Buenas tardes. Me llamo Gregorio Luri y tengo una mujer deportista. Ayer, sin ir más lejos, se levantó a horas intempestivas para ir a correr una media maratón a Barcelona. Antes le decía, "tranquila, que del deporte también se sale." Pero tiene 66 años y sigue dale que te pego. Ya no le digo nada.
Solía decir mi padre que cada uno en su casa es el rey. Lo confirmo, lo subrayo y añado que mi trono es mi sofá, que lo hicieron justo a mi media para que encajara en él mis siestas, porque hay lugares para dormir y lugares para sestear. Para dormir, el silencio es imprescindible, en cambio, al sesteo le va muy bien el sonido de fondo de la televisión, un cojín bajo la cabeza, otro bajo los pies y un tercero sobre la tripa y ya tienes toda la corte y pompa necesaria para sentirte el rey del mundo. Hoy, al echarme sobre el sofá me ha tentado un rato la idea de convencer a mi familia para que me entierren tumbado en él, pero no he dicho nada porque seguro que me ponen pegas, ya saben... el qué dirán. El sofá ya está hecho a mi cuerpo, como una armadura de confort, y yo estoy tan hecho a él, compañero del alma, que no hay mejor lugar en el mundo para reponerme de las fatigas de un viaje, de la pesadez mental o del simple cansancio de la vigilia, que tan plúmbea se pone los domingos a eso de las cuatro de la tarde.
En el año 1913, John B. Watson presenta en la Universidad de Columbia “La psicología tal como la ve el conductista”, conocido más tarde como el manifiesto conductista. En él, Watson expone una serie de ideas que consolidan y unifican las diferentes propuestas conductistas que se venían haciendo en los años precedentes, entre ellos los famosos experimentos de Pavlov.
Watson consideraba que la psicología era una ciencia natural cuyo principal objetivo debía ser la predicción y el control de la conducta. Inspirándose en otros grandes estudiosos como Wuntz o Darwin, Watson consideró que la mente debía ser ‘naturalizada’ negando su vertiente metafísica y dejando fuera conceptos como la conciencia o el alma: los sentimientos, las emociones o los recuerdos eran distintas formas de conducta y podían ser estudiados a través de “conductas aprendidas observables”.
Tal y como lo definió años después Jacob Robert Kantor, psicólogo naturalista, el conductismo renuncia a las doctrinas del alma, la mente o la conciencia para centrarse en “el estudio de los organismos en interacción con sus ambientes”. Y Watson tenía un plan para estudiar ‘un organismo en interacción con un ambiente’: un bebé de 8 meses llamado Albert.Pablo Malo, Morir por un dólar: ¿por qué a los seres humanos nos vuelve locos el estatus?, El Confidencial 24/10/2021
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La revolución industrial impone otra noción del tiempo, cuantificando de forma precisa los 1.440 minutos de cada día. Se generaliza el reloj de bolsillo y ese pequeño instrumento mecánico comienza a controlar la vida, marcando el comienzo y el fin de la jornada laboral.
Con la globalización, se han extendido las modalidades de trabajo nocturno en empresas de producción y logística, ajustando las cadenas de producción y circulación al just-in-time. “El tiempo es oro”: siempre que sea productivo para el capitalista. Antes que Marx, los economicistas clásicos ya habían explicado que el tiempo de trabajo era la medida del valor de las mercancías. Marx develó que los capitalistas se apropian de una gran masa de tiempo de trabajo excedente, muy por encima de lo que pagan a sus trabajadores mediante un salario. En ese robo se va la vida. Por eso, desde que existe el capitalismo, se ha desplegado una batalla por el tiempo de trabajo.
En el último siglo, la productividad del trabajo ha aumentado varias veces en los países más ricos, pero la jornada laboral se mantiene sin modificaciones. O peor, con las reformas laborales neoliberales, las patronales disponen del tiempo de trabajo como prefieren, mediante horarios flexibles, horas extras que ni siquiera se pagan, etc. Con el teletrabajo, la esfera laboral ha colonizado aún más el espacio de la “vida”, dejando muy poco tiempo libre, aumentando el estrés y la ansiedad. Marx escribió en los Grundrisse que, si bien el capital tiende a crear tiempo disponible, “lo convierte en plustrabajo”. Es decir, que los avances tecnológicos permitirían hoy reducir la jornada a unas pocas horas diarias, pero en vez de liberar a los trabajadores de la carga del trabajo, el capital los ata con cadenas más pesadas.
