo cuando lo importante no es lo que se dice, sino manifestar nuestra afable co-presencia. En estos casos el tiempo es un bálsamo. No decimos más que obviedades y, sin embargo, lo hacemos con la cara de quien está descubriendo el último secreto del cosmos. Otra cosa son los informativos de la televisión, porque para ellos la información debiera ser lo relevante, pero tienden a tratarnos de manera excesivamente paternal al bombardearnos en verano, cuando los termómetros se disparan, con consejos obvios hasta para un preescolar (llevar poca ropa, buscar las sombras, beber agua, etc.) y en invierno, cuando se hunden, con comentarios que de tan elementales tienen algo de menosprecio del sentido común de los espectadores (abrigarse, tomar bebidas calientes...).
Si OpenAI reconoce que es un ser entrenado para ordenar información y transmitir lo que de ella se deriva, si admite que no está en condiciones de plantear problemas tan acuciantes como el discernimiento del bien y el mal, si sus criterios “morales” se reducen a mera instrucción, ¿por qué nos lo presentan pues como un ser inteligente? ¿Por qué el inevitable Musk llegó a afirmar que estábamos ya más allá del test de Turing?
El problema no es OpenAI, sino la concepción imperante de lo que es la inteligencia. Se habla de este artefacto como un ser inteligente, simplemente en razón de que sus respuestas son aquellas que daría hoy un ciudadano a la vez instruido y sumiso ante las normas imperantes, o las que da el político estándar ante las preguntas de un tertuliano. Estas normas pueden variar, pero siempre el buen ciudadano es aquel que se pliega a las mismas. No cabe duda de que si OpenAI hubiera sido generado por los servicios de inteligencia afganos, sus respuestas serían perfectamente acordes con los principios que rigen aquella sociedad, aunque se las arreglara para presentar una dialéctica formal entre polos contradictorios.
No estoy en absoluto sosteniendo el relativismo moral. Soy de los convencidos de que en materia de moralidad hay principios absolutos, hay modalidades de expresión del kantiano imperativo categórico, adaptado si se quiere a una u otra cultura. Hay, por ejemplo, exigencia universal de no fallar al ser al que has considerado como inter-par en el hecho de haber dado tu palabra y aceptado la suya. Pero hay asimismo posible dialéctica en esta convicción, en razón de la inclinación, el propio interés e incluso por obediencia a otra palabra. Por eso precisamente la conformidad al imperativo tiene ese mérito que se concede al que se arriesga, que de ninguna manera concederíamos ni a OpenAI, ni a la persona que pareciera tan asténicamente equilibrada como este artefacto. Y digo que pareciera porque no hay persona alguna que sea como OpenAI, precisamente porque toda persona es, por definición, inteligente, eventualmente estúpida, malvada e insoportable en sus gustos… precisamente por inteligente, es decir:
Fiel a su palabra, precisamente porque podría no serlo, en razón de que la conveniencia, el deseo o hasta la búsqueda del bien común, le incitan a lo contrario; respetuoso de las hipótesis científicas precisamente porque tentado por confrontarse a aquellas que ofrecen algún flanco a la duda, y sintiendo que quizás no tiene fuerzas para enfrentarse a la dureza del pensar; compartiendo un juicio emocionado sobre un evento bello, sin tener posibilidad alguna de asentar tal emoción en un hecho objetivo. En definitiva: todo aquello de lo que OpenAI no da muestra alguna.
Podría objetarse que muchas personas ni siquiera muestran capacidad para registrar, sopesar, seleccionar y dar salida eficaz a la información que reciben. Cabe incluso decir que a estas personas les es difícil instruirse y en consecuencia hacer propios los valores que la sociedad promueve. En esta medida, ¿cómo negar que OpenAi se muestra superior a estas personas. La respuesta es otra pregunta: cuando decimos que tal o cual persona nos impactó por su inteligencia, ¿estamos simplemente pensando en su capacidad de recepción de información y utilización de la misma para mejor adaptarse? Esto puede realmente constituir un factor, pero más bien nos llama la atención el hecho de que esa persona dice cosas a la vez bien trabadas e inesperadas, por ejemplo, se pregunta: ¿cómo es posible que haya una actitud contraria a la violencia, cuando los entornos natural y social dan muestras tanto del “combate por la subsistencia”, como de lo que se dio en llamar darvinismo social?
El asunto no es la conversión de la máquina en el equivalente a un ciudadano, sino la conversión de un ciudadano en un ser meramente instruido y obediente. El problema no reside en si OpenAI se homologa a nosotros en inteligencia, sino en la reducción del concepto de inteligencia que posibilita el hacerse tal pregunta.
Victor Gómez Pin, El problema está en la reducción del concepto mismo de inteligencia, El Boomeran(g) 20/01/2023
La magia de ChatGPT consiste en predecir con aplomo la manera más persuasiva de colocar una palabra delante de otra. Es el descendiente evolutivo y glorificado del autocomplete del buscador. E incluso para eso necesitan nuestra ayuda. Como dice la académica australiana Kate Crawford en su Atlas de una inteligencia artificial, “no son autónomos, racionales ni capaces de discernir algo sin un entrenamiento extenso e intensivo”. ChatGPT depende del trabajo de cientos de trabajadores no cualificados que cobran menos de dos dólares la hora por exponerse a los contenidos más perturbadores de la Red.
