Lo de conocerse a sí mismo está bien como lema, pero en la práctica es un ejercicio complicado, en primer lugar porque somos laberínticos y, en segundo lugar, porque el poco conocimiento que vamos adquiriendo de nosotros mismos contribuye a nuestro cambio, es decir, a ser un poco diferentes de como nos acabamos de conocer. Aquí el sujeto que conoce y el objeto conocido siguen sus propias metamorfosis.
Sin embargo, hay conocimientos fragmentarios de mí mismo que son certeros porque aquello que conozco es una debilidad reiterada mil veces, que tiene la estabilidad de un teorema matemático.
Este es mi caso ahora. Estoy atascado escribiendo un ensayo, de tal manera que lo que voy escribiendo me parece pesado, aburrido, reiterativo y poco original. Como he llegado a conocer bien este fragmento de mi personalidad, sé que esto me pasa siempre que voy por la mitad de un ensayo. Me entra como una especie de decepción y hastío que despierta en mí una voz que me anima a dedicarme a otra cosa más llevadera. ¿Pero a qué otra cosa podría dedicarme, si en el fondo, lo haga bien o mal, no sé hacer nada más que escribir y leer?
Sé que tengo que sacar el machete y abrirme camino en línea recta. Después, cuando acabe el manuscrito, será el momento de revisar, corregir y, sobre todo, recortar, porque si algo he aprendido de mí como escritor es que no hay libro mío que no mejore recortándolo.
Hacia el final de su libro La era del capitalismo de la vigilancia, Shoshana Zuboff evoca la resistencia colectiva que precedió a la caída del muro de Berlín: “El muro de Berlín cayó por muchas razones, pero, sobre todo, porque la gente de Berlín oriental se dijo: ‘¡Ya está bien! (…) ¡Basta!’. Tomemos esto como nuestra declaración”. El sistema comunista, que suprime la libertad, difiere fundamentalmente del capitalismo neoliberal de la vigilancia, que explota la libertad. Somos demasiado dependientes de la droga digital, y vivimos aturdidos por la fiebre de la comunicación, de modo que no hay ningún “¡Basta!”, ninguna voz de resistencia (…)
El régimen neoliberal es en sí mismo smart (inteligente). El poder smart no funciona con mandamientos y prohibiciones. No nos hace dóciles, sino dependientes y adictos. En lugar de quebrantar nuestra voluntad, sirve a nuestras necesidades. Quiere complacernos. Es permisivo, no represivo. No nos impone el silencio. Más bien nos incita y anima continuamente a comunicar y compartir nuestras opiniones, preferencias, necesidades y deseos. Y hasta a contar nuestras vidas. Al ser tan amistoso, es decir, smart, hace invisible su intención de dominio. El sujeto sometido ni siquiera es consciente de su sometimiento. Se imagina que es libre. El capitalismo consumado es el capitalismo del “Me gusta”. Gracias a su permisividad no tiene que temer ninguna resistencia, ninguna revolución.
Byung-Chul Han, Aferrados a nuestros móviles ..., El País 02/10/2021
«Debemos concluir que el origen de todas las sociedades grandes y estables ha consistido no en una mutua buena voluntad de unos hombres para con otros, sino en el miedo mutuo de todos entre sí».
Thomas Hobbes, De Cive
1 Origen del filósofo político.
2 La teología, irracional.
3 Materialismo frente a idealismo.
4 Filosofía, ciencia de los cuerpos.
5 Soberanía absoluta.
6 Teoría política.
7 Leviatán.
8 Contrato social.
9 El hombre es un lobo para el hombre.
10 Leyes naturales.
Amalia Mosquera, Hobbes: materialismo filosófico y filosofía política, filosofia & co., 30/06/2021
Los pocos y los mejores no se limita a la crítica, sino que esboza también una propuesta. Se condensa en la fórmula de Jefferson sobre las “repúblicas elementales”: el mejor sistema es una democracia cotidiana, donde los sujetos múltiples puedan hacerse protagonistas en la elaboración de las normas de la vida común.
¿Cómo podrían construirse hoy esas repúblicas elementales? Una virtud del libro es huir de los modelos: no hay receta, pero contamos con un “archivo” de experiencias de democracia real a nuestra disposición. Hay un pragmatismo, una impureza, un bricolaje en la propuesta de José Luis que me parece muy atractivo: podemos usar diferentes instrumentos para crear democracia, herramientas que vienen de muy diversas tradiciones y que pueden tener cada una su momento y su oportunidad. Desde la representación al sorteo, pasando por el “salario político” o distintos modos de rendición de cuentas.
Pero, ¿con qué criterios? ¿Cómo juzgar el uso? Yo diría que para José Luis es positivo todo lo que promueve la rotación y la circulación del poder, mientras que es dañino todo lo que fomenta la acumulación y la concentración. Por ejemplo, la aportación de los expertos en tal o cual cuestión puede ser positiva si supone un insumo para la toma de decisiones de la colectividad, pero es un problema si el experto acumula todo el poder de decisión en nombre de un saber que poseería en exclusiva. No hay receta, hay que ir caso por caso. Es positiva la complejización y la valoración de la multiplicidad de los saberes, los modos de compromisos y las dimensiones de lo social, mientras que es dañina la “reducción al uno” y la jerarquización: un sólo tipo de saber reconocido, el académico por ejemplo, prima sobre los demás saberes, experienciales, etc.Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Una de las máximas más certeras que conozco es esa de que “por la boca muere el pez”. Aunque se usa para aludir a gente poco discreta o mentirosa, se refiere también al hecho, obvio, de que es a través del habla como se desvela lo que las personas son.
Seguramente, todos tenemos la experiencia de topar con individuos de lo más aparente que, al mostrarnos su incapacidad para hablar o dialogar con inteligencia y sentido, han perdido, de golpe, todo su atractivo inicial. A lo sumo, y en caso de expresarse en algún otro lenguaje de menor rango – digamos, no sé, el de los mimos o los músicos –, se les ha podido aguantar un rato – todo lo sublime que quieran –, pero no más. Al fin, no solo de imágenes y emociones vive el hombre.
A veces pongo a mis alumnos en una reveladora disyuntiva. Tienen que irse a vivir para siempre a una isla desierta, y solo pueden elegir a uno de estos dos acompañantes: un perro que habla, o un ser de aspecto humano (todo lo atractivo que quieran) que únicamente puede ladrar. La mayoría escoge, sin dudarlo, al perro. Intuyen que un ser que no pueda comunicarse en un lenguaje verbal (o en algún otro análogo, como el de signos o el código Braille) ni siquiera merece claramente la categoría de “humano”.
Ocurre algo similar si colocan a un niño pequeño frente a la representación de un objeto u animal que hable como una persona y, a continuación, ante un personaje con forma humana que solo emita sonidos mecánicos o propios de otros animales. En el primer caso, el niño se identificará rápidamente con la cafetera habladora o el dragón parlanchín; en el segundo, probablemente se asuste y no quiera saber nada con el “monstruo” aquel. Lo humano del ser humano – lo saben hasta los niños – está, pues, en el hablar.