Josefina L. Martínez, Ganar la batalla por el tiempo, revolucionar la vida, ctxt 22/10/2021
La escuela debe enseñar a convivir y debe hacerlo de una forma programada, sistemática y explícita. Pensar en la convivencia en términos de aprendizaje consiste en definir qué competencias queremos que adquiera el alumnado, cómo conseguirlo y de qué manera evaluarlo.
Desde la lógica retributiva, el sistema educativo expulsa al alumnado que no se relaciona de manera adecuada. Eso supone un fracaso tanto para los excluidos como para quienes permanecen, ya que ninguno aprende a superar los conflictos y a convivir en armonía. En cambio, cuando concebimos la convivencia desde una lógica restaurativa la conectamos con la equidad. Las prácticas restaurativas son realmente eficaces para cohesionar grupos, comunicarnos de forma eficaz, resolver desacuerdos y construir comunidad.
El marco restaurativo es una oportunidad muy valiosa para repensar la convivencia escolar, para tener más en cuenta a la comunidad educativa, dar el protagonismo al alumnado, tejer redes de apoyo social, acompañar, cuidar y resolver conflictos, teniendo en cuenta las necesidades de quienes los sufren y de quienes los provocan. Es una magnífica herramienta para enseñar convivencia sin excluir, sin penalizar, pero exigiendo responsabilidad para afrontar la reparación del daño causado.
Sobre el autor
Juan de Vicente Abad es catedrático de orientación educativa, trabaja en el IES Miguel Catalán de Coslada y es especialista en temas de convivencia escolar y prácticas restaurativas. Ha escrito numerosas publicaciones y participado en el diseño de materiales audiovisuales sobre resolución de conflictos, interculturalidad y Aprendizaje Servicio. Obtuvo en el Certamen D+I de 2016 el premio al docente más innovador de España.
Complementa su trabajo en el centro con la formación de profesorado en diferentes comunidades autónomas y pertenece al equipo coordinador de la asociación Convives.
Primeras páginas de Convivencia restaurativa.
La entrada Convivencia restaurativa se publicó primero en Aprender a pensar.
Ayer se presentó en el casino de El Masnou el Club Conservador, que quiere ser un club conversador de política y literatura. Para el acto inaugural me invitaron a decir alguna cosa solemne y comprensible. Critiqué a los conservadores que son tan celosos de conservar lo suyo que se olvidan de la importancia de conservar lo común; defendí que es el mismo derecho de propiedad el que legitima la huelga de los obreros y divagué sobre lo que me pareció adecuado al momento. Pero no es esto lo que guardaré en mi memoria. Lo que me impactó fue el pequeño diálogo que mantuve al final con un asistente de unos 50 años:
- Mi argumento para ser conservador -me comenzó diciendo- no tiene nada que ver con ninguno de los que ha dicho usted.
- ¿Y cuál es su argumento? -le pregunté, muy interesado en su respuesta.
- ¡El amor a la belleza! -mo soltó inmediatamente.
- ¿Ha leído usted a Scruton? -le volví a preguntar, pedante de mí.
- ¿Y quién es ese? -me respondió.
Y me rendí de admiración.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Cada vez que le cuento esto a mis alumnos, alucinan. En parte porque estas cosas, por suerte, casi ya no pasan (o eso espero). Era mi último año en el bachillerato nocturno y, como trabajaba, decidí, de acuerdo con los profesores, dejar un par de asignaturas para septiembre; una de ellas, mi favorita: Historia de la Filosofía. Tras estudiar a fondo y a placer durante el verano, hice mis exámenes lo mejor que pude, incluso con virtuosismo (ese virtuosismo amateur – y un tanto arrogante – del adolescente apasionado por una materia). Pero, para mi sorpresa, la profesora de Filosofía me puso un insuficiente como un castillo. ¡Un suspenso, y en filosofía! No solo se trataba de un golpe para mi ego, sino, sobre todo, de la condena a repetir curso con una sola materia, y a aplazar un año entero el examen de acceso a la Universidad.
