… la apetencia de placer privado se opone a la exigencia de salud, en sí misma general o pública. (115)
No es lo mismo determinar el “buen estado” del ánimo y del cuerpo cada uno para sí, individual y personalmente, que establecer esta noción con validez pública o general. Cada cual medimos nuestro “buen estado” psicosomático -es decir, nuestra salud- aplicando diversos baremos, entre los que destaca el placer. (115)
Si desde el punto de vista personal, inmediato, el placer es la señal más inequívoca del buen estado de ánimo y cuerpo -es decir, de salud-, desde la óptica clínica, pública, ese índice es engañoso o desdeñable. (116)
El buen estado equivale desde esta perspectiva al buen funcionamiento, a la condición más conflictiva socialmente y más productiva laboralmente. (116)
De la salud como placer a la salud como buen funcionamiento (…) hay, como es obvio, un gran trecho. La Administración pública se ocupará, ante todo, de la duración de la vida. Como el mejor indicio de buena salud, el individuo (…) pretenderá más bien la intensidad placentera. (117)
(Para Foucault) el siglo XVIII comenzó a institucionalizarse la noción de salud pública como responsabilidad estatal y también obligación de cada ciudadano. “El imperativo de salud es a la vez un deber para cada uno y un objetivo general” (118)
Fernando Savater, El contenido de la felicidad, Barcelona, Círculo de Lectores/El País 1987
Lo que tienen en común los dos cabos de la duración vital (nacimiento y muerte) es que suponen el estado de máxima invalidez del sujeto. Son los casos en que las soluciones pertinentes deben siempre ser tomadas por otros: un poco después de nacer y un poco antes de morir solemos estar sin remedio en manos de los demás. Se dirá, no sin razón, que por ello mismo la exigencia imprescriptible de respeto a lo humano es tanto más urgente, porque entonces nos vemos convertidos en objetos de manipulación (son las situaciones en las que el otro se encuentra más cosificado) (111)
Son ocasiones en la que la reclamación subjetiva apenas cuenta, mientras que la presión objetiva de la sociedad de hace más imperiosa que nunca. (111-112)
El precedente moral que establece esta preeminencia es peligroso: (…) se tenderá a extender la inercia objetiva de los casos límite a las situaciones en las que debe predominar la opción libre. (112)
No vendrá mal hacer notar aquí que en el interés prioritario por aquellos estados vitales en los que la inercia orgánica domina o anula la intimidad que sabe dar cuenta de sí misma coinciden los científicos más positivistas y los curas. Sotanas y batas blancas evolucionan con profesional presteza allí donde predomina la inconsciencia. (112)
¿Cómo se considera la vida desde esta óptica? Para los curas parece ser un milagro; para los positivistas, una obligación; para el Estado que los emplea a todos, una tarea productiva. En cualquier caso, la vida es algo que tenemos en préstamo, algo muy valioso -pero sobre cuyo valor no se nos va a consultar individualmente- y que debemos conservar en buen uso y libre de deterioros voluntarios, so pena de graves sanciones. (112-113)
El énfasis actual sobre la vida (…) dificulta y culpabiliza la preocupación por mi vida, la cual funda, empero, la verdadera exigencia ética. (113)
Si nacimiento y muerte están relacionados con la obligación sagrada de la vida (…), los demás asuntos biomédicos están vinculados a una obligación no menos imperiosa y tampoco carente de aura sacralizadora, que es la salud. (113-114)
La religión imponía (…) una serie de comportamientos en nombre de la salvación, (la medicina) parece ser la versión laica de aquélla y conserva, por tanto, la mayor -no diremos la mejor- parte de sus funciones. Tal como fue la salvación, la salud es el fin de la vida del hombre sobre la tierra; ambas son bienes que se da por supuesto que el hombre debe anhelar, incluso sin saberlo, salvo perversión diabólica de la voluntad o de la mente (locura); en ambos casos existe un cuerpo de especialistas dedicado a concretar cuáles son las vías para alcanzarlas y condenar cualquier iniciativa herética individual; una y otra son, en último término, impuestas -por el bien de todos- mediante instituciones oficiales destinadas a impedir las tentaciones y sancionar los extravíos. (114)
(Según Thomas Szasz) el dogma fundamental del Estado terapéutico es que es malos aquello que va en contra de la salud y bueno cuando la favorece. (114)
El Estado terapéutico no confía en la iniciativa individual -los ciudadanos no siempre saben lo que les conviene- e impone la salud -él sí sabe siempre lo que conviene a los ciudadanos- por medio de prohibiciones y castigos (114-115)
Fernando Savater, El contenido de la felicidad, Barcelona, Círculo de Lectores/El País 1987
El virus nos encontró en la ignorancia. Las llamadas a la prudencia que habían hecho los movimientos ecologistas y las comunidades científicas sobre los peligros inminentes que amenazaban una civilización organizada sobre el negacionismo y la ignorancia voluntaria cayeron en el vacío, salvo acaso en el sótano de la conciencia para producir un pequeño malestar como el de una digestión pesada. Cambio climático y pandemia. Todo a la vez. La reacción de la esfera pública y la de los profesionales de la política fue de sorpresa. En una primera oleada el término “ciencia” llenó las páginas, las pantallas, los discursos. En una segunda oleada, periodistas, opinadores, políticos ya se habían convertido en expertos en interpretar a los expertos, en técnicos en interpretar complejos modelos matemáticos que no entendían, pero cuyos resultados estaban bien representados en escalas “logarítmicas”, que cada mañana nos explicaban las primeras páginas de los periódicos. A la ansiedad por la fama televisiva o mediática le había sucedido una suerte de angustia epistémica, de necesidad de saber y de ser reconocido como conocedor. Quién no expresó en su momento la opinión firme y contundente sobre lo que tendrían que haber hecho los gobiernos dado lo “que se sabía”.
Nuestras sociedades del conocimiento, paradójicamente, se han convertido en sociedades de la ignorancia. Como en las inundaciones en las que el agua es lo primero que falta, en las sociedades de la información el conocimiento es lo primero necesario. La red social que hace posible el conocimiento experto y científico permanece generalmente en los entornos subordinados del poder político y económico. Exceptuando algunos ingenieros y científicos gestores, las comunidades científicas se dedican a investigar y publicar o a investigar y no publicar si trabajan en laboratorios de grandes empresas multinacionales. Su trabajo suele ser lento, tedioso y poco compensador económicamente. Sus conclusiones suelen ser dubitativas y necesitan siempre mas recursos para seguir produciendo dudas, advertencias y, ocasionalmente, vacunas efectivas. Demasiado poco para una sociedad con necesidades urgentes de certezas. La sociedad del conocimiento ha descubierto que ignoraba muchas cosas, entre ellas, la primera, qué hacer cuando no se sabe, o se sabe que no se sabe. Acostumbrada al autoelogio descubre de pronto que no sabía que no sabía.
Pero, si ignoraba el conocimiento necesario para organizar un mundo complejo sometido a una pandemia que se extendía velozmente debido precisamente a la complejidad, también otras zonas del saber habían quedado en la oscuridad. Un saber cotidiano no menos necesario. Hay una epistemología profunda que tienen en común Trump, Bolsonaro, Johnson con tantas otras formas de política inspiradas por el neoliberalismo, aprendidas en la experiencia de los negocios: es la comprensión del mundo en términos de daño económico, de caída de tasas de crecimiento o de volumen de beneficios, en lo actual, y de incertidumbres y expectativas en lo imaginario. El sufrimiento humano, en su vasta heterogeneidad, queda fuera de esa lógica. La muerte en soledad, el hambre de una familia sin recursos, sin recursos siquiera para comunicar su falta de recursos, la desolación de quien ha perdido con su pequeña empresa su plan de vida, la incapacidad de la madre soltera en una pequeña vivienda para hacerse cargo de los niños, de su trabajo y de su propia vida, …, todas estas cadenas de sufrimiento quedan fuera de una lógica del cálculo, no pueden encontrarse equivalencias, y no puede encontrarse por ello modos de darles entrada en un libro de registros de costos y beneficios. De ahí las continuas contradicciones, las diarias variaciones de opinión, las irritaciones contra cualquier discurso experto o político que se base en otra cosa que la lógica del daño al beneficio. Quizás hemos necesitado la irrupción de la naturaleza para entender que la humanidad vive en dos realidades: en la que existe el cuerpo, la mente y el sufrimiento y en la que existe esa extraña fuerza que llamamos mercancía y que todo lo iguala, desde las cosas a la imaginación. Por eso entienden que toda medida orientada al sufrimiento es “irrealista”. Hay una especie de división del trabajo hermenéutico que tiene consecuencias políticas. Mientras se exige a quienes padecen la crisis que imaginen y entiendan las dificultades de la empresa, no importa políticamente imaginar el sufrimiento de los de abajo.
En el ojo del huracán de la crisis, la tensión entre democracia y conocimiento ha vuelto como periódicamente vuelven a la escena las tragedias griegas. Al fin y al cabo, Sócrates fue condenado por el tribunal emanado de la asamblea griega por predicar entre los hijos de los patricios que el gobierno debería estar en manos de los más preparados y no del populacho. La asamblea ateniense tenía sus propias opiniones sobre quién eran los más preparados. Estaba acostumbrada a decidir los nombres de los estrategos que habrían de dirigir la flota, o de los arquitectos que debían encargarse de construir puertos en las colonias o murallas en la polis. La tensión fue constitutiva de la frágil democracia ateniense que, sin embargo, fue hegemónica en el Mediterráneo durante trescientos años y siguió siendo hegemónica culturalmente por el resto de la historia occidental. En ningún lugar como Atenas y sus colonias, durante la hegemonía, o sus áreas de influencia cultural en el helenismo, se llegó a apreciar tanto el conocimiento científico. Allí nacieron las instituciones de trabajo lento, concienzudo, comunitario, que llamamos ciencia y filosofía. En ningún lugar como en ellas, tampoco, se discutió tanto su posición clave en la polis sin dejar que los filósofos aspirasen a ser reyes. La sociedades postpandemia están en tensión y deberán navegar entre el Caribdis de la vuelta a una sociedad de opinadores y tertulianos y la Scilla de una tecnocracia.
