Nos han educado para creer que somos la cumbre de la creación, que estamos enfrentados a la naturaleza, que la hemos trascendido gracias a la razón, que debemos enseñorearnos de ella. Así hemos dado rienda suelta a la codicia corporativa, que presenta la mera acumulación monetaria como crecimiento. Así hemos confundido los caprichos de las élites dominantes con necesidades universales humanas, el éxito con la felicidad y el buen vivir con el mucho poseer.
Un diminuto virus vino a recordarnos que nuestra independencia es una vana y peligrosa ilusión, que somos una criatura entre otras y que no hay dueños de la vida. Tal vez el desafío más importante que tengamos sea el de aprender a pensar y a vivir de un modo no predatorio, entendiendo que somos parte y no amos de la tierra, y que nuestro destino está enlazado al de lo demás.
Nos han educado para creer que somos la cumbre de la creación, que estamos enfrentados a la naturaleza, que la hemos trascendido gracias a la razón, que debemos enseñorearnos de ella. Así hemos dado rienda suelta a la codicia corporativa, que presenta la mera acumulación monetaria como crecimiento. Así hemos confundido los caprichos de las élites dominantes con necesidades universales humanas, el éxito con la felicidad y el buen vivir con el mucho poseer.
Un diminuto virus vino a recordarnos que nuestra independencia es una vana y peligrosa ilusión, que somos una criatura entre otras y que no hay dueños de la vida. Tal vez el desafío más importante que tengamos sea el de aprender a pensar y a vivir de un modo no predatorio, entendiendo que somos parte y no amos de la tierra, y que nuestro destino está enlazado al de lo demás.
The Age of Surveillance Capitalism de Shoshana Zuboff es actualmente la obra de referencia cuando se habla de la gran máquina de explotar datos creada alrededor de Google y Facebook. Publicado en 2019, el libro ha sido ampliamente citado en las conversaciones sobre la forma que está adoptando la sociedad digital(izada) del siglo XXI.
The Age of Surveillance Capitalism de Shoshana Zuboff es actualmente la obra de referencia cuando se habla de la gran máquina de explotar datos creada alrededor de Google y Facebook. Publicado en 2019, el libro ha sido ampliamente citado en las conversaciones sobre la forma que está adoptando la sociedad digital(izada) del siglo XXI.
Michel Foucault nos presenta la parresía como una práctica cruzada por tres rasgos definitorios. En primer lugar nos encontramos con la intención del sujeto que habla de decir la verdad. Lo relevante en la parresía no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su franqueza. Se establece un vínculo entre el sujeto que toma la palabra y la verdad que enuncia. En segundo lugar, la verdad de la parresía no es inofensiva, supone un riesgo para quien la enuncia, “puede decirse que alguien emplea la parresía y merece consideración como parresiastés solo si decir la verdad entraña un peligro o un riesgo pare él o para ella”. Además, apunta Foucault, el parresiasta está siempre en relación de inferioridad respecto a aquel a quien su verdad afecta, por tanto, al hablar se expone, se hace vulnerable. Tomar la palabra en esta situación puede tener un coste y el parresiasta “está dispuesto a pagar con su vida el precio de su verdad”. En tercer lugar, la parresía, este compromiso subjetivo con la verdad, exige un determinado coraje, una fortaleza de ánimo, sin la cual sería impracticable. El compromiso de decir la verdad, una verdad que puede encender la cólera de quien escucha, implica valentía.
Entonces tenemos que la parresía requiere por parte de quien habla la creencia en la verdad de lo que dice, lo que le expone, en el mismo acto, a un riesgo político (el exilio, la muerte, el castigo). El cuerpo del parresiastés está en peligro cuando toma la palabra. El ejemplo que da Foucault es el del “filósofo [que] se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable, porque la tiranía es incompatible con la justicia”. En tal caso se cumplen las tres condiciones: quien habla cree estar diciendo la verdad, quien habla asume un riesgo por el mero acto de hablar, es decir, pone en práctica un coraje.
Así pues, hablar como parresiastés implica asumir cierto riesgo. Puede ser el de perder amistades o popularidad, sufrir la marginación o el estigma. Incluso, de “forma extrema”, el acto de decir la verdad es un juego de vida o muerte. Y solo quienes están bajo el poder de otros pueden embarcarse en la parresía. El rey o el tirano, nos dice Foucault, no arriesgan nunca nada y, por tanto, no pueden ser parresiastés.
Xisca Homar, La 'parresía" o "el discurso valiente". De Michel Foucault a Judith Butler, elsaltodiario.com 09/10/2010
Michel Foucault nos presenta la parresía como una práctica cruzada por tres rasgos definitorios. En primer lugar nos encontramos con la intención del sujeto que habla de decir la verdad. Lo relevante en la parresía no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su franqueza. Se establece un vínculo entre el sujeto que toma la palabra y la verdad que enuncia. En segundo lugar, la verdad de la parresía no es inofensiva, supone un riesgo para quien la enuncia, “puede decirse que alguien emplea la parresía y merece consideración como parresiastés solo si decir la verdad entraña un peligro o un riesgo pare él o para ella”. Además, apunta Foucault, el parresiasta está siempre en relación de inferioridad respecto a aquel a quien su verdad afecta, por tanto, al hablar se expone, se hace vulnerable. Tomar la palabra en esta situación puede tener un coste y el parresiasta “está dispuesto a pagar con su vida el precio de su verdad”. En tercer lugar, la parresía, este compromiso subjetivo con la verdad, exige un determinado coraje, una fortaleza de ánimo, sin la cual sería impracticable. El compromiso de decir la verdad, una verdad que puede encender la cólera de quien escucha, implica valentía.
Entonces tenemos que la parresía requiere por parte de quien habla la creencia en la verdad de lo que dice, lo que le expone, en el mismo acto, a un riesgo político (el exilio, la muerte, el castigo). El cuerpo del parresiastés está en peligro cuando toma la palabra. El ejemplo que da Foucault es el del “filósofo [que] se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable, porque la tiranía es incompatible con la justicia”. En tal caso se cumplen las tres condiciones: quien habla cree estar diciendo la verdad, quien habla asume un riesgo por el mero acto de hablar, es decir, pone en práctica un coraje.
