El escepticismo ha sido, en mayor o menor medida, un debate que ha ocupado a buena parte de los grandes filósofos de la historia, entre los que destacan los siguientes:
Y es que, como dice, Stella Villarmea, en último término, el escepticismo se convierte en una herramienta con la que analizar la noción de conocimiento, la noción de verdad: “de ahí que la «amenaza» del escepticismo haya supuesto tradicionalmente uno de los mayores acicates para el desarrollo de la historia de la filosofía”.
David Rubio, Qué es el escepticismo: cuando la verdad no existe, publico.es 03/10/2024
Cuentan que Sócrates decía que una vida que no es examinada no merece la pena ser vivida. Para que el viaje merezca la pena, muchos pensadores de la historia nos invitan a detenernos un tanto en la introspección, en el silencio, en la soledad, para no limitarnos a vivir en la periferia de nuestro ser y tomar con entereza las riendas de nuestra vida hasta donde sea posible.
Pero nuestros circuitos neuronales no fueron moldeados por la evolución para obtener la verdad sino para sobrevivir. Responden a mecanismos biológicos fuertemente labrados en nuestros genes que han sido seleccionados maximizando nuestro fitness, nuestra capacidad de adaptación al medio. Con genes propios de cazadores-recolectores, uno de estos mecanismos nos impulsa a devorar fuentes de energía en cuanto estén disponibles, como los alimentos azucarados, no vaya a ser que mañana no encontremos sustento. Y al hacer con la tecnología que sean abundantes, nuestro impulso natural nos genera en todo el mundo problemas de obesidad. Del mismo modo, otro de estos mecanismos favorece y estimula nuestra curiosidad por consumir información, activando circuitos neuronales semejantes a los del hambre. En cuanto hemos sido capaces de producirla de forma masiva, llamativa y casi gratuita, la competencia por nuestra atención ha generado auténticos problemas de infobesidad. Una mentira morbosa y viral no sólo es mucho más atractiva que la verdad, es mucho más fácil de producir y monetizar.
Los próceres de las redes sociales han sabido explotar bien estos mecanismos optimizando los algoritmos para captar nuestra atención. Y la han monetizado fomentando lo que Ted Gioia llamaba la cultura de la dopamina, esa creciente tendencia a maximizar la recompensa que ese neurotransmisor nos produce, alterando las pautas de nuestro comportamiento. Así, hemos ido transicionando desde una cultura más lenta tradicional a otra acelerada que economiza nuestra atención maximizando ese chute.
Esa constante distracción adictiva aumenta nuestro nivel de aletargamiento, nos enreda en scrolls infinitos, irrelevantes, improductivos y sin sentido, y asegura que nuestra estancia en la caverna se prolongue. Pero cualquier dosis incremental de dopamina nos va desensibilizando, y nuestra estancia siempre queda insatisfecha. Si esta desensibilización se va produciendo, y las redes sociales, reconvertidas en plataformas de generación de contenidos adictivos e hiperpobladas de bots de IA generativa, están a pesar de todo estancándose en sus tasas de crecimiento o incluso declinando en el número de usuarios reales y activos… ¿no es necesario mirar a medio plazo e invertir para generar un nuevo modelo aún más deslumbrante, atractivo y diferenciador? ¿Uno que nos conduzca a profundizar en la caverna para volver a intentar atraparnos quizá hasta el infinito? ¿Es el metaverso una forma sublimada de extender esta realimentación dopamínica, de abarcarnos por completo, incluso con excusas medioambientales?
Pero no hay que dejarse engañar. Hay muchas dietas de dopamina que se predican desde multitud de frentes que no buscan necesariamente liberarnos y salir de la caverna, sino alimentar el mito obsesivo de hacernos mejores. Hay en ellas todo un interés por liberarnos de la distracción para aumentar nuestra productividad, afines al discurso ideológico del capitalismo, interesado en alinear nuestra búsqueda de autorrealización con la producción y el consumo. Se trata de una denuncia de la cultura de la dopamina tramposa que en realidad lo que busca es aumentar esa productividad a ritmos de autoexplotación, como los que denuncia Byung-Chul Han. Pero no creo que la actitud ludita y tecnófoba, al estilo amish, tenga sentido, ni sea una solución factible. Apelar al regreso al tacto de los objetos frente a la futilidad de las no-cosas del mundo digital, como predica el filósofo coreano, parece un brindis al sol que, más que otra cosa, lo que logra es vender libros.
En realidad, tanto las dietas de dopamina como su consumo desmedido ocultan otra realidad y es que detenerse a pensar sigue siendo incómodo. El silencio y la soledad siguen inquietándonos, y nos empujan al calor del fondo de la caverna. Es posible que el proyecto del metaverso siga adelante fiando todo a nuestra reticencia por salir de ella, buscando extender el entretenimiento hasta narcotizarnos del todo. Porque, quizá, sacar la cabeza nos exponga a la angustia existencial que nos exige decidir libremente sin referentes, como describiera Sartre; a mirar al fondo del abismo de Nietzsche y que el abismo a su vez mire en nuestro interior, estremeciéndonos; a palpar a tientas que a la salida de esa caverna quizá no haya otra cosa más que el absurdo silencio de Camus con el que el Universo responde cuando le interrogamos por su sentido.
