
La verdad en las novelas de espías
Marcos Santos Gómez
Haciendo hueco para nuevos libros en los anaqueles de mi biblioteca, hube de deshacerme de algunos ejemplares viejos, cometiendo ese error imperdonable que sabemos que tarde o temprano hemos de pagar. Me excusé diciéndome que uno de los condenados, ahora tan echado en falta y al que hoy por fuerza solo puedo rememorar, era uno gastadísimo por mis cansinas lecturas, por la exageración de mi gusto, por mi monomanía de acudir reiteradamente a los mismos pasajes que ya había leído e incluso estudiado con más que exageración. Se trataba de un libro de texto que me había guiado como una Biblia, un libro de libros, para ir a otros libros, que escribiera la certera pluma de Lázaro Carreter para los estudiantes del antiguo Curso de Orientación Universitaria de los años ochenta. Desde entonces, su palabra había sido luz para mis lecturas y algunas de sus aseveraciones, como aquella de que Borges opone al trágico sinsentido del mundo una “elegante ironía”, se me habían anclado en las entrañas. Pero por mucho que lo hubiera releído, hoy sé que tarde o temprano la memoria habría de menguar y que esta más bien se burla de uno, pues se deforma y falla irrisoriamente, hasta el punto de que el recuerdo que uno creía grabado a fuego en pieza de bronce y fijado para siempre manifiesta su cualidad evanescente y aún falsa en cualquier duermevela en que caemos en la cuenta de que en realidad no fue de tal manera, sino de la otra. Por mucho que hubiera leído el libro que por gastado creí condenado, ahora sé que no lo gastaron mis ojos lo suficiente. Un libro siempre debe leerse otras veces.
Digo esto porque en este manual de Lázaro Carreter que por desgracia no tengo delante, hallé una cita de Camilo José Cela que he buscado por todas las esquinas del Internet y no encontrado. Aunque dudoso de su existencia, creo poder evocarla, porque tal como lo recuerdo me produjo gran impacto haberla leído tantas veces durante los largos años que guardé el libro que expulsé de mi paraíso a sabiendas de que era uno de los justos. Decía, definiendo en pocas palabras lo que según el profesor Carreter era el núcleo ideológico de Cela, su más seria convicción sobre el hombre y la existencia. Con tono de confesión, de estar declarando algo muy hondamente creído, señalaba más o menos (y, ya se sabe, cito de memoria): “el hombre puede obrar bien a ratos, puede hacer buenas cosas, pero a la larga, en su fondo, acaba prevaleciendo en él algo sombrío. No nos engañemos, ni el hombre ni el mundo son buenos”. Lo expresaba con mucho mejor acierto, pero creo que la idea era esa, que la existencia, en el fondo, no es buena, que bajo nosotros hay un mal y que el mundo, en su esencia, es un lugar tenebroso.
Sobre esto puede darse, y se ha dado, una profunda discusión filosófica y teológica que atraviesa la historia de la humanidad, pero lo que nos interesa ahora es esta desazón intuida, albergada como un lastre incómodo toda una vida de manera que tiña una estética como la de Cela, tan afín a la de su admirado Quevedo, y, lo que es más duro, que empañe una existencia particular. Y esto ocurre. Independientemente del valor de verdad de este dogma sobre lo maligno de la existencia, es cierto que representa una fe que puede vertebrar una forma de ser y que en la literatura ha generado una abundante producción en distintos niveles entre lo culto y lo más próximo a la literatura de consumo, o lo onírico y lo aparentemente plano y superficial. Hay géneros literarios en los que late esta verdad descarnada, en la que podría ahondarse la complejidad si se relaciona con la desesperación producida por ciertos sistemas sociales y economías, es decir, si se asume que la vida vivida como un mal puede ser también la experiencia de un universo social maligno. Aquí entraríamos en una encrucijada donde la esperanza de una teoría crítica admitiría posibilidades de una apertura hacia lo novedoso que nos fuera salvando de ese mal instalado ferozmente en lo real, pero donde, en el otro lado de la bifurcación, podríamos pensar que el hombre ni tiene ni merece demasiadas esperanzas, es decir, que no habría un remedio para este mal que nos asola desde dentro. Es a lo que alude la cita a que me refiero tan leída y evocada por mí, pero tal vez apócrifa, de Cela. El presentimiento de este pesimismo es que esta melancolía no es cosa de fáciles terapias ni psicológicas ni sociales ni políticas.
La figura literaria del espía y de las pesadillas evocan esto mismo. La serie documental de Netflix sobre el Mossad que termina con una certera reflexión de un viejo espía nos da la pista. El mundo de los servicios secretos y de inteligencia, tanto en la realidad como en las novelas, que tomamos como metáfora, puede no obrar con toda la limpieza que sería deseable y quizás sus métodos no siempre puedan ser aprobados. De hecho, es, por definición, un mundo secreto, soterrado, encubierto, que actúa a bajo nivel, mientras en la superficie, la normalidad, o sea, todos nosotros, el mundo real, lo visible, sucede. Mientras el mundo y nuestras vidas se regulan por las reglas que sancionan los telediarios y las fronteras son las que son, y las leyes funcionan, y los Estados se rigen como se dice que se rigen, hay algo que evita, decía este miembro de los servicios secretos, que todo este entramado de la normalidad se deshaga. Evitan guerras. Es más, el mundo secreto, creo que puede afirmarse, es una guerra en la que las distintas naciones están persiguiéndose, robándose, matándose, pugnando, forjando alianzas secretas, en una trama complejísima de infinidad de niveles, como nos tienen acostumbrados las novelas de espionaje, donde la certeza brilla por su ausencia y todo se torna ambiguo, doble, turbio. Es, de hecho, una lucha, una competición constante, infatigable, insomne, agónica, donde todas nuestras claridades desaparecen. De hecho, se insiste en algunas publicaciones que tratan con seriedad del tema, se entrena a los agentes para que renuncien a sus códigos morales, a que aprendan a mentir, a actuar, a que nada les impida ser actores que representen su papel en la trama subterránea que jamás puede salir a la luz y en la que todos nos sustentamos. Gracias a esta trama latente, a esta tan bulliciosa como silenciosa guerra, se evita, decía nuestro espía en el documental, una guerra de verdad, abierta, declarada. Se está impidiendo que nuestras rutinas se vean perturbadas por un conflicto mayor, de manera que no es arriesgado afirmar que el precio de nuestro bienestar, o de nuestra seguridad, es este fondo amoral e incontrolado que como enorme subconsciente es la cifra y clave de que seamos como somos y en el cual reposamos sin saberlo. Los Estados, nuestra burocracia, nuestra regulación, nuestro bien y nuestro mal, nuestra legalidad, funcionan porque en lo que se llama periodísticamente las “cloacas” se halla un laberinto del que John Le Carré decía que, para mayor espanto, no existe ningún centro, donde no hay nada detrás moviendo los hilos. Su frase es: “detrás está el vacío”. No hay nadie moviendo los hilos. Sencillamente es una guerra que se libra en una enmarañada red que solo por milagrosos equilibrios funciona a veces haciendo que la balsa flote y navegue. Pero en el fondo nos sustenta la guerra, una guerra secreta y anónima librada con porciones de estrategia y eficiencia. Algo de esto presintieron autores como Chesterton, Graham Greene, Stevenson, Kafka. Y es lo que explota, en la literatura, la novela de espías. Un retrato de la ciénaga, solo que la ciénaga abarca mucho más que lo político.