Así pues, hablar como parresiastés implica asumir cierto riesgo. Puede ser el de perder amistades o popularidad, sufrir la marginación o el estigma. Incluso, de “forma extrema”, el acto de decir la verdad es un juego de vida o muerte. Y solo quienes están bajo el poder de otros pueden embarcarse en la parresía. El rey o el tirano, nos dice Foucault, no arriesgan nunca nada y, por tanto, no pueden ser parresiastés.
Xisca Homar, La 'parresía" o "el discurso valiente". De Michel Foucault a Judith Butler, elsaltodiario.com 09/10/2010
Somos vulnerables. Cometemos errores y, lo que es peor, se trata de errores predecibles, lo que da lugar a que puedan ser explotados en beneficio de terceros, desde estafadores de barrio a políticos tan ambiciosos como poco escrupulosos. Helena Matute, catedrática de psicología experimental de la Universidad de Deusto, nos asoma a esta inquietante realidad.
Somos vulnerables. Cometemos errores y, lo que es peor, se trata de errores predecibles, lo que da lugar a que puedan ser explotados en beneficio de terceros, desde estafadores de barrio a políticos tan ambiciosos como poco escrupulosos. Helena Matute, catedrática de psicología experimental de la Universidad de Deusto, nos asoma a esta inquietante realidad.
Dejando aparte los enigmas que conciernen a la naturaleza, que causan el más temprano asombro, cuando las criaturas han avanzado en su crecimiento y comienzan a entrever la dimensión ética de la existencia, llega el momento de la cuestión que va a centrar este escrito. Porque tanto la escuela, como en general la educación, han de regirse por las preguntas que brotan espontáneas en la infancia y adolescencia, que no son más que las que se seguirán formulando los adultos a lo largo de toda su vida. Son los problemas, los misterios acuciantes que como una inmensa penumbra constituyen el trasfondo de nuestro acaecer. Vivir es vivir inmersos en ese desasosiego al que solo el propio viviente que lo sufre puede responder de manera provisoria y en el que toda educación germina. Como lo señalan las teorías pedagógicas y didácticas, se debe partir de formular preguntas e indagar respuestas de la misma manera que nos las hacemos espontáneamente. Aunque no me gusta del todo expresarlo en estos términos cientificistas, porque si entendemos el acto de preguntar como si fuera el planteamiento de un problema es como si redujéramos la realidad a unos cuantos hechos o elementos fácticos ocultando lo enigmático irreductible, lo misterioso que como abismo impenetrable siempre acecha al hombre. Antes bien, lo que subyace tras cualquier interrogante que formulemos, tras la cuestión e incluso en el mismo problema es lo más hondo, inasible y abisal que habita nuestra alma y desborda nuestro entendimiento para causar la más profunda de las conmociones. De esa misma madre partieron mito, ciencia y filosofía.
Cierto es que el niño pregunta cuestiones elementales, de las que pueden abordarse con el método científico. John Dewey fue un gran maestro en observarlo y señaló que hay que emplear la ciencia para responderle, para incluso comprender el modo en que el niño puede seguir pensando y formulando ese tipo de preguntas, ejercitando su mirada fáctica a su alrededor. Pero el propio Dewey ya vinculaba este ejercicio, que es en el fondo un tipo de dialéctica con el medio ambiente, pues se asemeja a un cierto diálogo e intercambio atento y receptivo con su entorno, con esa otra dialéctica entre los hombres que aplicada a lo político llamamos democracia. A los jóvenes, después de la infantil atención enfocada en la naturaleza, se les abre una dimensión social y política en la que las preguntas derivan a cuestiones sobre el bien, sobre los fines, sobre la justicia. Cuando su mirada se fija en lo que ocurre en ese universo que solo concierne a los seres humanos, no ya de cosas, sino de personas que viven en comunidad, surgen cuestiones acerca de esa vida común en las que, desde ciertas perspectivas, podemos alcanzar planos mucho más profundos, pues estaríamos tocando claves acerca de lo que implica, en lo más esencial, ser persona, existir en el modo consciente propio de la existencia humana. Pensemos que, llegados a cierta edad, el joven se plantea forjarse una identidad a fuerza de decisiones. Tiene que aceptar si opta por lo que la mayoría opta. Dicho de otro modo, ha de plantearse si ha de seguir lo que resulta la opción arrolladora, la que triunfa, la que en su sociedad se presenta como la válida porque a quien la sigue le va bien. Su dialéctica, en un sentido de oposición, con la sociedad le conduce a cuestionar algunos modelos pero, lo sepa o no, sigue y asume otros. Puede estar avalando determinados valores sin saberlo. Y quiere esclarecerlo. Quiere pensarlo.
Entonces, imaginemos la situación en un instituto, un joven o una joven nos increpa que, contra lo que tan bellamente expone el discurso oficial en torno a valores y ciudadanía y tanto le cuentan sobre igualdad, derechos y respeto, es más feliz quien ferozmente arremete contra los demás, quien ataca y vence, quien obra con agresividad y gana las batallas con trampas y malos modos, saltándose esos magnos valores aunque guarde las apariencias. Ese agresivo individuo es más feliz. Sale, pues, mejor avasallar al otro, faltar el respeto, ser injusto, o por lo menos así funciona la sociedad. ¿Para qué creer lo que nos cuenta la ética? Sus códigos y discursos de lo políticamente correcto son solo bonitas palabras a las que es obligado asentir, Dios nos libre, pero que nadie en su fuero interno cree de veras. Solo basta mirar a nuestro alrededor. Nadie obra según lo que dice.