De nada sirvió que al revisar la prueba no pudiera mencionarme ningún error de relevancia, ni que el resto de los profesores intercediera por mí, ni el notable de mi nota media. A la profesora no le parecía suficientemente bueno mi examen y punto. Y entonces, cuando ciertos profesores decían “y punto”, no había nada que hacer. Se podía reclamar, pero era perder el tiempo. Un desastre. Pensé hasta en dejar los estudios. Mi única y mísera satisfacción fue volver al instituto, recién acabada la carrera (de Filosofía, claro) y, con no sé qué pretexto, exhibir ante aquella profesora la sucesión de matrículas de honor de mi expediente, las becas, el premio del Ministerio, las primeras publicaciones… Me quedé muy a gusto, sí. Pero el año académico que absurdamente perdí (y todo lo que ello supuso) no me lo quitó nadie.
Dicho esto, entenderán ustedes que aplauda, casi incondicionalmente, una ley educativa que, como la presente, viene a garantizar que las decisiones sobre la promoción de los alumnos sean obligatoriamente colegiadas incluso cuando hay suspensos. ¿Por qué? Porque una decisión tan compleja y determinante no puede depender de una sola persona, sino de todo el equipo docente, y de la ponderación lo más objetiva posible de todo un plantel de factores, y no solo de la valoración individual de un examen.
¿Que esto es difícil? Sí, claro. Educar es, en general, muy difícil. ¿Qué habrá que establecer criterios para no incurrir en arbitrariedades o agravios comparativos? Por supuesto. ¿Que esto va a convertir algunas sesiones de evaluación en algo más complicado que discutir sobre las décimas obtenidas en una prueba, o sobre lo “cortito” o lo “vago” que es un alumno? ¡Ya era hora! Tratar con complejidad lo complejo de evaluar a los alumnos es una vieja asignatura pendiente con la que, inexplicablemente, hemos pasado una y otra vez de curso y de ley educativa.
De otro lado, hay quien dice que permitir que se titule con uno o dos suspensos es el acabose de la “cultura del esfuerzo”. Pero esto resulta igualmente discutible. Partamos de la idea, que nadie niega, de que el esfuerzo es necesario para aprender. Pero también del hecho de que solo aprende el que quiere, es decir, el que comprende el sentido y el valor de lo que le enseñan. Así, si “esfuerzo por aprender” significa entregarse con firmeza a una tarea por decisión propia y porque se cree que vale la pena, ¿tan terrible es titular o promocionar a un chico o chica que se ha esforzado en la mayoría de las materias, pero no ha logrado descubrir el interés o valor de alguna? Salvo excepciones, que habría que considerar, no creo que esto sea, en este ámbito formativo al menos, ningún error de bulto. A no ser que lo que también queramos “enseñar” a los chicos es a pasar por el aro de aparentar aprender a toda costa lo que no quieren ni entienden, memorizándolo y reproduciéndolo mecánicamente (es decir, a no ser que queramos cambiar el esfuerzo genuino y con sentido, por el esfuerzo ciego y embrutecedor).
¿Pero queremos eso? ¿De qué sirve el esfuerzo sin sentido? ¿Qué tiene que ver con la educación, es decir, con la relación entre el deseo innato de aprender y la competencia del profesor para encauzarlo desde la convicción en el valor de lo que enseña? Yo creo que nada.
Es, además, llamativo que se le exija al alumno demostrar constantemente su esfuerzo, mientras que este se le suponga, por defecto, y casi de forma vitalicia, al profesor. Algo que no casa con el principio de que un fracaso educativo es cosa de todos: del que enseña (que es el profesional), del que aprende, y de lo que rodea a ambos. Aunque solo paguen, como de costumbre, los más débiles. Por eso yo, tras mi insuficiente en aquel examen de Filosofía, tuve que quedarme un año en el dique seco, y la profesora que, contra toda evidencia y frente a todos sus compañeros, determinó que no merecía superar el curso, siguió con su vida tan campante, y sin que nadie le exigiera repetir algún tramo de su, me temo que inexistente, formación pedagógica.
¿Por qué me resulta tan agotador acompañar a mi mujer a comprar, especialmente si se trata de un centro comercial o, sobre todo de Ikea? A Dios pongo por testigo que intento hacerlo bien, portarme como un hombre adulto y sereno que sabe tratar con su señora en tono dialogal sobre el color adecuado de la manta para la cama del nieto o sobre si es mejor este bol de cristal con un borde azulado que este otro con un fondo anaranjado. No lo logro, pero diré, en mi descargo, que nunca acierto con la respuesta adecuada. "¿A o B?", me pregunta mi mujer. "A", digo yo esperando acertar. "¿Cómo puedes decir A si a la legua se ve que es mucho mejor B?" Pero lo que me deja vaciado de mí mismo es el cansancio. Un kilómetro en una gran superficie equivale, psicológicamente, a un par de maratones. A los diez minutos ya parece que llevas arrastrando cada una de las cosas que no has comprado.