Creo que esta imagen de lo real, como es este inframundo del espionaje como la constante guerra secreta que nos sostiene, tan crucial para los Estados, vuelve a la idea de Cela de que en el fondo hay niebla y, aun peor, tiniebla. Si, como sugiere Freud, miráramos hacia dentro, a la red y al magma en que estamos y donde somos, quedaríamos convertidos en estatua de sal o en piedra cual si hubiéramos mirado a la mismísima Medusa. Se trata de esta vieja intuición de lo horrible como lo sustancial o de lo esencial como algo insoportable, más allá de lo sufrible, de la necesidad de una corriente arcaica y amoral donde todo se sustenta, que nutre nuestra existencia, donde se adentran nuestras raíces para extraer su savia. Uno puede oponer toda su vida la más elegante ironía a ello o el más chocarrero de los sarcasmos, resistir con moderación y bello estoicismo, cultivar el hedonismo, teñir su pluma de horrores y enfáticos adjetivos. Cierto. Pero sobre todo habrán de resonar las últimas palabras de Kurtz en El corazón de las tinieblas de Conrad: “El horror, el horror” como la clave fatal que nos constituye. De eso, de eso van las novelas de espías.
El ejercicio más agotador es ir de compras.
Este es un ir sin meta clara, en el que el tiempo y el espacio se dilatan y las cosas van tomando una consistencia daliniana, pastosa, que rebosa los moldes y las formas. Ves, con admiración, que ellas siempre tienen algo más que curiosear, algo más que probarse, algo más que comparar y tú, Atlas de baratillo, arrastras la compra que hiciste a los diez minutos de llegar como un testimonio de fidelidad a su entusiasmo.
Las piernas se hacen cada vez más pesadas, los lugares para descansar y recomponerte, más difíciles de encontrar; notas cómo apunta una sed que te llevaría a beber de un trago un barril de cerveza; una pesadez de pecio antiguo se instala en tu mente y miras, sin querer, cada vez con más frecuencia al reloj, al móvil, a las otras parejas y, especialmente, a aquellos hombres derrotados en los que puedes reconocerte como en un espejo y que, mucho me temo, cada vez son menos.
El 10 de mayo de 1560, Fray Luis de León consiguió el título de maestro por la universidad de Salamanca. El examen tuvo lugar en la capilla de Santa Ágata de la catedral. Fuera, en la fachada principal, le esperaba un caballo enjaezado. Si hubiese suspendido tendría que haber salido discretamente por la "puerta de los carros" y retirarse en silencio a su casa.
Subido al caballo y acompañado de su padrino, el gran Domingo de Soto, las autoridades universitarias, músicos y estudiantes, se dirigió, por la calle Rúa Arriba hacia la Plaza Mayor, donde lo que ahora le esperaba era toda una corrida de toros.
Tras escribir lo anterior, el azar amigo me lleva hasta esta maravilla: "Vive en los campos Cristo, y goza del cielo libre, y ama la soledad y el sosiego; y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene puesto Él su deleite." Esta prosa ondulada, de trigal verde mecido por la brisa en la ladera de una colina, es de fray Luis. Así escribía cuando estaba en la cárcel.
divendres, 25 de setembre 2020 - Horari: 18h
Tertúlia de cinema i pensamentThe rider (2017) de la dir. Chloé ZhaoTertúlia dinamitzada per Joan Méndez
Presentació: Brady, era una de les estrelles de “rodeos” i entrenador de cavalls amb molt de talent, fins que va patir un accident que el va deixar incapacitat per tornar a muntar cavalls. Quan torna a casa l’únic que desitja és tornar a començar amb la seva passió i la fustració és tan gran l’enfonsa. En un intent de prendre el control de la seva vida, inicia un viatge a la recerca d’una nova identitat i d’una nova definició de ser un home en el cor de l’A
... (... continúa)Repiten nuestros clásicos que no hay libro tan malo que no contenga algo bueno. Desde ellos a nuestros días se han publicado tantas cosas que no estoy nada seguro que podamos seguir manteniendo incólume su optimismo. Pero si nos limitamos al Siglo de oro, la aseveración es cierta. Lo acabo de constatar en este libro, escrito en el último tercio del XVI y que se encuentra entre lo que podríamos llamar un espejo de sirvientes y la picaresca cortesana, valgan de muestra estas dos citas:
“Lloraba una frutera vieja de Salamanca cada vez que le decían que venía Corregidor nuevo, quejándose: ¡Ay triste de mí! Que al otro ya le teníamos compuesta su casa”.
“Dios crió a los hombres libres e iguales y les dio la redondez de la tierra en común”.
La poesía erótica del Siglo de Oro, que estoy descubriendo estos días, es tan descarnada (valga el oxímoron), que no me atrevo a traer aquí más que dos discretos ejemplos como muestra.