Es evidente que, más allá de la situación de emergencia ligada a cierto virus que en el futuro puede dar paso a otro, lo que está en juego es el diseño de un paradigma de gobierno cuya eficacia supera con creces la de todas las formas de gobierno que la historia política de Occidente ha conocido hasta ahora. Si ya en el declive progresivo de las ideologías y creencias políticas, las razones de seguridad habían permitido que los ciudadanos aceptaran restricciones a las libertades que antes no estaban dispuestos a aceptar, la bioseguridad ha demostrado ser capaz de presentar el cese absoluto de toda actividad política y de todas las relaciones sociales como la forma más elevada de participación cívica. De este modo, se ha podido asistir a la paradoja de organizaciones de izquierda, tradicionalmente acostumbradas a reivindicar derechos y denunciar violaciones de la constitución, que aceptan sin reservas limitaciones de las libertades decididas por decretos ministeriales sin ninguna legalidad y que ni siquiera el fascismo había soñado nunca con poder imponer.
Es evidente —y las propias autoridades gubernamentales no dejan de recordárnoslo— que el llamado «distanciamiento social» se convertirá en el modelo de la política que nos espera y que (como han anunciado los representantes de una llamada task force cuyos miembros están en flagrante conflicto de intereses con la función que se supone que deben desempeñar) se aprovechará este distanciamiento para sustituir en todas partes las relaciones humanas en su fisicalidad, que se han convertido como tales en sospechosas de contagio (contagio político, se entiende), con los dispositivos tecnológicos digitales. Las conferencias universitarias, como ya ha recomendado el Ministerio de Educación, Universidades e Investigación de Italia, se harán a partir del próximo año de forma permanente en línea, ya nadie se reconocerá mirándose a la cara, que podrá ser cubierta con una mascarilla sanitaria, sino a través de dispositivos digitales que reconocerán datos biológicos recogidos obligatoriamente y cualquier «concentración», ya sea por motivos políticos o simplemente por amistad, seguirá estando prohibida.
Se trata de una concepción integral de los destinos de la sociedad humana en una perspectiva que, en muchos sentidos, parece haber asumido de las religiones ahora en su ocaso la idea apocalíptica de un fin del mundo. Después de que la política fue reemplazada por la economía, ésta también, para poder gobernar, tendrá que ser integrada con el nuevo paradigma de bioseguridad, al cual todas las demás exigencias tendrán que ser sacrificadas. Es legítimo preguntarse si tal sociedad podrá todavía definirse como humana o si la pérdida de las relaciones sensibles, de la cara, de la amistad, del amor, puede ser realmente compensada por una seguridad sanitaria abstracta y presumiblemente completamente ficticia.
Este cuento es una parábola, enseña que el hombre tiene una ceguera fundamental, ni siquiera es capaz de reconocer sobre qué está de pie, así contribuye a su propia caída.
Simbad el Marino es la metáfora de la ignorancia humana. El hombre cree que está a salvo, mientras que en cuestión de tiempo sucumbe al abismo por acción de las fuerzas elementales. La violencia que practica contra la naturaleza se la devuelve ésta con mayor fuerza. Esta es la dialéctica del Antropoceno. En esta era, el hombre está más amenazado que nunca.
Ha tardado un tiempo en edificarse, pero está comenzando a surgir algo parecido a una doctrina del shock pandémico. Llamémoslo «Screen New Deal» (el New Deal de la pantalla). Con mucho más de alta tecnología que cualquier otra cosa que hayamos visto en desastres anteriores, el futuro que se está forjando a medida que los cuerpos aún acumulan las últimas semanas de aislamiento físico no como una necesidad dolorosa para salvar vidas, sino como un laboratorio vivo para un futuro permanente y altamente rentable sin contacto.
Es un futuro en el que nuestros hogares nunca más serán espacios exclusivamente personales, sino también, a través de la conectividad digital de alta velocidad, nuestras escuelas, los consultorios médicos, nuestros gimnasios y, si el estado lo determina, nuestras cárceles. Por supuesto, para muchos de nosotros, esas mismas casas ya se estaban convirtiendo en nuestros lugares de trabajo que nunca se apagan y en nuestros principales lugares de entretenimiento antes de la pandemia, y el encarcelamiento de vigilancia «en la comunidad» ya estaba en auge. Pero en el futuro, bajo una construcción apresurada, todas estas tendencias están preparadas para una aceleración de velocidad warp (forma teórica de moverse más rápido que la velocidad de la luz).
Este es un futuro en el que, para los privilegiados, casi todo se entrega a domicilio, ya sea virtualmente a través de la tecnología de transmisión y en la nube, o físicamente a través de un vehículo sin conductor o un avión no tripulado, y luego la pantalla «compartida» en una plataforma mediada. Es un futuro que emplea muchos menos maestros, médicos y conductores. No acepta efectivo ni tarjetas de crédito (bajo el pretexto del control de virus) y tiene transporte público esquelético y mucho menos arte en vivo. Es un futuro que afirma estar basado en la «inteligencia artificial», pero en realidad se mantiene unido por decenas de millones de trabajadores anónimos escondidos en almacenes, centros de datos, fábricas de moderación de contenidos, talleres electrónicos, minas de litio, granjas industriales, plantas de procesamiento de carne, y las cárceles, donde quedan sin protección contra la enfermedad y la hiperexplotación. Es un futuro en el que cada uno de nuestros movimientos, nuestras palabras, nuestras relaciones pueden rastrearse y extraer datos mediante acuerdos sin precedentes entre el gobierno y los gigantes tecnológicos.
Ahora, en un contexto desgarrador de muerte masiva, se nos vende la dudosa promesa de que estas tecnologías son la única forma posible de proteger nuestras vidas contra una pandemia, las claves indispensables para mantenernos a salvo a nosotros mismos y a nuestros seres queridos.
Y en el centro de todo está Eric Schmidt. Mucho antes de que los estadounidenses entendieran la amenaza de Covid-19, Schmidt había estado en una agresiva campaña de lobby, presiones y relaciones públicas impulsando precisamente la visión de la sociedad del Black Mirror (o Espeo Negro, por la serie inglesa) que Cuomo acaba de darle poder para construir. En el corazón de esta visión está la perfecta integración del gobierno con un puñado de gigantes de Silicon Valley: con escuelas públicas, hospitales, consultorios médicos, policías y militares, todas las funciones principales se externalizan (a un alto costo) a empresas privadas de tecnología.
Dos semanas después de la aparición de ese artículo de opinión, Smidt describió la programación ad hoc de educación en el hogar que los maestros y las familias de todo el país se vieron obligados a improvisar durante esta emergencia de salud pública como «un experimento masivo en el aprendizaje remoto». El objetivo de este experimento, dijo, era «tratar de descubrir: ¿cómo aprenden los niños de forma remota? Y con esos datos deberíamos ser capaces de construir mejores herramientas de aprendizaje a distancia que, cuando se combinan con el maestro … ayudarán a los niños a aprender mejor ” Durante esta misma videollamada, organizada por el Club Económico de Nueva York, Schmidt también pidió más telesalud, más 5G, más comercio digital y el resto de la lista de deseos preexistente. Todo en nombre de la lucha contra el virus.
Sin embargo, su comentario más revelador fue el siguiente: “El beneficio de estas corporaciones, que amamos difamar, en términos de la capacidad de comunicarse, la capacidad de lidiar con la salud, la capacidad de obtener información, es profundo. Piensa en cómo sería tu vida en Estados Unidos sin Amazon «. Agregó que la gente debería «estar un poco agradecida de que estas compañías obtuvieron el capital, hicieron la inversión, construyeron las herramientas que estamos usando ahora y realmente nos han ayudado».
Es un recordatorio sobre que, hasta hace muy poco, el rechazo público contra estas corporaciones estaba creciendo. Los candidatos presidenciales discutían abiertamente la caída de la gran tecnología. Amazon se vio obligado a abandonar sus planes para una sede en Nueva York debido a la feroz oposición local. El proyecto Sidewalk Labs de Google estaba en una crisis perenne, y los propios trabajadores de Google se negaban a construir tecnología de vigilancia con aplicaciones militares.
En resumen, la democracia se estaba convirtiendo en el mayor obstáculo para la visión que Schmidt estaba promoviendo, primero desde su posición en la cima de Google y Alphabet y luego como presidente de dos poderosas juntas asesorando al Congreso y al Departamento de Defensa. Como revelan los documentos de NSCAI, este inconveniente ejercicio del poder por parte del público y los trabajadores tecnológicos dentro de estas megaempresas, desde la perspectiva de hombres como Schmidt y el CEO de Amazon, Jeff Bezos, desaceleró enloquecedoramente la carrera armamentista de la inteligencia artificial, manteniendo flotas de automóviles y camiones sin conductor potencialmente mortales fuera de las carreteras, evitando que los registros de salud privados se conviertan en un arma utilizada por los empleadores contra los trabajadores, evitando que los espacios urbanos se cubran con software de reconocimiento facial, y mucho más.
Ahora, en medio de la carnicería de esta pandemia en curso, y el miedo y la incertidumbre sobre el futuro que ha traído, estas corporaciones ven claramente su momento para barrer todo ese compromiso democrático. Para tener así el mismo tipo de poder que sus competidores chinos, que ostentan el lujo de funcionar sin verse obstaculizados por intrusiones de derechos laborales o civiles.
Para ser claros, la tecnología es sin duda una parte clave de cómo debemos proteger la salud pública en los próximos meses y años. La pregunta es: ¿estará la tecnología sujeta a las disciplinas de la democracia y la supervisión pública, o se implementará en un frenesí de estado de excepción, sin hacer preguntas críticas, dando forma a nuestras vidas en las próximas décadas? Preguntas como, por ejemplo: si realmente estamos viendo cuán crítica es la conectividad digital en tiempos de crisis, ¿deberían estas redes y nuestros datos estar realmente en manos de jugadores privados como Google, Amazon y Apple? Si los fondos públicos están pagando gran parte de eso, ¿el público no debería también poseerlo y controlarlo? Si Internet es esencial para muchas cosas en nuestras vidas, como lo es claramente, ¿no debería tratarse como una utilidad pública sin fines de lucro?