Desde luego, nada como la inocencia juvenil para señalar que el rey está desnudo, pensaríamos sin atrevernos a proclamarlo en voz alta, y recordando más de una sátira quevedesca sobre la hipocresía generalizada. Acierta de pleno. De hecho, la sociedad avala al “malo”, al que vence en las lides empleando maquiavélicamente todos los medios posibles sin remordimientos ni mesura, contra quienes sí ostentan frenos morales en su comportamiento y se manifiestan incapaces de hacer daño. Estos últimos viven vidas infelices, de perdedores, sin llegar a disfrutar de todo aquello que logra el solaz de los seres humanos. ¿Merece entonces la pena actuar con justicia? ¿El precio de optar por la justicia es la infelicidad? ¿Puede entonces afirmarse sin locura que el justo es más feliz que el injusto? Todo apunta a que es mejor hacer daño que sufrirlo, puestos a elegir. Es mejor una vida de reconocimiento y fortuna, siendo así más felices; y si el medio ha de ser cometer injusticia, pues es mejor obrar injustamente. Y así, nuestro joven interlocutor nos estará planteando el reto de nuestra carrera. ¿Cómo replicarle?
Pues a esta amarga pero atinada observación del joven sofista, llena de realismo, puede proyectarse una larga respuesta que, dando todo un rodeo, plantee un proyecto educativo, para convencerle de lo contrario, es decir, de que la realidad es otra. Y además exponer toda una teoría sobre la justicia que acabe remitiendo a la ética, a la política y puestos a tratar de qué es en definitiva lo que es, terminar surcando el proceloso mar de la ontología. Por supuesto, estamos refiriéndonos a Platón.
Quien me haya seguido hasta aquí habrá podido adivinar que estoy refiriéndome sin citarlo a La República. El mejor tratado de educación de todos los tiempos, que dijo Rousseau en su Emilio y que parte precisamente de esta cuestión que cualquier adolescente puede hacerse cuando deba decidir si actuar bien o mal. Claro que asumiendo que estamos en el estilo metafísico platónico de preguntar y de responder, los derroteros que esto va a llevar son peculiares. Para empezar no es casual que hayamos acudido a Platón después de un par de entradas en el blog dedicadas al pensamiento estoico que le debe bastante. Lo interesante de ambos sistemas de pensamiento es que creen que la felicidad es posible, contra la visión trágica del mundo, pero mediante un estricto programa educativo que consiste en recuperar el orden u organización de ese organismo que somos, lo que dicho de otro modo consiste en tratar de sanarnos, de que recuperemos la salud. La filosofía y su hermana en la Antigüedad, la educación, la paideia, como terapia.
Para Platón, la creencia de que la persona que es injusta con otro es más feliz que la que sufre el daño cometido por otro es producto de una patología, es una falsa creencia, no es más que una apariencia. No forma parte de la verdad. Ya se sabe que en el sistema platónico hay un dualismo entre ser y aparecer. El acceso a lo que es ha de realizarse con disciplina y esfuerzo mediante la inteligencia, porque lo que es, lo verdadero, se halla oculto, como bajo un velo, pero resulta inteligible, como expresa el mito de la caverna. Es preciso retirar el velo de lo que aparece, tal cual el término griego aletheiatraducido como “verdad” sugiere. En dicha famosa alegoría de la caverna el mundo que vemos son sombras inconsistentes que remedan con mayor o menor proximidad un modelo original, que para Platón son las ideas. En su origen primero, todo remite al Sol que es la metáfora del Bien o idea original que sustenta, como centro de donde irradia el ser, todas las formas. Será el cometido de la educación entrenar al sujeto que va a gobernar para que mediante el ejercicio de distintas metodologías (métodos ontológicos, es decir, para acceder a la visión del ser) como la dialéctica o cierta vía más contemplativa aunque racional se logre captar en su ultimidad la realidad y pueda transmitirse ese orden a la organización del Estado. En esta deriva cuyo punto álgido es el libro VII de La República nos hemos introducido en una dimensión ontológica que Platón cree necesario atravesar para responder al interrogante que nos ha suscitado nuestro alumno. Recordemos que se va a esforzar en hacer entender a sus interlocutores sofistas que el mundo que avala aquellos valores en los que basan sus opiniones (doxa) sobre la equiparación de injusticia y felicidad (la sociedad ateniense de su tiempo de populistas y demagogos) se basa en un remedo irreal de mundo, en una sombra de lo que el genio avezado es capaz de captar dándole la vuelta a todo ello para percatarse con claridad de que todo resulta ser de otra manera.
El proyecto educativo de La República pretende resituar la razón-logos en el lugar que le corresponde, precisamente para mirar sin engaños la figura verdadera del mundo. Y su lugar en lo epistemológico, es decir, en el conocimiento, debe ser el trono. Y esto, aquí Platón aporta otra de sus peculiaridades, ha de darse en dos planos correlativos: el ético y el político. Debe reinar en ambos niveles. Dentro del individuo, en su alma, en su psijé, y en la polis. Hay un orden natural que puede desorganizarse con relativa facilidad. Platón da complejas explicaciones de ello, de la degeneración a que tiende tanto el alma como la polis, pero cuando las cosas se desmadran viene a ser casi siempre porque las pasiones, los apetitos (el afán de riquezas y de honores, la soberbia, junto con un eros desenfrenado que anticipa a la teoría freudiana) acaban desbocándose y haciendo infeliz al sujeto. Aquí Platón desarrolla amplias descripciones y argumentos para convencer a nuestro adolescente de que una persona fuera de sí, o sea, esclava de sus pasiones, no puede ser feliz, aunque todo el mundo lo adule y consiga en apariencia todo lo que quiere. Porque en realidad, no es eso lo que quiere. Al menos, esa es la teoría platónica, es decir, que nadie puede querer el mal. Nadie puede querer mandar injustamente sobre otros, ni robar, ni matar despiadadamente, ni robar sus derechos a los demás, ni hacer daño. Si alguien quiere hacer todo eso, porque consigue dinero, poder, prestigio, cosas en definitiva “buenas”, en el fondo vive engañado, ya que lo colma un profundo desasosiego, un desequilibrio anímico, una íntima falta de libertad (como tanto enfatizarían sus posteriores discípulos estoicos, en especial Epicteto) y no puede ser feliz aunque lo crea. No se puede vivir bien en esa agonía constante.