Véanse, primero, estos pocos versos de El sueño de la viuda de fray Melchor de la Serna:
... la qual al fin se determina
de declararle aquello que pretende
no con palabras, sino con efectos,
que así hacen los prudentes y discretos:
tiéntale con la mano en lo vedado,
pues lo que responde al primer tiento
dexase tocar muy de su grado.
Fray Melchor era contmeporáneo de Fray Luis de Léon y colega suyo en la Universidad de Salamanca. Sus textos eróticos no se imprimieron, pero corrían de ellos copias manuscritas. Me pregunto cuántos escritores harían lo mismo y cuántos de estos textos se habrán perdido... o aparecerán en el lugar menos pensado.
El segundo ejemplo es este sorprendente soneto de un autor anónimo del XVII:
- El que tiene mujer moza y hermosa
¿qué busca en casa y con mujer ajena?
¿La suya es menos blanca y más morena
o floja, fría, flaca? – No hay tal cosa.
- ¿Es desgraciada? – No, sino amorosa.
- ¿Es mala? – No, por cierto, sino buena
Es una Venus, es una Sirena,
un blanco lirio, una purpúrea rosa.
- Pues ¿qué busca? ¿A dó va? ¿De dónde viene?
¿Mejor que la que tiene piensa hallarla?
Ha de ser su buscar en infinito.
- No busca éste mujer, que ya la tiene.
Busca el trabajo dulce de buscarla,
que es lo que enciende al hombre el apetito.
Del sinuoso político Ríos Rosas decían sus contemporáneos que era “de profesión disidente.” En su momento me pareció una calificación divertida, fuera cierta o no, pero poco a poco he ido viendo que los políticos que practican con esmero esta profesión nunca faltan. Hay incluso partidos que parecen nutrir sus filas de adictos a la disidencia. Y así les va.
Al político de profesión disidente se lo reconoce por la fidelidad inquebrantable que mantiene a sus caprichos.
Si puede considerarse la Celestina como el precedente más claro de la novela picaresca, es porque en El Lazarillo de Tormes, en El Guzmán de Alfarache, en La Vida el Buscón o en Rinconete y Cortadillo se oye diáfano e inmediato el eco de la risa de aquella zurcidora de voluntades que fue la sabia y amoral Celestina.
Aquí, entre pícaros me encuentro ahora en mi viaje turístico por el Siglo de Oro.
Uno lee la maravillosa novela picaresca y no puede dejar de recordar que es contemporánea de la gran literatura mística y de toda la prosapia de hidalguías, grandes de España y dignificación de la honra que recorre el reinado de los Austria. En esta contemporaneidad se despliegan todos los tipos del "discreto", que es aquel espabilado que sabe encontrar la mejor respuesta a los interrogantes y aprietos que le salen inesperada y urgentemente al paso. El discreto, con toda su ambigüedad, es el auténtico protagonista de la literatura del Siglo de Oro.
El místico se cree discreto porque pone su vida, al completo, al servicio de un amor obsesivo a Dios, hasta tal punto que todo lo que no sea Dios pierde tanto valor a sus ojos que, finalmente, le resulta invisible, por ínfimo y precario. El místico hace invisible el mundo contingente para hallar en el fondo de su invisibilidad la luz de lo necesario.
El hidalgo se cree discreto si es capaz de acrecentar su honra o, en su defecto, enmascarar su mengua.
El pícaro see cree discreto si es capaz de no pasar un día sin comer.
Pero, claro está, este teatro de las formas de la discreción no sería literatura si no estuviera relatado por la pluma de la genialidad. Si no hubiese existido el Quijote, el Siglo de Oro seguiría siendo el Siglo de Oro, porque ahí estarían Fernando de Rojas o Mateo Alemán o San Juan de la Cruz... o esa joya de orfebrería literaria que es Rinconete y Cortadillo, donde la discreción del miserable se dignifica a sí misma al creer de buena fe que los innumerables esfuerzos cotidianos que debe afrontar para librarse del peso de la conciencia, bien merecen a los ojos de Dios algún mérito.
Lo ha contado Julio Infante en Twitter:
María Jiménez, ahora mismo en TVE, hablando sobre el día que despertó del coma que sufrió el año pasado. Médico: María, ha estado en coma 3 meses.María Jiménez: ¡Pues a ver cómo cojo el sueño esta noche!Hace un calor pegajoso, de melaza hirviendo, denso; hace ese calor que parece fomentar la insolencia de las moscas. Hace un calor que me anima a buscar por casa, con avaricia, la más pequeña corriente de aire para acoger a ella la lectura del libro que tengo entre manos. Hace un calor que me hace incomprensibles aquellos días en que viajaba en verano con toda la familia en busca de lejanías que me permitieran pensar, al regreso, que había tenido vacaciones. Hace un calor que sólo se refresca con duchas frías, limonada natural y mucho hielo. Hace un calor de dormir con la ventana abierta y sin sábanas, atrayendo inevitablemente al insidioso mosquito que estará rondándome con su zumbido criminal toda la noche. Hace tanto calor que la luz que entra por la ventana a primera hora del día ya está como recalentada.
Basta comparar la Celestina con la Dorotea, de Lope, para darse cuenta de la grandeza de aquélla. Fernando de Rojas sabe sacarle el máximo partido literario a un tiempo en que eran posibles los juegos de equilibrio morales, hasta el punto de hacer de la esencia misma del misticismo, la entrega amorosa incondicional, un camino de desgracias. Consigue poner en cueros aquel amor plebeyo del que hablaba Platón. Pero su mayor triunfo es conseguir que Celestina se apropie incluso de la querencia del lector, que no puede dejar de sentir cierta atracción por ese personaje sin piedad, manipulador, cínico, amoral, egoísta, tan inteligente y tan desgraciado. El lector no le abriría las puertas de su casa a Celestina, pero le abre una rendija de su corazón. El lector es la auténtica Melibea, un alumbrado perplejo.
A veces me ocurre que me pongo a releer con ilusión un libro que leí apasionadamente hace tiempo y, a las pocas páginas, tengo que dejarlo porque descubro decepcionado que estaba escrito exclusivmente para aquel que era yo cuando lo leí. No es que no me diga nada nuevo, es que sólo me habla de cosas que he ido dejando atrás.