Y aunque no hay duda de que la capacidad de teleconferencia ha sido un salvavidas en este período de bloqueo, hay serios debates sobre si nuestras protecciones más duraderas son claramente más humanas. Tomemos la educación. Schmidt tiene razón en que las aulas superpobladas presentan un riesgo para la salud, al menos hasta que tengamos una vacuna. Entonces, ¿no se podría contratar el doble de maestros y reducir el tamaño de los cursos a la mitad? ¿Qué tal asegurarse de que cada escuela tenga una enfermera?
La tecnología nos proporciona herramientas poderosas, pero no todas las soluciones son tecnológicas. Y el problema de externalizar decisiones clave sobre cómo «reimaginar» nuestros estados y ciudades a hombres como Bill Gates y Eric Schmidt es que se han pasado la vida demostrando la creencia de que no hay problema que la tecnología no pueda solucionar.
Para ellos, y para muchos otros en Silicon Valley, la pandemia es una oportunidad de oro para recibir no solo la gratitud, sino también la deferencia y el poder que sienten que se les ha negado injustamente.
En los rituales, el cuerpo es un escenario en el que se inscriben los secretos, las divinidades y los sueños. El neoliberalismo produce una cultura de la autenticidad que pone el ego en el centro. La cultura de la autenticidad va de la mano con la desconfianza hacia las formas de interacción ritualizadas. Solo las emociones espontáneas, es decir, los estados subjetivos, son auténticas. El comportamiento formalizado se rechaza como falto de autenticidad o como externo. Un ejemplo es la cortesía. En mi libro hago un alegato en contra de la cultura de la autenticidad, que conduce al embrutecimiento de la sociedad, y a favor de las formas bellas.
Solo quería señalar que la cultura humana se está desritualizando cada vez más, que la conversión de la producción y el rendimiento en valores absolutos está acabando con los rituales. Por ejemplo, la pornografía aniquila los rituales de seducción. En las órdenes de caballería europeas el objetivo principal no era matar al adversario. El honor y el valor también eran importantes. En la guerra con drones, en cambio, lo fundamental es matar al enemigo, que es tratado como un criminal. Después de la misión, a los pilotos de los drones se les hace entrega solemne de una “tarjeta de puntuación” que certifica cuántas personas han matado. También cuando se trata de matar, lo que más cuenta es el rendimiento. En mi opinión, esto es perverso y obsceno. No pretendía decir que las guerras del pasado fuesen mejores que las actuales. Por el contrario, lo que quería señalar es que hoy en día todo se ha convertido en una cuestión de rendimiento y producción. No solo en la guerra, sino también en el amor y la sexualidad.
La crisis del coronavirus ha acabado totalmente con los rituales. Ni siquiera está permitido darse la mano. La distancia social destruye cualquier proximidad física. La pandemia ha dado lugar a una sociedad de la cuarentena en la que se pierde toda experiencia comunitaria. Como estamos interconectados digitalmente, seguimos comunicándonos, pero sin ninguna experiencia comunitaria que nos haga felices. El virus aísla a las personas. Agrava la soledad y el aislamiento que, de todos modos, dominan nuestra sociedad. Los coreanos llaman corona blues a la depresión consecuencia de la pandemia. El virus consuma la desaparición de los rituales. No me cuesta imaginar que, después de la pandemia, los redescubramos.
A consecuencia de la pandemia nos dirigimos a un régimen de vigilancia biopolítica. El virus ha dejado al descubierto un punto muy vulnerable del capitalismo. A lo mejor se impone la idea de que la biopolítica digital, que convierte al individuo y a su cuerpo en objeto de vigilancia, basta para hacer al capitalismo invulnerable al virus. Sin embargo, el régimen de vigilancia biopolítico significa el fin del liberalismo. En ese caso, el liberalismo no habrá sido más que un breve episodio. Pero yo no creo que la vigilancia biopolítica vaya a derrotar al virus. El patógeno será más fuerte. Según el paleontólogo Andrew Knoll, el ser humano es solamente la guinda de la evolución. El verdadero pastel se compone de bacterias y virus que amenazan con atravesar cualquier superficie frágil, e incluso reconquistarla, en cualquier momento. La pandemia es la consecuencia de la intervención brutal del ser humano en un delicado ecosistema. Los efectos del cambio climático serán más devastadores que la pandemia. La violencia que el ser humano ejerce contra la naturaleza se está volviendo contra él con más fuerza. En eso consiste la dialéctica del Antropoceno: en la llamada Era del Ser Humano, el ser humano está más amenazado que nunca.
[https:]]Evitar que la epidemia saturara los hospitales, pasada la fase de contención, exigía, según muchos expertos, imponer medidas de distanciamiento físico con varias semanas de antelación. En aquel momento, sin embargo, los resultados de hacerlo eran futuros e inciertos. Había riesgo de actuar con desproporción, como declararon los ministros europeos de Sanidad el 25 de febrero. Los costes, en cambio, eran tangibles e inmediatos: fronteras cerradas, trabajadores parados, ciudadanos recluidos. Los Gobiernos enfrentaban, en suma, un dilema habitual en preparación para desastres: actuar temprano, imponiendo costes con beneficios inciertos, o esperar a cuando, paradójicamente, puede ser tarde para actuar. Dame castidad, Señor, pero no ahora, según rezaba san Agustín.
Los Gobiernos actúan temprano, según el politólogo Alan Jacobs, cuando se dan tres condiciones: resultados ciertos, capacidad institucional y seguridad electoral.
José Antonio Marina |
Béjar distinguía dos grupos: quienes lo hacían movidos por “buenos sentimientos”, que no solían ser muy constantes, y quienes lo hacían porque creían que era su obligación hacerlo. Estos, que eran los mas serios y perseverantes, solían proceder de grupos religiosos o de grupos de izquierda. La solidaridad sentimental es efímera. Como decía el perspicaz y cínico Oscar Wilde: “Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello”. Vamos a tener una ocasión de demostrar si esa solidaridad se mantiene. Me preocupa mucho la situación económica que se nos viene encima, y no veo la inteligencia política y social necesaria para enfrentarla adecuadamente.
Desde un punto de vista teórico me interesa el papel de los expertos en las decisiones políticas. He defendido la necesidad de políticas basadas en la evidencia, es decir, basadas en datos y no en ideologías. Todo el mundo se ha vuelto hacia la ciencia, como fuente de conocimiento. Y la ciencia creo que está respondiendo, al señalar las certezas, pero también las zonas de ignorancias. Me gustaría que esa confianza se demostrara también al tratar el cambio climático, y no está sucediendo. Ahora vamos a tener que enfrentarnos a problemas económicos muy serios, y espero que los economistas estén a la altura de las circunstancias. Su descrédito en el modo de tratar la crisis del 2008 fue notorio. Espero que ahora afinen mas.
Podemos sacar una mala lección, parecida a la que aprendimos de la crisis del 2008. Las cosas estuvieron muy mal, pero acabaron por arreglarse, de modo que todo puede seguir igual. Basta con mejorar algunas herramientas para cuando la próxima crisis se presente. No vale la pena esforzarse en que no suceda. Podemos, en cambio, sacar una buena lección. La simple experiencia no enseña nada. Hace falta un decidido y esforzado deseo de aprender, para aprender algo.