Tal vez parezca simple, o injusto, pero solo encuentro dos criterios fiables a la hora de evaluar como tal a una persona: su aptitud para dialogar con honestidad y empatía, y que sepa escribir o, cuando menos, hablar. No me interesa (ni me fio de) la gente que no es capaz de rebatirse a sí misma (que es la forma más seria de reírse de sí) o de emplear el lenguaje con cierta pulcritud. Sin duda, se puede saber dialogar y escribir, y ser un canalla. Pero en este caso hay cura. Quién, en cambio, no domina el lenguaje, no domina su pensamiento; y quien no domina su pensamiento no tiene forma alguna de dominarse a sí mismo.
Crear o recrear – interpretándolo – un texto, trazar en él un mapa de ideas y operaciones, sembrarlo de hipótesis, abonarlo con argumentos y contraargumentos, y dejar, con todas sus podas, que crezca por sí solo, es el único modo que concibo de desvelar o dar a luz lo que uno piensa – tan distinto, a menudo, de lo que cree pensar –. Decía Platón que la escritura sustituye el pensamiento por la memoria. ¡Pero lo decía en uno de sus más prodigiosos escritos! Fuera de ese combate mayéutico, en fin, con el lenguaje y el texto – compendio de todo diálogo posible –, que es el arte de escribir, apenas cabe aventurarse en el pensamiento.
Escribo todo esto, no para insistir en aquello de la degradación actual del lenguaje – algo que es cierto, pero que también hay que valorar en el contexto de unos índices de escolarización o de acceso a los medios multiplicados en muy poco tiempo –, sino más bien para denunciar la perversa idea de que esa degradación en el uso de la lengua (incluso la administrativa o la educativa) es poco menos que un requisito democrático.
Circula así la consigna, por claustros, consejerías o ministerios, de que, “para que todo el mundo lo entienda”, hay que simplificar(que no es lo mismo, sino lo contrario, a veces, que clarificar) medios y mensajes, aliviando al lenguaje de estructuras complejas, párrafos extensos, vocabulario excesivo y argumentos que no quepan en el espacio de un tuit (que es el formato ya asentado de la declaración pública). Pareciera que la Administración se empeñara en imitar la economía del lenguaje verbal (y de la inteligencia) que imponen los medios audiovisuales.
Ahora bien, el imperativo de vulgarizar el lenguaje solo responde a una idea muy burda de lo que es “democrático”. La democracia es el gobierno del pueblo. Pero el pueblo ha de gobernar algo, digamos el Estado, que posee una entidad y unas funciones propias, entre otras la de capacitar o educar a la gente que ha de gobernarlo. Y educar no equivale a homogeneizar la práctica del lenguaje, sino a reconocer lo valioso de su heterogeneidad y promover aquellos usos que más y mejor nos permiten ser y comunicarnos. Hacer apología de la simpleza, en una época tan complicada de pensar como esta, es otra manera – otra más – de infantilizar, tutelar y entontecer plácidamente a la gente, manteniendo las desigualdades fundamentales bajo la apariencia de que, como hablamos igual (de mal), estas han dejado de existir.
Matar a Dios, pase. ¿Pero a qué sádico desalmado se le ocurre matar a James Bond? ¿Y ahora quién nos salvará del tedio?
Se me han muerto jugadores de futbol, actores, músicos... que en mi niñez y juventud parecían eternos y poco a poco he ido asumiendo que la vejez obliga a ir cada vez a más entierros, pero no estaba preparado para asistir a la muerte de James Bond.
Este me parece un ejemplo muy claro de cómo están las cosas en la educación. Se ha perdido el sentido del ridículo y a semejante pérdida la llaman innovación.
Más indformación AQUÍ
Me escribe el traductor de "El cielo prometido" al ruso y me dice lo siguiente:
"Ayer me reuní con el señor Erlich, el editor. Le entregué el texto completo y las fotos. Todo está bien. Esta es mi mejor traducción. He añadido varias notas explicativas. Me parece que he logrado transmitir el humor y la compasión hacia tus protagonistas que se encuentra en tu libro.
El libro tendrá tapas duras."
La traducción ha sido un trabajo largo y difícil, porque he tenido la inmensa suerte de contar con un traductor meticuloso y muy exigente que me ha consultado cada palabra que no entendía bien o cualquier acontecimiento que no le parecía bien explicado. Le estoy profundamente agradecido... casi tanto como estoy agradecido a los Mercader por no abandonarme durante estos últimos 20 años.
Poros sería una especie de personificación de la divinidad de la astucia, en el sentido de la adquisición, la capacidad de adquirir cosas. Adquirir, no en el sentido monetario, sino en el sentido de conseguirlas. Penia, en cambio, es la pobreza, es la carencia. Y durante una fiesta, un banquete de celebración por el nacimiento de Venus, Poros se emborrachó, y Penia, que no había sido invitada a la fiesta, se durmió con él. Se durmió, como se dice en los mitos griegos en el sentido de que se acuestan juntos, y conciben este hijo, que es Eros, que, por tanto, nace, por un lado, de un padre que sabe conseguir las cosas, y de una madre a la que le faltan las cosas. ¿Y qué dice Sócrates? Dice: «Eros es filósofo, porque él sabe que no sabe». El famoso saber que no se sabe socrático está relacionado con el erotismo del conocimiento, y por tanto a este impulso realmente erótico hacia querer conocer, hacia querer perseguir la sabiduría. Y todo lo que nos falta, en realidad, nos genera un deseo. Por lo tanto, el eros, el deseo que reside en el amor, es algo que nace de la carencia y que se posa en el vacío de lo que nos falta. Entonces, esto ya me parece una enseñanza bastante propia de aquella época. Por lo tanto, la filosofía nos enseña a desear, en el sentido de que nos enseña que nosotros deseamos aquello de lo que tenemos una carencia. Nos enseña a mantener este espacio abierto para el deseo.
Ilaria Gaspari, Filosofía, un modo de estar en el mundo
Basta abrir Edipo rey para encontrarse con "esta batalla ardiente que es la vida" (381) y con la ironía amarga de la mirada de Sófocles sobre la misma: "Si crees que la arrogancia es un bien cuando la razón no guía, estás equivocado". Pero el lector no tarda en descubrir que la razón nunca engarza los acontecimientos ni según sus propósitos, ni según su lógica, puesto que ningún humano es capaz de prever con seguridad nada (977). Incluso puede ser mejor rendirse y buscar la protección consoladora de la ignorancia (1165), dado que vista cara a cara, la vida humana es semejante a la nada (1190). Sófocles hace suyas las famosas palabras de Solón a Cresos: "Esperemos hasta su último día para proclamar feliz a un mortal".
Edipo en Colono es el relato del "pathei mathos", de lo que el dolor enseña a quien sabe leer el tiempo (6, 22) omnipotente (pankratés: 609). Como ocurre siempre con un clásico, cada nueva lectura es un nuevo descubrimiento. Esta vez he tropezado en 1085 con una advocación de Zeus a la que hasta ahora apenas había dado importancia: "Zeus panóptico", pero esta vez la imaginación se me ha enredado con Bentham y a Foucault. Lo que ha aprendido Edipo es, en defintiva, que el mayor bien es no haber nacido (1225), pero si has nacido, debes aceptar y sufir lo que los dioses envían.