Esto no pasa con los clásicos. Los clásicos van envejeciendo contigo y siempre tienen algo significativo que decirle al yo que eres ahora. Por eso sabemos que tenemos un clásico entre las manos cuando no tenemos miedo de que nos decepcione, sino de decepcionarlo.
Como este verano ando de viaje por el Siglo de Oro, me releí -por cuarta vez- El Quijote y por primera vez lo acabé con un intenso nudo en la garganta que tardó en disolverse. Nunca había sentido a Cervantes tan próximo; tan íntimo, incluso. Esta vez encontré sentido hasta a los interludios pastoriles, que siempre me habían parecido rellenos innecesarios, porque son ellos los que dan sentido a la última propuesta aventurera de don Quijote: mientras no pueda volver a ser un caballero, bien podría ser un pastor. Y, al entender El Quijote, creo haber entendido a Unamuno.
Puedo añadir que este verano he descubierto también la densidad literaria de San Juan de Ávila, la correspondencia del corrosivo y siempre genial Quevedo o la maravilla que es esa filigrana literaria de La Celestina. He tenido la sensación de que, al releer esta esta última obra, estaba asistiendo a un estreno biográfico.
Estoy pasando el verano entre místicos: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Juan de Ávila, Fray Luis...
Lo primero que llama la atención de todos ellos es lo divinamente bien que escriben. Hay algo en la alegre fluidez de su escritura que rezuma sinceridad notarial. Aunque lo que el fluir de la fuente dice no está al alcance de mi paladar, sí que cautiva a mis oídos.
Sé que Ortega tenía razón cuando afirmaba que el filósofo ha de estar siempre a favor del teólogo (y no del místico), porque es el único que ofrece razones sobre Dios. Pero en lo no dicho de la vivencia del místico hay algo que, sin convencer, subyuga.
Todo sería mucho más fácil si hubiera un terreno neutral entre el teólogo y el místico en el cual colocarse con pretensiones de objetividad. Pero ese terreno no existe. El teólogo busca tierra firme sobre la que asentarse, mientras que el místico se lanza al vacío, dejándote boquiabierto con la presencia de su ausencia.
Esta obra tiene como objetivo principal que el alumnado, los docentes y los demás miembros de la comunidad educativa no tengan miedo a las emociones, se permitan sentir libremente, reconocerlo y comprender qué influencia ejerce en lo que dicen y hacen.
Las emociones ayudan a aprender y a recordar lo aprendido. Las vivencias que han estado rodeadas de emociones intensas se graban y se recuperan mejor. Por eso es tan importante aprender emocionándose.
La vida en el centro educativo constituye una magnífica posibilidad para tejer una amplia gama de relaciones afectivas que favorezcan el aprendizaje y el bienestar. Una escuela que emociona es un escenario donde el alumno tiene la oportunidad de aprender y ser feliz.
Sobre el autor
José Ramiro Viso Alonso es doctor en Educación, licenciado en Psicología Clínica y especialista en innovación educativa, inteligencia emocional y procesos de aprendizaje. Lleva 25 años como profesor
en diferentes ámbitos: Universidad, Bachillerato, Educación Secundaria y Formación Continua del profesorado. Actualmente, desarrolla su labor como profesor de Pedagogía Terapéutica e Inclusiva y Orientador de Educación Secundaria en un colegio de Toledo. Recientemente, ha abierto un canal de Youtube (youtube doctorviso.com) y un blog (www.doctorviso. com) para seguir divulgando sus conocimientos.
La entrada Escuelas que emocionan se publicó primero en Aprender a pensar.
Casa Elizalde de Barcelona
Curs de formació d'octubre a novembre
Calendari: 1, 8, 15, 22 i 29 d’octubre, 5 i 12 de novembre
Horari: Dijous de 19’15 a 21’15 h.
Professor: Joan Méndez
Pensament crític
Descripció de les sessions / Contingut del taller:
1. El vaixell de Teseu i la identitat personal
2. La dialèctica de l’amo i l’esclau
3. Utilitat filosòfica dels dilemes morals
... (... continúa)Casa Elizalde de Barcelona
Curs de formació de setembre a novembre
Calendari: 28 de setembre, 5, 19 i 26 d'octubre, 2, 9 i 16 de novembre
Horari: Dilluns de 16'45 a 18'45 h.
Professor: Joan Méndez
Programa
Dedicarem cada sessió a l'anàlisi i comentari de les següents obres:
1. Emilio Lledó, Memòria de l’ètica.
2. Elisabeth Badinter, El hombre no es un enemigo a batir.
3. David Edmonds i John Eidinow, El gos de Rousseau.
4. Irvin Yalom, La teràpia Schopen
... (... continúa)Nuestros padres nos han enseñado desde muy pequeños que es de buena educación dar las gracias y es de mala educación el no hacerlo. Con ello me estoy refiriendo a una educación que está vinculada a la obediencia, al deber, a lo correcto. Pero, más allá de una educación meramente formal, que considero necesaria en cuanto propicia una mejor convivencia, se da otra acepción de la gratitud desde una dimensión más profunda y radical en nuestra existencia, que es lo que trataré de hilvanar a continuación, y que no pretende, en absoluto, substituir o negar la anterior, sino nutrirla y enriquecerla.
Primero de todo, quiero recalcar que una de las cuestiones que más me ha dado que pensar, en mi trabajo de autoconocimiento, ha sido el de la gratitud, y es en el que he intentado -e intento- poner más luz. Partiré, pues, de mi singular experiencia para profundizar más en la cuestión. Recibí una educación en la que me dijeron que dar las gracias suponía deber algo a alguien o, en caso contrario, que me debían algo si me las daban a mí. Y, aunque, es cierto que prefería que me debieran antes de deber yo algo, pude vislumbrar que, en realidad, la gratitud tiene que ver mucho con el amor. En este caso el amor es colocarse de alguna manera en la posición del dar, pero no de un dar que espera algo, que exige algo, sino de un dar incondicional y que se “abre” también al otro: “no hay un dar sin recibir”. La gratitud, pues, parte de ese querer sin condiciones, expectativas y exigencias. La gratitud, por tanto, tiene que ver con el amor, con el amor que soy, que somos, con la unidad con el Todo. Jäger Wiligis en su obra Sobre el amor nos dice:
Más bien (el amor) intenta hacer accesible un territorio para la unión íntima, que supere ampliamente el «Yo te amo» y el «Tú me amas». Se trata del terreno de la unidad con todos y con cada uno. Supera la visión antropocéntrica del mundo y nuestro egocentrismo. Coloca en el foco de atención las verdades de fondo y hace que sean accesibles nuestros lazos con las causas más profundas de nuestro ser. Aquí no se experimenta el yo como algo separado de todo lo demás, sino como una ola del océano.