GPT-3 aprendió a dominar el lenguaje coloquial asimilando cientos de miles de millones de contenidos de internet, incluyendo la clase de foros que no siempre representan lo mejor de la raza humana. Evitar que diga barbaridades o que repita la propaganda de supremacistas, antivacunas, fanáticos de QAnon y otros colectivos tóxicos que inundan la Red con campañas de desinformación requiere una buena purga. Un proceso que consiste en buscar y etiquetar a mano aquellos contenidos que no quieres que repita, incluyendo abuso sexual de menores, bestialismo, asesinatos, suicidio, tortura, automutilaciones o incesto. Para hacerlo, OpenAI subcontrata empresas en Kenia, Uganda o India que también trabajan para Google, Meta y Microsoft.
Por un sueldo que oscila entre los 1,22 y los 1,85 euros la hora, miles de trabajadores no cualificados examinan los rincones más oscuros de la naturaleza humana. Se exponen durante más de ocho horas diarias, en países sin derechos laborales que garanticen un mínimo de entrenamiento o asistencia psicológica. Es la paradoja de la inteligencia artificial: cada vez consume más humanos. El modelo se llama IA Potemkin o fauxtomática, un término que acuñó la ensayista Astra Taylor para describir la ilusión de automatismo que producen miles de personas ocultas, los duendes secretos del taller de la IA. Ellos son los esclavos del siglo XXI, condenados a remar en la oscuridad de las galeras para que el barco se mueva como por arte de magia, prometiéndonos la libertad.
Marta Peirano, Las abejas obreras de ChatGPT, El País 21/01/2023
El placer de tener a toda la familia en casa y hacer cinco veces más comida de la que sabes, positivamente, que nos vamos a comer.
Viaje intensísimo a Madrid para promocionar mi nuevo libro, En busca del tiempo en que vivimos, que parece que está siendo bien recibido. He mantenido un buen número de entrevistas con periodistas de prensa, radio y televisión y he gozado la oportunidad de presentarlo directamente ante un numeroso público en la sede de Abante, en la Plaza de la Independencia, junto a la Puerta de Alcalá. El acto tuvo la forma de un diálogo con Santiago Satrústegui en el que hubo tiempo tanto para la seriedad como para la risa, como debe ser. Me alojé en un hotel sencillo, pero situado de manera insuperable en la calle Alfonso XII, junto a la calle Maura. Desde mi habitación disponía de unas hermosas vistas al Retiro que en esta época del año está espléndido.
Si les puedo adelantar que estoy colaborando en la puesta en marcha de un club privado que, sin ningún género de dudas, dará mucho que hablar. ¡Ya lo verán!
Me gusta Cataluña tanto que mi casa está aquí. Aquí vivo y aquí crecen mis nietos, pero si tuviera dinero me compraría un piso pequeño en Madrid porque esta ciudad cada vez se está asentando con más firmeza en mi vida.
Miguel de Lucas, Lo que Sócrates diría a la inteligencia artificial, El País 17/01/2023
Nuestra atención está en venta. La concentración se ha convertido en un objeto de consumo con el que empresas y gobiernos mercadean con el fin de acaparar nuestro interés y de mercantilizar nuestra actividad. Como consecuencia, el estrés se ha establecido como elemento “natural” de la vida contemporánea. Quien no acepta la naturalización del estrés es tachado de marginado, rebelde o inútil.
Cuando la libertad es subsumida bajo los estándares que nos propone el artilugio emocional del estrés, el individuo es arrojado a un persistente estado de agotamiento que, en ocasiones, desemboca en trastornos emocionales y de la conducta. Ansiedad y depresión son los más usuales, pero también la desesperanza, la debilidad, un sentimiento subjetivo de soledad, la incapacidad o desgana para desarrollar vínculos afectivos significativos, el cansancio físico o la imposibilidad para trenzar alianzas comunitarias que puedan oponerse a este bucle invisible.
Si la libertad se disfraza de parachoques psicológico, se reducirá a una mera capacidad pasiva para saber recibir bien los golpes que propina la sociedad del estrés, la rapidez y la inmediatez. De este modo, la servidumbre emocional quedará más que garantizada. Eso sí, silente y melosamente, bajo capa de resiliencia o talento para adecuarse a las —onerosas— circunstancias.
Con no poca habilidad mercadotécnica, la autoayuda y el coaching emocional nos alientan a desarrollar una alta autoestima, a trabajar en el desarrollo positivo de nuestro autoconcepto. Esto quiere decir que la responsabilidad de que las cosas vayan bien o mal se descarga únicamente en el individuo, de manera que este queda culpado como un inadaptado que no ha sabido “ser libre” o “estar a la altura de nuestros tiempos”. Imperativos como “gestiona el estrés” o “rentabiliza las crisis” se enarbolan por doquier como los valores contemporáneos por excelencia: una tiranía productiva que elude pensar en las causas sistémicas de la ansiedad y señala al individuo como único culpable de sus males.
Carlos Javier González Serrano, Cuando el estrés se viste de libertad, El País 15/01/2023
Todo nuestro ordenamiento social, jurídico y económico se basa en el axioma del libre albedrío, la idea de que las personas somos agentes autónomos y racionales que hacemos lo que decidimos en cada momento. Lo último que se le ocurriría a la abogada de un ladrón de bancos sería aducir que su cliente lo hizo involuntariamente, movido por las fuerzas deterministas del cosmos y la anatomía cerebral. El juez no le haría caso, y metería al tipo en la cárcel dando por hecho que había robado el banco porque le daba la gana. Si la causa fuera el determinismo del cosmos, no habría forma de hacer a la gente responsable de sus actos. Tú mismo estás leyendo este artículo porque quieres hacerlo, ¿no? ¿O no?