Antígona es la historia del enfrentamiento de dos dogmáticos irreconciliables, Creonte y Antígona, que se creen seguros de sí porque desconocen las consecuencias de sus actos. Aunque es Antígona la que goza de buena fama, el único que aquí aprende algo es el tirano Creonte, pero lo aprende cuando ya es demasiado tarse para aplicar lo aprendido. El Hado es un poder terrible que no se puede esquivar (952). Ciertamente frente a él, la imprudencia es el peor de los males (1151), pero no hay manera de ser prudente. Todo lo que está a nuestro alcance es descubrir que no lo hemos sido. De ahí que Sófocles describa nuestras vidas como "esfuerzos desforzados" (1275: pónoi dísponoi).
Pero todo esto, tan humillante para la soberbia humana, está dicho con tal arte, con tanta belleza, que el lector siente que si el hombre es capaz de hacer brillar así su miseria, es un mísero admirable capaz también de dejar detrás de sí chispas de fulgor eterno. Los clásicos nos proporcionan la experiencia de la proximidad con ese fulgor. Eso sí, no es un fulgor competencial. Sólo sirve para afirmar nuestra esencia como humanos.
“¿Pero es que nadie piensa en los niños?”, exclama con frecuencia Helen Lovejoy, la esposa metomentodo del reverendo de Los Simpson, que acostumbra a soltarla gimoteando, venga o no a cuento, en las más variopintas circunstancias. Supongo que el guionista la introdujo con el fin de satirizar el lacrimógeno y demagógico recurso de apelar a los niños para enturbiar emocionalmente cualquier disputa. O, quizá también, para señalar a aquellos que, aunque digan lo contrario, ni por asomo piensan de verdad en los niños.
Me acordé de la frase en mitad de un bautizo al que asistí hace unos días. Una de las niñas a bautizar tenía ya diez años, y el cura, en buena lógica, le preguntó que con qué nombre quería ser bautizada. La niña, de nombre Miriam, tras unos minutos de perplejidad, y ante la insistencia del cura, acabó por responder, y con una vocecita apenas audible le dijo a toda la Iglesia que como quería llamarse de verdad era Noa. La cara de los padres era un poema. El cura intentó mediar y propuso Miriam Noa. Pero la madre estalló entonces: “ni Noa ni Noe – vino a decir –, la niña se llamará Miriam y sanseacabó”. El espectáculo fue patético. Me pregunto que hubiera pasado si la niña, en lugar de Noa, hubiera pedido llamarse Juan José.
La anécdota es significativa de lo poco o nada que respetamos a los niños, y de cómo, bajo toda la pringosa sensiblería al uso, poca gente piensa realmente en ellos. Dudo que la humillación que recibió el otro día esa niña, al comprobar como su timidísimo arrebato de voluntad era aplastado delante de todos, y en mitad de una ceremonia sagrada, pueda olvidársele fácilmente.
Pero no solo se trata del nombre (algo tan personal), o de frivolidades como la decoración del cuarto, el corte de pelo o la ropa que se usa (que algunos padres escogen para sus hijos como si jugaran con muñecos). La tiranía y el poder arbitrario de los adultos se expresa en cosas mucho más serias, imponiéndoles, sin razonar ni escucharlos, actividades, afinidades y normas, amén de – y esto es lo más grave – ideas, creencias y valores de todo tipo.
Con lo anterior no estoy diciendo que no haya que transmitir ideas y valores a los hijos (¿qué sería educarles si no?), sino que es una completa falta de respeto a su personalidad hacerlo de modo dogmático y excluyente. Como si, por ser pequeños, no hubiera que darles razones y concederles la palabra. O como si se fuesen a “contaminar” por relacionarse con ideas y valores distintos a los de su entorno. El “las cosas son así y punto”, o el “porque lo digo yo (que soy tu padre, madre, profesor…)”, son dos de las mayores agresiones que se pueden cometer sobre ese ser racional en ciernes que es un niño. De nada sirve dejar de darles bofetadas (costumbre ya superada, por suerte) y seguir maltratándoles con esos golpes morales a su dignidad.
Otro caso claro de esta transmisión cerril y dogmática de ideas y valores es el protagonizado por aquellos padres empeñados en llevar a sus hijos a colegios estrictamente acordes con sus creencias. Este obtuso deseo es parte del no menos perverso argumento de que los padres tienen derecho irrestricto a escoger la educación moral de sus hijos. Un derecho que, obviamente, no solo ha de estar limitado por el sentido común y por el Estado (es decir, por la sociedad en su conjunto), sino también y, sobre todo, por el propio derecho de los hijos a ejercer su libre criterio y elegir sus propios valores.
Ahora bien, para que los niños puedan ejercer ese derecho hay que educarles en el aprecio de la pluralidad y el ejercicio de la autonomía, invitándolos a desarrollar esas capacidades que resultan igualmente fundamentales para ser buenos ciudadanos: las del diálogo, el razonamiento y el respeto por los que no piensan como nosotros. Lejos de encerrarlos en “burbujas ideológicas”, se trata de invitarlos a que conozcan ideas y valores distintos, exponiéndolos así a contradicciones y dilemas que vayan alimentando y afinando su propio juicio moral.
Porque a todo esto, sepan, quienes aún no lo saben, que los niños, desde muy pequeños, piensan. Y que piensen quiere decir que, con un lenguaje a veces pleno de imágenes, pero también de sentido, son capaces de dudar, preguntar, pedir y dar razones, inquirir si algo es bueno o malo, justo o injusto, verdadero o falso, así como de distinguir contradicciones y malos argumentos (¿qué niño no sabe, desde muy pronto, lo que es una contradicción, oyendo y viendo, por ejemplo, lo que dicen y hacen luego sus padres?).
Si los niños, en fin, además de materias tan abstractas como matemáticas o geografía, aprendieran desde el principio ese más concreto saber que es el de la reflexión y el diálogo sobre valores, habría muchas más noasen el mundo, y muchos más padres, madres y maestros convencidos de que “pensar en los niños” no es lo mismo que pensar por ellos.
Me pidió ayer el farero de la isla de Ons que hable más de los cielos de Ocata y para complacer al farero, por su profesión, experto en cielos, me he ido a ver amanecer a la playa, pero ante los clarines del día, me he quedado mudo. A mi lado la gente corría. ¿De qué huye esta gente que se levanta a horas intempestivas para correr con tanto ímpetu? Sí, claro, de la decrepitud, de la enfermedad y de la muerte, como todos.
Pasemos al cielo.
En el principio, decía el filósofo Moderato de Cádiz, era el Uno, que está más allá de todo ser. Por las razones que fueran el Uno se cansó de sí y quiso conocer la pluralidad. Y creó el mundo. Para ello alienó de su esencia una parte de sí, la cantidad, y se recluyó en ella. La cantidad, en este caso, hay que entenderla como lo que se mueve y no acaba de encontrar una forma precisa, como estas nubes, que parecen ir persiguiendo a los corredores y como esta luz que muta, inasible, sobre un mar agitado. La cantidad, en realidad es añoranza de forma (de Unidad). Y de añoranza estamos todos hechos. Y esto es todo lo que se me ocurre decir del cielo que clareaba esta mañana en la playa de Ocata.