Javier Jurado, La atracción de la Metaverna, Ingeniero de Letras 12/10/2024
En una entrevista reciente decía el
filósofo Pascal Bruckner que la pandemia había revelado una alergia al trabajo
en el mundo occidental, y creo que tiene toda la razón. Es un secreto a voces
que parte de la gente vivió con alegría el confinamiento, al menos al
principio: gracias a él se les pagaba por quedarse en casa y disfrutar de un
reposado y ocioso modo de vida. De hecho, la mayoría pudimos vivir bastante
bien (no faltaba comida en los supermercados, ni series en la tele, ni nóminas
en nuestra cuenta bancaria) sin tener que ir a trabajar.
Este milagro económico y político, que volvió a desvelar por un momento (aunque se olvidara enseguida) el papel esencial del Estado, nos ha vuelto más receptivos a la extraña creencia de que podemos reducir drásticamente las horas y días de trabajo, o incluso abolirlo o convertirlo en algo estrictamente voluntario. Las teorías sobre la renta universal, las reivindicaciones en favor de un disminución tajante de la jornada o la edad de jubilación, o las utopías cibernéticas de un mundo movido por androides en el que no tengamos que pegar un palo al agua, crecen como las setas, unidas, además, a cierta conciencia ecológica sobre lo malo que es producir y lo necesario que es «decrecer».
Pero todo esto parece esconder un enorme autoengaño y revelar una monumental hipocresía. El autoengaño es el mismo que el de los niños que lo quieren todo; en este caso producir y cotizar menos, pero seguir ganando y consumiendo al ritmo acostumbrado. Queremos trabajar menos (o nada) pero seguir comprando a capricho, conduciendo un coche, viajando a placer o yendo cada fin de semana al teatro o al restaurante de moda. Es como el sueño liberal de pegar el «pelotazo» y retirarse a los cuarenta, pero en la versión de la izquierda infantilizada, consistente en querer convertirnos a todos en ricos rentistas a cargo del Estado (es decir, de los impuestos de los que – ¡malditos capitalistas! – siguen produciendo para nosotros).
La hipocresía de todo esto no es menos sangrante. Todos nos apuntamos a la idea de un trabajo mínimo o vocacional (la universidad está llena de millones de chicos y chicas que, lógicamente, quieren ser artistas, filósofos, periodistas, arqueólogos…) mientras que la obra, el taller, la barra del bar, el camión de la limpieza o la recogida de aceitunas se lo dejamos a los inmigrantes. Es fácil abolir el trabajo, como decía alegremente el otro día un famoso escritor en este periódico, mientras tengamos una línea marítima de pateras con mano de obra que parasitar a precio de saldo.
El ideal de trabajar lo menos posible sería posible (o al menos consistente) si la gente estuviera dispuesta a vivir de una manera tan austera que, por mucho que se quiera idealizar románticamente, sería insoportablemente triste y desagradable para casi todos. Contrariamente a lo que piensa mucho pijoprogre, los pobres, por mucho que les sonrían cuando hacen «turismo solidario», no son más felices, ni más sabios, ni más libres que ellos. Más bien todo lo contrario. Lo averiguaran de primera mano sus nietos, cuando la ilusión estalle, y haya que ponerse manos a la obra para sobrevivir a la miseria material y moral que les estamos dejando.
Luis Roca Jusmet
Una secta es algo habitual, normalizado y aceptado en nuestra sociedad. Al darle a la palabra un sentido tan extremo, destructivo y negativo nos privamos de una palabra/idea que es fundamental para entender las dinámicas de nuestra sociedad. Una secta es un grupo cerrado, con una jerarquía interna que se considera en posesión de la verdad y con una propuesta salvadora, en el sentido que sea. Los partidos, las iglesias, muchos círculos en torno a unos textos que se asumen como dogmas tienen tendencias sectarias. Las sectas siempre polarizan por las certezas sobre las que se constituyen y porque los miembros se identifican con ellas, les da un sentido de pertenencia y una identidad.
Por otra parte, están los grupos de poder económico y corporativo que se mueven por intereses particulares y quieren imponerlos, por la fuerza o manipulando. Tanto uno como otro son tendencias antidemocráticas de una sociedad democrática.
Lo único que puede neutralizarlas a nivel político son las leyes, las instituciones y
la separación de poderes. La idea de un Estado de Derecho que debe garantizar los derechos de todos los ciudadanos que pertenecen a él. La idea de que los sujetos del Estado son todos y cada uno de los ciudadanos. Es decir, lo universal y lo singular (todos y cada uno) contra lo particular (lo grupal). Y una aceptación del pluralismo que va contra estas tendencias sectarias y que implica la aceptación del otro como adversario con el que competir no como un enemigo a destruir.