Un experimento de Benjamin Libet en los años ochenta, ya un clásico, vino a enredar nuestro conocimiento recibido sobre esta cuestión. Libet, un neurólogo de la Universidad de California en San Francisco, pidió a un grupo de voluntarios que movieran las muñecas cuando les diera la gana. También tenían que decir en qué momento exacto habían tomado la decisión de moverla. El enjambre de electrodos que Libet les había puesto en la cabeza mostró que las neuronas cerebrales responsables de mover la muñeca se activaban medio segundo antes de que la muñeca se moviera y —aquí viene el bombazo— un cuarto de segundo antes de que los sujetos hubieran tomado esa decisión.
El experimento estaba bien hecho, y ha sido confirmado y perfeccionado por las investigaciones posteriores, pero su interpretación lleva 40 años en el vórtice de un debate científico y filosófico de profundidad abisal. Porque la lectura más natural de esos datos implica que nuestras decisiones son producto de procesos neuronales de los que somos inconscientes. Nuestra vida mental, eso que llamamos yo, sería una especie de narración literaria, o de justificación moral, de lo que ya estaba haciendo el cerebro por su cuenta, ajeno a nuestro control voluntario.
Suena extraño, ¿no es cierto?, pero hay muchas otras pruebas de que la inmensa mayoría de la actividad mental es inconsciente. Alguien cuyo nombre no recuerdo dio con la metáfora inspiradora de que somos un pasajero asomado a la proa de un trasatlántico sobre cuyo funcionamiento lo ignoramos todo. Es una idea aterradora, pero bella y exacta como un verso de Jorge Luis Borges.
Javier Sampedro, La crisis del libre albedrío, El País 19/01/2023
Muchos creen que la filosofía consiste en tener opiniones, en sostener una visión del mundo. Pero hay una filosofía que permite distanciarse de las opiniones, tanto de las propias como de las ajenas. Contemplarlas desde fuera, con sana indiferencia, incluso con cierta jocosidad. Esa es la postura, sospecho, de Valéry. Una perspectiva que rehúsa “sostener” y prefiere contemplar.
La realidad radical es la vida. De pronto, nos encontramos en ella y no lo hacemos desnudos. Llegamos con todo un ropaje de inclinaciones, instintos y creencias que, a lo largo de la existencia irán tomando ese curso singular que llamamos biografía. El curso de nuestra vida depende directamente de estas creencias y opiniones sobre el mundo, sean fundadas o infundadas. El descreimiento también es una forma de creencia. La ciencia, lo mismo. Todos cargamos con un repertorio de convicciones, como individuos, como pueblo y como contemporáneos. Esas creencias son el suelo de la vida del pensamiento, ya sean los axiomas de la lógica o la fe del creyente. La fe no es propia del entendimiento, sino de la voluntad. Cree el que quiere creer. Las creencias, además, no forman un sistema o un todo coherente. En ocasiones son contradictorias o simplemente inconexas.
La idea es aquello que se piensa. La creencia se puede pensar, pero no necesariamente. Generalmente se tiene, prefiere el perfil bajo. Con ella se analiza todo lo demás y uno orienta su vida. Nāgārjuna, filósofo budista del siglo segundo, propuso algo imposible: el abandono de todas las creencias y opiniones. Lo que propone, claro está, es un ideal. El ideal del sabio, que es aquel que no se deja enredar por creencias y opiniones, y abandona los debates estériles sobre si el mundo es esto o lo otro. Y lo hace siguiendo una tradición escéptica (y saludable) del mahāyāna que se remonta a un episodio de la vida de Buda. En cierta ocasión le preguntaron al maestro por cuatro cuestiones decisivas que han ocupado a los filósofos durante siglos. Estas cuestiones se referían a la infinitud o finitud del espacio y el tiempo, a la identidad o diferencia entre el cuerpo y el alma, y al destino del liberado después de la muerte. Todos los presentes aguardaban expectantes la respuesta. Y el maestro de nuevo los sorprendió a todos, guardando un prolongado silencio. La vida de cada cual no mejora o empeora por saber si el tiempo o el espacio acaban. Tampoco se aprovecha mejor por saber si el cuerpo o el alma son la misma cosa o diferentes. El caso es que estas opiniones resultan ociosas, una distracción para la mente diáfana y atenta a la que apunta la enseñanza.
Juan Arnau, Paul Valéry, la vanidad del significado, El País 18/01/2023
Las ventajas de usar una IA para la acción de gobierno serían varias. Por una parte, su capacidad de procesar datos y conocimiento para la toma de decisiones es muy superior a la de cualquier humano. También estaría libre (en principio) del fenómeno de la corrupción y no le influirían los intereses personales.
Pero, a día de hoy, los chatbots solo reaccionan, se alimentan de la información que alguien le proporciona y dan respuestas. No son realmente libres de pensar “espontáneamente”, de tomar la iniciativa. Es más adecuado ver estos sistemas como oráculos, capaces de responder a preguntas del tipo “qué crees que pasaría si…”, “que propondrías en caso de…”, más que como agentes activos o controladores.
Los posibles problemas y peligros de este tipo de inteligencias, basadas en grandes redes neuronales, han sido analizados en la literatura científica. Un problema fundamental es el de la falta de transparencia (“explicabilidad”) de las decisiones que toman. En general actúan como “cajas negras” sin que podamos saber qué razonamiento han llevado a cabo para llegar a una conclusión.
Y no olvidemos que detrás de la máquina están los humanos, que han podido introducir ciertos sesgos (consciente o inconscientemente) en la IA a través de los textos que han usado para entrenarla. Por otro lado, la IA no está libre de dar datos o consejos erróneos, como muchos usuarios de ChatGPT han podido experimentar.
Los avances tecnológicos permiten vislumbrar una futura IA capaz de “gobernarnos”, por el momento no sin el imprescindible control humano. El debate debería moverse pronto del plano técnico al plano ético y social.