En el acto de agradecer más genuino se da, pues, un reconocimiento de algo. Recibimos lo que se nos da, o se nos presenta, como algo valioso y, a la vez, expresamos ese reconocimiento de forma íntima y/o verbal. Y, ahí viene uno de mis campos de batalla más encarnizados: ¿cómo voy a reconocer esos actos que resultan dolorosos, injustos o aberrantes? Y, haciendo referencia en nuestro contexto actual al coronavirus, ¿cómo vamos a agradecer que amenace un virus nuestra vida y nuestra estabilidad económica? De primeras, resulta de poco sentido común e ilógico agradecer lo que aparentemente nos daña; aunque es bien sabido, que el sentido común y la lógica no siempre van de la mano de la verdad más profunda y radical. Se acepta, de forma generalizada, por tanto, una creencia basada en que es de agradecer lo «positivo» y lo «agradable», pero no lo que sentimos que nos «pesa» o limita. Normalmente, se entiende como algo que nos aleja de la vida buena, y que emerge de concepciones simplistas de la felicidad, que no atienden a abrirse a todas las dimensiones de la vida. Sin embargo, no hay alegría sin transitar la tristeza de momentos dolorosos, ni tampoco haber aprendido de las dificultades. Y eso es, cuando ocurre evidentemente, es de agradecer, porque comporta más comprensión y, por tanto, más verdad. Nietzsche, en la Gaya ciencia nos da un buena lección de ello:
Vivir: esto significa para nosotros transformar constantemente en luz y llama todo lo que somos, también todo lo que nos afecta, y no podemos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo que concierne a la enfermedad, ¿no estaríamos casi tentados de preguntar si podemos siquiera prescindir de ella? Sólo el gran dolor es el liberador último del espíritu… Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que somos quemados como madera verde, por así decir, nos fuerza a nosotros filósofos a descender a nuestra última profundidad y a despojarnos de toda la confianza, de toda la placidez, de todos los velos, de la gentileza y la mezquindad en las que tal vez hemos instalado nuestra humanidad. No estoy seguro si el dolor nos «mejora», pero sé que nos vuelve más profundos.
El agradecimiento desde la filosofía sapiencial está íntimamente unido con “vivirnos” desde nuestra identidad última y más profunda, que no es más que nuestra capacidad de amar, comprender y crear, cualidades esenciales del ser humano. Desde este lugar es desde donde podemos hacer posible un cambio de mirada para poder ejercitarnos en el agradecimiento más profundo: en contemplar como la Vida se manifiesta a través de nosotros. Se nos hace evidente que no tan solo nos conforma lo que nos conmueve y nos alegra, sino también lo que nos entristece y nos da miedo. En todo ello se encuentra la posibilidad de profundizar y ahondar en la realidad del ser humano, que es, esencialmente, la misma en todos los seres humanos. Y en ese reconocimiento profundo de quiénes somos es donde se nos hace evidente que la Vida nos posee y se manifiesta a través de nosotros. Agradecer íntimamente esto es todo un ejercicio vital que nos remite a la vida buena.
La mejor expresión de nosotros viene, por tanto, a través del reconocimiento esencial de quiénes somos y, de ahí surge el agradecimiento más profundo y genuino. No en vano, se difundió en los clásicos, entre ellos a Sócrates, la práctica del autoconocimiento con el objetivo de ahondar en el conocimiento de la realidad humana. Esa ingente tarea de muchos pensadores, para dar más luz a nuestra conciencia, es también otro motivo de agradecimiento, ya que nos muestra la idea de que en nuestro interior se halla la chispa que nos trasciende y que también nos alimenta. Recordando a Pierre Hadot: “a través de la introspección accedemos a la Universalidad del pensamiento del Todo”. ¿Quién soy yo? Soy anhelo y deseo de verdad y, en esa verdad, reside la evidencia de que soy con los otros y con el mundo que me sostiene. Para agradecer, pues, es necesario abrir bien los ojos. Es aquí donde radica la actitud filosófica de un saber vinculado a un “despertar”. Miremos, pues, el mundo con esos ojos, “que nos permitan dotar de alas nuestras almas”. Tal como dice Filón:
Quienes practican la sabiduría están en excelente disposición para contemplar la naturaleza y todo lo que ella contiene; observan la tierra, el mar, el aire y el cielo con todos sus moradores; gozan pensando en la luna, en el sol, en los demás astros, errantes y fijos, en sus evoluciones y si bien a causa del cuerpo están atados aquí abajo, a la tierra, dotan de alas a sus almas a fin de avanzar entre el éter y contemplar las potencias que allá habitan, como conviene a verdaderos ciudadanos del mundo. Rebosantes de este modo de una perfecta excelencia, acostumbrados a no tomar en consideración los males del cuerpo ni las cosas exteriores […] se entiende que tales hombres, en los goces de sus virtudes, pueden convertir su vida entera en una fiesta.
En la misma línea, leía al editor Andreu Jaume recordándonos cómo el culto contemporáneo al cuerpo (esa cosa idealizada por el cuñadismo metafísico), esto es, a la salud, al deporte, al sexo, al despelote sin complejos (¡Ah, el horror! ¡El horror!) y a la gastronomía, están relegando al espíritu y al lógos a una posición marginal. Los cocineros – decía Jaume – son ahora nuestros filósofos – una reducción gaseosa de los más líquidos y posmodernos –.