Cada vez me gusta más leer y menos hablar.
No sé si es bueno o malo o, simplemente, otro síntoma de la edad. Esto no significa que ya no hable con nadie, sino que me estoy volviendo muy selectivo en mis conversaciones.
Si veo a ciertas personas de lejos, doy un rodeo para no tener que pararme a ser cordial.
Conocí en México a un personaje que resultaba entrañable siempre y cuando no le preguntaras nada, pero si por un descuido se te deslizaba una pegunta de la boca, estabas perdido. Como él decía: "yo soy de esas personas a las que si les preguntas la hora, necesitan comenzar contando la historia del reloj." Era exactamente así.
Tengo un vecino que ante un "¿Qué tal?" de compromiso, te contesta de una manera tan prolija que resulta insufrible. Además tiene la manía de ir corrigiéndose a sí mismo a cada paso: "Serían eso de las 9 menos diez ... No, miento, porque en ese momento ... así que ya serían las 9 pasadas...".
Sin embargo a los ancianos que se han quedado solos en sus casas, cada vez más llenas de recuerdos y más vacías de seres queridos, no me importa escucharles el tiempo que haga falta. Nada valoran más que la misericordia de nuestra atención. Te suelen contar las mismas cosas cada vez que te detienes a escucharlos, pero cada vez lo hacen como si se agarrasen al salvavidas de sus propias palabras para seguir vivos.
Donde no hay diferencia, no hay claridad.
Atardece. Se ha levantado una brisilla otoñal caprichosa, arremolinada, que de vez en cuando trae alguna ráfaga de aire fresco (más que frío) y una cierta sensación de humedad. Durante un rato he oído el retumbar de truenos lejanos e incluso han caído cuatro gotas desganadas, pero ahora parece que a las nubes inquietas les ha dado por abrirnos una ventana al cielo. Estoy solo en casa y aprovecho para leer dos libros bien distintos a intérvalos, como la brisa que me acompaña en la terraza: la Crisis de Husserl y una biografía de Prim. Leo porque -entre otras cosas- cada vez me resulta más insufrible la televisión. Creo no pedir demasiado: actores que no griten (descartados, pues los españoles), que no necesiten gesticular para interpretar y que sepan hablar en silencio, guiones verosímiles y no excesivamente previsibles y cámaras que pasen desapercibidas. ¿Es demasiado?
Husserl. Todos los caminos de la filosofía del siglo XX nacen en él y, a mi modo de ver, no hay tarea más urgente para la filosofía que la reivindicación de la doxa del mundo de la vida. Respecto a Prim, es otra de esas figuras trágicas de nuestra historia que nos empujan a pensar en lo que pudo haber sido y no fue, esa enfermedad española.
Placeres grandes son aquellos que más disfrutas. Por ejemplo, a mi edad, el de levantarme descansado y con la cabeza despejada, para comenzar el día con espíritu inaugural. Es este un placer nuevo que se presenta cuando él quiere y por el que hace algunos años no hubiera dado ni un céntimo (de peseta) y ahora me parece un lujo.
Uno asiste un poco desconcertado a la reorganización de sus posibilidades de hedonismo y sabe que hay que atrapar al vuelo cualquier nuevo gozo que te ofrezca la vida y este de levantarse más liviano no es pequeño.
Levantarse bien dormido, ducharse, ponerse ropa limpia y salir a la calle con un libro en el bolsillo a respirar el primer aire del día y a desayunar un buen café con leche. ¡Ahí es nada!
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Mallorca.
Sale a la luz que una comisión escolar canadiense ha quemado o destruido cerca de cinco mil obras de las bibliotecas de Ontario por considerar que presentaban estereotipos de los pueblos indígenas, eran irrespetuosos con sus prácticas culturales o, simplemente, contenían términos como “indio” o “esquimal”, considerados hoy peyorativos. Entre las obras destruidas se encuentran ejemplares de Astérix o Tintín, así como novelas y cuentos dirigidos al público infantil y juvenil.
No por esperables, dejan estas cosas de generar preocupación. Digo esperables porque hace ya tiempo que las guerras culturales se han convertido en novedoso opio y fuente de adrenalina política para el pueblo. Juzgar moralmente a los demás siempre pone, y en este resurgimiento del espíritu puritano mucha gente se está acostumbrando a exigir (o peor: a tolerar) que se prohíba todo lo que parezca ofensivo a cualquier minoría o colectivo con capacidad de convocatoria. Comenzaron con la cultura popular, censurando series de TV, canciones de rap o películas de Walt Disney. Metieron luego la cabeza en los museos, con campañas para retirar obras de arte “poco edificantes”. Y hace años que andan destrozando bibliotecas y removiendo estatuas. Todo esto a la vez que mantienen campañas de acoso y derribo de todo aquel o aquella (artistas, profesores, humoristas…) que no comulga con el pack biempensante.
Más allá de lo difícil que resulta soportar a estas hordas de iluminados odiadores (obsesionados por los “delitos de odio” de quienes no odian lo que ellos), de su insufrible complejo de superioridad moral (que les impele a protegernos paternalmente de todo mensaje pernicioso, como si fuéramos cretinos morales), y de la absoluta ineficacia de sus métodos (¿habrá algo que incite más a la lectura que prohibirle un libro a un niño? ¿Y algo más educativo que leerlo con él?), el problema más grande y profundo que parece tener este tipo de ultras puritanos es el de la risa.
Y no les faltan motivos. Fíjense que los argumentos, por razonables que sean, se pueden desactivar fácilmente con falacias, eslóganes, ataques o apelaciones al activismo o la emoción, pero la risa es siempre incontenible y casi siempre incontestable. Una buena broma nos deja sin réplica. Si el insulto suele descalificar a quien lo emite, la burla, cuando es efectiva (es decir, cuando da la risa), deja en evidencia al burlado. Y esto, siempre tan conveniente, de que se rían de ti y de lo que dices, no lo soporta cualquiera. Y menos un fanático.
Tal vez por esto, la liga de colegios católicos de Ontario aficionada a quemar libros la haya tomado con Astérix el Galo, la divertidísima colección de historietas de Uderzo y Goscinny en que los autores se burlan amablemente de todo y de todos (empezando por los propios galos, que son constantemente caricaturizados, junto a los belgas, los ingleses, los españoles…) y en la que, curiosamente, lo que se transmite – de forma harto ingenua – es una defensa a ultranza del indigenismo frente al imperialismo romano.
