¿Por qué da la casualidad de que hemos tenido una conjunción de Júpiter y Saturno? Hay múltiples aspectos que se entrelazan para que tal evento se produzca. Para ver Júpiter y Saturno muy cerca en el cielo, la Tierra y esos 2 planetas deben estar alineados, debe poder trazarse una recta que pase muy cerca de los 3 astros. Esto acontece periódicamente, lo que implica que el movimiento relativo de los 3 astros es cíclico, se repite con cierta frecuencia. Hoy en el colegio adquirimos conocimientos básicos de física y sabemos que la Tierra, Júpiter y Saturno giran alrededor del Sol, cada uno con un periodo diferente, por el efecto de la fuerza gravitatoria. “Hasta un niño lo sabe”, se podría decir, pero ese conocimiento nos costó milenios adquirirlo. Nuestro modelo físico del Sistema Solar no llegó hasta este punto hasta pasada la Edad Media, con modelos heliocéntricos como los de Copérnico y descripciones matemáticas como las de Kepler o teorías físicas como las de Newton. Sin embargo, el movimiento de los astros en el Sistema Solar hoy sabemos que dista bastante de esa visión sencilla de planetas girando alrededor del Sol. Por ejemplo, no giramos alrededor del Sol, sino del centro de masas del Sistema Solar (que está cerca del Sol). Además, ese centro de masas, el llamado baricentro, no está fijo en el espacio porque todos los astros del Sistema Solar se mueven e influyen en su posición. Consecuentemente, los planetas no giran en órbitas sencillas, casi circulares o ligeramente elípticas como las que describió Kepler, sino que van variando su recorrido continuamente y nunca cierran una curva perfecta. Los estudios de dinámica planetaria son hoy bastante precisos, incluyendo hasta efectos relativistas como los de la órbita de Mercurio.
Pablo G. Pérez González, Patricia Sánchez Blázquez, Las casualidades no existen, ¡son la física!, El País 23/12/2020
https://elpais.com/ciencia/2020-12-23/las-casualidades-no-existen-son-la-fisica.html?ssm=FB_CC&fbclid=IwAR3nCu3GQBBB_fiXIC41UQfeRcrFYTHI-k_S8SDl66wSHq_gB_afDxvRWko
¿Qué significa vivir en la situación de emergencia en la que nos encontramos?
... hoy sabemos que los ordenadores no son un elemento complementario pues han logrado sustituir la percepción natural de los hechos por la percepción de los algoritmos, como saben bien los expertos en informática, los agentes de ventas o los directivos de marketing.
El desafío de los ordenadores acaba de empezar y ya preocupa por la falta de distancia emancipadora en los productos directamente relacionados con el desarrollo de los algoritmos. Internet, que ha dejado de ser una red de intercambio de experiencias para convertirse en un entramado de centros proveedores; los big data , convertidos ya en una herramienta del conocimiento con un software capaz de leer mecánicamente miles de documentos, de clasificarlos en escenarios temáticos y de extraer conclusiones de carácter estadístico sobre la conducta social; la inteligencia artificial que ha hecho irreversible la revolución digital al abrir la puerta a que el algoritmo aprenda por sí mismo en tiempo real con el uso de sus propias equivocaciones.
Esta encrucijada donde el algoritmo litiga con la cultura humanista –la realidad digital frente a la realidad humana– reclama un arbitraje vastamente crítico sobre el uso de los datos por parte de las empresas, lo que exige una voluntad política para considerar los datos como una de las riquezas de mayor potencialidad en el futuro y por supuesto también una conciencia del papel que deben ejercer las máquinas en el futuro de la humanidad. Para muchos de nosotros, el peligro inmediato lo hemos detectado en el hecho de que algunas empresas informáticas suministran servicios para un control de cada una de nuestras decisiones, sea la compra de un objeto, el destino de un viaje o la orientación del voto en unas elecciones.
El patrón creado por los algoritmos convierte al ser humano en un miembro más de un coro incapaz de razonar. El mundo según el imperio del algoritmo: un juego de múltiples posibilidades. La elección humana no como un fenómeno surgido del espíritu crítico, sino como fundamento de una manipulación informática. En esto estriba la semejanza (semejanza curiosa a la vez que inesperada) entre distopías tipoTerminator o populismos.