Por el contrario, si recordamos de nuevo a Marco Aurelio y esa última palabra con la que terminan sus Meditaciones (“serenidad”), la racionalización de sí mismo produce felicidad, lo que solo se obtiene, como ocurre con el proyecto de La República, tras un prolongado y esforzado itinerario pedagógico. Aunque hay grandes diferencias con ambos “programas educativos” estoico y platónico. Lo que plantea Marco Aurelio y los mucho más auténticamente republicanos estoicos (por muy emperador que fuera Marco Aurelio y semiemperador que llegara a ser Séneca; por otro lado Epicteto fue esclavo-liberto) es un programa para cualquier ser dotado de razón (que lo era para ellos cualquier persona, libre o esclavo, mujer u hombre). En el caso de La Repúblicano estamos ante un programa educativo para lo que hoy llamaríamos la ciudadanía. Es solo para unos pocos gobernantes. Muy pocos. Acaso uno solo. Un rey. Porque importa sobre todo alcanzar ese orden que garantiza que, de manera acorde, tanto el organismo político como el temperamento de los individuos funcionen bien y haya justicia (lo que quiere decir que cada parte del alma y del Estado ocupe su lugar). Solo puede haber felicidad cuando las aguas están calmadas, cuando, recordemos, la razón gobierna las pasiones y por tanto todo está en su lugar apropiado.
En el caso del estoicismo, es tarea del filósofo, o sea, de todos, salir a la arena a batirse con el mundo y aprender, curtirse día a día en el uso de su razón aplicándola en cada jugada. En el caso de La República lo que importa es que el sujeto viva en la encarnación política de un ideal que vale tanto para el alma como para la polis, una suerte de reflejo en el mundo de un paradigma celestial, que solo pueden ver y aplicar inteligencias agudizadas por una educación bien dirigida. Esta irá destinada primero, en la infancia, al cuerpo (gimnasia) y al sentido estético y la armonía (música) de manera que ninguna de ambas disciplinas prevalezca sobre la otra, sino que más bien se contrarresten. Después, tras esta preparación emocional, sentimental y corporal, llegará la verdadera educación, la educación intelectual, que preparará al agente encargado de captar el orden interno y oculto del cosmos, o sea, el entendimiento, que seguirá los caminos de la dialéctica y una suerte de contemplación intelectiva relacionada con el término nous.
Pero la inteligencia ha de darse en caracteres propicios, en personas aptas que no puede ser cualquiera. Han de ser sujetos que hayan nacido con cualidades para dedicarse con denuedo al cultivo de la razón; este es el gusto o afición que ha de tener el gobernante y no tanto el gusto por gobernar que ha de causar, paradójicamente, disgusto. Es decir, la tarea del gobierno ha de resultar ingrata e incluso habrá de gobernarse por compulsión, de manera obligada, pues alguien que ha aprendido que la felicidad no está en la apariencia y la alabanza pública, en la ostentación, en la exposición y el dominio sobre los demás, sino en la contemplación del ser, no tiene motivos para lanzarse a gobernar. No hay nada mayor para mover a la acción. La inteligencia comprende, y Platón ofrece abundantes razones en su obra, que no se puede aspirar a nada mejor ni que haga más feliz que la pura contemplación. Algo que los estoicos se tomaron muy en serio, a quienes bastaba con tener la certeza de saber, pensar y obrar bien, o al menos procurarlo. La tarea del gobierno para Marco Aurelio era, recordemos, algo que se tomaba como un oficio, que no dejaba de causarle fastidio, pero que debía cumplir como parte de las funciones “exteriores” que le habían tocado en la gran función del mundo. Hadot en su bello libro lo resalta, decíamos en nuestras entradas anteriores, lo que se desprende tanto de las Meditaciones como de otros testimonios. Y Séneca se toma las cosas de un modo muy parecido en sus Diálogos o en las Cartas.
En la utopía platónica gobernar es una labor estrictamente racional como, por otra parte, pasa con muchas de las utopías que ha forjado la inventiva humana, que son obra de gabinete, constructos elaborados in vitro, fuera de la experiencia. De aquí que exista en el proyecto utópico del filósofo ateniense una parte de forzamiento de lo existente, de tensión o violencia, lo que acaso le ocurre a mucho de lo que pueda ser tildado de platónico. Hay un prurito racionalista por imponerse, por adelantarse a la realidad, que le conduce a minusvalorar, frente a Aristóteles, lo empírico en su tratamiento de la política. Es esta tensión la que creo que hereda el estoicismo que, sin embargo, aporta algo bueno. Si la utopía tiene mucho de impositivo, puede ser también un ámbito necesario, como torre de marfil o gabinete donde únicamente pueda permitirse que el hombre realice ciertos sueños e imaginaciones antes de que el temporal de la historia los oxide. Tal vez esta tensión que postula sueños en un horizonte que se plantea trascendente pueda ser necesaria si es especulativa, salvo que en el caso de la metafísica platónica llega a ser más real que la propia realidad. Ahí puede ser peligrosa. Para Platón, y sus estudiosos e intérpretes lo discuten, la ciudad en el cielo ostenta una consideración y consistencia ontológica, como paradigma que es más que todas las imágenes que la puedan imitar, cuya importancia, brillo y esplendor ensombrece cualquier asomo de construcción terrenal a la que priva de ser. Las derivaciones del platonismo en autores paganos y cristianos como Agustín de Hipona pueden aportar matices a cómo esto se ha ido desarrollando y para nosotros hoy, para nuestro joven, nos sugiere ciertas inquietudes y avisos acerca de los cielos más o menos ocultos que todavía pueden permanecer ensombreciendo nuestro panorama temporal en el curso diario de las aulas. Cielos, razones y verdades, paradigmas que en medio de una inmensa confusión de instrumentos y tecnologías derraman sus cegadores esplendores que siguen emborrachándonos tanto como nos ciegan. Sueños de la razón, acaso, que siguen generando monstruos y que solo el estudio de viejas filosofías puede hacerlos evidentes. Estudiar el platonismo para un educador y para la pedagogía es afrontar estos misterios, desafíos connaturales y dilemas de la educación que nos obligan a replantearnos todo lo que entendemos por pedagogía, es decir, justamente lo que estamos haciendo, lo que nos traemos entre manos. Dicho de otro modo, forma parte de la siempre honrosa, humana y necesaria búsqueda de la lucidez en lo que hacemos. Porque vaya si nos la jugamos. Por eso, por eso estamos en estas líneas tratando de Platón con el fin de pulir nuestras ideas y prácticas educativas. El camino más recto es, siempre, un rodeo, como lo es la propia obra La República.