Y digo de forma ingenua porque – ahora que andan moviéndose y derribándose estatuas de Colón y otros –, los pueblos indígenas no son ni han sido unos ángeles que no merezcan, como todo dios, su ración de burla y crítica. Lo siento por los que siguen creyendo en el bíblico (o rousseauniano) mito del Edén, pero no hay pueblo o civilización, por colonizada que haya sido, que no tenga sus luces y sus sombras. De hecho, algunos de los pueblos conquistados fueron, antes, tiránicos y crueles conquistadores de otros como ellos. Y muchas sociedades de cazadores-recolectores son y han sido tan belicosas y sanguinarias como sus medios les han permitido. Desengáñense: hasta ahora, y salvo casos marginales, ningún grupo humano se ha asentado sobre un territorio sin usar de la fuerza para ocuparlo y/o para evitar la intrusión de otros, y me temo que muy pocos, si es que alguno, ha dejado de aprovecharse, cuando la opinión la pintaban calva, de las debilidades del vecino.
Esto no quiere decir, obviamente, que uno apruebe o tolere la humillación, la marginación o el genocidio de los pueblos indígenas, ni que ponga al mismo nivel a los hoy poderosos y a los que ya no lo son, ni que no haya que resarcir, en justicia, a todas las víctimas posibles de todos los atropellos cercanos. Lo que hay que tener claro es que la batalla para erradicar las relaciones de dominación tiene que proyectarse hacia el futuro, sin negar o mitologizar el pasado, sino reconociéndolo como tal y aprendiendo de él. Quien no conoce y comprende la historia está condenado a repetirla. La prueba está en observar a estos aprendices canadienses de Torquemada.
La educación actual está sometida al prejuicio de lo competencial, es decir, al prejuicio que sostiene que todo aprendizaje escolar debe ser un medio para un fin. Si te atreves a poner este prejuicio en cuestión, serás acusado de defender el absurdo de una educación para la incompetencia. Pero la negación de la proposición "todo aprendizaje debe ser competencial" no es "ningún aprendizaje debe ser competencial", sino "algún aprendizaje no debe ser competencial". Lo que ocurre es que en este "algún" se esconden precisamente las riquezas de la alta cultura.
Me explico.
¿Las Variaciones Goldberg son grandes por ser un medio para un fin o lo que las hace grandes es ser estrictamente inútiles?
¿Qué uso práctico se les puede dar a las Variaciones Goldberg? ¿Y a Velázquez? ¿Y a los sonetos de Quevedo?
Desde luego nada de esto ayuda a ser mejor ciudadano, a desarrollar la inteligencia emocional, a adquirir competencias del siglo XXI. Nada de esto es un medio para un fin.
La alta cultura es un fin en sí misma.
El hecho de que hoy todo aquello que es un fin en sí mismo se mire con recelo expresa el triunfo de la cultura de masas; pero el hecho de que los ministros de educación se rindan a la cultura de masas indican la cobardía democrática de quien tiene que justificarse utilitariamente ante el inculto.
En nuestros centros educativos la alta cultura se ha convertido ya en contracultura precisamente porque exige un esfuerzo deliberado y perseverante cuyo premio es la conquista de lo inútil.
El sentimiento de la desaparición del futuro y la percepción del tiempo como presente continuo son características del momento, forma o estructura de sentimiento de la cultura contemporánea, manifestaciones, diría Jameson, de la imaginación dañada o de expresiones de una conciencia desgraciada.
Ernest Bloch nos había convencido de que el impulso utópico y la esperanza estaban ligados necesariamente como expresiones de la aspiración de trascendencia que tiene toda actividad y experiencia humanas. La esperanza está dirigida al futuro: entrevé posibilidades y genera un deseo que selecciona aquellas que el tiempo presente ha abierto, siempre ambiguo entre caminos de servidumbre o de emancipación. El principio esperanza es un relato épico de las manifestaciones de este impulso a lo largo de la historia humana, convirtiéndose así en un largo argumento que cose esta emoción en la trama de la agencia humana, naturalizando a un tiempo la utopía y la esperanza como ejercicios de capacidad de intervención en el mundo.
La esperanza ha quedado olvidada como emoción política y como constituyente de la agencia. Coincide en ello con el mito de Prometeo que, como sabemos, recordó a su hermano, Epimeteo, que no aceptase ningún regalo de los dioses pero este, obnubilado por los encantos de Pandora, aceptó y abrió su maldita caja que expandió por el mundo todos los males dejando en el fondo del recipiente la esperanza, la Elpis, la diosa hija de Nyx y de la Fama.
Tanta gente, tantos anticapitalismos chic, tantos conservadurismos de tertulia (explícitos o disfrazados de izquierda nostálgica) matando el mito del progreso sin reparar que lo que estaban dañando era algo más valioso: la esperanza.
Fernando Broncano, Utopía, nostalgia, esperanza, El laberinto de la identidad, 25/09/2021
Me encuentro con M. Se le acaba de morir un familiar muy próximo y está pasando un mal momento. Durante el rato que pasamos juntos recibe varias llamadas telefónicas que, de manera visible, lo incomodan. Cuando el móvil se calma, me comenta que ya hemos perdido la sabiduría que el mundo de la vida había puesto a nuestra disposición para estas ocasiones. Se refiere a aquellas fórmulas, "te acompaño en el sentimiento", "mi más sentido pésame", etc. que se utilizaban con normalidad en estas circunstancias. Hoy, como pesa sobre nosotros el deber moral de ser auténticos, nos vemos en la obligación de decir algo que no suene a cliché, a frase de compromiso... El resultado es que no sabemos qué decir, con lo cual convertimos el acto de dar el pésame en una incómoda comunicación de un sentimiento que no sabemos cómo expresar para que no suene a frase hecha.
¿Pero cómo sentimos lo que no sabemos decir?
Las frases hechas, como todo lo que la tradición ha ido depositando en las costumbres, tienen su sentido. Facilitan la relación en los momentos difíciles y nos permiten librar a la persona dolorida de la incomodidads de tener que mantenerse sereno ante la pesadumbre que no sabemos formular.
Nos hemos propuesto dinamitar el mundo de la vida por considerarlo falso e hipócrita y no tenemos manera de construir otro que sea auténtico, genuino, sincero... simplemente porque no damos para tanto.
La meva principal tesi és que la filosofia dintre dels plans d’estudis (sobretot d’aquests últims) sempre ha estat una anomalia, sempre ha generat situacions incòmodes als dissenyadors dels nous sistemes educatius.
Aquesta precarietat en la que ha viscut la filosofia al llarg d’aquest últims temps, no cal enganyar-nos, se l’ha guanyat a pols. Podem remuntar-nos al seu origen. En aquest temps, un pensador que ha passat a la història com a un filòsof defensor de la moderació, va fer una afirmació radical: la filosofia era l’únic saber lliure, un saber que hauria de fugir de tot instrumentalisme perquè no serveix per a res que no fos per a ell mateix. És evident que amb aquests antecedents el quasi ostracisme en el que viu aquesta assignatura està del tot justificat, no forma part d’aquelles assignatures anomenades instrumentals, d’aquelles assignatures que realment serveixen i són útils.
D’altra banda, els nostres i les nostres col·legues psicopedagogs no han ajudat gaire a la causa per al manteniment de la filosofia dins del sistema educatiu, des del moment que a primària van substituir els tradicionals clatellots pel més sofisticat racó de pensar per resoldre els comportaments disruptius de les criatures. La famosa frase de Descartes ha patit una severa transformació en l’imaginari de l’escolar de l’ensenyament obligatori: “penso, llavors he fet alguna cosa malament”.