Por esto admiro la defensa desenfadada y sin esperanzas (¿habrá otra más digna?) que hace la Palop del espíritu sobre la carne, de la figura erguida, en vigilia perpetua, del conversador de barra – vino en ristre y escudo de tapa contra la gula – frente a la sanchopancesca del que busca apoltronarse junto a un plato. Fíjense que la afición desmedida a sentarse a comer es siempre un síntoma de decadencia moral y cultural (y, políticamente, de que hay principios que cocer al hedor de apetitos más crudos). Por ello, cuando uno cree no creer ya nada (y le faltan criadillas para darse a drogas más potentes) se tira a la manduca como animal de granja o bellota (según la renta). Y que, por lo mismo, una civilización comienza su declive cuando del frugal avituallamiento en campaña – y el culto al vino – pasa al boato de los banquetes – y a otras y más apolíneas flatulencias –. Recrearse en la comida es depresivo, terminal, la más vana huida hacia el barro y la tumba – o, cuando menos, hacia el sopor y la siesta –.
Pero lo peor es que el imperio de esa figura tontorrona, sentimental, frívola y tolerante con todo (lo que no amenace su interés) del gordo Sancho Panza (hoy encarnado – o empanado – en parte en el “amante de la gastronomía”), no solo representa, sublimado, el orbe burgués (es su arquetipo moral, tan distinto al del guerrero, el sabio o el santo, todos ellos humanamente en forma, esto es: bélica o espiritualmente activos), sino que ha colonizado (de “colon” y no de “colonus”) el espacio popular – el de las tabernas, por ejemplo, sustituidas por franquicias de mesa obligada y engorde por turno – y empapado lo que hoy se nos quiere hacer tragar como cultura. Comprueben, si no, el desenfrenado festín de menudillos en torno a lo gastronómico con el que se anda empachando a la gente (programas y concursos de cocina, secciones sobre el “arte de comer” en los periódicos, cocineros opinando en los platós, gastro-bares, rutas gastronómicas…), si bien no todos comen aquí en la misma olla. Así, mientras el neoproletariado saca barriga, y hasta obesidad mórbida, cenando frente al masterchef de la tele, la neoburguesía – incluyendo la progre y descreída ya de toda resistencia al consumo – luce la forma del viejo proletario famélico adoptando “posiciones ético-filosóficas” no menos ligadas al condumio: el vegetarianismo, el slow food, los alimentos orgánicos, el sibaritismo erudito, el cosmopolitismo culinario, la religión hortelana… Se ve que la democratización de las proteínas obliga a una versión más distinguida del culto al estómago.
Sin embargo, y de milagro, junto a este guiso cultural soso e insípido (la excepción pantagruélica se vuelve hastío cuando se convierte en norma), aún sobrevive la figura asténica y quijotesca, raciocinante o mística – según el vino – del conversador de barra, siempre con el hambre justa que requiere el ingenio. Por esta figuración tan griega del espíritu trasiegan aún nuestra raíz y nuestro sino. Cultívenla y abandonen esa obsesión pueril por amamonarsecomiendo, hablar de comida, fotografiar platos, buscar mesa… No lo olviden: aunque se deje usted timar (cuestión de imagen) en los locales más cooldel universo, la verdad no se cocina, y comer seguirá siendo cosa de pobres. No de solemnidad, sino de espíritu.
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí.
La disonancia cognitiva impide razonar sobre la realidad, evaluar nuestras ideas y corregir, consecuentemente, nuestros comportamientos. La teoría de Festinger explica cómo las personas se esfuerzan por dar sentido a ideas contradictorias y llevar vidas coherentes en sus mentes, aunque la realidad demuestre que están equivocadas.
Antoni Gutiérrez-Rubí, Política y disonancia cognitiva, La Vanguardia 23/07/2020
Esta crisis nos ha enfrentado al dilema de decidir a quién le salvamos la vida cuando no hay suficientes respiradores. Esto desafía la idea, mayoritariamente asumida, de que todas las vidas valen lo mismo y que son igual de importantes. Mucha gente ha llegado a la conclusión de que es mejor salvar a los más jóvenes, a los que tienen más años por delante. Darle un respirador a alguien de 40 antes que a uno de 80. Estamos cambiando radicalmente la forma en que vemos la vida y la muerte.
Al menos queda demostrado que cuando llega el momento de la verdad y hay que tomar decisiones, la mayor parte de la gente tratará de salvar las vidas de los que pueden sobrevivir más tiempo y en mejores condiciones. En el fondo, si nos sentimos presionados la mayoría echará mano del utilitarismo y no de conceptos relacionados con la santidad de la vida humana. Todo eso está bien cuando no te ves en la tesitura de hacer un juicio definitivo, pero no es verdad que todas las vidas valgan lo mismo. Y no tiene sentido tirar una moneda al aire para decidir si quien vive es el de 40 o el de 80 años.
Si acusamos a quienes toman las decisiones políticas en medio de una grave crisis de no actuar correctamente cuando tenían la información necesaria, por mucha retórica adornada de modestia que utilicemos, estamos adoptando una posición de arrogancia implícita: acusamos sobre el supuesto de que sabemos que ellos sabían y no querían. Una acusación de ese estilo revela que no hemos comprendido que la actuación en problemas complejos lleva siempre consigo un conocimiento escaso y una información incompleta. Nuestro esfuerzo debería concentrarse en hacer compatible la exigencia de responsabilidades con el reconocimiento de que representantes y representados actuamos siempre con un saber insuficiente.
Puede parecer extraño e incluso irracional estar preocupado por la posibilidad de desastres altamente improbables, pero todo lo que ha ocurrido lo ha hecho siempre una primera vez. Y hay ciertas catástrofes para las que no podemos permitirnos una sola vez.
Necesitaríamos más certezas de las que actualmente tenemos para estar tan seguros de ese futuro catastrófico que algunos, más que como una advertencia sobre lo posible, certifican como algo inexorable. Que el desastre sea una posibilidad quiere decir que no es una necesidad. Y seguramente no sea una buena idea no querer tener hijos para que vivan en esas condiciones, porque si nosotros nos hemos mostrado incapaces de frenar las crisis, tal vez nuestra obligación es permitir que otros lo intenten. No tenemos ningún derecho a dar por supuesto que las generaciones futuras van a ser tan estúpidas como nosotros.