Pues volviendo de nuestro pequeño rodeo hasta la cuestión concretísima de que partía nuestro diálogo, es decir, en el fondo la gran cuestión acerca de cómo obrar, el intelectual refugiado en su Academia que fue Platón, tras fracasar en sus proyectos políticos reales, no ha tenido más remedio que refugiarse en su “principio rector”, en su brújula interior, en el logos, en la fuerza de razones que oponer a la sinrazón y a una desorganización (o modo de organización) que daña y ante la cual poco puede hacerse. Un modo pasivo de resistencia, pero un modo de resistencia y en el fondo un modo de hacer las cosas, tal vez incluso de cambiarlas que se tomarán muy en serio sus discípulos estoicos. Por eso no creo que nos debamos ofuscar a la primera por etiquetas como fatalismo, resignación, pesimismo, aplicadas por ejemplo al estoicismo cuando tratamos de lo que son modos más activos de lo que parece de afrontar la vorágine de la historia.
Pero resumamos. Platón traza el dibujo de una forma de vida en la que resulta patente para nuestro inquieto alumno que se puede vivir mejor al sintonizarse de manera que cada parte de uno mismo (del alma) cumpla su función estando en su lugar y ejerciendo su influjo en su justa medida sin sobrepasarse ni invadir la esfera de la otra (un exceso de fogosidad o de afán de honores, por ejemplo, no va a anular la capacidad de calcular o comparar argumentos). Esto ha de realizarse en un medio político equivalente, proporcionado, regido igualmente por la misma armonía y racionalidad. Si logra esta armonización de alma y cuerpo, de razón y pasiones, de individuo y Estado, de una comunidad que anteponga la felicidad común, su felicidad como tal a la de uno de sus individuos singulares, vivirá mejor. Esto es, vivirá con la serenidad tan perseguida por ese eterno discípulo siempre en socrática búsqueda que será el filósofo estoico, fiel a lo que dicta la razón y no a lo que dicta la mayoría, sin la ansiosa persecución de la alabanza de los demás o el espanto ante miedos y temores por fantasmas, sombras y simulacros que nos confunden sin que tengan consistencia real en una ontología fuerte como la platónica. El individuo feliz vive guiado con tino para discernir la luz de la sombra, para ver, para no dejarse engañar por apariencias y entonces se percata de que vive así mejor porque es dueño de sí, porque su camino es más seguro en medio de las inseguridades de la existencia. Lo que Platón propone, a diferencia del planteamiento estoico, es que esto se haya de lograr en una comunidad utópica perfectamente trazada desde cero, según un paradigma ideal, en la que se marche en pos de un objetivo común que sea la felicidad del colectivo, del Estado, que se concebirá como un gran organismo a cuyo orden se han de ajustar los individuos. Es decir, la felicidad es, sobre todo, producto de la idea y de la razón. Platón para responder a una cuestión sobre ética ha tenido que acudir a la política para lo cual ha debido abordar la educación y para lo cual todo se ha fundamentado en su ontología (todo hilado en una misma teoría de la justicia), como en un largo ascenso y descenso para volver al punto de origen, a la caverna, lugar donde tanto el gobernante como, diríamos, el educador platónico ha de ejercer su labor.
NOTA: Leí por primera vez La República completa en varios viajes de autobús de desde Granada, donde estudiaba Filosofía, a mi ciudad natal. He acudido al texto en varias ocasiones y siempre, aparte de sus difíciles derroteros dialécticos, me impresionó la sencilla cuestión inicial con que comienza el recorrido. Algo que todos nos planteamos y que queda expresado con gran acierto en los inicios, más o menos, con la historia del anillo de Giges. Que de ahí derive toda la impresionante trayectoria de la obra es asombroso. Ya no recordaba con exactitud todo el transcurso del texto y los complejos argumentos, cómo se va hilando el largo diálogo, sus derivas, sus meandros y circunloquios, pero debo a la lectura del magnífico libro del profesor Álvaro Vallejo, Adonde nos lleve el Logos, ed. Trotta, Madrid, 2018, el haber recordado y aprendido mucho del mismo. Al menos para mí, resulta sobrecogedor lo que evoca el título de esta obra monográfica. Platón afirma textualmente esa frase en boca de Sócrates. Quiere indicar que habrán de navegar entre el asombro y la risa de todos, que será causada por aquello que va a contar, por lo insólito y disparatado que les parecerá y fuera de lo común y nada sensato. Pero dará igual, porque habrán de atreverse a dejarse impulsar por el logos como por un viento, por la fuerza del pensamiento contra corriente, cueste lo que cueste, tan lejos como les lleve, navegando por el mar embravecido sin el menor atisbo de miedo, sin condiciones, hasta las últimas consecuencias…
FILMOSOFIA. Tertúlia de cinema i pensament
The square (2017) del dir. Ruben Östlund Quan: Divendres, 30 d’octubre 2020 - Horari: 18h Lloc: Sala d’actes de la Biblioteca Marc de Vilalba de Cardedeu. [https:]Presentació: Christian, mà
... (... continúa)Curs a la Universitat Popular de Granollers (www.upg.cat)
http://www.upg.cat/estudis-2/1rquadrimestre/profilo/
L'objectiu del curs es proposar una aproximació a la filosofia a partir de l'estudi i comentari dels principals problemes que aquesta ha examinat al llarg dels segles. L'abordatge d'aquest problemes prendrà com a punt de partida en cada cas un exemple particular aparegut en una determinada època històrica en l'obra d'un pensador concret. Tanmateix, però, no es quedarà allà, sinó que indagarà de quina manera els filòsofs posteriors s'han manifestat al respecte, generant-se així un debat que es perllonga fins els nostres dies.CALENDARI10, 17, 24, 31 d’octubre,
7, 14, 21, 28 de novembre,
5, 12, 19 de desembre
i 9, 16, 23, 30 de gener.