Al igual que las máquinas que limitan el papel de los sujetos de carbono, el algoritmo que incide sobre la conducta social no es más que una inmensa máquina informática, un ejército digital en el que las virtudes humanísticas (creatividad, espíritu crítico, disidencia) ya no sirven para nada. Las decisiones tomadas por el algoritmo son necias, a pesar de ser una fuente de inmensos beneficios para quienes las controlan, sean empresas de datos, sean políticos sin escrúpulos morales: la lógica binaria de sus argumentos, basada en patrones matemáticos, carece de la prudencia y el arte del ingenio que es capaz de transformar el mundo. En las programaciones actuales, veladas por el manto del misterio de un lenguaje esotérico, la necedad se convierte en la metáfora absoluta de un mundo a la deriva. Pero el algoritmo intimida tanto como satura la codicia de los servidores del capital.
Una era definida por el desarrollo de cursos tipo big think , esos en los que internet programa actividades transversales con gente de todo el mundo, puede ser un momento oportuno para hacerse la pregunta que determinará el curso de la historia de las próximas décadas: ¿Pueden pensar las máquinas? Y si lo hacen, ¿en qué lugar de su sistema de valores sitúan a los seres humanos de la especie Homo sapiens , la única de momento existente en la Tierra?
Y eso nos conduce a tener presente la posibilidad de que en algún momento un algoritmo consiga destruir el espacio que separa al ser humano del robot, y pueda pasar por humano lo que es una respuesta automática. Hay que establecer complejidades paradójicas antes de que sea demasiado tarde, vencer a las máquinas allí donde ellas muestran su auténtico talón de Aquiles, en lugar de luchar en ese territorio donde los troyanos siempre ganan porque tienen la doble información, la suya y la del oponente humano que se afana por evitar relatos fáciles de asimilar, convertidos en meros datos para dar sentido al algoritmo que determina su función y su importancia social.
El desafío del algoritmo a la cultura humanística es el gran acontecimiento de nuestro tiempo, se puede seguir evitándolo, sosteniendo ese tiempo retenido de la vida académica llena de individuos fáciles de ser sustituidos por ordenadores porque lo harían mejor. No hay que tener miedo a las máquinas, cuyos algoritmos piensan en una nueva era donde alcancen su plena hegemonía porque probablemente no estén nunca a la altura de la creatividad transformadora, es decir, a esa manera de ser tan humana de desarrollar ideas que cambian las reglas del juego. Pero, entonces, la pregunta de verdad de nuestra época, la época que nace con el coronavirus, es esta: ¿Quién teme a la creatividad transformadora? ¿Acaso los directivos y los políticos que han sido seleccionados ya por un algoritmo?
José Enrique Ruiz-Doménec, Algoritmo y cultura humanística, La Vanguardia 25/12/2020