Entiendo que los matemáticos han de dar a cada cosa su nombre preciso, exacto, bien delimitado, porque el suyo es un lenguaje formal. Pero no entiendo a los científicos sociales que inflan el lenguaje hasta la pomposidad retórica y creen ofrecer conceptos cuando sólo nos lanzan rosarios de bombas de jabón que explotan sin dejar ningún rastro en la memoria. No me sorprenden. Hace tiempo descubrí que cuanto más ampuloso es el lenguaje de un científico social, más vacío es su contenido. Un discurso sobre las cosas humanas que olvida las cosas humanas, es un abalorio.
En ciencias sociales, lo vero es severo.
Por eso me gusta la cena de planeta, un evento sin demasiadas pretensiones académicas, frívolo y educado, en el que se cotillea con humor, pero sin despellejar a nadie, se come y se bebe bien, al pan se lo llama pan y al vino "costers del Segre" y te encuentras cada año con personas con las que no te volverás a ver en los siguientes 364 días. Memorable el largo aplauso al rey, con los invitados, en su inmensa mayoría, puestos en pie. Me dio la sensación de que en aquel aplauso había más desahogo que entudiasmo, pero era un desahogo necesario.
Sí, el farero de la isla de Ons es el farero de Occidente.
El aspecto más esquivo de la tolerancia tiene que ver con eso que Bernard Williams nos presenta como la paradoja de tener que tolerar lo que en el fondo nos resulta muy objetable o censurable. Por decirlo en sus propias palabras: “Necesitamos tolerar a otra gente y sus formas de vida solo en situaciones en las que es muy difícil hacerlo. La tolerancia, podríamos decir, solo se requiere para lo intolerable. Este es su problema principal”. O sea, que lo que se requiere de quien tolera es que acepte como bueno lo que entiende que es malo. Por decirlo en los términos clásicos, que se “permita el mal” (permissio mali), en vez de enfrentarse a él en todas sus formas, no solo cuando se presenta de forma extrema. Aquí solo cabría justificar esta excepcionalidad por razones de necesidad, en aplicación del principio del mal mayor; para evitar la guerra y la violencia, por ejemplo. Lo curioso del caso, sin embargo, es que esta actitud encima se nos vende como virtud, como lo “moralmente correcto”; es decir, que no lo hacemos por hipocresía, cobardía, dejadez o debilidad de juicio. Presupone, por el contrario, el convencimiento de que hay razones morales que nos inclinan a debilitar nuestros juicios negativos en nombre de un supuesto valor superior, el respeto por la persona tolerada, algo que seguramente sea mucho presuponer si aquello que rechazamos de ella lo vivimos de forma primaria y casi existencial. En algunos casos, incluso, por la propia actitud intolerante de aquellos a quienes se nos llama a tolerar. Ya ven, nada fácil.
Desde la perspectiva del tolerado la cosa no es menos delicada. Hay algo ciertamente ofensivo en la actitud condescendiente de quien tolera; lo normal es que el tolerado no desee ser “soportado” o “sufrido” sin más, sino aceptado como un igual, con las diferencias que reclaman aprobación, desde luego, pero salvando impoluta su propia dignidad humana. Recuerdo una frase que puso en circulación el Tea Party en la época en la que lo lideraba Sarah Palin y que decía literalmente: “Estamos en contra del matrimonio homosexual, pero toleramos a los homosexuales”. Esa es justo la mayor manifestación de desprecio, porque viene a decir que los “soportan”, pero sin que ello suponga equiparar sus derechos a los de los heterosexuales. Con todo, al menos sirve para sacar a la luz el otro lado o perspectiva de la tolerancia, aquella del tolerado, que casi siempre presupone la búsqueda de un reconocimiento que haga obsoleto el recurso a ella. Y eso exige algo más que una espera pasiva a que les sea concedida, presupone iniciar las correspondientes luchas sociales para alcanzar el objetivo, que lo que consideran que son sus derechos se trasladen a medidas legales específicas o se avance en el reconocimiento de quienes se sienten preteridos.