Jorge Gracia del Río, Los algoritmos elegirán al próximo presidente del gobierno, El País 19/01/2023
Los grandes poetas suelen ser buenos filósofos. No necesitan hacer explícita su filosofía, saben dejarla entre líneas, en el blanco entre los versos o a vuelta de página. Heidegger decía, en una de esas frases suyas tan resonantes, que el poeta y el filósofo viven en una misma cueva. Una verdad a medias, aunque haya poetas que se han deslizado felizmente en el ensayo: Octavio Paz,Samuel T. Coleridge, T. S. Eliot, Antonio Machado o Charles Baudelaire, por citar unos cuantos. Pero el caso de Paul Valéry resulta excepcional. Pues el francés, representante de la poesía pura, se consideraba a sí mismo un antifilósofo: “En la metafísica, nos dice de joven, sólo hay necedad”. Pero la filosofía, como la respiración, es inevitable. No es algo de lo que se pueda prescindir. Cada cual, lo quiera o no, tiene la suya. Incluso para quienes la niegan, la filosofía les reserva una escuela, de la que Diógenes o Nāgārjuna serían dignos representantes.
Juan Arnau, Paul Valéry, la vanidad del significado, El País 18/01/2023
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Ya les advierto que el escrito pertenece al antiquísimo género literario del maestro quejándose de sus alumnos. De hecho, si buscan en las actas de cualquier claustro de hace diez, veinte, cuarenta o cien años, encontrarán, en esencia, la misma carta. Esto explica parte de su éxito: leer lo ya consabido sosiega a las almas muertas, que diría Gógol.
Pero vayamos a las quejas concretas de este señor, que dice sentirse «como un profesor de instituto» (siendo, como es, todo un catedrático). Se lamenta, por ejemplo, de que sus alumnos universitarios se fumen las clases, copien y se muestren ansiosos por salir… ¡Vaya! ¡No me puedo creer que los estudiantes hagan lo que les es propio desde que inventaron las clases obligatorias o los exámenes! ¡Increíble!
Se queja también de tener que mandar callar. ¡Terrible! Dígamelo a mí, que ahora doy clase a adultos y a profesores, y rajan tanto o más que mis alumnos adolescentes. Más que nada porque en este país se habla por los codos. Y si a este señor solo le murmuran (como dice desesperado), igual es que le falta esa misma resiliencia que echa de menos en sus alumnos. Por cierto (seguro que esto lo sabe): para callarlos no hay nada mejor que ganarse su interés y demostrar un poco de liderazgo, otra habilidad de la que, según dice, carecen sus pupilos (¿Tendrán de quién aprenderla?).
Otras quejas pintorescas de nuestro despechado catedrático son que los alumnos acudan en chándal o leggins a las presentaciones (!), que «se encorven, balbuceen o no fijen la mirada» (cuántos profesores no habré encontrado yo así en la universidad) y, sobre todo, que vayan con el portátil a clase; algo que, si fuera por él, estaría prohibido. ¿Razones? Da dos: (1) que (sospecha que) el alumnado se entretiene con Instagram y cosas así (algo que, por cierto, justificaría prohibirlos también en claustros, conferencias magistrales y sesiones del Congreso), y (2) que «la plasticidad neuronal se desarrolla con lápiz y papel, no con la dictadura de los teclados», hipótesis probablemente similar a la que ya esgrimían los cazadores-recolectores cuando se impuso la pérfida moda de cultivar la tierra...
Ahora bien, la mayor desazón de este profesor proviene de que, según dice, el noventa por ciento de sus estudiantes no solo son malísimos (no saben leer ni escribir, carecen de vocabulario, no saben estar, etc.) sino que no muestran el más mínimo interés por sus clases. ¡Vaya! ¿Y por qué será eso?
Se me ocurren tres opciones. La primera es que sea cosa de mala suerte. No lo descarto: yo llevo los mismos años que este catedrático dando clases, y la mayoría de mis alumnos de Bachillerato leen, escriben (algunos mejor que m… mejor me callo) y se comportan como yo (o mejor que yo) cuando era adolescente. Y en cuanto al apego al móvil y las redes tienen el que tiene todo dios.
La segunda opción es que quizás (es solo una loca hipótesis) este profesor no logre demostrar a sus alumnos el interés objetivo de lo que enseña, o que no haya actualizado sus métodos de enseñanza. Al fin, él mismo dice que está harto de dar cursos para motivar al alumnado y (a la vez) que el alumnado debe venir ya motivado de casa, así que no sé si él mismo está o no muy motivado para aprovechar esos cursos.
Y la tercera opción, y favorita del autor de la carta, es (adivinen)… que la culpa de todo la tienen: (1) los estudiantes, por supuesto; (2) el gobierno y sus leyes, cada vez peores; y (3) el resto del mundo… Porque él, por supuesto, y aun siendo catedrático, no es en absoluto responsable de nada. Por eso, las soluciones que ofrece en su carta son: (1) que la universidad vuelva a ser patrimonio de élites (intelectuales); (2) que trabajen otros (que los alumnos lleguen a la universidad sabiendo ya pensar, expresarse con rigor, hablar en público…); y (3) que el alumnado aprenda que todo depende de su esfuerzo. Un lema, este último, que bien podría aplicarse este profesor a sí mismo. ¡Cambie usted, señor Arias, y el mundo educativo (que tanto le disgusta) cambiará con usted! – le diríamos en plan coach –. Y si ve que no puede – porque el mundo es más grande que sus fuerzas –, no exija semejante insensatez a sus estudiantes, y limítese a enseñarles (cosa que nunca fue fácil) lo que sepa y lo que pueda.