Escrito por Luis Roca Jusmet
En la primera clase de su curso de 1981-2 en el Collège de France, que titula "La hermenéutica del sujeto", Michel Foucault plantea que la filosofía ha perdido la espiritualidad. Pero esto no quiere decir que la filosofía haya dejado de ser espiritual. Foucault entiende por espiritualidad lo que transforma el sujeto. La espiritualidad de la filosofía es una manera de entender la relación entre sujeto y verdad. La espiritualidad es la práctica que transformaba al sujeto para que esté preparado para acceder a la verdad. Por ejemplo, los ejercicios ascéticos de los estoicos. A partir de Descartes lo que se necesita es un método racional que no implica transformación del sujeto.
Foucault dice, sin explicarlo, que los únicos que se han planteado la relación entre sujeto y verdad, en el siglo XX, son Heidegger y Lacan. Foucault se manifiesta más cercano al primero. Podemos intentar aproximarnos a lo que quería decir el filósofo francés, para lo cual hemos de especular sobre qué relación establecen ambos pensadores entre sujeto y verdad. Para Lacan la espiritualidad es el trabajo sobre el inconsciente que permite acceder a la propia verdad. Jean Allouch justifica en su libro "¿ es la filosofía un ejercicio espiritual ? este tema.
En el caso de Martin Heidegger es más difícil de entender lo que Quizás para Heidegger es la propia filosofia, el camino del pensar, es este ejercicio espiritual. En este caso filosofía y espiritualidad coincidirían. Un tema sobre el que profundizar.
Las epístolas de Séneca a Lucilio hacen de este género un extraordinario medio de expresión filosófica o, como diría Pierre Hadot, de ejercicio espiritual. A diferencia de las cartas, que se consideraban algo privado, las epístolas se entendían como algo a compartir porque suponían unas enseñanzas que tenían un valor universal.
En su primera epístola Séneca le transmite a Lucilio la necesidad de aprovechar el tiempo. El tiempo nos lo toman, nos lo roban, huye o simplemente pasa por negligencia.¿ Qué entiende Séneca por ganar y por perder el tiempo? Ganar quiere decir para él dedicarnos a lo que mucho más tarde Pierre Hadot llamaría ejercicios espirituales. Dialogar, escribir, leer, pero sobre todo vivir. Vivir de manera atenta, consciente, serena. Es la propia vida lo que está en juego, lo único que importa. Es en lo ordinario, es en lo cotidiano donde hemos de aprovechar el tiempo. En cada una de nuestras prácticas. François Jullien lo llama "vivir existiendo". El tiempo nos lo roban o nos lo quitan cuando nos vemos obligados a emplearlo en prácticas que no tienen sentido para nosotros. El tiempo huye en porque la vida pasa demasiado rápida, es muy breve. Pero sobre todo es la negligencia. Es la indolencia, este ir haciendo, la rutina que nos embota. Kant decía que la pereza, junto al miedo, eran los dos grandes obstáculos para que el ser humano fuera capaz de emanciparse, de responsabilizarse de sí mismo. Séneca critica en otros textos en lo que los antiguos de llamaban la stulticia. Es una actitud dispersa, del veleta que se deja un llevar por los otros., del que pasa superficialmente de una cosa a otra. Es también lo que Nietzsche anunció como el último hombre: el nihilista que se adapta a la falta de valor y sentido de su vida, que va tirando y que lo único que busca es pasar el tiempo y evitar el dolor.
Séneca no se presenta aquí como el hombre perfecto. Reconoce sus pérdidas. El tiempo es lo único que tenemos dice y hay que aprovecharlo. No se trata de lo mismo que dicen los neoliberales cuando proponen entender la propia vida como una empresa. La rentabilidad de la que habla Séneca no es económica, es ética.
La segunda epístola de Séneca a Lucilio trata sobre la necesidad de centrarse. Aunque habla, aparentemente, de los viajes y de las lecturas, Séneca critica la falta de un hilo conductor en la vida, de un centro a partir del cual podamos saber lo que queremos y seguir una línea de conducta. Hoy en día se vive lo contrario, en este imperio de lo efímero en que vivimos, en este "usar y tirar", vivir en lo efímero. Quizás el problema de las nuevas generaciones no es que estén vacías, es que están demasiado llenas :de estímulos, de imágenes de opiniones...Los psicoanalistas lacanianos también hablan de este goce inmediato que imposibilita la falta y, por tanto el deseo. La superficialidad, la dispersión, la curiosidad por la anécdota, todo nos lleva a la línea que apunta Séneca. Peto también el mito neoliberal de que un individuo si quiere, lo puede todo. Esta epístola también vale en para señalar los límites del individuo, en el espacio y en el tiempo. Seleccionemos lo que nos interesa, dediquemos a ello nuestro esfuerzo. No se trata de cerrarse, se trata de centrarse.
En la epístola 5 de Séneca a Lucilio le plantea la necesidad de vivir el presente y no el futuro.¿ Pero qué quiere decir Séneca cuando dice "presente" y cuando dice "futuro"? El presente no es este instante que al final se desvanece. Tampoco es el "carpe diem", el vivir el día sin vivir en función de proyectos futuros. El futuro tampoco es el porvenir. El presente no deja de ser el paso del futuro al pasado, es decir un proceso. Séneca se refiere a la necesidad de poner atención en lo que hacemos, en aprovechar de este tiempo que disponemos ahora, de ocuparnos de lo que estamos viviendo en las circunstancias actuales. El futuro son sobre todo lo que imaginamos que vendrá, sea perjudicial o benéfico. En el primer caso es temor o ansiedad, en el segundo deseo, siempre vinculado a la falta. El gran filósofo español del siglo XX Agustín García Calvo ya nos avisaba que vivir para el futuro es una forma de administrar la muerte. Tampoco es bueno centrarse demasiado en el pasado, sea como nostalgia o como culpa. La imaginación y la memoria pueden volverse contra el propio ser humano si no sabe administrarla bien.