L’instrumentalisme pedagògic hegemònic ha arribat fins als nostres dies adoptant la forma de competencialisme educatiu. Tot el sistema educatiu actual gira al voltant del concepte “competència bàsica”. Què s’entén per competència bàsica, segons el que apareix en els documents que qualsevol ciutadà pot tenir a l’abast consultant l’xtec.gencat del Departament d’Ensenyament de la Generalitat? Competència bàsica és, d’una banda, una capacitat per resoldre problemes reals en contextos diversos, d’altra, ho fa mitjançant la mobilització integradora de coneixements, habilitats pràctiques i actituds, per finalment, assolir una acció eficaç i satisfactòria. Per tant, podem desglossar, el que és, el com, i el perquè d’aquest concepte.
Si ens atrevim a seguir explorant aquesta pàgina web, consultant etiquetes i els seus corresponents desplegables, ens trobarem les diferents competències tal com són tractades tant a l’educació primària com la secundària obligatòria dividides per àmbits, que no assignatures (lingüístic, matemàtic, científic-tecnològic, digital, social, aprendre per aprendre …). Aquest desplegament pretén ser totalitzador, hi ha un afany d’empaperar-ho tot sense deixar la més mínima escletxa, com si hagués una por latent a què en el futur el ciutadà o ciutadana quan abandoni la seva vida acadèmica es pugui fotre de morros contra una situació que cap educador no hagués programat, no hagués previst. Se suposa que aquests àmbits del coneixement inclouen les anomenades “competències claus” (article 8) que són imprescindibles assolir per poder fer front en el futur a una realitat que es qualifica com a problemàtica. El que és curiós és que després d’haver pintat un escenari tan cru, dins el recinte acadèmic, quan arriben les avaluació, els criteris inclusius desmenteixen la duresa amb què està descrita la realitat, hi ha una voluntat, sobretot imposada per part de l’administració, perquè tothom passi de curs.
L’educació per competències, tal com jo l’entenc, ens proporciona una mena de kit de supervivència que ens servirà per fer front a l’adversitat de la realitat i evitar que la mínima dificultat ens paralitzi. Com tot kit, per molt complet que sigui, necessita reduir els seus components a allò que és imprescindible, eliminant per tant tot allò que es consideri inútil o ranci.
La macyverització de l’educació actual està suportada per dos fonaments implícits: un de crític i negatiu i un d’afirmatiu i positiu. El crític s’adreça a una educació que no creu que el seu objectiu fonamental sigui la inserció del alumnat al món extraescolar, que no li aporta recursos cognitius per adaptar-se al funcionament real del món (sobretot el món econòmic). El positiu es basa en la creença que aquests ensenyaments competencials corresponen al que la realitat demana (la realitat econòmica), és a dir, que la persona que finalitza la seva vida acadèmica ha de sortit equipada amb uns dispositius que li siguin útils per a la seva vida (laboral, professional, sobretot).
L’anomalia seria trobar-nos la filosofia dins d’aquest kit. Si fos així, ens trobaríem una filosofia especialment concebuda per guanyar-se la vida. Un tipus de filosofia que contradiu a Aristòtil, quan afirma que la primera condició per fer filosofia es quan notes que en cada acció o decisió no t’hi jugues la vida.
Manel Villar
Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es tan pequeña que no puede ser vista ni por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo ilustrado, o la del inquisidor en tiempos anteriores.
Bertrand Rusell
Escrito por Luis Roca Jusmet
Uno de las problemáticas que plantea la irrupción de internet en nuestra vida cotidiana es su impacto sobre la sexualidad humana. No entiendo la sexualidad en un sentido biológico, ya que todo lo humano tiene una dimensión histórica, por un lado, y por lo imaginario y simbólico. Lo primero lo argumentó muy bien Michel Foucault y lo segundo el psicoanálisis, de Freud a Lacan. La sexualidad, tal como la entendemos en la modernidad es diferente de como la en la antigüedad o en el medievo. Por otro lado esta siempre mediatizada por el hecho de que somos seres parlantes con una poderosa imaginación, por decirlo de manera simple.
Cuando hablamos de cibersexo hablamos o de las relaciones sexuales que mantienen dos partenaires desde sus pantallas respectivas o la utilización de material pornográfico. Este segundo aspecto no me interesa porque es simplemente algo que no tiene nada que ver con el encuentro sexual, que es la masturbación. Me interesa el impacto referido al encuentro sexual, a lo que se pierde con el cibersexo, que es el encuentro corporal.
A veces se plantea que en el encuentro sexual uno es simplemente el objeto del deseo del otro, que es el sujeto. Y si este objeto se plantea en términos esópicos, es decir una atracción por la mirada, entonces se diluye tanto este encuentro corporal que poco se diferencia del encuentro de dos partenaires a través de la pantalla. Però me parece que vale la pena reivindicar el encuentro corporal como una interacción entre dos cuerpos subjetivados. Una interacción con el cuerpo del otro, no con su imagen, por mucho que la fantasía esté siempre y necesariamente presente en la sexualidad. Son los dos sujetos los que se diluyen en el encuentro sexual, cada uno se pierde en el cuerpo del otro. Esto es lo que se pierde. El placer de este encuentro entre cuerpos atravesado por la fantasía del otro. Lo que es imposible encontrar en la masturbación, en la prostitución y en la relación via virtual. Es el erotismo del que hablaba Bataille.
Biblioteca Marc de Vilalba de Cardedeu.
Divendres, 29 de octubre 2021 - Horari: 18 h.
https://www.bibliotecacardedeu.cat/activitats/filmosofia/
Sinopsi
Drama sobre l’església de la cienciologia: Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), un intel·lectual brillant i de fortes conviccions, crea una organització religiosa que comença a fer-se popular als Estats Units cap a l’any 1952. Freddie Quell (Joaquin Phoenix), un jove sense llar es converteix en el seu home de confiança. Quan la secta triomfa socialment atraient a nombrosos fervents seguidors, a Freddie li sorgiran molts dubtes. [Font: Filmaffinity]
Cinefòrum dinamitzat per: Joan MéndezLa primera, la nueva entrega del Locutori.
La segunda, esto de hoy mismo de Fernando Savater en su columna de El País, "Conservador":
Los rótulos ideológicos tras los que nos parapetamos son cada vez más, según aumentan las identidades ofendidas y los derechos cantinflescos reivindicados. Pero hay una ideología compartida por todos, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, y de la que sin embargo pocos se enorgullecen: la conservadora. A nadie le falta un punto conservador en un aspecto o en otro, porque ser humano es elegir en el caos del mundo y de la vida algo que queremos ver perpetuado. A los demás animales la evolución les ha simplificado la tarea, inscribiendo en sus genes los gestos y preferencias a los que deben guardar fidelidad. En cambio nosotros estamos programados para autoprogramarnos (la inteligencia artificial no es la de ninguna máquina sino la nuestra) y debemos elegir el punto sólido, que quisiéramos inamovible, a partir del cual movernos, avanzar, explorar: necesitamos establecer lo que debe ser conservado para a partir de ahí revolucionarlo todo.