De lo anterior podemos extraer la consecuencia de que ni quien tolera ni el tolerado pueden sentirse especialmente a gusto con la práctica de la tolerancia. Solo parece que estarían dispuestos a aceptarla por necesidad, como un ajuste necesario bajo condiciones extremas en las que aparece como un mal menor. Lo ideal es que ni siquiera hiciera falta el recurso a ella. Pero eso supondría haber diluido cualquier resquemor hacia las diferencias de conductas o las formas de vida de todos, que ya habríamos entrado en la bendita indiferencia o la aceptación; es decir, un mundo sin conflictos derivados del choque entre identidades o concepciones del mundo e incluso de opiniones; en realidad, un mundo sin política.
Hasta ahora ese nunca ha sido el caso, pero lo cierto es que ha habido importantísimos avances. Bernard Williams pone el ejemplo del tránsito desde la ofuscación originaria del conflicto religioso a su domesticación a través de la privatización de la religión y el progresivo asentamiento de una sociedad más secularizada. Una vez implantada la tolerancia, el propio cambio social se encarga de quitarle carga explosiva a la anterior causa de la contenciosidad y poco a poco va desembocando en aceptación o indiferencia. Al menos hasta la siguiente situación en la que surge otra fuente de hostilidad similar, y ahí es cuando volvemos a precisar de esa virtud. Por decirlo en otras palabras, la peculiaridad de la tolerancia es que no es apenas necesaria cuando se apaciguan los juicios negativos sobre algo, pero nada nos asegura que sea eficaz cuando vuelven a rebrotar sobre alguna otra cosa. La integración del pluralismo de la sociedad liberal funcionó sin grandes problemas hasta que comenzó la inmigración masiva, por ejemplo, o la nueva ola feminista y los nuevos conflictos identitarios. (…)
“Lo personal es político”, el grito de guerra del feminismo, simboliza bien el cambio hacia el nuevo paradigma porque apelaba a la necesidad de romper aquellos espacios en los que se hurtaban al ojo público las demandas de emancipación y reconocimiento insatisfechas; las minorías de color salieron también de sus guetos para reivindicar igualdad de derechos efectivos; los estudiantes pusieron en la picota la moral sexual tradicional, los valores familiares e incluso algunos de los presupuestos centrales de la democracia, como la necesidad de acceder a una política más participativa. La consecuencia fue la ampliación del ámbito de lo tolerable y la extensión del debate político a cuestiones que hasta entonces eran marginales en la discusión pública.
Hasta muy recientemente no puede decirse que haya habido cambios sustanciales, las luchas sociales tardaron en encontrar una plasmación efectiva. Pero ahora la condición de la mujer ha sufrido ya una trasformación radical, como también la actitud ante los homosexuales o las minorías étnicas y culturales. La aparición de la Red no solo facilitó la convocatoria física de manifestaciones de estos grupos; también contribuyó a que encontraran a sus afines y se trasladara a ellos su conciencia de lucha. Ahora sí que nada escapa al ojo público. Todos nos enteramos de cómo se siente cada cual, lo que opina, lo que le satisface o indigna. Tampoco hace falta enhebrar la propia posición en un discurso. Aquí (…) no hay contraste de ideas, ni siquiera de valores. La fuerza del mejor argumento se sustituye por la intensidad de las pasiones. Importa más la expresividad de la indignación moral, cuyo único objetivo es fortalecer la cohesión del grupo, mantener viva su animadversión al otro como fin en sí mismo. Es lógico, por tanto, que una de las partes beligerantes no pueda comenzarse diciendo que respeta las otras posiciones, a pesar de no estar de acuerdo con ellas; todo lo contrario, la eficacia reside en mandar el mensaje contrario, que esa opinión es inaceptable, inasumible, degradante, o de facha o rojo, la mejor manera de evitar tener que argumentar en contra de alguien. No hay manera de encontrar una transacción pacífica de las diferencias. La política posverdad añade a esto un elemento aún más distorsionador, si cabe, porque son los hechos mismos los que se ponen en la picota, y sin ese mundo de una realidad compartida todo queda ya al albur de afirmaciones arbitrarias sobre cualquier cosa. Todo vale.
Fernando Vallespín, "Estamos en contra del matrimonio homosexual, pero toleramos a los homosexuales": la trampa de la palabra 'tolerancia', El País 10/10/2021
1- Eliminaron del menú el milhojas y lo sustituyeron por un resumen de cincuenta.
2- A mi hijo disléxico empezar el cole le produce alergia
3- Me rompí el brazo. La recuperación, en septiembre
4- El tiempo más que pasar te retiene hasta que te vas.
5- Ahora tener una buena calculadora es lo que cuenta.
6- Si te buscas a ti mismo sin saber quien eres acabarás perdiéndote
7- -¿Principal defecto?