by Victor
El virus, de hecho, es una fuerza pura de metamorfosis que circula de vida en vida sin limitarse a las fronteras de un cuerpo. Libre, anárquico, casi inmaterial, no perteneciente a ningún individuo, tiene la capacidad de transformar todos los seres vivos y les permite alcanzar su forma singular. ¡Piensa que parte de nuestro ADN, probablemente alrededor del 8%, es de origen viral! Los virus son una fuerza de novedad, modificación, transformación, tienen un potencial de invención que ha jugado un papel esencial en la evolución. Son una prueba de que no somos más que identidades genéticas de bricolaje multiespecífico El poder transformador de los virus obviamente da algo de miedo, ya que Covid-19 está cambiando nuestro mundo profundamente. La crisis epidemiológica finalmente se superará, pero la aparición de este virus ya ha cambiado irreparablemente nuestros estilos de vida, realidades sociales, equilibrios geopolíticos. Gran parte de la angustia que experimentamos hoy resulta de nuestra comprensión de que el ser vivo más pequeño es capaz de paralizar a la civilización humana mejor equipada desde un punto de vista técnico. Este poder transformador de un ser invisible produce, creo, un cuestionamiento sobre el narcisismo de nuestras sociedades. Continuamos viéndonos como especiales, diferentes, excepcionales, incluso en la contemplación del daño que infligimos a otros seres vivos. Y, sin embargo, este poder de destrucción, al igual que la fuerza de la generación, se distribuye equitativamente entre todos los seres vivos. El ser humano no es el ser por excelencia que altera la naturaleza. Cualquier bacteria, cualquier virus, cualquier insecto puede tener un gran impacto en el mundo. La ecología contemporánea continúa nutriéndose de un imaginario en el que la Tierra aparece como la casa de la vida. Esta idea está implícita en las mismas palabras de ecología y ecosistema: oikos, en griego, designa la vivienda, la esfera doméstica bien organizada. En realidad, la naturaleza no es el reino del equilibrio perpetuo, en el que todos estarían en su lugar. Es un espacio para la invención permanente de nuevos seres vivos que alteran todo el equilibrio. Todos los seres migran, todos los seres ocupan la casa de otros. La vida, básicamente, es solo eso. Es natural tener miedo a la muerte y luchar contra ella tanto como sea posible. Y es normal tomar medidas para proteger a la comunidad y especialmente a sus miembros más frágiles. Pero más allá de la crisis que estamos atravesando, nuestras sociedades tienden a reprimir la muerte y a pensar en la vida individual en términos absolutos. Sin embargo, la vida que vivimos no comienza con nuestro nacimiento: es la vida de nuestra madre la que se ha extendido a nosotros y continuará viviendo en nuestros hijos. Somos la misma carne, el mismo aliento, los mismos átomos que nuestra madre que nos acogió durante nueve meses. La vida va de un cuerpo a otro, de una especie a otra, de un reino a otro a través del nacimiento, la nutrición, pero también y, sobre todo, la muerte. También es en virtud de lo que compartimos (humanos, pangolines, plantas, hongos, virus, etcétera), es por el mismo aliento de vida que estamos expuestos a la muerte: es solo porque la vida es en mí que puede convertirse en la vida de otra persona y que puedo perderla. La muerte no es el fin de la vida, es la metamorfosis de la misma vida que circula y se prepara constantemente para tomar otras formas. Al morir, pasaremos esta vida a otros seres. La creencia de que la vida que nos anima termina con la muerte de nuestro cuerpo es una consecuencia de la fetichización de nuestro ser: la idea de que cada uno de nosotros tiene una vida que nos pertenece, que es nativa. Debemos liberarnos de esta concepción. Asumimos espontáneamente que el animal es superior a la planta, la planta a la bacteria, etcétera. Sin embargo, las formas de vida más pequeñas no son las más básicas ni las más primitivas. Ningún ser vivo ha conservado la forma que tenía hace millones de años. Cada ser vivo tiene detrás de ellos una historia milenaria que involucra a otros seres. La evolución de los virus, por ejemplo, está vinculada a la de otros seres vivos, ya que «se alimentan» de porciones de ADN. En primer lugar, hay una discusión sobre ellos que creo que nunca se resolverá: ¿los virus son seres vivos? Esta discusión teórica es, creo, una pregunta mal planteada. De hecho, siempre existe lo no vivo en lo vivo. Estamos hechos del mismo material que la Tierra; Tenemos una estructura molecular que contiene algo mineral. Por lo tanto, un libro muy hermoso de Thomas Heams propone hablar de «infravidas» en lugar de no vidas. Los virus se reducen casi a ADN o ARN, en resumen, material genético. No tienen estructura celular: núcleo, mitocondrias, etcétera. Esto es sorprendente, porque la célula a menudo pasa por la unidad básica común a todos los seres vivos. Incluso las bacterias tienen una estructura celular, aunque muy específica. En cualquier caso, los virus necesitan apoyarse en otras estructuras biológicas más grandes para reproducirse: «piratean» las células de otros organismos y les transmiten nuevas instrucciones genéticas para multiplicarse. toda la información es un virus. Toda la información proviene de otra parte. En el mismo sentido, podemos decir que el lenguaje y el pensamiento están estructurados como genes: todo pensamiento puede descomponerse en elementos más o menos complejos que, como los genes, pueden transmitirse. Esto permite que las mentes de quienes las reciben piensen lo mismo o hagan el mismo gesto, en un nuevo contexto. Todos somos cuerpos que transportan una increíble cantidad de bacterias, virus, hongos y no humanos. 100 mil millones de bacterias de 500 a 1.000 especies se instalan en nosotros. Esto es diez veces más que la cantidad de células que componen nuestro cuerpo. En resumen, no somos un solo ser vivo sino una población, una especie de zoológico itinerante, una casa de fieras. Aún más profundamente, múltiples no humanos, comenzando con virus, han ayudado a dar forma al organismo humano, su forma, su estructura. Las mitocondrias de nuestras células, que producen energía, son el resultado de la incorporación de bacterias. Esta evidencia científica debería llevarnos a cuestionar la sustancialización del individuo, la idea de que es una entidad en sí misma y cerrada al mundo y a la otredad. Pero también deberíamos eliminar la sustancialización de las especies … A pesar de la ciencia, hemos cavado un abismo entre las diferentes especies. Nunca integramos completamente la intuición de Darwin, que no era tanto decir “el hombre desciende de los primates”, sino más bien: “Ninguna especie es pura, ninguna especie es una mezcla extraña, una quimera , un bricolaje, un mosaico de identidades genéticas de otras especies que lo precedieron”. Todos estamos hechos el uno del otro, llevamos la marca de una multitud de formas por las que la vida ha pasado antes de producir la forma humana. Mire el cuerpo humano: la mayoría de sus características morfológicas, como la nariz o los ojos, no son específicamente humanos. Nuestras vidas son apenas humanas. Nosotros, los vivos, somos la misma vida de otros lugares y solo un poco modificada. Una vida que comienza mucho antes que nosotros. Cualquier especie es como la mariposa de otra y la oruga lista para transformarse en una infinidad de otras. La prueba final, desde un punto de vista químico, es que todos compartimos la misma maquinaria genética: ADN y ARN. [https:]] |
La crisis sanitaria causada por el coronavirus nos devuelve bruscamente a la realidad. Somos organismos ecodependientes e interdependientes dentro de una biosfera donde “todo está conectado con todo lo demás” –según la célebre primera ley de la ecología de Barry Commoner– y donde los virus son fuente de variabilidad y motor de la evolución biológica.
La cultura dominante padece un problema muy básico de negacionismo. Pero no en el que era el sentido más habitual de negacionismo hace veinte años (referido al Holocausto, la Shoah), el que podríamos llamar nivel cero. Ni tampoco al más corriente hoy, el negacionismo climático, nivel uno.
El nivel dos es un negacionismo más amplio: el negacionismo que rechaza que somos seres corporales, finitos y vulnerables, seres que han puesto en marcha procesos destructivos sistémicos de magnitud planetaria, y que hemos desbordado los límites biofísicos del planeta Tierra.
Me refiero al negacionismo que rechaza la finitud humana, nuestra animalidad, nuestra corporalidad, nuestra mortalidad, y esos límites biofísicos que visibiliza, por ejemplo, la famosa investigación (sobre nine planetary boundaries) de Johan Röckstrom y sus colegas en el Instituto de Resiliencia de Estocolmo.
Y habría, más allá de esto, un tercer nivel de negacionismo: el que rechaza la gravedad real de la situación y confía en poder hallar todavía soluciones dentro del sistema, sin desafiar al capitalismo.
Hemos hablado con cierta frecuencia de aprendizaje por shock. El shock lo tenemos aquí, en forma de SARS-CoV-2: un virus zoonótico (procedente de un animal) frente al que no tenemos inmunidad previa y que está poniendo patas arriba el mundo entero. El shock está aquí, y se trata solo de uno entre los que venimos padeciendo y vamos a padecer. Pero ¿seremos capaces de un aprendizaje colectivo?
Monbiot nos amonesta: “La tentación, cuando esta pandemia haya pasado, será encontrar otra burbuja. No podemos permitirnos sucumbir a eso. De ahora en adelante, debemos exponer nuestras mentes a las realidades dolorosas que hemos negado durante demasiado tiempo”.
Tiene toda la razón. La crisis originada por esta pandemia es poca cosa al lado de lo que se avecina a causa de la catástrofe climática, la crisis energética y la Sexta Gran Extinción.
¿Nos sobrepondremos al tercer nivel de nuestro negacionismo para ser capaces de afrontar las transformaciones sistémicas, revolucionarias, que necesitamos desesperadamente?
El individualismo de las personas que no conocen a quienes habitan en el mismo edificio se explica porque su bien personal se ha depositado en el pacto que han hecho con el Estado; a cambio de aportar una módica, digamos así, cantidad de impuestos, dejan en manos del Estado la gestión de aspectos fundamentales de la vida como el funcionamiento del agua potable o el sistema educativo, por mencionar algunos. Cuando lo extraordinario irrumpe en forma de terremoto o el Estado falla, como lo hace constantemente, la mentira del individualismo se revela: entonces es necesario hablar con la vecina, congregarse y enfrentar en colectivo la situación extraordinaria que trae a la mesa la idea negada pero palpitante de lo humano: nos necesitamos. Incluso en sociedades altamente individualistas, la necesidad de la colectividad revela su amplio rostro en situaciones de quiebre: frenar la pandemia del COVID-19 necesita de la colaboración de todas las personas, se revela que guardar la distancia o lavarse las manos, puede salvar la vida de personas que no conocemos y que las acciones de ellos pueden salvar la vida de nuestra madre octogenaria. Si la propagación del virus muestra los resortes de las estructuras interrelacionadas en las que habitamos, solo la colectivización del cuidado puede parar la pandemia.
Hago una sugerencia: comprar el último número de The Economist, la revista más importante del pensamiento neoliberal. Su título es: A grim calculus, un cálculo macabro. ¿Qué es este cálculo doloroso? El periódico lo dice de manera honesta y realista: estamos obligados a parar la economía porque si no, morimos. Pero cuidado, porque morirá más gente durante los próximos cinco años por causa del parón de la economía, ya que la ruptura de las cadenas productivas y distributivas provocará efectos de desempleo, hambre, desesperación enormes. No podemos decir que The Economist esté afirmando locuras, porque cuando pensamos en el futuro sabemos que será así. Entonces, yo propongo una reflexión que hace apenas seis meses habría parecido totalmente utópica y ahora no lo es. Es verdad que si seguimos con los criterios de la economía consumista, si detenemos la economía en los términos de un capitalismo que prioriza la obtención del máximo beneficio vamos a producir inevitablemente efectos catastróficos en los próximos años.
¿Qué podemos hacer? Podemos renunciar al beneficio, a la propiedad privada, a los criterios de prioridad que son específicos del capitalismo. Lo primero que tenemos que hacer y debemos hacerlo ahora mismo es establecer qué necesitamos básicamente: la alimentación, los medicamentos, la comunicación, el afecto, el placer de hablar con los otros... las cosas a las que no podemos renunciar porque sin ellas morimos. Claro que a mí me gusta volar en avión, ¡quiero volver a volar en avión en un futuro, por favor!, pero no me resulta indispensable. Lo que sucede es que a la hora de cambiar los criterios de qué es indispensable y en el momento en que comienzan las restricciones surge un problema político: ¿cuál es la fuente de legitimidad para tomar estas decisiones?, ¿quién toma estas decisiones sobre cuáles son las prioridades? Esto constituye un mundo político totalmente nuevo que va a abrirse dentro de pocos meses o un año.