Manuel Barrios
1. Filosofía y consuelo de la música, Ramón Andrés. Acantilado
2. Obra Completa, Manuel Chaves Nogales. Libros del Asteroide
3. Fake. La invasión de lo falso, Miguel Albero. Espasa
4. Filósofos de paseo, Ramón del Castillo. Turner
5. Los enemigos del traductor, Amelia Pérez de Villar. Fórcola
6. El concepto de amor en Arendt, Antonio Campillo. Abada
7. La escuela no es un parque de atracciones, Gregorio Luri. Ariel
8. Madrid, Andrés Trapiello. Destino
9. Morir o no morir. Un dilema moderno, Jordi Ibáñez. Anagrama
10. Ese famoso abismo, Anna María Iglesia. WunderKammer
Miguel Cano
1. Filosofía y consuelo de la música, Ramón Andrés. Acantilado
2. Obra Completa, Manuel Chaves Nogales. Libros del Asteroide
3. La escuela no es un parque de atracciones, Gregorio Luri. Ariel
4. El honor de los filósofos, Víctor Gómez Pin. Acantilado
5. Madrid, Andrés Trapiello. Destino
6. Una violencia indómita, Julián Casanova. Crítica
7. Galdós: una biografía, Yolanda Arencibia. Tusquets
8. W. G. Sebald en el corazón de Europa, Cristian Crusat. WunderKammer
9. Compañeros de viaje. Poetas en busca de su identidad, Virginia Moratiel. Fórcola
10. El país de los sueños perdidos, José Manuel Sánchez Ron. Taurus
Rafael Núñez Florencio
1. Filosofía y consuelo de la música, Ramón Andrés. Acantilado
2. Galdós. Una biografía, Yolanda Arencibia. Tusquets
3. Sobre lo que no se ve, Enrique Lynch. Abada
4. El sueño del tiempo, Carlos López Otín y Guido Kroemer. Paidós
5. La escuela no es un parque de atracciones, Gregorio Luri. Ariel
6. El país de los sueños perdidos, José Manuel Sánchez Ron. Taurus
7. Desde las ruinas del futuro. Teoría política de la pandemia, Manuel Arias Maldonado. Taurus
8. Madrid, Andrés Trapiello. Destino
9. Una violencia indómita, Julián Casanova. Crítica
10. El honor de los filósofos, Víctor Gómez Pin. Acantilado
Bernabé Sarabia
1. El síndrome de Woody Allen, Edu Galán. Debate.
2. La nueva masculinidad de siempre, Antonio J. Rodríguez. Anagrama
3. La escuela no es un parque de atracciones, Gregorio Luri. Ariel
4. Sobrevivir al naufragio, Félix Ovejero. Páginas Indómita
5. El dominio mental, Pedro Baños. Ariel
6. El infinito en un junco, Irene Vallejo. Siruela
7. El país de los sueños perdidos, José Manuel Sánchez Ron. Taurus
8. Dime qué comes…, Blanca García Orea. Grijalbo
9. La tela de araña, Juan Pablo Cardenal. Ariel
10. Más allá de los mares conocidos, Ignacio Ruiz Rodríguez. Dykinson
Sí, es cierto, tengo bastante abandonado este café, que tan buenos momentos me ha dado y que a tantas personas entrañables me ha permitido conocer. Reconozco -con un pelín de mala conciencia- que ando trasteando por Twitter, pero no quiero dejar pasar la Navidad sin desearles... ¿el qué? ¿qué deseo puedo tener hacia ustedes que sea sincero y no rutinario? En cuanto me hago esta pregunta me respondo que no hay nada malo en los deseos rutinarios porque ponen de manifiesto una voluntad de mantener una frecuencia en el trato. Pues les deseo eso, que no perdamos la frecuencia en el trato. A ver si me enmiendo.
Una vez acabado el libro sobre la interioridad en el Siglo de oro, me he puesto en otro sobre el que ya tenía abundantes materiales recogidos. Hay una paz en la rutina del trabajo que no puedo encontrar en el mero pasatiempo de la televisión, que cada vez me aburre más. Tampoco me atrae mucho la literatura contempoánea y, como estoy en condiciones de dedicarme a lo que me apetezca, no reprimo mis apetencias. Ando leyendo a autores conservadores: Vegas Latapie, Pemán, Vigón... sí, son muy, muy conservadores y están, además, muy olvidados, pero me ayudan a entender, y eso es lo que me importa.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
¿Cómo juzgar correctamente al prójimo? En la vida diaria no solemos preocuparnos de esto (al prójimo lo despellejamos sin más). Pero cuando se es juez de oficio, aunque sea de calificaciones escolares, la cosa se complica. Más aún si el que califica es profe de filosofía.
¡Jo, profesor! – me dicen los alumnos—. ¿No podrías contarnos cómo nos vas a evaluar y ya está? Pero a ver – les respondo –, ¿qué pensaríais de mi si, tras daros la vara con aquello de que el filósofo lo cuestiona todo, os impusiera ahora unos criterios de evaluación, así, porque sí? ¡No es porque sí, sino porque lo dice la ley! – saltan unos cuantos –. Bien. ¿Y qué pensáis? – les replico – ¿Hay que cumplir siempre la ley, o solo cuando nos parece razonable o justa?
¡Siempre hay que cumplir la ley! – afirma mi alumno más kantiano – ¡Si no, sería un desastre! Tal vez – le digo yo –. Pero cumplir con la ley no quita para que podamos discutir sobre ella. A ver – les pregunto –: ¿a quién sería justo poner mejor nota, al alumno que apenas trabaja, pero demuestra ser muy competente, o al que se esfuerza lo indecible pero solo obtiene resultados mediocres? ¿Qué debemos premiar más: el esfuerzo o el talento?