Conocí a Viqui Molins hace ya unos cuantos años. Estábamos firmando libros en un Sant Jordi. O, mejor, estábamos viendo como los firmaba a manos llenas un personaje mediático que estaba en nuestro mismo stand. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que muchas personas con las huellas de la mala fortuna en la cara se acercaban a Viqui para saludarla afectuosamente y ella les respondía interesándose por sus parejas o sus hijos, cuyos nombres sabía. Así que le pregunté a qué se dedicaba exactamente. Me respondió que lo suyo era cuidar del mal ladrón. Le pedí que me explicara esta extraña dedicación. "Es fácil -me dijo- cuidar del buen ladrón. Ha tropezado, lo ayudas a levantarse y camina recto y agradecido". "¿Y quién es el mal ladrón?" "Es el que aprovecha para robarte la cartera el momento en que estás ayudándole a vomitar". Me impactaron mucho estas palabras y desde entonces he intentado seguir los pasos de esta monja singular. Le escribí con mucho gusto el prólogo de uno de sus libros, titulado "Dignos de descubrir el mundo".
Sin duda, hacer de abuelo es mucho más fácil que hacer de padre, por la sencilla razón de que el abuelo sabe que hay alguien que ya está haciendo de padre.
Largo paseo por las viñas de Alellla, subiendo y bajando pendientes a muy buen ritmo entre las cepas sin podar. Era preceptivo visitar al primer almendro que florece en El Maresme (véanlo ustedes en la foto) para disfrutar unos segundos de su generosidad floral y llegar a casa antes de que anocheciera.
La vida no es tanto adaptación al entorno como la creación de entornos. El bosque amazónico tiene cierta autonomía y produce la lluvia que necesita. Los árboles, cuando necesitan agua, generan más vapor, que se convierte en nubes y lluvia. Bombean agua del suelo a la atmósfera (la suben y transpiran a través de sus copas). El principio antrópico rige aquí. Vemos el universo en la forma en que lo vemos porque existimos. No es posible dejar al espectador fuera de la ecuación. Cualquier teoría válida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano. Una verdad de Perogrullo que ignoran muchos modelos de universo. Lo que es evidente es que, como civilización, hemos perdido la conexión con la naturaleza. Los indígenas nos lo recuerdan. Ellos son sus custodios. El error moderno ha sido suponer que no somos naturaleza o que la naturaleza estaba a nuestro servicio. No hay aquí buenismo ni ingenuidad alguna. Cuidar la naturaleza es cuidarnos a nosotros mismos. Ahora somos el lado oscuro de la naturaleza, la pregunta es si queremos seguir siéndolo.
Juan Arnau, Los rostros del agua, El País 13/01/2023
En los manuales proliferan las pequeñas historias que empiezan y terminan, a veces son cuentos y otras, anécdotas y resúmenes de lo que les sucedió a personas que tuvieron un problema, lo afrontaron siguiendo alguna de sus pautas y vencieron. Como saben, una función de las historias es ayudar a vérselas con lo inesperado. La vida está llena de esta clase de acontecimientos. Tener un bagaje de historias oídas, leídas, debería ayudar a enmarcar lo inesperado cuando suceda y saber un poco más a qué atenerse.
En la región gris abunda lo esperado, está fundamentalmente hecha de lo esperado. Las historias, se dice, son útiles para acompañarnos en esos momentos en que el piloto automático no sirve, pues no se puede seguir con él cuando sucede lo excepcional. La región gris se caracteriza, en cambio, por la ausencia de lo excepcional. El mismo trabajo, las mismas expectativas de un trabajo igual de malo que el anterior o de una larga temporada sin trabajo. La misma casa que se va deshaciendo, o una con la misma falta de luz y un previsible precio aún más alto. Los mismos temores, los mismos deseos. Podríamos pensar que las novelas de aventuras, policíacas, románticas, están hechas para entrenar, siquiera de un modo imaginario, la capacidad de vivir sin piloto automático una vida inesperada, y que, en cambio, se acude a los manuales para entrenar, precisamente, la capacidad de vérselas con lo esperado. Pero el hecho es que, como decíamos, la mayoría de ellos guarda dentro montones de pequeñas novelas condensadas.
A menudo hay que vivir en la región gris porque se echa encima, porque salir de ella no consiste en proponérselo. Algunas personas se lo proponen y parece que encuentran una salida individual. Pueden ser llamadas trepas, oportunistas y, en otros casos, cuando su salida no utilizó a ninguna otra persona como escalón, afortunadas. Ya avisamos desde el principio que nos resulta complicado separar lo individual de lo colectivo. A nuestro modo de ver, la mejor manera de abandonar la región gris es transformarla. Y suele ser un proceso jodidamente lento. Su gran ventaja, sin embargo, es que permite no cargar con la región gris, no ser su soporte. Estamos en ella, de acuerdo, pero eso es diferente de sostenerla. Porque no hemos creado la región gris y no tenemos ninguna obligación de hacer que se sostenga. Aguantaremos nuestro propio peso, nuestras dificultades, pero no nos quedaremos con las que nos echaron encima.
Belén Gopegui, Qué buscamos y qué encontramos en los libros de autoayuda, El País 13/01/2023
Puede haber victorias ilegítimas debidas a fraudes electorales y también puede darse el caso de gobiernos que hagan cosas ilegítimas e incluso que se deslegitimen completamente, aunque para juzgarlo están los organismos competentes, no la oposición, a la que únicamente correspondería en ese supuesto presentar la denuncia correspondiente. En Estados Unidos y Brasil, las autoridades encargadas de supervisar los resultados de las elecciones han acreditado las victorias de Biden y Lula. Las revueltas subsiguientes no son justificables por una trampa que pudieran objetivar en una acusación, sino a la mera insatisfacción con el resultado. Se da la paradoja de que hay en amplios sectores sociales una creciente incredulidad en el funcionamiento ordinario de las instituciones y una desmesurada credulidad ante cualquier explicación conspiratoria. Esta situación pone de manifiesto la naturaleza paranoide de nuestras sociedades, escépticas frente a la normalidad institucional y dispuestas a creerse cosas más increíbles que el hecho de que las cosas funcionen correctamente.