En la epístola 6, lo que dice Séneca a Lucilio es breve pero muy interesante. La primera idea es sobre el carácter transformador que tiene el conocimiento de uno mismo. La segunda idea es sobre el inmenso valor de la amistad, entendida en su sentido más pleno. La tercera idea es que lo que nos enseña no son los discursos sino las prácticas. La última idea es que lo más importante es ser amigo de uno mismo, que quiere decir aceptarse y quererse. Únicamente el que es amigo de sí mismo puede serlo de los otros. Y esta persona siempre estará acompañada por él mismo.Estará solo, pero no se sentirá solo.
En la epístola 12, Séneca nos habla de las ventajas de la vejez. Partimos que la vejez es una necesidad natural de la vida humana. Todos envejecemos porque estamos vivos. El primer ejercicio está en la base del estoicismo y consiste en aceptar lo inevitable. El segundo ejercicio consiste en entender que la vejez lleva algunas ventajas y por tanto hemos de acogerla con alegría.¿Cuáles son las ventajas de la que nos habla Séneca? : la serenidad, la sabiduría que conlleva la experiencia, la tranquilidad de la declinación de la urgencia del deseo. El tercer ejercicio consiste en vivir cada día como si fuera el último, aprovechándolo al máximo y dando sentido al conjunto de nuestra vida. Séneca nos recuerda del absurdo de angustiarse por considerar que tenemos la muerte cerca. ¡Todos tenemos la muerte delante! seamos jóvenes o viejos. "Amanece que no es poco", como dice el título de aquella estupenda española.
La epístola 16 trata sobre el discurso verdadero. De entrada hay que puntualizar que para Séneca la filosofía es una forma de vida y, por lo tanto el discurso siempre está orientado a la práctica. La palabra que transmite verdad debe ser, para Séneca, lenta y no precipitada. Ha de ser sencilla, clara y austera. La filosofía no es retórica, no pretende seducir ni impresionar al que la oye. Quiere transmitir verdades. Esta carta me recuerda la contraposición que hace Michel Foucault en su " Hermenéutica del sujeto" entre filosofía y retórica. También, por supuesto, la noción de parrhesís o el coraje de decir la verdad, que Foucault plantea en este curso pero que desarrollará en los dos posteriores, que por cierto fueron los últimos.
La epístola 49 es muy importante: trata sobre la necesidad de aprovechar la brevedad de la vida. Algunas joyas conceptuales contenidas en ella: " Infinita es la velocidad del tiempo, más visible a los que dirigen la mirada hacia atrás. Porque él engaña a los que atienden solo al presente, tan breve es el paso de su precipitada fuga".
"Enséñame algo contra estos males. Haz que no huya de la muerte y la vida no se me escape. Procúrame exhortaciones contra los males inevitables; ensancha las angosturas de mi tiempo. Enséñame que el bien de la vida no radica en su extensión, sino en su uso y que puede pasar, y muchas veces ocurre, que el que ha vivido mucho haya vivido poco."
La epístola 75 trataobre la sencillez en el estilo, que quiere decir que hemos de expresar lo que sentimos y sentir lo que expresamos, sin adornos ni fllorituras. El filósofo es como un terapeuta del alma y, al igual que al médico lo que queremos es que sepa curar. Si se expresa con elegancia será un valor añadido, pero no es lo importante. Los enfermos del alma son los que acaban cronificando sus pasiones, transformándolas en actitudes y conductas, es decir en hábitos. Séneca aquí habla con realismo, recalcando los matices. Algunos tienen pasiones en pero no las cronifican, otros se liberan de unas pero no de otras. El ideal es ser libre. Volvemos a ver la afinidad con Spinoza .Pero también con Michel Foucault en su reivindicación del sujeto ético.
La epístola 91 tiene una gran actualidad. Trata sobre los desastres imprevisibles y de la importancia que nuestro espíritu esté preparado para encajarlos. Se trata de la fortuna, que viene a ser todo lo que nos ocurre y nos afecta pero que no depende de nosotros, de nuestros actos. Lo primero a que nos interpela Séneca es a estar preparados. Ser conscientes de lo vulnerables que somos y lo frágil que es todo lo que queremos. Todo lo que se ha construido puede ser destruido. Todo es efímero, impermanente, como dicen los budistas. Una vez ocurre lo peor hay que mantenerse sereno. Claro que nos afectará, que nos dolerá. Pero debemos mantener la serenidad, estar a la altura de las circunstancias, que estas no nos superen ni nos hundan.Y quién sabe, como decía un cuento taoísta, de lo peor puede venir lo mejor porque el tiempo es el que nos dirá las consecuencias finales de cada acontecimiento
La epístola 93 de Séneca a Lucilio trata sobre el valor de la vida. Parte de la premisa, que a veces queremos olvidar, que la vida es mortal. la. Lo cual quiere decir que hay que valorar la vida aceptando la muerte. En esto se parece a Epicuro y Spinoza a los dos : "Hay que pensar en la vida, no en la muerte". Pero no perdiendo de vista nuestra finitud. Lo que importa no es la duración sino la intensidad, no lo cuantitativo sino lo cualitativo, no el cuánto sino el cómo. Los años que vamos a vivir, dice, no depende de nosotros, sino lo que hacemos en este tiempo. Por supuesto muy condicionados, pero depende de nosotros la actitud frente a lo inevitable y, sobre todo, nuestras decisiones frente a lo que está por venir. El valor se lo damos nosotros, sea cual sea su duración. Es lo que importa éticamente.