Una concepción de la justicia “liberal” (empieza el rollo, lo veo en sus caras) insistiría en que la calificación del alumno dependa, fundamentalmente, del reconocimiento de su competencia individual (el que vale, vale). Pero otra, más ligada a las virtudes públicas, querría valorar también ciertas propiedades morales (que el alumno trabaje, se porte “bien”, etc.). ¡Pero la moral es una cosa privada de cada uno! – dirían los “liberales”, para los que la misión de la escuela se reduce a hacer al alumno competente y competitivo –. Invectiva ante la que los “moralistas” contraatacarían afirmando que los mediosimportan tanto como los fines, y que virtudes como la honestidad o la constancia son fundamentales para que cualquier empresa o sociedad funcionen.
Analicemos ahora una segunda cuestión. Supongamos – les digo de nuevo a mis alumnos – que tuviera información objetiva de vuestras circunstancias familiares y personales (si contáis con tiempo y ayuda para estudiar en casa, si sois ricos o pobres, si sufrís de violencia o de alguna enfermedad o discapacidad grave…). ¿Debería todo esto condicionar mi calificación?
De nuevo asoman aquí dos concepciones distintas de lo que es “justo”. La más “liberal” abogaría, otra vez, por considerar de forma abstracta el rendimiento del alumno; al fin y al cabo – se dirá – gran parte de las desigualdades son inevitables (hay alumnos “más cortitos” que otros, se oye decir en las sesiones de evaluación). De otro lado, una concepción más social y equitativa de la justicia defendería que todas las desigualdades sean corregidas o compensadas, dando, por ejemplo, más facilidades para obtener buena nota a los alumnos con mayores dificultades para lograrla.
Estos enfoques, pueden, por cierto, cruzarse. Una teoría, por ejemplo, socio-liberal de la justicia, buscaría compensar las desigualdades entre alumnos, pero daría más valor, en la evaluación, al talento (y no a las virtudes morales). Y otra, de corte liberal-conservador, se despreocuparía de las desigualdades, pero sí que evaluaría ciertas virtudes en el alumno (que sea modosito, disciplinado, etc.). En regímenes totalitarios encontraríamos concepciones de la justicia (y de la evaluación del prójimo) en las que se mezclarían el enfoque social y el moral en su sentido más fuerte, de forma que, además de paliar las desigualdades (y, de paso, las diferencias, como cuando se viste a los niños – o a los ciudadanos – de uniforme), se evaluaría la fidelidad ciega de los alumnos a valores y virtudes (su amor a Dios o al líder, su patriotismo, su espíritu revolucionario…), o la estricta adecuación de su talento a los objetivos marcados por el Estado.
Vale – me cortan los chicos –. Todo eso está muy bien. ¿Pero cómo vas a evaluarnos tú? No lo sé – les confieso –. Por un lado, me debo, como decís, a los criterios que impone la ley. Pero, del otro, no dejo de darle vueltas. ¿Qué ignorante osadía es esta de juzgar a los demás? ¿No debería juzgarse, en todo caso, cada uno a sí mismo? El único examen importante es el examen de conciencia, decía el sabio Sócrates. Así que – acabo – preguntaos que queréis realmente ser y hacer, y si os habéis acercado más o menos a esa meta tratando de filosofía (o de matemáticas, historia o lo que sea) durante estos meses. En último término, ¿qué otra cosa puede ser lo justo o buenosino aquello que uno mismo reconoce como tal?
La categoria que més reivindica Braidotti al llibre és el vitalisme: contra “l’erudició de l’angoixa”, “l’ètica de l’afirmació”. Quin argument tenim per a l’optimisme si els robots ens deixen sense feina mentre els oceans s’acidifiquen i votem per abolir la democràcia? El més prometedor és el subjecte alternatiu a l’home que l’autora anomena: “nosaltres-estem-junts-en-això-però-no-som-tots-el-mateix”. L’“això” és el món que accelera cap a l’abisme, i el “nosaltres” de Braidotti, com a bona deleuziana, és un actor contingent format per aliances “transindividuals, transculturals, transespècies, transsexuals, transnacionals i transhumanes” forjades més des dels afectes que des de les raó, confiant que en les ruïnes de la modernitat encara segueixi vibrant “el desig d’esdevenir una altra cosa”. Contra la nostàlgia humanista del sòlid i la celebració postmoderna del líquid, el posthumanisme ens proposa acceptar que tot s’ha desfet en l’aire, que així havia de ser, però que depèn de nosaltres si l’aire és pur o irrespirable.