En primer lugar, todo esto no sería posible si no se hubiera producido una perversión de los conceptos y del discurso político. La pretensión de los populistas de hablar en nombre del pueblo les incapacita para aceptar los procedimientos democráticos, establecidos precisamente para impedir que nadie —ni la mayoría triunfante ni la minoría derrotada— lo represente en su totalidad y para siempre. En una democracia, el pueblo es el soberano sí, pero plural, representado parcialmente por los agentes políticos, activo tanto en las mayorías que gobiernan como en las minorías que construyen las alternativas al Gobierno vigente.
En segundo lugar, habría que referirse a una impaciencia que obedece a la aceleración estructural de nuestras sociedades. Antes, con ritmos políticos más lentos, quien perdía unas elecciones sabía que gozaría de nuevas oportunidades en el futuro. Hoy, hemos tensado tanto nuestras demandas de éxito que partidos y electores apenas conceden nuevas oportunidades; al primer fracaso se declara agotado el liderazgo y se lo remplaza. Vivimos en una cultura de la urgencia, de la satisfacción inmediata y las recompensas en el corto plazo que está abreviando despiadadamente la vida política de los candidatos.
Una derivada de esta aceleración es considerar el mandato político como una especie de “última oportunidad” que ha de aprovechar quien gobierna y que debe impugnar quien está en la oposición. Esta prisa explicaría algunos errores de los que han ganado, que gobiernan como si no hubiera un mañana, y de una oposición que actúa confundiendo la construcción de una alternativa con la destrucción de la mayoría gobernante. Se instala así la sensación de que en un mandato electoral se puede hacer cualquier cosa, generando unas expectativas en quien gobierna tan exageradas como los temores de la oposición. Unos y otros parecen desconocer las limitaciones de la acción de gobernar en una sociedad compleja y con constricciones de diverso tipo.
El encarnizado combate político se desliza así con facilidad hacia la descalificación del otro como inelegible, no simplemente como una opción legítima pero peor. El peso de la prueba de la ilegitimidad debería estar en quienes acusan y no en quienes cumplen con la legalidad vigente y han configurado una mayoría suficiente. Por supuesto que puede haber decisiones del Gobierno que se sitúen fuera de la legitimidad constitucional, aunque para declararlo hay órganos competentes, no precisamente la oposición, a la que solo correspondería presentar la correspondiente denuncia. En nuestro caso concreto, creo que la cultura política comenzó a estropearse cuando, sin ningún reproche de los organismos encargados de la vigilancia constitucional, ciertos partidos o gobiernos fueron acusados de actuar al margen de la Constitución (a pesar de que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional acogía en el marco del juego constitucional a partidos que se proponían objetivos políticos contrarios a la vigente Constitución, como la república o la independencia de alguno de sus territorios). El creciente uso del calificativo “constitucionalista” para restringir el radio de los actores legítimos y excluir a otros revela un uso grotesco de las categorías políticas. ¿Qué Constitución es esta que permitiría gobernar contra ella misma? O las críticas de la oposición son exageradas o la Constitución es muy mala y no merece ser defendida...
El primer deber de la oposición es conseguir que la opinión pública perciba como insólito al Gobierno y no le parezca insólito que la oposición pueda arreglar el supuesto desastre. La oposición forma parte del sistema y se neutralizaría a sí misma si pensara o actuara con una lógica similar a quienes actúan fuera de él. Esto tiene un efecto disciplinante para el modo de plantear la confrontación democrática. Una oposición que deslegitima al Gobierno sin ninguna moderación puede terminar careciendo de argumentos creíbles para rechazar las formas injustificables de hacerle frente (como la violencia) y, de paso, situarse fuera de la credibilidad política que necesita para volver a gobernar.
Daniel Innerarity, La oposición al asalto, El País 12/01/2023
Estoy leyendo al inmenso Gracián -que cada vez me parece más grande, más sutil y más agudo observador de la naturaleza de las cosas humanas- y no puedo dejar de pensar en la muchachada podemita. Dice Gracián: "Cuantos más tiernos sus hijos, se los traga Saturno con más facilidad".
Porque no queremos llegar a conclusiones falsas o engañosas.
No queremos engañarnos ni ser engañados.
No queremos ser víctimas de superengaños, es decir, de una metafísica y una Moralidad que nos lleven a dañarnos o a autodestruirmos, a bloquear la "energía de la vida.
El "nombre" en sí mismo, aletheia, implica sólo dos tesis:
La tesis de la independencia: la verdad (el discurso verdadero) dice "las cosas como son" (Crátilo, 385c)
La tesis de la exclusión: la verdad excluye lo falso: si una proposición es verdadera, su negación debe ser falsa e inaceptable (a-letheia, negación de lo oculto).
La noción de a-letheia como no ocultación nos revela las dos tesis. Ellas nos dicen: hay algo oculto que debe ser revelado.
Como tal, a-letheia es un principio escéptico capital. El concepto nace (en nuestra mente como en la historia) justo cuando nos damos cuenta de que lo que creemos muchas veces es falso, o a lo sumo una verdad a medias: surge cuando nos damos cuenta de que tenemos opiniones, y no la verdad.