Para no ser conservador por imitación o rutina (fuentes habituales del instinto de conservación y del pensamiento reaccionario) hay que ser lúcido y, aunque suene paradójico, audaz. Actualmente en España el autor que mejor responde a este perfil es Gregorio Luri. Su último libro ―La mermelada sentimental, editorial Encuentro― es un buen compendio de sus ideas sobre educación (quizá su tema preferido), política, formas de ser y de dejar de ser de los españoles, ecología y hasta religión. Una prosa clara y contundente, una perspicacia que no desfallece y un humor sin el que no hay tarea intelectual digna de ese nombre. Una ráfaga a modo de aperitivo: “La política es el proyecto, siempre inacabado y siempre frágil, de establecer una relación comunitaria con el tiempo que nos permita dotar de historia coordinada a nuestros aconteceres personales y colectivos”.
Crear una empresa es una tarea tan procelosa que cuando consigues el último sello y la pones en marcha, es decir, bajo la lupa de Hacienda, estás agotado y sólo tienes ganas de no hacer nada. Uno, ingenuamente, pensaba que la administación está para ayudar y tender puentes, no para ponerte trabas. Pero lo peor es que aquí, en Cataluña, tenemos varias administraciones y cada una exige su tributo burocrático.
Las ventanillas siempre tienen sed.
Pero ya estamos en marcha, ilusionados y con buenas perspectivas.
He terminado Ma vie avec Marx, de Alain Minc. Me ha gustado. Creo que es el mejor de los libros que he leído de Alain Minc. Está lleno de sugerencias que te van dejando abundantes motivos para pensar a fondo el presente.Sin embargo... al cerrarlo me he encontrado con la misma sensación de precipitación que he notado en otros libros suyos. Me parece que de vez en cuando a Minc le entran ganas de correr y deja a su lector -o, al menos, ese es mi caso- un poco desamparado, con ganas de que nos explique más despacio algunas de las ideas que nos ha ido mostrando solo a medias. Por ejemplo, la del estancamiento de la productividad en la era de las nuevas tecnologías. Esta es una preocupación central del presente que, sin embargo, él apenas insinúa y que cierra dándonos a entender que espera que no sea así. Yo, que aprecio mucho la agudeza analítica de Minc, no tengo bastante con eso. A él, por respeto a su inteligencia, hay que exigirle mucho más.
Me ha dejado un poco perplejo su reivindicación de Marx. Entiendo su reivindicación de lo que a su parecer representa: la ambición de una teoría rigurosa que se corresponde con una praxis política que no conoce el desaliento. Me ha gustado porque en estos tiempos en los que animamos a los jóvenes a cambiar el mundo, mientras les negamos los intrumentos conceptuales que les permitirían comprenderlo, Marx se erige para Minc en el símbolo del compromiso de las virtudes téoricas con las prácticas. Pero hablar aquí de virtudes prácticas es hablar de virtudes política que, para el Marx dirigente social, incluyen un cierto componente maquiavélico y, por lo tanto, a mi modo de ver, lo que se nos acaba mostrando es que la razón teórica no cubre la destreza práctica.
Marx es también un predicador y un habilidoso gestor práctico de su compromiso con la teoría. Y es todo esto lo que Minc parece querer resaltar cuando lo comprara con Adam Smith, Ricardo, Schumpeter, Kondratiev y Keynes. Ninguno de estos cinco es predicador. Más bien tienen alma de diplomáticos.
Marx es el predicador del Todo y, ciertamente, los otros cinco son diplomáticos de determinadas provincias del Todo. Pero hay, me parece a mí, una virtud en la renuncia a someter el Todo a una teoría, por muy ambiciosa que sea. Yo veo en esa renuncia precisamente la ambición del pensamiento liberal y conservador que reconoce que el Todo no encaja en ninguna teoría y, por lo tanto, admite que siempre actuamos con menos sabiduría de la que sería necesaria para garantizarnos el éxito.
¿Es Maquiavelo el suplemento que necesita la teoría para incrementar sus posibilidades de éxito?
En cualquier caso, bien pudiera ser que Alain Minc sea, efectivamente, el último marxista de Francia. Y no sé si de Europa. Y esto es lo que molestará a los marxistas elementales. ¡Bien por Minc!
Una cosa más: He entendido perfectamente las alabanzas que Minc dedica al emprendedor.
He dicho más de una vez que eres viejo cuando estás más pendiente de tus rodillas que de las rodillas de la vecina. Es mi caso. Pero me niego a conformarme.
Podría añadir que eres viejo cuando te levantas de la cama casi tan cansado como cuando te acostaste, porque el cansancio se arrastra y sólo lo puedes ir soltando poco a poco, como un lastre pegajoso. Tampoco quiero asumir esta derrota sin una combate digno.
Reconozco que no sé estar sin hacer nada. La pasividad me resulta insufrible. Necesito sentirme activo, maquinar, proyectar, llevar a cabo. Pero como mis condiciones físicas son las que son, intento organizarme las actividades de la manera más calmada posible. Así, si el sábado tenía firma en la Feria del libro de Madrid, llegué a la capital el viernes por la mañana y como el domingo tenía un debate en Córdoba, pedí dos noches de hotel en esta ciudad y unas ciertas comodidades en el AVE (básicamente, el vagón de silencio). De esta manera tengo tiempo para bajar el ritmo, visitar librerías de viejo y sentarme a leer tranquilamente en algún lugar privilegiado (por ejemplo, en la azotea del hotel de Córdoba). Sólo si administro bien mi tiempo puedo controlar los caprichos de mi oído interno y mantener bajo un cierto control a mis acúfenos y vértigos.
Todo ha ido bien y he llegado a casa en condiciones decentes que me han permitido terminar un artículo para un nuevo diario, El periódico de España, que saldrá el 12 de octubre, y adelantar un artículo de 15.000 caracteres sobre los Mercader para la edición catalana de El País. Lo he dejado a punto de un último repaso, más que nada para controlar los caracteres, que me sobran bastantes.
Mañana será un gran día. Se pone en marcha oficialmente la Editorial Rosamerón, que lanzamos a la calle tres amigos y yo, cuatro románticos que saben sumar. Es una manera de pretender que mis rodillas no retengan toda mi atención.
Una cosa más: tengo que hablar del último libro de Alain Minc, Ma vie avec Marx, que me parece su mejor libro, un ensayo magnífico, retador, claro, esclarecedor.
Inútilment algú que vulgui saber què es la filosofia trobarà resposta en llibres que tinguin aquest títol. També inútilment algún professor s'encaparrarà a començar el curs de primer tractant d'explicar entenedorament què és la filosofia. I, quan s'adoni que s'està embolicant, sempre li quedarà el recurs d'explicar la historieta titulada "Del mite al logos": els grecs, els comerciants, els poetes, els mites, irracionals, els presocràtics, Plató racional, però mites(?), bla.