… el problema fundamental es cómo volvemos a dar prioridad a lo que resulta útil, todo lo que en la historia del capitalismo ha sido progresivamente cancelado por la abstracción financiera. La historia de los últimos dos siglos ha sido la historia de la cancelación de lo concreto, del valor de uso. Y de repente el valor de uso vuelve rompiendo todas las máquinas financieras abstractas proponiendo que debemos volver a hablar de algo muy concreto. Quién paga la crisis no es el único problema. Evidentemente que si tú tienes mucho dinero puedes corromper a alguien para conseguir prioritariamente un respirador, pero a escala social el problema es qué cosas útiles necesitamos concretamente. Eso es extraordinariamente nuevo, porque la gente importante hoy no son los financieros que decidían hace diez años y a quienes no les importaba nada en absoluto cuáles eran las necesidades de la población. No: hoy son importantes los científicos, los técnicos, quienes saben producir una mascarilla, quienes saben cultivar la lechuga para la ensalada que nos vamos a comer mañana. Somos nosotros, los productores, sobre todo los productores científicos el centro del proceso de reactivación de lo concreto y lo útil.
En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y en otras constituciones de todo el mundo se afirma la igualdad. Es una igualdad política, incluso puramente formal. Ahora tenemos que pensar la igualdad desde otro punto de vista que no es, digamos, moral, es muy concreto: es el punto de vista de la frugalidad. Se trata de un punto de vista filosóficamente complicado pero muy importante, que es el de la felicidad, del placer. El placer no es tener muchas cosas. El placer es gozar del tiempo, es la condición de estar en armonía con los otros, con la naturaleza. Puede parecer banal pero lo estamos descubriendo de manera muy fuerte en estos días.
Entonces, la igualdad es esencialmente una distribución igualitaria de lo que podemos producir, y en condiciones de colaboración podemos producir muchísimo, lo que cada uno necesita en el planeta y mucho más. El problema de la escasez pertenece al pasado premoderno, la modernidad ya creó las condiciones para una suficiente disponibilidad de recursos gracias a la potencia de la ciencia y de la tecnología. Por tanto, estamos hablando de una idea de igualdad no meramente ideológica ni política, sino una igualdad en el acceso a lo que resulta necesario.
Hay un ejemplo que me ha chocado mucho, se lo he leído a Farhad Manjoo, un tipo que escribe en el New York Times sobre tecnología. Tiene un artículo reciente sobre un tema del que se habla muchísimo, las mascarillas sanitarias que no se pueden encontrar. ¿Qué sucede en la más grande potencia económica del mundo que son los Estados Unidos de América? Tienen 4 millones de mascarillas y necesitan 3 billones en el próximo mes, de manera que tienen un 1% de lo que necesitarían. Y no lo pueden producir porque lleva tiempo construir una fábrica que pudiera hacerlas... ¿Y por qué? ¿Por qué esta locura? Pues la explicación es muy sencilla y lo reconoce el mismo New York Times: el criterio que gobierna las decisiones económicas es el de obtener el máximo beneficio. Producir mascarillas sanitarias apenas da beneficio y lo pueden hacer en China, ¿no?, donde el trabajo cuesta muy poco. El resultado es que el 80% de las mascarillas sanitarias que hay en el mundo se producen en China.
Desafortunadamente, China ha tenido de repente necesidad de utilizarlas. ¿Y qué pasa después? Pues que todo el mundo está buscando un objeto indispensable pero que, gracias a la prioridad que se le ha dado al beneficio económico, no se ha producido en Estados Unidos. Por lo tanto, debemos olvidarnos de esta vieja idea de beneficio, competitividad económica y acumulación de plusvalía y empezar a valorar lo que es realmente necesario. Debemos hacer una lista: ¿qué es lo más necesario? Primero el alimento, segundo, tercero, cuarto, quinto, hasta lo centésimo... Entre las necesidades habrá también una camisa muy bella de color rosa y un avión supersónico, pero en el puesto milésimo. Tenemos ahora esta urgencia de decidir partiendo de un problema de criterio, porque se trata de un criterio de elección: primero lo útil, lo concretamente útil para la mayoría de la población. Y esto hace de la igualdad un concepto mucho más fácil de entender: hay una lista de cosas que son necesarias para todos. Después, si te gusta la camisa rosa o un pantalón negro, los pones en lista pero al final.
Hay otra forma que tienen de desorientarnos los nuevos ideólogos y practicantes del estado de emergencia. Distraen nuestra atención desde fructíferas alternativas democráticas hacia las supuestas exigencias del estado de emergencia. En la región de Asia-Pacífico, Taiwán y Corea del Sur son ejemplares contramodelos que muestran que la pestilencia puede gestionarse sin maniatar las instituciones. Las cosas no son perfectas, pero el temprano detector de alarmas y los métodos de escrutinio público que utilizan para manejar el contagio prestan un nuevo significado al adagio socrático que dice que la vida no examinada no merece ser vivida. Esos gobiernos aplican los principios de “pensar en una emergencia” e “igualdad de supervivencia” (Elaine Scarry). Atacan constructivamente el virus asegurándose de que el espíritu de la oposición al poder arbitrario se haga viral. Practican la democracia monitorizada.
Los procedimientos transparentes y los flujos abiertos de comunicación son los lemas de sus sistemas de sanidad pública universal. “Aplanan la curva” al implicar y empoderar a los ciudadanos abiertamente para que tomen los asuntos en sus manos, por ejemplo, utilizando restaurantes drive thru e instalaciones hospitalarias especiales (a mediados de marzo de 2020, Estados Unidos tenía una media de 74 test por millón de habitantes, frente a los 5.200 por millón de Corea del Sur). Taiwán, donde la vida cotidiana continúa como de costumbre, con relativamente pocas infecciones y prácticamente ninguna muerte, fue rápido al controlar (el 31 de diciembre de 2019) los vuelos procedentes de Wuhan. Aprendió lecciones de los estallidos del SARS en 2003 y de H1N1 en 2009. Durante varios años, el país acumuló máscaras, agentes higiénicos, pruebas y otros equipos. El gobierno taiwanés ha sido claro sobre el uso de la geolocalización de móviles para ubicar el paradero de las personas infectadas, y sobre el uso de esos datos para crear “vallas electrónicas” en torno a otros que pueden haber estado infectados. En un caso sin precedentes, creó un cuerpo monitor paragubernamental llamado Comandancia Epidémica Central (CECC). Compuesta por médicos seleccionados de todos los niveles del sistema sanitario del país, da informes diarios a los ciudadanos y comparte la capacidad de tomar decisiones con el ministro de Salud y Bienestar.
La fórmula que funciona en estos países es que el estado de emergencia solo se hace necesario cuando la democracia fracasa. Sabemos que los mercados no regulados fracasan, pero también lo hacen las democracias. Mi libro Power and humility (2018) muestra que, en ausencia de un organismo público de vigilancia y mecanismos de denuncia para el escrutinio y la contención democrática, las cosas suelen salir mal en sistemas complejos de poder. El fracaso democrático ocurre. La ecuación es casi matemática: sin robustos mecanismos de fiscalización, las poderosas organizaciones estatales y empresariales acaban teniendo el cerebro de un guisante. Se vuelven imprudentes. El resultado es, de manera típica y no excepcional, retrasos temerarios y decisiones estúpidas que hieren las vidas de ciudadanos y dañan su entorno.
En otros lugares del mundo los ciudadanos necesitarían rechazar el principio probado de que los virus mutantes adoran la falta de fiscalización pública. Más súbditos que otra cosa, los ciudadanos abrazarían el actual estado de emergencia y en general ignorarían el mensaje fatídico. Bajarían la cabeza, solo necesitarían seguir en cuarentena. Garantizarían que en esta crisis las democracias se convertirían en su peor enemigo. La consecuencia sería que las formas chinas de manejar el poder estrecharían su control sobre grandes partes del mundo. Un nuevo despotismo diestro en las artes de extender la servidumbre voluntaria, lo que a los intelectuales chinos les gusta llamar “buen gobierno” (liánghǎo de zhìlǐ), sería un rasgo formativo del pestilente futuro de nuestro planeta. El despotismo sería el futuro de la democracia.
[https:]]Para ello, no debemos limitarnos a los debates habituales sobre cómo de generoso o austero tiene que ser el Estado del bienestar, sino que debemos reflexionar, como demócratas, sobre qué actividades contribuyen al bien común y cómo hay que recompensarlas, sin dar por supuesto que los mercados lo van a resolver.
Por ejemplo, ¿deberíamos pensar en un subsidio federal que permita a los trabajadores tener unas familias, unos barrios y unas comunidades florecientes? ¿Deberíamos reforzar la dignidad del trabajo trasladando la carga impositiva de las rentas salariales a las transacciones financieras, el patrimonio y el carbono? ¿Deberíamos revisar nuestra política actual de tipos fiscales más elevados para las rentas del trabajo que para las del capital? ¿Deberíamos fomentar la fabricación nacional de ciertos productos —empezando por las mascarillas, el material médico y los medicamentos—, en lugar de trasladarla a países con salarios más bajos?
Cuando se superan las pandemias y otras grandes crisis, las condiciones sociales y económicas no suelen volver a ser las de antes. Nosotros debemos decidir cuál será el legado de este periodo desgarrador. Confiemos en aprovechar los atisbos de solidaridad visibles ahora para reformular los términos del discurso público y encontrar el camino hacia un debate político con más solidez moral y sin el resentimiento que tiene el de ahora.
La renovación cívica y moral necesaria exige que nos resistamos a la incipiente polémica, angustiada pero equivocada, sobre cuántas vidas debemos arriesgar para revivir la economía, como si la economía fuera una tienda que, después de un largo fin de semana, vuelve a abrir como antes.
Más que el cuándo, importa el qué: ¿qué tipo de economía tendremos después de la crisis? ¿Seguirá siendo una economía generadora de desigualdades que envenenan nuestra política y erosionan todo sentimiento de unidad nacional? ¿O valorará la dignidad del trabajo, recompensará las aportaciones a la economía real, dará voz a los trabajadores y repartirá los riesgos de las enfermedades y los periodos difíciles?
Debemos preguntarnos si reabrir la economía significa volver a un sistema que nos ha dividido desde hace 40 años o dotarnos de un sistema que nos permita decir con convicción que estamos todos juntos en esto.
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Si la oportunidad aparece para ellos, se abre para nosotros también. Si todo está parado, todo puede ser cuestionado, modificado, seleccionado, clasificado, interrumpido para bien o, al contrario, acelerado. El momento de hacer el inventario anual es ahora. A la petición del sentido común: “Reactivemos lo más rápidamente posible la producción”; hay que responder con un grito: “¡Ni se nos ocurra!”. Lo último que debemos hacer es retomar de manera idéntica todo lo que hacíamos antes.