A nivel cultural me parece que el pluralismo pasa, no por la competencia, sino por la cooperación. No por la tolerancia del multiculturalismo sino por la apertura de un diálogo intercultural. Porque los grupos culturales cerrados, homogéneos, también son sectas. Pienso que algo que tiene de bueno la globalización, aparte de ir hacia un derecho común, como antes he apuntado, es la creación de un espacio intercultural, en el que cada tradición cultural huye tanto de la arrogancia como de la culpa y del victimismo, y es capaz de reflexionar críticamente sobre sí misma, potenciando lo bueno y excluyendo lo malo. ¿Desde qué perspectiva? Desde la defensa de la universalidad de los derechos humanos y la búsqueda de un espacio compartido desde lo intercultural. Pero sobre todo desde esta reivindicación de lo singular, de este sujeto capaz de construirse éticamente y trazar su propio camino.
Hay en la modernidad una tensión entre lo universal y lo singular en contra de lo particular. Lo particular es lo grupal, propio de las sociedades tradicionales premodernas y que hoy, como he dicho al principio, se conserva en forma de sectas. Todos tenemos múltiples influencias culturales y una la compartimos con unos y otras con otros. No hay una identidad única con la que identificarnos. Pero la propia modernidad ha generado particularismos muy peligrosos, como el nacionalismo, que me parece algo contra lo que también hay que luchar. No un patriotismo razonable, una identificación relativa con una nación política sino una identificación absoluta con lo que bien se llamó “una comunidad imaginaria”. Y el otro particularismo es el totalitarismo, que esto si coincide con la peor expresión de lo sectario.
Le comenté a mi dilecto Ferran Sáez que vi en El Callao, el barrio más humilde de Lima, una enorme pintada que decía: «Aprender a aprender: Esfuerzo y perseverancia». Y le añadí: «Aún hay pobres con conciencia de clase»
Respuesta de Ferran: «Fíjate, amigo, que cuando dices "conciencia de clase" en este contexto estás haciendo un magnífico juego de palabras pedagógico: clase en el sentido social y clase en el sentido educativo»
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Estaba guardando la ropa de verano y las fundas de mis trajes me recordaban las que se usan como sudario para envolver cadáveres. Me pareció ver esas fundas-sudario en la televisión, colgadas de una barra preparada para ir «envasando» púdica y rápidamente los cadáveres de los migrantes devueltos por las olas. Desde entonces no puedo dejar de pensar en las tráqueas embutidas de agua de esos cuerpos amortajados. Ni de imaginarme su agonía. Ni de preguntarme que hubiera sido de mi si hubiera nacido en Senegal, Mauritania, Malí, Marruecos…
Los datos cardinales para explicar la tragedia migratoria están claros: la ruptura del orden mundial (y su secuela de guerras descontroladas); la crisis climática (y su reguero de sequias y desastres); el cierre de fronteras (requisito para la precarización de la mano de obra que llega a los países ricos); y una creciente desigualdad económica global. Vamos con lo último.
Un reciente informe de Oxfam confirma que no más de tres mil familias (un 0,000X de la humanidad) controla el 13% del producto interior bruto mundial, unos 4.666.666.666 (¿será cosa del diablo el número?) por familia, mientras que el 50% de la población, unos cuatro mil millones de personas, subsiste con menos de siete dólares diarios (muchos con menos de dos o tres).
Este grado brutal de desigualdad, fruto de cuarenta años de desregulación económica, lo condiciona todo. El mundo entero se mueve al ritmo de los intereses de la oligarquía que lo provoca. La necesidad de rentabilizar contantemente el capital de esas tres mil familias no solo determina el número y rumbo de las pateras, también condiciona el paisaje campestre, los precios del super, el índice de paro, la deuda nacional, el acceso a la vivienda, la contaminación del aire, las producciones de Hollywood y el curso de las guerras que seguimos, como una serie más, a través del telediario.
¿Por qué nos conformamos con el poder de esta oligarquía de ultrarricos? No es fácil responder. En la Edad Media era Dios quien justificaba las desigualdades. ¿Y ahora? ¿Es por la fuerza? ¿Cómo, si somos ocho mil millones contra casi nadie? ¿Es porque reconocemos sus méritos? Tampoco. Por ingenuamente que nos creamos la fábula meritocráticoliberal, nadie es tan tonto como para creer que esas tres mil familias sean un millón de veces mejores que nosotros (tanto como su patrimonio respecto al nuestro). ¿Entonces?
La respuesta más certera es que ese olimpo de milmillonarios representa el sueño de la inmensísima mayoría, y nadie se rebela contra lo que sueña, por absurdo e irrealizable que sea. Tengan por seguro que, mientras no exista un sueño mejor, esa mezcla de ilusión insensata y codicia será la que siga moviéndolo todo para que nada se mueva; para que lo que para unos son fundas donde guardar la ropa, para otros sea el único y último abrigo que les depara este mundo atroz.