Joan Burdeus, Posthumà, massa posthumà, El País 19/12/2020
No falla. Siembras en una conversación el tema del idioma, y afloran, al instante, las idioteces (fíjense que idioma e idiotezcomparte raíz). Has estado, quizás antes, señalando la luna (mencionando temas infinitamente más importantes) y ni flores; pero basta con que muevas un poco el dedo con el que señalas, para que comience la batalla dialéctica.
¿Por qué, a veces, genera más entusiasmo el asunto del “cómo” decimos las cosas que lo “que” propiamente decimos? ¿A qué esta adoración fetichista por el idioma en que uno habla y piensa? ¿Qué es esto de que las lenguas tengan derechos y hayan de ser conservadas o protegidas mediante la imposición, nolens volens, de políticas lingüísticas? Son varios los argumentos, y están anudados como en una red ideal para capturar incautos.
Uno de ellos es la tesis de que el idioma que uno habla configura su manera de pensar y ver el mundo. Esta teoría, por popular que sea, jamás ha sido demostrada. En la era moderna fue sostenida por los filólogos románticos alemanes del XIX, para los que el idioma era parte sustancial del “Volksgeist” o “espíritu del pueblo” (idea tan querida por nazis y fascistas de todo signo), y tuvo su correlato científico en la más que refutada hipótesis Sapir-Whorf, que ya solo sirve para inspirar películas de marcianos (La llegada, de D. Villeneuve; no se la pierdan).
Más allá de los experimentos que la desdicen, la popular (e intuitiva) idea de que por hablar un idioma distinto piensas (y eres) distinto, es impugnada por el hecho recurrente de la traducción. ¿Son inconmensurables los idiomas? ¿Es imposible traducir un texto, por ejemplo, del mandarín al vasco? – se preguntan desde hace decenios los filósofos del lenguaje –. Pues según lo que se entienda (tanto en mandarín como en vasco) por traducir. Si “traducir” quiere decir trasvasar un concepto o significado de un significante a otro, la traducción es siempre razonablemente posible. Es obvio que nunca será exacta y que siempre supondrá un acto de “recreación” del traductor, pero es que esto también pasa en el seno mismo del idioma. Entender a alguien, incluso en tu misma lengua, supone un ejercicio de traducción por el que captas lo (que tu supones) esencial de un mensaje, obviando parte de las innumerables connotaciones con las que probablemente se emite. Este mismo proceso “selectivo” gobierna de igual modo la memoria o el pensamiento (escuchar, decir, memorizar o pensarlo todo, es, por definición, imposible; acuérdense del pobre Funes, el antológico personaje de Borges).
Si la inconmensurabilidad entre lenguas es impensable (el que cree que no se puede decir en chino lo mismo que en vasco ha de poder pensar la misma cosa en ambos idiomas, aunque sea para negarla en uno de ellos), ¿qué es lo que mantiene viva la tesis terraplanista de que por hablar distintos idiomas pertenecemos a mundos culturales distintos? Pues es claro: el fetichismo en torno al idioma es un “arma de construcción masiva” de esa “unidad de destino en lo particular” que es la nación.
A diferencia del habla, el idioma es una institución política, cuyo objetivo no es solo establecer estándares de comunicación en un determinado territorio, sino también asignar un marchamo de pertenencia al grupo enraizado en la creencia de que tu misma identidad personal (tu carácter, tus ideas) depende de que “cómo” digas las mismas cosas que dicen (de otro modo) los demás seres humanos.
Así, es obvio que las medidas de inmersión en lenguas autóctonas (como en catalán o euskera) no solo obedecen a criterios culturales – como la preservación de determinada lengua –, sino, sobre todo, al objetivo, no disimulado, de hacer “distintivo” lo distinto y marginar (o someter) al que no habla como “nosotros”, imponiendo la abstracción política del idioma sobre el concreto derecho de la gente a hablar, comunicarse o aprender en la lengua que quiera, más aún si esta es su lengua materna y forma parte de las lenguas cooficiales de un Estado.