En la epístola 101 nos propone que vivamos cada día con plenitud por la conciencia de nuestra finitud. Séneca nos interpela a vivir el presente y no vivir para el futuro, sea por esperanzas o por cálculos. Me recuerda lo que decía Agustín García Calvo cuando decía que " el vivir para el futuro" era una forma de "administración de la Muerte". Muy oportuna, en estos tiempos de pandemia, esta reflexión sobre la incertidumbre del porvenir. Lo que importa, además, no es vivir mucho, sino vivir bien. La intensidad de lo vivido, el no desperdiciar ninguno de los días que vivimos. Podemos relacionarlo también con Montaigne, cuando contestaba a un amigo que le CV decía que no le había escrito porque no le había pasado nada.” ¿ No has vivido estos días ?" le dice Montaigne. ¿Te parece poco? Si vivir es lo más importante de lo que nos ocurre. Hacer que cada día sea un reto, este es el desafío. La vida es la prueba para la filosofía entendida como una práctica
En la epístola 116 a Lucilio, Séneca plantea la necesidad de suprimir las pasiones. Pero vale la pena aclarar que es lo que debemos entender, en este contexto, por pasiones. Desde luego no los deseos o los afectos. Séneca no nos propone un mundo sin deseos ni afectos sino un mundo en el que estos no te atrapan. Aquí también hay una similitud con Spinoza. La pasión es un deseo o un afecto que va creciendo apoderándose del que lo padece. La defensa que tenemos frente a esta dinámica es la distancia que nos permite la razón. La pasión nos proporciona un goce y por esto no queremos abandonarla. Pero debemos entender que nos esclaviza y que si queremos ser libres hay que renunciar a este goce.
Es una selección arbitraria pero en todo caso son las que me han insipirado a comentar.
Con la nueva ley educativa (la LOMLOE), que continúa tramitándose en el Congreso, la enseñanza de la ética – la poca que había – desaparece de las escuelas e institutos de este país. Al parecer, el Ministerio de Educación está convencido de que los niños y adolescentes no necesitan educación ética. A mí me resulta imposible de entender. A ver si ustedes se lo explican.
Resulta que, de un lado, el Ministerio está muy preocupado por que los alumnos asuman ciertos valores que la mayoría consideramos moralmente preciosos: el cuidado del medio ambiente, la igualdad de género, el rechazo a la violencia, el multiculturalismo, la solidaridad, el respeto a los derechos humanos… Pero, de otro lado, parece querer que lo hagan por simple empatía, o por emplaste cerebral, sin pararse a preguntar por qué, sin analizar los argumentos éticos que nos mueven a aceptarlos, y sin debatir con aquellas perspectivas éticas que relativizan, modulan o incluso niegan su legitimidad. Vamos, que quieren moral, pero sin ética. ¿Será que no tienen clara la distinción?
No lo creo. Tal vez sea, sencillamente, que el análisis y la argumentación ética les parezcan, a nuestros gobernantes, algo innecesario. Me estoy imaginando sus razones: “¡Qué análisis ni qué niño muerto! – dirá algún experto o autoridad –. Ciertos valores deben aprenderse como lo que son: el fundamento incuestionable de nuestro sistema de convivencia. A lo sumo – dirá algún asesor–, se podrán debatir ciertos matices, verificar algunos conflictos, explicar su origen histórico. Pero no cuestionarlos. Por eso – concluirá algún alto cargo –, en lugar de la ética (que cuestiona demasiado las cosas), vamos a programar educación cívica (o ético-cívica, para disimular). Y para impartirla, en lugar de filósofos especialistas en ética (que son unas moscas cojoneras), vamos a poner a… que sé yo, a historiadores, o a licenciados en derecho, que saben hablar de todo – algunos, hasta de filosofía –”.
¿Qué les parece esto? Yo creo que se equivocan. Es completamente inútil – y es lógico que lo sea – explicarle a un niño o adolescente cómo debe comportarse, o qué valores y normas ha de respetar, si, a la vez, no se le enseña a convencerse a sí mismo de la necesidad de hacerlo. Los alumnos están hartos de homilías y catecismos (religiosos o laicos), ahítos de talleres formativos, saturados de debates puramente retóricos (en los que el resultado está ya prescrito de antemano), y hasta las narices del recitado explicativo de normas, principios y valores, por muy constitucionales que sean. Por un oído les entra y por el otro les sale. Quién crea que así, con simple “educación cívica” aderezada de coaching emocional e insufrible moralina, vamos a forjar generaciones de ciudadanos comprometidos con los valores que defendemos, es que no ha dado una clase en su vida.
De otro lado, y esto va más allá de lo puramente didáctico, es democráticamente inconsecuente “inculcar” valores a niños y adolescentes sin dotarles, a la vez, de las herramientas conceptuales y procedimentales necesarias para que aprendan a asumir como ciudadanos soberanos, de forma crítica y libre, y, por tanto, verdaderamente responsable, su vínculo moral con tales valores. Y esto, aprender a fundamentar de manera racional la propia conducta, tan importante como es (infinitamente más, sin duda, que analizar sintagmas o descomponer números primos), requiere de tiempo. Y también, como es obvio, de un profesorado especializado.
Nada de esto, sin embargo, es considerado por el Ministerio de Educación. Parece que enseñar a los alumnos a pensar por sí mismos, iniciarles en el conocimiento crítico de los autores y las teorías éticas, o en el hábito de argumentar y dialogar con rigor y objetividad, no resulta lo más apropiado. Tal vez sea mejor, entonces, educarlos en valores a la antigua usanza, por simple advocación (“¡Sed buenos, niños!”), o con una cancioncilla, como con la tabla de multiplicar, o proyectando documentales de ONG, esos santos laicos, para que aprendan, como los monos, por imitación ¿Tan tontos creen que son? Sin ninguna enmienda lo remedia, yo diría que sí.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La figura del intelectual y del experto valían para sociedades verticalmente organizadas, jerárquicas, pero su autoridad se debilita, afortunadamente. Unos y otros son voces –muy dignas de consideración pero no únicas– a la hora de realizar decisiones colectivas. Junto a ellas, la figura del tertuliano nos recuerda que la democracia es una discusión entre personas que opinan, con distinto grado de cualificación, por supuesto, y no un lugar donde el común de los mortales obedece a unos clarividentes o asiste al debate entre unos pocos declarados competentes.
Daniel Innerarity, Elogio del tertuliano, La Vanguardia 02/10/2020