Saber lo que vamos a aprender tras una crisis es imposible; si ya lo sabemos, no necesitamos aprenderlo, y si lo vamos a aprender es que ahora no lo sabemos. Quienes menos aprenden es quienes dan lecciones. Querer tener razón siempre es incompatible con aprender.
La pandemia nos obliga a revisar muchas cosas, pero es significativo que se imponga el viejo imaginario expiatorio que opone el orden cívico contra el desorden comercial. Lo que en la Marsella de 1720 era el hedonismo y el lujo, es hoy la globalización capitalista y el consumismo; la función del Dios punitivo y vengador la adquiere ahora una Tierra que se venga de nuestros excesos; en ambos casos la inocencia de los pueblos autosuficientes se defiende de los peligros de la hibridación exterior. Por eso no faltan quienes ven en el confinamiento un tiempo de penitencia del que se deberían seguir profundas conversiones. ¿Acaso no puede haber catástrofes sin pecados que las expliquen? ¿No podemos pensar todo esto fuera de un marco pseudorreligioso?
Cuando a un grupo de personas se les ensalza como héroes seguramente es un presagio de que van a ser tratados luego como mártires. Bastaría con que les diéramos lo que se merecen (reconocimiento y medios) ahora y después.
Siempre que nos golpea un desastre escuchamos el mismo discurso: "El cambio climático no discrimina, la pandemia no discrimina. Estamos juntos en esto”. Pero eso no es cierto. Los desastres no funcionan así. Ejercen de intensificadores y magnificadores. Si tenías un trabajo en un almacén de Amazon que ya estaba afectándote antes de que esto comenzara o si estabas en alguna residencia de mayores y ya se te trataba como si tu vida no valiera nada, ya era malo antes, pero todo eso se magnifica hasta convertirse en insoportable ahora. Y si antes era desechable, ahora se te puede sacrificar.
¿Te has enterado de las buenas noticias? Donald Trump nos diceque la paralización de nuestros negocios como medida para refrenar al coronavirus ya es algo del pasado. Sí, permitir que las personas vuelvan al trabajo extenderá los contagios, pero la muerte de unos pocos cientos de miles más de nosotros (si no terminan siendo unos pocos millones) es un precio muy pequeño, si con ello se consigue rescatar la economía norteamericana del colapso. En palabras del presidente: “no podemos permitir que sea peor el remedio que la enfermedad”.
El mensaje de Trump es claro: la economía no existe para servir a los seres humanos, los seres humanos existen para servir a la economía. Las personas que morimos al servicio del índice Promedio Industrial Dow Jones somos meras externalidades frente a la mayor prioridad del crecimiento del capital. Al igual que la destrucción del medio ambiente, nuestras enfermedades y muertes son un coste necesario de la actividad empresarial. No podemos rendirnos ante los deprimentes resultados que anuncian los médicos y científicos, no sea que desinflemos la esperanza y el optimismo que hacen grande a América.
Las personas que más se beneficiarán de nuestro sacrificio (los multimillonarios cuyas fortunas se basan casi exclusivamente en la constante capacidad de crecimiento de la economía) ya se están preparando para escapar. Están reservando aviones privados, listos para despegar hacia sus recintos aislados para el fin del mundo en el momento en crean estar en un riesgo real.
Es una variación de la “ecuación de aislamiento” sobre la que escribí hace un par de años, tras reunirme con un grupo de multimillonarios que buscaban consejos para mantener la seguridad en sus búnkeres apocalípticos en caso de que llegara el colapso de la sociedad. El objetivo del juego, tal y como ellos lo ven, es ganar suficiente dinero para aislarse de las consecuencias directas e indirectas de sus propias empresas. Es una pesadilla interminable: cuanto mayor es el daño medioambiental y social que provocan, más dinero deben ganar para protegerse a sí mismos de la devastación que dejan tras de sí y más se comprometen con la tarea de salvar sus pellejos y dejar atrás al resto del mundo cuando surja una verdadera crisis.
Para ser honestos, esta cosmovisión es una extensión natural de una ideología mercantil que ya aceptaba las bajas humanas como un parámetro de la hoja de cálculo. Como Trump declaró no sin razón: “si te fijas, el número de accidentes de coche es mucho más elevado que las cifras que estamos manejando y no por ello le decimos a todo el mundo que no conduzcan más”. Todos los días calculamos el coste relativo de las vidas humanas mientras seguimos con nuestros negocios y aceptamos la concesión entre, por ejemplo, el coste de hacer que un coche sea seguro y la necesidad de hacerlo rentable.
Así es el American Way, la forma americana de hacer las cosas en ciertos aspectos. Como Dan Patrick, el gobernador de Texas, le dijo a Tucker Carlson el lunes: “nadie se ha acercado a mí a preguntarme: ‘¿estás dispuesto, como persona mayor, a arriesgar tu supervivencia a cambio de mantener la América que todo el mundo quiere para sus hijos y nietos?’ Si ese es el intercambio, contad conmigo”. La premisa subyacente es sencilla: el confinamiento por el coronavirus frena la expansión divina de la economía estadounidense. Es una defensa equivocada de los débiles y los ancianos. ¿De verdad vamos a dejar que nuestro gran mercado se vaya al garete?
Esta es una visión del mundo casi fascista, en la que dejamos de obligarnos a tomar decisiones en nombre de los perdedores y empezamos a tomarlas en nombre de los ganadores. Además, tal y como nos enseñó Ayn Rand, cuanto más ayudamos a los débiles, más nos debilitamos a nosotros mismos como sociedad y acervo genético. Así es la selección natural.
Por supuesto, la mayoría de las personas que argumentan a favor de aceptar estos riesgos para la salud pública se encuentran en una situación de riesgo leve o nulo. Tienen médicos privados que trabajan día y noche para conseguir las pruebas necesarias y los respiradores en caso de que no puedan llegar a sus escondrijos a tiempo. No, los riesgos los afrontamos por completo aquellos que no podemos permitirnos dichas medidas. Para los ricos es mucho más fácil adoptar una postura positiva.