Preservar por la fuerza un idioma o cualquier otra tradición es una idiotez supina. ¿Se imaginan que obligasen a los andaluces a escuchar flamenco o a los extremeños a comer migas para “preservar el patrimonio cultural”? Los idiomas viven y mueren (el catalán o el castellano viven, por ejemplo, gracias a la muerte del latín), y no son ellos los que deben imponerse a las personas, sino las personas las que deben imponerse a ellos, pensando y hablando (no importa a través de cuál) para una comunidad idealmente cosmopolita, diversa y formada en el espíritu de concordia y diálogo. El logos, decía el viejo filósofo Heráclito, es uno, ya se sueñe en finlandés o suajili. No seamos idiotas y despertemos.
Dar prioridad a la educación global ayudaría a hacer relevante lo que se aprende en la escuela, más actual y atractivo tanto para las alumnas y los alumnos como para sus educadores.
Este libro ofrece un modelo teórico multidimensional de la educación global que sitúa a docentes, directivos y otros integrantes de la comunidad educativa en el centro de la definición de lo que debería ser la educación de ciudadanas y ciudadanos globales y cómo debería desarrollarse. Su objetivo es dar orientaciones acerca de cómo educar al alumnado con una mentalidad global para que sea competente y responsable a la hora de actuar ante los desafíos mundiales de su tiempo.
Sobre el autor
Fernando Reimers es profesor de Práctica de Educación Internacional en la Escuela de Postgrado en Educación de la Universidad de Harvard, donde dirige el Programa Internacional de Políticas Educativas y la Iniciativa Global de Innovación Educativa, un consorcio de investigación y acción cuyo fin es promover el conocimiento sobre cómo transformar sistemas educativos para ofrecer a todos los estudiantes oportunidades de desarrollar las competencias esenciales para participar cívica y económicamente en el siglo XXI. Ha escrito o editado 35 libros académicos cuyo foco es impulsar la comprensión de cómo empoderar a los jóvenes para construir un mundo más incluyente y sostenible. Es también miembro de la Comisión sobre los Futuros de la Educación de la Unesco..
Primeras páginas de Educación global para mejorar el mundoDescargaLa entrada Educación global para mejorar el mundo se publicó primero en Aprender a pensar.
La experiencia era un concepto central en la filosofía empirista y en las kantiana y hegeliana en tanto que base fundamental y fundamentante de la relación con el mundo y por ello de la constitución de la subjetividad. Las sospechas vinieron de múltiples frentes en el siglo pasado. Así, en la filosofía de la ciencia se argumentó sobre la “carga teórica” de la observación, para indicar que no hay observación o experiencia puras sin marcos teóricos en los que se interpreten los datos sensoriales; el giro lingüístico, que formó el núcleo básico de la forma anglosajona del posmodernismo, abogó también por la inutilidad de lo experiencial que no es expresado en un lenguaje público (como son todos los lenguajes); por último, el posestructuralismo, Foucault particularmente, y otras formas de constructivismo argumentaron sobre la construcción social del discurso, y por ello de la forma en que se expresa la experiencia. Todas estas críticas son básicamente correctas, pero llevaban a callejones sin salida cuando se trataban cuestiones de agencia, responsabilidad y normatividad. Fue sobre todo el feminismo filosófico el que notó lo peligroso de estas derivas que llevaban a dejar sin recursos argumentativos a quienes querían llevar al debate público y jurídico cuestiones como la violencia contra la mujer. Los estudios de raza llegaron a conclusiones muy parecidas al tratar de elaborar las contramemorias de quienes sufrieron esclavitud y marginación sistemáticas o padecen discriminación y violencia policial por razones de raza. Todas las críticas posmodernistas y posestructuralistas parecían llevar a un socavamiento de cualquier pretensión de estar hablando realmente de experiencia de algo cuando se hablaba de esas experiencias, regalando a los grupos dominantes y responsables el concluir que solo eran construcciones sociales, por más que fuesen producto de las conciencias colectivas producidas por los movimientos sociales respectivos.