... necesitamos la verdad porque no queremos que ls mentiras del poder (...) se hagan pasar por verdades Morales y Metafísicas.
Franca d'Agostini, El nihilismo y el juego de la verdad, La maleta de Portbou, nº 56, enero-febrero 2023
La Casa de Campo de Mérida hace unos días |
En Extremadura, además de observando las cunetas, puede uno hacer una prueba similar paseando por el campo, especialmente por algún camino o paraje público. La cantidad de basura es ingente, y desproporcionada en relación con la densidad de población. ¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI, tras varias décadas de educación obligatoria, y con el grado de sensibilidad global hacia el medio ambiente que hay hoy, todavía existan tantos guarros en este país?
Y conste que no me refiero a la mayoría de la gente, esa que sabe usar las papeleras, que no tira colillas o desperdicios por la ventanilla del coche, que lleva bolsas de basura cuando se va a comer al campo, que recoge las heces de sus perros y que lleva los escombros donde debe… Me refiero a la minoría, especialmente vistosa por el rastro de podredumbre que deja, que parece, hoy y siempre, inmune a toda consideración hacia lo que es de todos.
Porque la primera y principal explicación de la asquerosa conducta del guarro hispánico es la del desprecio por lo común. Pues si se fijan, el gorrino ibérico no tiene ningún problema en general con la limpieza: no padece del síndrome de Diógenes ni de ningún otro trastorno parecido. De hecho, suele ser exigir la mayor limpieza y cuidado con lo que es estrictamente suyo: su casa, su ropa, o no digamos su coche, que posiblemente lava a conciencia cada semana (esparciendo toda la porquería posible alrededor, como demuestra la periferia de casi cualquier lavadero de coches, tenga las papeleras que tenga). El problema es con lo que no es (solo) suyo, sino de todos: la cuneta, la acera, el campo, el parque… Allí parece que vale tirarlo todo.
Las raíces de este desprecio por lo común no pueden estar, obviamente, más que en una pésima educación. Yo no sé, a este respecto, cómo puede haber todavía gente que se resista a implantar masivamente materias obligatorias relacionadas con la educación cívica y ética. ¿Cómo esperan, si no, convencer (porque se trata de convencer) a esta minoría para que acepte los más básicos estándares de civilización? Ni hay policías para tanto cochino, ni sirve de mucho colocar carteles y papeleras ante gente que ni los lee ni las usa.
Sin esa educación ética, lo que irremediablemente prevalece en esa minoría porcina es el particularismo tribal (ya saben: en casa somos limpios y cuidadosos, y fuera y con los de fuera unos bárbaros), amén de ese liberalismo castizo, tan español y patilludo, del «yo hago lo que quiero y nadie tiene que decirme a mí (¡a mí!) lo que tengo que hacer». Un «liberalismo» este que nada tiene que ver con haber leído a Adam Smith o Robert Nozick, sino, a lo sumo, con haber oído a tipos como Aznar reclamar el individualísimo derecho a hacer lo que a uno le dé la real gana (beber lo que se quiera antes de coger el coche, correr sin limitaciones, contaminar sin límites – que ya se sabe que lo del cambio climático es cosa de rojos –, etc.)
Luego está el tópico (que igual es cierto) de la dificultad real para abstraer de aquellos que no entienden que algo (un camino, una calle, un parque…) sea de «todos». De hecho, me temo que para algunos de mis conciudadanos, fieros nominalistas sin saberlo, el «ser de todos» tiene mucha menor entidad moral e incluso real que el «ser de Fulanito o Menganito Pérez». ¿Qué es eso del «todos» sino una abstracción vacía? – piensan o, más bien, sienten – ¿Quiénes son concretamente «todos»? ¿Cómo se llaman? ¿Me tocan algo? Pues entonces: ¿Qué le importa a nadie lo que le pase a lo que es de «todos»?
Al desinterés por lo común y a la imposibilidad de entender conceptos y derechos abstractos se le une igualmente, a esta facción gorrinera, el desprecio a la naturaleza en general. Así, si otros salen a contemplar la naturaleza (¡qué sosos!), estos salen, más bien, a usarla sin contemplaciones. Por ejemplo, para tirar basura, para limpiar o poner a punto el coche, para dejar el campo sembrado de cartuchos, o para montarse una juerga de padre y muy señor mío sin recoger nada, como la que delata la foto.
¿Y es esto irremediable? No. Simplemente hace falta mucha (muchísima) más educación. Y, mientras tanto, denunciarlo con el mismo desparpajo y falta de reparos con que ellos ensucian lo que es nuestro (y suyo, aunque no parezcan saberlo). ¡Cerdos!
VOX Málaga @vox_malaga @ivanedlm en Ronda:”Comprendo que a muchos no os gustan los toros. Lo comprendo, y lo respeto. Pero la mayoría de los ataques a la tauromaquia provienen de una izquierda que pretende acabar con nuestras tradiciones y nuestra identidad. Los toros son sólo la excusa”.
El tipus de fal·làcia d’aquest tweet és ad antiquitatem perquè VOX vol fer creure que el correcte és allò que es porta fent des de fa molt temps. Aquesta idea és errònia perquè no està justificat fer mal a un altre ésser viu per entreteniment o per “tradició i identitat”. Encara que sigui una tradició, la societat canvia i avança. Per la qual cosa sabem que no està bé maltractar cap animal per oci.
Hi ha d’altres tradicions a Espanya que són menys agressives i que encara continuen estant vigents, com per exemple, Les Falles.