No se trata ya de retomar o de modificar un sistema de producción, sino de salir de la producción como principio único de relación con el mundo. No se trata de una revolución, sino de una disolución, pixel a pixel. Como demuestra Pierre Charbonnier, después de cien años de socialismo limitado solo a la redistribución de los beneficios de la economía, quizá es el momento de inventar un socialismo que discuta la producción en sí misma. Y es que la injusticia no se limita únicamente a la redistribución de los frutos del progreso, sino a la manera misma de hacer fructífero el planeta. Lo cual no quiere decir decrecer o vivir de amor y de agua fresca, sino aprender a seleccionar cada segmento de ese sistema pretendidamente irreversible, poner en cuestión cada una de las conexiones que se decían indispensables y demostrar paso a paso aquello que es deseable y lo que ha dejado de serlo.
Está en nuestra mano oponer un contra-inventario. Si en un mes o dos miles de humanos son capaces, a golpe de silbato, de hacer suya la consigna “distancia social”, de alejarse para ser más solidarios, de quedarse en sus casas para no saturar los hospitales, podemos imaginar bastante bien el poder de transformación de estos nuevos gestos barrera ataviados contra la reanudación idéntica o, lo que sería peor, contra un nuevo azote de aquellos que quieren escapar para siempre de la atracción terrestre.
No tenemos la certeza de que habrá seguro una vacuna y no sabemos la letalidad real del virus. La razón por la que los Gobiernos son tan cautelosos es la incertidumbre. La justificación de las medidas depende totalmente de hechos sobre el virus que desconocemos. Lo que hacen los Gobiernos es apoyarse en una interpretación pesimista de la situación, porque sería demasiado arriesgado asumir el escenario optimista. La paradoja actual es que nuestra política se basa en una ficción, no en hechos, porque no los conocemos; conocemos un espacio de posibilidades, que se estrecha gracias a la virología y a las simulaciones informáticas. Vivimos en una simulación.
[https:]]El empeño del Estado, ese ogro filantrópico, es lograr que renunciemos a la autonomía personal para disfrutar de su protección sin sentirnos responsables, es decir culpables o amenazados... por nosotros mismos. Del Estado policial de los colectivismos vamos pasando al Estado Clínico democrático, que no impone la ideología sino la curación.
El concepto de coinmunidad implica aspectos de solidaridad biológica y de coherencia social y jurídica. Esta crisis desvela la necesidad de una práctica más profunda del mutualismo: protección mutua generalizada, como digo en Has de cambiar tu vida.
Veo cómo en un futuro, la competición por la inmunidad debería ser reemplazada por una nueva conciencia de la comunidad, por la necesidad de fomentar la coinmunidad, fruto de la observación de que la supervivencia es indiferente a las nacionalidades y las civilizaciones.
En los últimos dos siglos, la mayor preocupación de las entidades políticas, de los Estados nación, giraba en torno a la independencia. En el futuro, necesitamos una declaración general de dependencia universal; la idea básica de comunidad. La necesidad de un escudo universal que proteja a todos los miembros de la comunidad humana ya no es algo utópico. La enorme interacción médica en todo el mundo está demostrando que esto ya funciona.
En todo el mundo se está recordando ahora que la necesidad de un Estado fuerte es algo que va a acompañar nuestra existencia durante un periodo largo, porque parece que son los únicos disponibles para solucionar problemas. Eso es complicado, porque podría corromper nuestras demandas democráticas. En el futuro, una tarea para el público general y la clase política será vigilar una vuelta clara a nuestras libertades democráticas.
Cabe esperar que nos volvamos a refugiar en la («nueva») cotidianidad y a planificar un futuro del que somos rehenes. Y así nos sentiremos libres, liderados por el «piloto automático». No nos habremos bajado en ningún momento del tren que atravesó el túnel de la pandemia. Habrá quienes cambien de vagón, pero es poco probable que los raíles vean modificado su trazado.
Sin duda a casi nadie se le escapa que los gobiernos de muchos países han aprovechado la situación actual para paralizar durante un tiempo indeterminado protestas que, en muchos casos, eran muy fuertes y llevaban activas meses. Pero lo que no resulta menos alarmante es cómo las medidas de distanciamiento social y el miedo al contacto con el otro que ha generado la epidemia se hallan en poderosa sintonía con las principales tendencias de la sociedad contemporánea. De hecho, dos de los fenómenos que la crisis sanitaria ha acelerado hacen plausible pensar en un posible tránsito a un nuevo régimen social sin contacto humano, o con el menor número posible de contactos y regulados por la burocracia: el aterrador aumento del poder de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) sobre nuestras vidas; y su corolario, los proyectos de seguimiento digital de la población amparados en la necesidad de limitar el número de contagios de covid-1.
“Quédate en casa”... usando Internet y sin cuestionar los riesgos para la salud de los dispositivos inalámbricos
Desde los primeros días del confinamiento estuvo claro que uno de los efectos sociales inmediatos de la pandemia, en España y en Francia, sería una profundización de nuestra dependencia de la informática y de los dispositivos inalámbricos (móvil, WiFi, Bluetooth, etc.) Y eso que, al ritmo al que iban las cosas, ¡parecía difícil que pudiera acelerar aún más! Sin embargo, el confinamiento obligatorio en los hogares ha hecho que, para muchos, las pantallas se hayan convertido en casi la única manera de mantener el contacto con el mundo: el comercio digital ha explotado, de hecho hasta la organización de redes locales de aprovisionamiento de verduras y productos frescos ha dependido en muchos casos de internet; el uso de videojuegos ha alcanzado niveles estratosféricos; las consultas de «telemedicina» han aumentado exponencialmente (pese a que lo único que ofrecen es una simple conversación telefónica); también la continuidad de la docencia reglada se ha hecho pasar por el ordenador, ignorando todas las voces médicas que recomiendan limitar la exposición de los niños a las pantallas y a las radiofrecuencias de microondas; y, por último, muchos miles de personas están teletrabajando –se acabó lo de «metro-curro-catre», la cosa se ha quedado en «de la cama al ordenata», «en la cama con la tablet» o «en el catre con el ordenata».
El sistema de renta básica tendría otras ventajas sociales y económicas. Nuestra supervivencia colectiva a esta pandemia depende no sólo de nuestro propio comportamiento y nuestro acceso a los recursos, sino también de que todos los demás tengan los recursos necesarios para sobrevivir. Si algunos grupos se quedan fuera de los programas de ayudas económicas, tenderán a mostrar comportamientos que prolongarán la pandemia, aunque solo sea porque, sin recursos, seguirán siendo vulnerables al virus y otras enfermedades sociales. Podríamos incluso formular una regla social: cuanto más específico sea el sistema de ayudas económicas, más durará la pandemia y más devastadora será.
Desde el punto de vista económico, los políticos deberían ser conscientes de que, durante mucho tiempo, vamos a sufrir las consecuencias de una profunda crisis de demanda. Los pobres no podrán comprar bienes y servicios básicos, el precariado no podrá atender sus deudas crecientes y los asalariados habrán sufrido enormes efectos en su riqueza, es decir, la constatación de que han perdido mucha riqueza, lo que les hará gastar menos.
A los políticos les gusta dar la imagen de que protegen a las empresas y los puestos de trabajo. Pero el objetivo principal debería ser impulsar la demanda de bienes y servicios básicos, sin la cual las empresas no pueden funcionar. Una renta básica impulsaría esa demanda, y constituiría la piedra angular de la nueva economía: alimentos, viviendas, sanidad y educación.
Otra ventaja de una renta básica de emergencia es que podría servir de lo que los economistas llaman estabilizador económico automático. Si se adopta, impulsaría la demanda de bienes y servicios básicos. Si eso funciona, la economía comenzará a recuperarse. Entonces, el Gobierno podría reducir ligeramente el importe para que sea sostenible a largo plazo, mientras se ponen en marcha impuestos y otros recursos financieros para sufragar un sistema permanente. Si la recesión empeora debido a fuerzas externas, las autoridades podrían aumentar la renta básica, para reforzar la economía en general.
La situación es grave. La mayoría de la gente está teniendo dificultades económicas, sociales y emocionales. Una renta básica no es la panacea; pero es esencial y urgente. Si las autoridades no la aplican, serán en parte responsables de las muertes y enfermedades del mañana. Como mínimo, deberían lanzar de inmediato programas piloto, si no están convencidos. La inacción es lo que no se perdonará ni se olvidará.
Hay dos cosas más que están claras. El sistema sanitario institucional tendrá que contar con la ayuda de comunidades locales para que cuiden a los débiles y a los ancianos. Y, en el lado opuesto de la escala, habrá que organizar algún tipo de cooperación internacional eficaz para producir y compartir recursos. Si los Estados simplemente se aíslan, comenzarán las guerras. A todo esto me refiero cuando hablo de «comunismo», y no veo ninguna alternativa que no sea una nueva barbarie. ¿Hasta dónde llegará? No sabría decirlo: lo único que sé es que es urgente se dé cuenta, y, como ya hemos visto, lo están llevando a la práctica políticos como Boris Johnson, que desde luego no es ningún comunista.
Las líneas que nos separan de la barbarie son cada vez más claras. Uno de los signos de la civilización actual es que cada vez más gente comprende que la prolongación de las diversas guerras que recorren el planeta es algo totalmente demencial y absurdo. Y también que la intolerancia hacia las demás razas y cultura, y hacia las minorías sexuales, resulta insignificante en comparación con la escala de la crisis a la que nos enfrentamos. Por eso, aunque hacen falta medidas de guerra, me parece problemático el uso de la palabra «guerra» para nuestra lucha contra el virus: el virus no es un enemigo con planes y estrategias para destruirnos, es sólo un estúpido mecanismo que se autorreplica.
Esto es lo que no comprenden aquellos que deploran nuestra obsesión con la supervivencia. Hace poco Alenka Zupančič releyó un texto de Maurice Blanchot de la época de la Guerra Fría acerca del miedo a la autodestrucción nuclear de la humanidad. Blanchot muestra que nuestro desesperado deseo de supervivencia no implica la postura de «olvidémonos de los cambios, procuremos mantener el estado actual de las cosas, salvemos nuestras vidas desnudas». De hecho, es más bien lo contrario: solo mediante nuestro esfuerzo para salvar a la humanidad de la autodestrucción crearemos una nueva humanidad. Sólo a través de esta amenaza mortal podemos vislumbrar una humanidad unificada.