Todas los relatos hablan también de la indefensión de la víctima al sentir que nadie la protege, que la sociedad que tendría que hacerlo no está y esta ausencia la convierte también en parte implicada en el daño. Esta presencia es mucho más notoria cuando las víctimas no son escuchadas o se siembra la duda y la sospecha sobre su testimonio, produciéndose lo que se ha llamado una “segunda violación” o segunda tortura cuando estos casos son tratados por los medios de comunicación o malatendidos por las autoridades que tienen que investigarlos.
La experiencia es densa porque depende del lenguaje y, a su vez, el lenguaje constituido por discursos, se relaciona con las prácticas donde nacen estos discursos y, desgraciadamente, tantas veces, por la falta de espacios de elaboración de estos discursos en fraternidades epistémicas que cooperen en la formación y reconstitución de subjetividades dañadas. Lo es también porque involucra el cuerpo, las emociones, la capacidad reflexiva y de auto-poiesis y autoformación. Y lo es, sobre todo, porque las experiencias no son meros constructos lingüísticos sino formas de estar en la realidad y de sufrirla o disfrutarla, porque son experiencias de algo.
Fernando Broncano, La densidad de la experiencia, El laberinto de la identidad 13/12/2020
Reseña de
JUSTÍCIA POÉTICA. Reflexiones marginales sobre derechos humanos, resentimiento y populismo
Vicente Serrano Marín
Madrid: Editorial La Oficina, 2019
Vicente Serrano Marín es un importante filósofo español que tiene una producción muy interesante, entre las que podemos destacar “La herida de Spinoza” (Premio Anagrama de Ensayo). El libro que nos ocupa me parece de una gran densidad teórica, riguroso, claro y arriesgado. Todas las cualidades para un ensayo filosófico, siempre teniendo en cuenta que este carácter arriesgado le da el valor de ser un excelente material que trabajar y no un documento al que adherirse.
El libro está dividido en ocho capítulos, cada uno de los cuales merece una reflexión. El primero despliega lo que se va a desarrollar en el resto del libro, pero avanzando ya alguna hipótesis. El problema que aborda es, básicamente, la relación entre justicia, poder y modernidad. Precisando más ¿Cómo abordar desde la modernidad la relación entre justicia y poder? Porque para la modernidad la justicia no tiene detrás una narración que la fundamenta desde un orden natural que legitima el poder. Por el contrario, parece que el poder es el que necesita un discurso que lo justifique, es decir que lo legitime como justo. Como dice Claude Lefort, en la democracia el lugar del poder esta vacío y lo puede ocupar cualquiera, en el marco de una sociedad plural. La cuestión es que quien quiere ocupar el poder debe construir un relato que lo justifique. En la modernidad fueron los grandes relatos, que precisamente entran en crisis en la modernidad.
Esto nos lleva al segundo capítulo, titulado “Justicia y pueblo”, en el que aparece esta última noción como legitimadora. El pueblo como base de la justicia, de acuerdo, pero ¿qué entendemos por “pueblo”? La modernidad pierde, como sabemos, el saber tradicional, ya que como decía Marx, con el capitalismo “todo lo sólido se disuelve. Es la ilustración alemana la que quiere darle u contenido, que es el de la recuperación de cada tradición cultural como fuente de sabiduría. Nace el nacionalismo. La teoría del contrato social plantea un concepto cívico del pueblo, como conjunto de individuos sin propiedades cualitativas. Pero necesita también una idea de justicia para legitimar este contrato social. El pueblo, en la modernidad, es una ficción que legitima un Estado de derecho. Como decía Michel Foucault lo que hacemos es pasar del “pueblo” a la “población”, que es un territorio en el que debe garantizarse la seguridad de sus ciudadanos, convertidos en ciudadanos. Aparece también con Foucault el tema del poder pastoral, que es la administración de las conductas bajo un discurso que legitime el capitalismo.
Lo planteado anteriormente nos lleva al problema de fondo, expuesto en el tercer capítulo, sobre los niveles de justicia. Si consideramos que el nivel profundo es el que debe contener el saber narrativo sobre la justicia, y el superficial las estructuras jurídicas, entonces diremos que cuanto más invada el nivel superficial el espacio del profundo, más autoritario será el sistema político. Volvemos entonces al problema de legitimar lo justo en la sociedad moderna. Lo hace desde la diferencia kantiana entre juicio determinante y juicio reflexionante. El juicio determinante es el de la ciencia, que conceptualiza sobre la base de los procesos naturales. Pero si en la modernidad la justicia no puede plantearse como algo natural, tal como planteaba Aristóteles, entonces lo que hay en el juicio es una creación conceptual. ¿Es un juicio estético basado en el sentimiento, que imagina un ideal de justicia? Más bien la respuesta la encontramos, sugiere el autor, en otra formulación kantiana, la del uso público de la razón, como el espacio donde la noción de “pueblo” tiene sentido, entendido como el debate público que define la justicia.