- Abrirme a los demás
- ¿Profesión?
- Interiorista
8- No creo que acabe el curso de pesimismo en el que me he matriculado.
9- No puedo hacer pastel casero fuera de casa. No me sale.
10- - ¿Quieres establecerte en un sitio de una vez?
- Nómada la gana
11- ¡Qué caro! ¡Me cago en Dior!
12- El meteorólogo encontró trabajo en una empresa de trabajo temporal
13- ¿Qué palabra sustituirá a "viejuna" cuando "viejuna" sea "viejuna"?
14- Todo mi tiempo lo dedico a vivir.
15- Entré en la cárcel porque me dijeron que allí podría reducir mi pena, mi dolor.
16- El consumo de embutido va por barrios. El índice de mortadelidad aumenta en los barrios más pobres.
17- De la vida nadie sale ileso
18- "Anarchiste". No hay manera que los franceses se tomen la política en serio.
19- La poesía es versátil
20- Se busca persona de color amarillo para doblar al castellano el personaje de Homer Simpson
Manel Villar
Los que quieren hacer al hombre perfecto acaban deshumanizándolo"
Eric Hoffer, Reflections on the human condition
Otro magnífico sábado trivial. Despertarse despacio, demorarse un poco en cada cosa, mirarse la cara en el espejo como comprobando que aún no está emergiendo el rostro de otra persona en el tuyo, disfrutar de la luz que entra a raudales por la ventana, perder tiempo generosamente, ir a la plaza de Ocata a tomar un café, tener la suerte de compartir mesa con tu mujer, tu hijo y tu nieto, comentar cosas irrelevantes, leer un poco a Dalí, ir a hacer la compra, hacer albóndigas, elegir la fruta, comer juntos, disfrutar de la pereza de las primeras horas de la tarde, decidir no dar ni un paso fuera de casa y hacer lo menos posible, rendirse a la placidez vegetal, dejarse llevar por la mansa corriente de la luz de la tarde, cenar un poco, mirar si es ya hora de ir a la cama, protestar como siempre de lo mala que es la programación de televisión, comprobar con pena que aún son las 10, sentir que todo va bien y que todo es efímero y por eso tan valioso, no echar en falta la prensa. Posiblemente no recordaré este día, pero sé que añoraré días como este.
Hay un cansancio que parece surgir, como radiación, de algún punto indefinido de tu alma y adueñarse de todos tus músculos y colgar su peso de tus párpados. Es un cansancio dulce y tentador que te permite disfrutar de lo que has estado haciendo y te empuja a la cama como al paraíso. No cambiarías esa sensación de cubrirte con las sábanas para entregar tu levedad ingrávida a Morfeo, como una crisálida de paz y bienestar, por nada del mundo. Te entregas al sueño como a una disolución de ti mismo en la placidez y al dia siguiente despiertas, después de haber dormido 10 horas, como si fueras un niño que estrena el mundo. Sí, hay una felicidad honda y generosa en el cansancio.
Lo de conocerse a sí mismo está bien como lema, pero en la práctica es un ejercicio complicado, en primer lugar porque somos laberínticos y, en segundo lugar, porque el poco conocimiento que vamos adquiriendo de nosotros mismos contribuye a nuestro cambio, es decir, a ser un poco diferentes de como nos acabamos de conocer. Aquí el sujeto que conoce y el objeto conocido siguen sus propias metamorfosis.
Sin embargo, hay conocimientos fragmentarios de mí mismo que son certeros porque aquello que conozco es una debilidad reiterada mil veces, que tiene la estabilidad de un teorema matemático.
Este es mi caso ahora. Estoy atascado escribiendo un ensayo, de tal manera que lo que voy escribiendo me parece pesado, aburrido, reiterativo y poco original. Como he llegado a conocer bien este fragmento de mi personalidad, sé que esto me pasa siempre que voy por la mitad de un ensayo. Me entra como una especie de decepción y hastío que despierta en mí una voz que me anima a dedicarme a otra cosa más llevadera. ¿Pero a qué otra cosa podría dedicarme, si en el fondo, lo haga bien o mal, no sé hacer nada más que escribir y leer?
Sé que tengo que sacar el machete y abrirme camino en línea recta. Después, cuando acabe el manuscrito, será el momento de revisar, corregir y, sobre todo, recortar, porque si algo he aprendido de mí como escritor es que no hay libro mío que no mejore recortándolo.