Ese narrador del universo que es el hombre presenta la evolución de la energía, de la vida y de las especies, y en nuestros días avanza lo que puede advenir respecto a entidades inteligentes que son fruto de la técnica. (...) El hecho mismo de haber alcanzado este saber del entorno, debería fortalecer la idea de su singularidad. Y sin embargo la implacable lógica de la teoría le conduce a una contradicción: verse a sí mismo como un elemento más de lo que él mismo cuenta: un animal más que ni siquiera tendría en exclusiva la condición racional.
El concepto mismo de evolución, que el hombre ha desplegado con tanto ingenio, supone inestabilidad, oposición y, tratándose de seres vivos, conflicto y lucha. (...) La elevación por las sociedades actuales del sentimiento de universal compasión con las especies vivas a principio de moralidad genera un ethos, un comportamiento verdaderamente extraño: el ser que indiscutiblemente piensa el universo y los entes que lo forman, niega tener alguna diferencia esencial, ontológicamente jerárquica, respecto a seres animados que no hacen tal cosa; el narrador del universo se afana en buscar argumentos para sostener que la mera condición de ser vivo es equiparable en peso a la doble condición de ser vivo y a la vez testigo de la vida.
El hombre cuenta. Desde luego en todo momento el hombre importa, importa el ser que da cuenta o razón de las cosas, e importa el ser que fuimos cada uno de nosotros, cuando, en el momento esencial en que nuestra animalidad se empapó de palabras, quisimos que todas las cosas que configuran el mundo fueran contadas. Ismael, el único superviviente en la hecatombe del ballenero Pequod, no se equivoca sobre cómo interpretar esta excepción, y recoge unas palabras del libro de Job: "Sólo yo sobreviví para contarlo".
Víctor Gómez Pin, En la catástrofe ... el hombre cuenta, La Maleta de Portbou, nº 56, enero-febrero 2023
su -ahora expareja- le había llevado a aquella situación. Nunca abandonada por nadie ni por nada se encontraba con ese no saber que hacer con su vida, su trabajo, su casa, su mascota, su realidad.
Era una persona optimista pero en aquella ocasión le superaron las circunstancias. Miro en su bolso si encontraba la dirección de su amigo Pérez , un hombretón bonachón que le había tirado los trastos varias veces . Pensó que un lugar para pasar la noche le vendría bien pero antes pasó por el super para visitar la zona de
Interesante artículo sobre la importancia de la escritura par desarrollar el pensamiento.
Sostiene el autor, y yo estoy completamente de acuerdo con él, que escribir te ayuda a pensar mejor, con más claridad y de manera más convincente. Es un poco como las matemáticas, en el sentido de que no importa cuánto las utilicemos como adultos, porque cuanto más aprendemos a usarlas, mejores analistas y pensadores seremos.
Una de las características que se suele atribuir al capitalismo es su capacidad fagocitadora. Como si se tratara de un agujero negro, todo lo que se aproxima a sus dominios es engullido, pero también descompuesto, por la fuerza incontrolable de su gravedad. Incluso la luz acaba formando parte de su oscuridad. Los ejemplos son infinitos y de los más diversos ámbitos. Y especialmente significativos cuando nos referimos a aquellas llamaradas que surgieron como posibles alternativas al propio capitalismo.
La escala social, por tanto, ya no se muestra como radicada en nuestro origen social y en la naturaleza -la sustancialidad- de nuestro linaje, fundamento del orden social del Antiguo Régimen. En la sociedad burguesa nuestro ser social se identifica con la capacidad de acumular objetos que son entendidos como constituyentes de nuestro ser individual, el cual deberemos construir a partir de nuestro nivel adquisitivo. Un estatus que –consecuentemente con la mentalidad meritocrática del capitalismo– dependerá de nuestro trabajo y esfuerzo.
Tal concepción la encontramos, por ejemplo, en la última campaña de una famosa marca de ropa cuyo eslogan –“que nada ni nadie te defina”– invita a la autodefinición –la definición es en la metafísica clásica donde se manifiesta el ser de lo real– a través del consumo de sus productos. Un eslogan que, además, nos remite a otra de las ideas recurrentes en la publicidad: la del acto de consumir como supuesta forma de rebeldía frente a la autoridad y el orden establecido.
Una vez –al menos desde el punto de vista de la descripción de la lógica del consumo– se ha identificado el ser con el tener, el individualismo propio del capitalismo busca ocultar su propia naturaleza aborregante invitando a la construcción de nuestra identidad a través de un tener que nos hace, supuestamente, diferentes y ajenos a la normatividad establecida.
Por un lado, el objeto de consumo se convierte no solo en el símbolo de nuestra identidad, sino de aquello que nos diferencia y nos hace superiores a los demás: aquellos y aquellas que, en su mediocridad, cumplen con las normas establecidas. Un punto de vista en realidad tan paradójico como sorprendente: la identidad específica de cada uno y cada una se alcanza no solo a través del consumo, sino del consumo de aquello que la marca del producto en cuestión pretende vender al mayor número posible de consumidores y consumidoras.
Por otro, esa supuesta diferencia la construye el individuo –como en el caso del superhombre– al margen de la sociedad y sus normas. El acto supremo del consumo se muestra así como acto de libertad y rebeldía contra lo establecido, a pesar de que –segunda paradoja– el consumo sea precisamente pilar fundamental de lo establecido. El producto –como ocurre de manera recurrente en los anuncios de coches– se convierte en fundamento de una vida en auténtica libertad. Una libertad que se ejerce en la propia decisión de comprar como acto propio de aquel “que no acepta las normas establecidas” (todo un leitmotiv en los anuncios publicitarios).
Sergio de Castro Sánchez, El Superhombre se va de compras: Nietzsche y la construcción del sujeto consumista, El Salto diario 19/06/2018 [https:]]«Si alguien pregunta por qué hemos muerto
diles que fue porque nuestros padres mintieron».