Para los titanes de la industria que dependen de un crecimiento económico constante, una paralización prolongada supone en realidad un riesgo mayor del que podemos ver a simple vista. Cuanto mayor sea el lapso de tiempo en que los negocios permanezcan cerrados, mayor será el tiempo que tendremos para reevaluar la economía en la que hemos nacido. Sí, necesitamos comida, agua, cobijo y quizás una infraestructura de comunicaciones. Pero no mucho más. En tiempos como este nos damos cuenta del valor real de los agricultores, profesores y médicos… Y ¿qué hay de todos esos tipos trajeados que van a la ciudad a negociar con productos derivados, crear planes de marketing y coordinar las cadenas de suministro globales? No tanto. El verdadero peligro de todo esto (algo que los multimillonarios catastrofistas sí entienden) es que es uno de esos fenómenos del “cisne negro” podría ser “el evento” que destruya nuestra voluntad de seguir corriendo y hacer girar la rueda del hámster. Quieren que volvamos a trabajar pero… ¿Para qué?
Dicen que es para salvar la economía, pero no hablan de la economía real de bienes y servicios. La economía estadounidense que les preocupa se basa mayoritariamente en la deuda. Los bancos prestan dinero a los negocios, que los devuelven más adelante con intereses. ¿De dónde proceden esos intereses? Del crecimiento. Sin crecimiento, el castillo de naipes se desmorona al completo, junto con los más poderosos de entre nosotros. Todos tenemos que creer para así mantener nuestras esperanzas vivas y a los multimillonarios en sus búnkeres.
En cuanto a los superricos se refiere, el virus al que hay que temer no es de índole médica sino memética. Estamos abriendo los ojos ante la realidad de que hemos sido esclavos de una curva de crecimiento exponencial durante los últimos 40 años, al menos, y en realidad ha sido durante un periodo mucho mayor. Y estamos siendo testigos de cómo el mismo crecimiento exponencial que concedió a los multimillonarios sus fortunas es ahora responsable del que el 40 % de los estadounidenses tengan menos de 400 dólares en el banco para una emergencia. La necesidad de un crecimiento exponencial también explica cómo cedimos la fabricación básica y la resiliencia alimentaria a las endebles cadenas de suministro locales. Podemos volver al trabajo, claro, pero ni siquiera podemos fabricar nuestros propios respiradores.
Imagina que nuestra principal razón para volver al trabajo fuera fabricar y producir las cosas que las personas necesitan realmente para vivir unas vidas plenas, en vez de simplemente hacer nuestra parte del trabajo para mantener a los ricos protegidos y a salvo del resto de nosotros.
Eso sí que es pensar en positivo.
[https:]]2. Pienso lo siguiente: estar raros significa que algo no encaja, que nosotros mismos no encajamos, que algo se ha roto, que hay un desajuste, un desacople.
No encajamos en el sucederse de las fases hacia la “nueva normalidad”. Estar raros es nuestra manera de rebelarnos contra el proceso de normalización en marcha. Hay una desincronización entre el ritmo objetivo de las fases y nuestro propio ritmo subjetivo.
Me parece que estar raros es ahora la mejor manera de estar, un signo de salud y de vitalidad contra la adaptación y la anestesia. El desafío es más dejarnos estar raros que dejarlo de estar.
3. ¿Por qué no encajamos? Hay restos en nosotros de lo que hemos vivido estos meses. Huellas de un acontecimiento. Efectos de la interrupción.
La experiencia vivida ha dejado sus marcas en nosotros. Esas marcas nos desvían del camino automático hacia la nueva normalidad, demasiado parecida a la vieja aunque lleve mascarilla.
Las cosas no cierran. Quizá duele, pero es mejor así. El cierre es la normalización. No hay normalidad, ni vieja ni nueva, lo que hay es un proceso de normalización que consiste en neutralizar todo lo que no encaja, en presentar la norma como el único camino posible.
4. ¿Qué nos pasó? Por un momento se interrumpió la definición convencional de la realidad.
En primer lugar, la idea según la cual cada uno tiene su vida. La existencia dejó de ser un asunto privado. El vínculo de interdependencia se impuso como una evidencia material y concreta. No hay burbuja que proteja absolutamente del contagio, nadie puede salvarse solo. El otro, en la distancia social, se hizo paradójicamente más presente: mi destino está ligado al suyo. Los otros cuentan, importan.
En segundo lugar, la idea según la cual el trabajo y el consumo configuran el sentido de la vida. Para miles de personas los automatismos de la vida cotidiana quedaron suspendidos. Incluso continuar como si nada requería todo un esfuerzo de invención: ¿seguir trabajando cómo y para qué? ¿Seguir consumiendo cómo y para qué?
5. En la interrupción han aparecido preguntas, malestares y ganas de otra cosa.
Preguntas: ¿qué está pasando, qué me va a pasar, qué nos va a pasar?
¿Qué es lo importante, qué es lo esencial, qué y quién nos cuida?
¿Qué es lo significativo, qué relaciones me sostienen, qué hace que mi vida merezca la pena ser vivida?
Malestares, porque hemos sentido violentamente la evidencia de que las lógicas estatales y mercantiles no cuidan.
El Estado, porque a pesar de sus mejores intenciones cuando las tiene, es ciego a las desigualdades y las singularidades de las formas de vida. Se legisla como si la sociedad entera fuese una clase media más o menos acomodada. Confinarse, muy bien, pero ¿y los que no tienen casa? ¿Y los que viven al día? ¿Y los que viven en un lugar pequeño y son muchos? ¿Y los que tienen peculiaridades físicas o psíquicas que convierten el confinamiento en un encierro insoportable? Todas las desigualdades por género, edad, raza, clase. El Estado, basado en la lógica de la ley y el deber ser, no ve las diferencias que atraviesan lo que hay.
El Mercado, porque su lógica de maximización de la ganancia y beneficio le sitúa siempre por encima del cuidado de la vida. Es una lógica literalmente extra-terrestre: por encima de lo terrestre, de los terrestres y de la tierra. No se producen valores de uso, sino valores de cambio. No se producen riquezas, sino beneficio. Los inventos técnicos no liberan tiempo, sino que intensifican la producción. La guerra es la ocasión ideal para convertir ciertas mercancías (las armas) en dinero. El paro y los despidos son la mejor solución de las empresas para no arruinarse. La obsolescencia programada resulta una gran idea.
[lobosuelto.com]