L'origen d'aquesta historieta és el llibre de Wilhem Nestlé Vom Mythos zum Logos. Die Selbstentfaltung des griechischen Denkens von Homer bis auf die Sophistik und Sokrates (1940). El títol d'aquesta obra ha fet tanta fortuna... que s'ha acabat convertint en el mite fundacional de la filosofia! És veritat que els escrits que el contenen com epígraf sobre l'origen de la filosofia (occidental...) si són una mica seriosos s'apressen a precisar que no és veritat aquest suposat pas de la irracionalitat a la racionalitat.
Trobareu més aspectes de la qüestió en aquest mateix blog aquí, aquí i aquí. A química, a literatura, a matemàtiques no comencen per aquesta metapregunta. Sàviament, van al gra, amb la qual cosa proporcionen una definició ostensiva del que són els respectius camps de saber. En fi, que no cal començar un curs de filosofia intentant conceptualizar què és la filosofia: perquè no s'aclarirà res i perquè es transmetran errors i tòpics.
Tot i això, vejam si aquestes sàvies intervencions ens aclareixen alguna cosa de la parella incomprensible i rizomàtica Deleuze i Guattari:
“Los jugadores de cartas” (1894-95), de Paul Cézanne
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura
Borrachos, jugadores, salidos, avariciosos, empollones, tragaldabas, traviesos… Para todas estas calificaciones morales se dispone hoy de un sustituto médico: alcohólicos, ludópatas, víctimas del síndrome de hipersexualidad, workaholics, aquejados del trastorno de apetito desenfrenado, afectados por déficit de atención e hiperactividad … No son los únicos. También tenemos los adictos a internet (ciberdependientes), a las compras (oniomaniacos), al ejercicio físico (vigoréxicos), a la comida sana (ortoréxicos), al running (runnoréxicos), a los viajes (dromómanos), al dinero (crematomaniacos), al móvil (nomofóbicos)… Gran parte de las conductas que, con el lenguaje de antaño consideraríamos moralmente censurables o anómalas, tienden a considerarse ahora como trastornos psicológicos.
Convertir presuntos defectos morales en problemas médicos tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La ventaja es el conocimiento profundo de ciertos patrones de conducta antes caricaturizados y atribuibles a simple malicia o cretinez. La desventaja, y no pequeña, consiste en concebir a la gente como víctimas pasivas de todo tipo de enfermedades, en lugar de como personas capaces de tomar sus propias decisiones.
Para algunos filósofos, esta “patologización” de los comportamientos anómalos o indeseables sería un síntoma más del “posmoralismo” hedonista e infantiloide en el que, tras el ocaso de los grandes ideales, se hunde nuestra civilización. En el reino de la posverdad y del relativismo de los valores – suelen decir –, no hay otro fin que el del culto al cuerpo y la rápida satisfacción de los deseos particulares, de manera que las conductas descontroladas (que proliferan en este caldo de cultivo) son concebidas como simples disfunciones a eliminar, sin mayor esfuerzo (moral), por el profesional (el psicólogo) de turno. Además – siguen diciendo – esta reducción de lo moral a psicología (de lo “bueno” al “bienestar”) representa la excusa perfecta para que el Estado, en aras de garantizar la seguridad y la salud de los cuerpos, restringa las libertades y los derechos individuales…
Yo creo, no obstante, que hay algo más viejo y profundo en esta patologización de lo moral. Hagamos un poco de “arqueología” filosófica. Ya en la época clásica, y frente a la extravagante (pero exquisitamente lógica) teoría socrático-platónica de que toda conducta humana es fruto del conocimiento (o de la falta de él), algunos pensadores, como Aristóteles, reaccionaron postulando la existencia de la “acrasia”: un misterioso estado pasional de debilidad por el que las personas eran incapaces de llevar a cabo aquello que les dictaba su razón. Ante esta incomprensible “autorresistencia” solo cabía la fuerza de voluntad. Toda la moral occidental descansa, desde entonces, sobre este voluntarismo, según el cual la persona buena es aquella que, dominando voluntariosamente sus pasiones más irracionales, es capaz de imponerse a sí misma lo que su entendimiento reconoce como digno o valioso.
Ahora bien: si la voluntad es la mediación entre razón y sinrazón, ¿de qué naturaleza, racional o irracional, es ella misma? Esta cuestión no es fácil de responder. Para los platónicos, la voluntad solo tenía entidad confundiéndose con la razón, mientras que para los aristotélicos se identificaba con ciertos hábitos o virtudes prácticas. Durante la Edad Media, la voluntad moral se vinculó con la fe y la gracia divina, y, en la modernidad, con una suerte de entidad metafísica ajena a toda explicación científica (Kant) que acabó resolviéndose en pura irracionalidad (Schopenhauer, Nietzsche). Tras este recorrido, después de la “muerte de Dios”, y de las ideologías justificadas en la “voluntad de poder”, ¿qué podría quedar hoy de ese vetusto y cuasi maldito concepto de “voluntad”? Nada.
Ahora, muerta la voluntad, solo quedaban dos instancias a las que acoger el criterio moral: el entendimiento, volviendo así a la tesis platónica (lo bueno es lo que determina la razón), y la emotividad(lo bueno es lo que me hace sentir bien), que es sobre lo que finalmente se fundó nuestra “sociedad del bienestar”. ¿Qué es entonces, desde esta concepción postmoderna y sensualista, un problema moral? Respuesta: un simple estado emocional de malestar (como el que siento cuando no puedo dejar de beber, jugar, trabajar, etc.). ¿Y cómo ha de solventarse? Como diría Spinoza, con una pasión más fuerte, esto es: mediante un estado de pasividad aún mayor, inducido desde fuera, por alguien que (por nuestro bien) nos somete, trata, cuida y dirige. En esto consiste fundamentalmente la patologización actual de los problemas morales: en el ocaso de la voluntad y el triunfo de lo irracional, de la acrasia y de las pasiones. Incluso de la pasión por lo patológico mismo. Hasta el punto de que no sé si seguir pensándolo o hacérmelo mirar.
Hemos pasado dos días de un calor agobiante , no tanto por la temperatura como por la humedad ambiental. Estos días de bochorno mediterráneo no hay sombra que cobije mejor que la de la ducha, pero claro, uno no puede plantar sus reales bajo la ducha y esperar a que afuera calme. Además había asumido el compromiso de enseñarles a dos documentalistas franceses la Barcelona de los Mercader. Se podría, por cierto, hacer una buena guía de la ciudad siguiendo los pasos, siempre apasionados, de esta dramática familia. Lo curioso es que llevo más de 40 residiendo aquí y nunca había estado en alguno de los lugares a los que llevé a esta pareja, por ejemplo en la terraza del Ritz, en el Hotel Oriente de las Ramblas o en el restaurante La Gastronómica.
Entre las sensaciones humanas más agradables se encuentra la de encontrarte con personas desconocidas que rápidamente van dejarndo de serlo y a medida que la intimidad aumenta, aumentan también las complicidades y se van dibujando proyectos comunes en un futuro que poco antes estaba indefinido. Por ejemplo, el de un nuevo viaje a México. Uno de los mayores regalos de la edad es la capacidad para apreciar a personas con las que no compartes muchas cosas, pero con las que estás dispuesto a proteger aquello, creciente, que sí compartes. En este sentido la edad te va haciendo más libre.