[https:]]“La solución no será el aislamiento ni la construcción de nuevos muros y posteriores cuarentenas. Hace falta una plena solidaridad incondicional y una respuesta coordinada a nivel global, una nueva forma de lo que antaño se llamó comunismo. Si no orientamos nuestros esfuerzos en esa dirección, entonces el Wuhan de hoy puede acabar siendo lo habitual en las ciudades futuras (...) Si los Estados se aíslan, comenzarán las guerras (...) Como expresa Will Hutton: ‘En la actualidad está agonizando cierta forma de globalización de libre mercado y desregulada, con su propensión a las crisis y a las pandemias. Pero está naciendo otra forma que reconoce la interdependencia y la primacía de la acción colectiva de base empírica’” .
“Tal como reza el dicho: en una crisis somos todos socialistas. Incluso Trump se ha planteado una forma de renta básica universal. Este socialismo forzado, ¿será un socialismo para los ricos, como el rescate de los bancos en 2008? (...) Ahí es donde aparece mi idea de comunismo, no como un sueño inconcreto, sino como el nombre de lo que ya está sucediendo (...) el gasto de billones para ayudar no sólo a las empresas, sino también a los individuos se justifica como medida extrema para mantener la economía en funcionamiento y evitar la pobreza, pero lo que ocurre es más radical: con esas medidas, el dinero ya no funciona al modo capitalista tradicional, sino fuera de las restricciones de la ley del valor (...) No es la visión de un futuro luminoso, sino más bien un comunismo del desastre como antídoto al capitalismo del desastre”.
En epidemiología, el efecto tomasino se llama “caso cero”. Si comparas los genomas de las personas vivas, verás que se organizan en la forma de un árbol. Los genomas más parecidos son las ramitas terminales de una sola rama madre, las ramas madre más parecidas son versiones de una gran rama común, y así hasta llegar al tronco de donde proviene todo el árbol. El origen de las especies, el libro de Darwin que fundó la biología moderna, tenía solo una ilustración, y ¿saben qué era? Un árbol. Esa es la forma de cualquier mundo generado por un proceso evolutivo. Dios crearía una lista de cosas. La evolución crea árboles genealógicos de cosas.
Lo mismo se puede hacer con el coronavirus. Si alguien ha contagiado a alguien, como diría Gila, sus virus tendrán un genoma muy parecido. Cuanto más lejos esté su nexo común de infección, más diferirá el genoma del virus. Esa es otra vez la estructura de un árbol. Basta aplicar el estilo tomasino para concluir que debe haber un tronco, el Primer Motor Inmóvil, el principio de todo contagio. Y es probable que lo haya, pero casi imposible que lo encontremos.
Pero hay pacientes que tienden a cero, como diría un matemático. No son culpables de nada, pero resultan útiles para la medicina. Pablo Guimón informaba el miércoles desde Washington de uno de esos pacientes, y Joel Cohen cuenta en Science el caso de la doctora X, una investigadora que no quiere dar su nombre y que fue también una de las primeras personas que llegó a Estados Unidos contagiada.
Voló a Pekín en enero para celebrar el Año Nuevo Lunar con su familia en Pekín. Un hermano suyo voló desde Wuhan para añadirse a la celebración, en uno de los últimos vuelos que salieron de allí antes de que esa ciudad quedara aislada. Los siete miembros de la familia acabaron contagiados, y el padre murió. La doctora X volvió a Estados Unidos poco antes sin saber que tenía el virus. Un proyecto financiado por la DARPA (la agencia de investigación avanzada del Pentágono) persigue terapias contra el coronavirus basadas en los anticuerpos de la doctora X y otros casos cero, o que tienden a cero. Ese es el verdadero valor del enfoque tomasino. Dios sigue sin comparecer.
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No calia cap virus per a saber que una ciutat només pot ser controlada per un toc de queda. Tota la vida ha estat així. Però és que ara hi ha una amenaça real. I em sembla ben significatiu que els actors que vindiquen el dret individual a la mobilitat no són l’esquerra, i els únics que protesten d’una manera vehement són els seguidors de Trump.
Per què són els que reclamen el principi liberal de lliure mobilitat, que posen per damunt del bé públic. Doncs no fem bromes: hi ha un virus, tu. L’amenaça és real i l’única alternativa per a combatre’l era el confinament. Ja hi pots fer tantes voltes com vulguis. Encara que sigui per responsabilitat, el que a mi em pertoca és dir que deixem de banda les llibertats individuals que podia semblar que teníem i entenguem que per damunt de les llibertats personals hi ha el benestar públic. Jo, em sap molt greu, sóc un home d’ordre.
La democràcia es basa en l’obediència voluntària. Qualsevol sistema social funciona a partir de l’obediència. Jo faig classes com un ximple davant l’ordinador voluntàriament. Podria no fer-ho. Encara més: em passo tot el dia obeint, i no veig que es pugui fer de cap més manera. No sóc un liberal que cregui que per damunt de tot hi ha la llibertat. Crec que hi ha responsabilitat i lleialtats que no poden ser decebudes i que impliquen obeir. I a més dic obertament que qualsevol convivència humana basada en normes compartides demana l’obediència voluntària, fins i tot quan desobeïm.
Encara més, quan desobeeixo l’ordre social al capdavall represento la competència que tinc d’impugnar-lo. I en certes circumstàncies desobeir certes lleis injustes no és un acte de llibertat, és un acte d’obediència. És una obligació moral. Això és molt important. Rebel·lar-se, desobeir, en certes circumstàncies és obligatori.
D’això se’n diu responsabilitat. Que explica fins a quin punt som conscients que els nostres actes tenen conseqüències. I que podem perjudicar els altres. Tu creus que no voldria sortir de casa, jo, ara? No surto de casa perquè penso en els altres. I entenc que l’única manera de resoldre aquesta situació és obeint. Complint allò que ens diuen aquells que en saben més que nosaltres. Hem de preservar-nos durant un temps els uns dels altres.
Això que veiem ara passava d’una manera larvada. I les circumstàncies actuals han fet d’accelerador de partícules que intensifica el màxim allò que ja eren tendències, inèrcies. Aquesta idea que el món canviarà té més a veure amb l’obligació que tenen alguns intel·lectuals de pronunciar-se sobre l’actualitat. En un sentit profètic. Una mena de xamans que es pronuncien sobre temes dels quals no tenen ni la més remota idea. Em recorda molt les Torres Bessones. No va haver-hi cap intel·lectual com Déu mana, entre cometes, que no se sentís obligat a dir-ne alguna cosa. Aquest star system intel·lectual és el que em fa més ràbia. La vida després de la Covid-19. La Covid-19 és un abans i un després? No, home, no. Més aviat que no ens pensem podem tornar a la normalitat. Per bé i per mal. El capitalisme continuarà bàsicament dedicant-se a la depredació, que és el seu fort, i nosaltres farem el vermut en una terrassa.
Les alternatives polítiques que presumeixen d’esquerres reclamen, i segons com obtenen, un capitalisme més comprensiu. Que estigui en condicions d’entendre que necessita mantenir un cert nivell de vida (tot i que ja no és el de l’estat del benestar) que asseguri que cadascú de nosaltres continua essent un productor primer, i consumidor després. Tindrem injecció en massa de diners públics i un rescat universal que garantirà l’ordre. En el fons busquen això. No faran perillar l’estabilitat mundial. No la volen deixar a les mans d’espasmes col·lectius que puguin implicar revoltes. Ens tranquil·litzaran a còpia de mesures que no afectaran la distribució de poder i la riquesa. És el model, una miqueta, d’allò que va ser l’estat del benestar, que va arribar justament després d’una crisi. La Segona Guerra Mundial. Per evitar el desordre social.
Vivim en una mena de circumstància en què ens pensem que tot és inèdit, insòlit, però en el fons allò que hagi de passar hauria passat igualment sense el coronavirus i sense internet. D’això no en depèn. I si la maquinària del sistema no té cap manera de vigilar-nos, doncs en farà servir una altra. Si és que en fa servir cap! Perquè potser la clau és que ningú no vigilava. Potser només hi ha la convicció narcisista i vanitosa que hi ha ulls que ens vigilen. Se’ls en fot, bàsicament, què fem. Darrere les càmeres de videovigilància no t’espia ningú. I aquest és l’autèntic control: no ens espien, pensem que sí, i així justifiques la teva passivitat. No faig res perquè que em vigilen. Realment si et diguessin que no et vigilen, t’emportaries un disgust, perquè aleshores quina coartada tindries per a no moure el cul?
Quan compares aquesta pandèmia amb anteriors és una anècdota. El problema està en el fet que mirem moltes pel·lícules. I ens sembla un gran què. D’una manera o altra, ens animen a un imaginari que té una base cinematogràfica. Molta gent ho diu obertament: vivim una pel·lícula de ciència-ficció. I si la cosa no t’afecta de manera directa en forma de mort o malaltia o crisi econòmica, fins i tot pots explicar-ho com una experiència, amb una certa gràcia, que haurà valgut la pena de viure. I que podrem explicar després.
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Por nuestro propio interés, dicen, tenemos que perdernos la vida. Para reducir el riesgo del virus a cero, debemos abrazar, más allá de lo razonable que sí era necesario, esta negación de la vida que es el confinamiento.
Los ganadores ya son esos señores del aire, como los llama Javier Echevarría, que están reduciendo nuestras vidas a la contemplación sucesiva de pantallas.
Hemos recuperado, sobre todo, la humildad ante la naturaleza; porque la naturaleza se deja conocer, pero no se deja violar.
Horacio decía que “por mucho que se expulse a la naturaleza con la horca, (la herramienta para expurgar malas hierbas), siempre retorna”.
Voltaire decía que la naturaleza no es buena ni mala: es poderosa. Yo creo que deberíamos seguir los pasos de la naturaleza igual que Chillida sigue los de la piedra sin demolerla.
No hay que vencerla, sino mantener el equilibrio con ella.
Ahora mismo hemos de tender a recuperar la celebración –cumpliendo todos los requisitos, sanitarios por supuesto–; pero hemos de salir de nuestras cuevas cuanto antes todos y recuperar la vida. Porque la vida es riesgo.
Quienes han salvado la situación no ha sido ni el gobierno central ni los gobiernos autonómicos: han sido una multitud de trabajadores del sector sanitario y de cuidados, la mayoría mal pagados y precarizados, que han tratado de salvar la crisis sanitaria como han podido, y que lo han hecho por vocación o por servicio público. Seamos claros: estos trabajadores han actuado a pesar del gobierno, pero también a pesar de esa misma sociedad (hecha sinónimo del sector instalado) que lleva ciega a su situación desde hace décadas; y que considerando su capacidad de análisis lo seguirá siendo... allá se hunda el servicio público de salud.
La noción, claro, es muy antigua. La idea de que no hay que tocar a ciertos enfermos es un clásico. Durante siglos fueron los leprosos: los metían en prisiones especiales para que no nos rozaran —y nos salváramos de verlos. Tardamos generaciones y generaciones de leprosos condenados al encierro hasta entender que la lepra no se contagia al toque: que se necesitan años de contacto continuo para que una persona con ciertas predisposiciones la contraiga.
Ahora también el miedo del contagio nos aparta. La gran diferencia es que el corona nos convierte a todos en leprosos transitorios —y que no se nos nota. Vivimos en un mundo que imaginamos lleno de pequeñas bestias terroríficas, tan pequeñas que no podemos verlas pero pululan en toda superficie, en el aliento de los otros. Cualquiera puede estar infectado, leproso sin saberlo, sin signos distintivos, y entonces lo que siempre fue una forma de discriminación se convierte en puro miedo indiscriminado. Esa es la belleza del truco: todos podemos ser portadores de la condena, aun sin querer, aun sin parecer. Por lo tanto no hay que acercarse a nadie. Hay una forma nueva de la sociabilidad que, hace dos meses, habríamos calificado de asocial.
Vivimos en el miedo, y no parece probable que este miedo se disuelva rápido. Ya nos dicen que hay que temer rebrotes, recaídas, y que habrá que seguir sin arriesgarse a acercarse a un semejante. Una generación crecerá con la admonición constante de sus padres: no lo toques, que puedes enfermarte. Y muchos le harán caso, y cuando pase lo más agudo del asunto muchos seguirán haciéndole caso por si acaso: si todo sigue así, el mundo será, durante años, un lugar asustado con mucho menos tacto, caras enmascaradas, alcohol hasta en la sopa. Un mundo donde los inadaptados de siempre irán de la mano por la calle, se besarán, intentarán saludar a los demás con un beso o un abrazo o tenderán su mano y provocarán saltos hacia atrás, hacia la seguridad de la distancia. Un mundo donde darse la mano será un gesto de coraje, de confianza extrema —y muchos lo harán y correrán a lavarse. Un mundo donde el infierno, más que nunca, serán los otros.
El corolario es claro: si quiere tocar a alguien, tóquese usted mismo. Es la cumbre de la distancia social, de esta idea tan actual de que no hay nada seguro fuera de sí. Ya lo recomendó el Ministerio de Salud de mi otro país: lo mejor es la masturbación —siempre que después, por si acaso, se lave bien las manos.
La situación es bifronte. Pesimismo paranoico o utopismo maniaco. Ya antes de la crisis de la covid-19, el capitalismo patriarco-colonial había entrado en un proceso insostenible de destrucción de la vida en el planeta. Hasta ahora, las sociedades del sur globalizado y los cuerpos sexualizados y racializados (tanto del norte como del sur) eran aquellos de los que se extraía vida y valor, mientras que la acumulación se producía en el norte. La pandemia ha desplazado las consecuencias necropolíticas de este sistema de producción y reproducción de la vida a los centros de poder del norte.
La crisis es un laboratorio político global para extender a la totalidad de la población técnicas extremas de militarización de la vida cotidiana y de control: televigilancia y biocontrol son la otra cara del teletrabajo y de la prevención digital. Nos enfrentamos a la expansión de formas de tecno-totalitarismo, al mismo tiempo que las fuerzas reaccionarias utilizan la crisis para reavivar los discursos neofascistas.
La respuesta no puede venir ni de una amplificación tecno-neoliberal del capitalismo, ni de una vuelta a las formas de segmentación del poder patriarco-colonial. Unos quieren acelerar. Los otros dar marcha atrás. Sin embargo, ninguno de esos proyectos representa una alternativa. Sólo una nueva alianza de luchas transfeministas, anticoloniales y ecologistas puede proponer la mutación epistémica y política necesaria. Es preciso negarse a volver a la normalidad porque la normalidad es el problema, no la solución. La normalidad de la destrucción ecológica y de la explotación capitalista y patriarco-colonial es el problema, no la solución. Las instituciones (escuela, fábrica, ejército, policía, museo, prisión, residencia de ancianos…) y las formas tradicionales de hacer política son el problema, no la solución. Solo el arte puede salvarnos. Por arte entiendo una praxis creativa colectiva que re-invente instituciones sociales y modos de reproducción de la vida sobre el planeta. Implosión o revolución.
La crisis sanitaria ha revelado un dato evidente: las clases populares son indispensables para la supervivencia de nuestras sociedades. La pandemia ha puesto de relieve la utilidad social de esas capas sociales. Y la opinión pública ha sabido entenderlo, puesto que, en 24 horas, los auxiliares de enfermería y los enfermeros, pero también los repartidores, los cajeros, los conductores, los vendedores de prensa, los carretilleros y los basureros, se convirtieron en héroes. Los invisibles, los que ayer “no eran nada”, demostraron en unas cuantas horas que eran, de hecho, el engranaje esencial de la sociedad. Sin embargo, son esas clases las que sufren desde hace decenios la precarización social y, sobre todo, el olvido cultural.
Despreciadas y relegadas, hace dos años ya dieron que hablar: es impresionante pensar que las personas que pertenecen a esas categorías son precisamente, en gran parte, las que participaron en el movimiento de los chalecos amarillos. Los obreros, trabajadores autónomos y asalariados con poca o ninguna cualificación, que tenían una presencia desproporcionada en la protesta, la tienen hoy también entre quienes están sosteniendo la economía.
Esas personas corrientes que hace dos años se pusieron un chaleco hoy se han puesto una bata blanca y de esa manera han captado la atención de las clases dominantes y de todos los que ejercen profesiones más apreciadas y valoradas económicamente pero no necesariamente más útiles en una crisis sanitaria. Al mantenerse en sus puestos en plena epidemia, mientras que muchos jefes y directivos teletrabajaban desde sus casas o se refugiaban en sus segundas residencias fuera de las grandes ciudades, han demostrado su fuerza y su utilidad.
La crisis sanitaria, que ha dejado al descubierto la importancia de las fracturas sociales y culturales, nos está diciendo algo. Si bien es difícil predecir cómo será el “mundo de después”, sí podemos afirmar que no podrá ser duradero si no incluye la integración y el reconocimiento cultural de la gente corriente. En caso contrario, todo indica que el nuevo mundo no será más que una copia del antiguo... pero peor.
La pandemia de la covid-19 no es solo una crisis de salud pública. Es también una crisis global y cívica. Para luchar contra la enfermedad se necesita la clase de solidaridad que la mayoría de las sociedades difícilmente alcanzan excepto en tiempos de guerra. El desafío al que nos enfrentamos consiste en descubrir fuentes de solidaridad en una época en la que la mayor parte de las sociedades democráticas están profundamente divididas.
A primera vista, puede parecer que la pandemia fomenta los vínculos solidarios, porque pone de manifiesto nuestra dependencia mutua y nuestra vulnerabilidad. Los políticos, los famosos y los relaciones públicas proclaman que, en esto, "todos vamos en el mismo barco". Pero este eslogan fraternal, aunque en principio resulte motivador, en estos momentos suena hueco, ya que nos recuerda lo divididos que estamos en realidad.
La pandemia ha llegado en un momento de gran desigualdad y de rencor partidista. Las décadas precedentes han abierto una profunda división entre ganadores y perdedores. Cuarenta años de globalización neoliberal han prodigado generosas gratificaciones a los que están en lo más alto, mientras que han dejado a la mayor parte de los trabajadores con salarios estancados y menos estima social.
La brecha cada vez más dilatada entre los ricos y el resto no ha sido el único motivo de polarización. Echando sal en la herida, una concepción meritocrática del éxito ha venido a racionalizar la desigualdad. A medida que los ganadores amasaban los beneficios que les proporcionaban la subcontratación, los tratados de libre comercio, las nuevas tecnologías y la liberalización de las finanzas, llegaron a creer que su éxito era merecido, que se lo habían labrado ellos, y que quienes luchaban para llegar a fin de mes no podían culpar a nadie más que a sí mismos.
Esta visión del éxito hace difícil creer que "vamos todos en el mismo barco", ya que invita a los ganadores a considerarse artífices de su éxito, y a los que se quedan atrás a sentir que las élites los miran con desprecio. Esto ayuda a explicar por qué hemos sido testigos de una reacción furiosa y resentida contra la globalización neoliberal.
La pandemia nos recuerda a diario la contribución al bien común de unos trabajadores que reciben un sueldo modesto pero que, en cambio, realizan tareas esenciales, a menudo a riesgo de su propia salud. No estoy pensando solo en los médicos y las enfermeras que reciben los bien merecidos aplausos, sino también en los empleados y los cajeros de los supermercados, los repartidores, los camioneros, los almacenistas, los policías y los bomberos, los agricultores y los cuidadores a domicilio.
Reconocer la contribución de los trabajadores que se encuentran fuera del círculo privilegiado de las profesiones de élite y otorgarles una voz significativa en la economía y la sociedad podría ser el primer paso hacia la renovación moral y cívica cuando empecemos a salir de la crisis. La pandemia ha puesto de manifiesto hasta qué punto cuatro décadas de desigualdad creciente han deteriorado los lazos sociales. Pero, tal vez, al poner de relieve nuestra dependencia mutua, nos encamine hacia una nueva política del bien común.
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