Continuamos con el capítulo que llama “Decisión y justicia”. Aquí, Serrano Marín hace una afirmación muy interesante. No es en la modernidad sino en el cristianismo donde se pierde este orden natural que para los antiguos era el fundamento de la justicia. Porque aparece el Dios soberano y omnipotente como creador de la justicia. Es una decisión de este Sujeto al que llamamos Dios, que una vez “muerto” ( siguiendo la expresión de Nietzsche) deja en manos del hombre el poder de decidir. No hay límites naturales al ejercicio del poder, que depende de la decisión. De esta manera es Carl Schmitt el que crea la ontología básica de la modernidad, basada en la decisión. Incluso para el liberalismo y el socialismo que tanto criticaba. Y, por supuesto, para el populismo. El problema queda abierto, ya que la democracia, como decisión desde la mayoría y marco normativo, presupone una idea de justicia.
Pasamos ahora a un título más enigmático: “Voluntad de poder y resentimiento”. El núcleo de este apartado es la hipótesis de que es un deseo sin límites el que configura el afecto dominante que es la voluntad de poder, tal como han teorizado Hobbes, Nietzsche y el psicoanálisis. Y esta voluntad de poder sin límites, este deseo sin finalidad que lo quiere todo de manera absoluta conduce a una demanda imposible que lleva al resentimiento. Su base material es, por supuesto, el capitalismo liberal que lo promete todo. Enlaza con el capítulo siguiente tiene un nombre provocador: “Kant, Sade y los derechos humanos”. Al deseo absoluto de Sade solo se le puede contraponer el deber absoluto de Kant. Falta un proyecto de vida buena. ¿Qué son los derechos humanos en este contexto? Parece que son el contenido de la sabiduría que permite poner límites a esta voluntad de poder en la que cada cual quiere satisfacer sus demandas y que se articula en una noción de pueblo que se establece como una ficción jurídica contra esta desmesura. Pero cuando a la noción de “pueblo” se le da un contenido concreto con el que identificarse entonces este juicio reflexivo que aparece con la razón común se pierde en una matriz emocional.
Pasamos ahora a “Hegemonía, liberalismo y justicia”. La noción de “hegemonía” merece un detallado análisis y el uso que le dan los teóricos del populismo de izquierda, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, que la presentan como una formulación renovada de la tradición emancipatoria. Pero podemos aprender con Michel Foucault que es un dispositivo con ironía, que nos presenta una propuesta que en el fondo se mueve en el marco del liberalismo y oculta su procedencia conduciéndonos además a lo que de bueno tiene el liberalismo, que es la existencia de libertades individuales al proclamarse “el pueblo” como el único legítimo para detentar el poder. Pero este populismo cuenta además con un peligro añadido, que es la utilización de las redes sociales y las dimensiones discursivas de estas nuevas tecnologías.
El capítulo con el que concluye toda su exposición, “la doble ironía del dispositivo” profundiza sobre el peligro de este populismo apoyado en la tecnología digital que puede convertirse en el nuevo totalitarismo. La hipótesis de Vicente Serrano es que, en la era de la tecnología digital bajo la hegemonía del tejido discursivo del universo virtual, la tecnología es inseparable del capitalismo como una contingencia histórica y una realidad material a la que obedece este tejido. La ironía la encontramos en el dispositivo que monta el populismo de izquierda, que apela a la justicia vaciándolo de contenido y sustituyendo por el poder a través de un espejismo emancipatorio. Las redes sociales son el campo abonado para cumplir la doble ironía del dispositivo, de hacernos creer más libres cuanto más manipulados estamos, o más diferentes contra más uniformados estamos. Ello crea el caldo de cultivo del populismo, que nos impide pensar de manera adecuada lo que es la justicia en las sociedades modernas.
Como he comentado al principio el ensayo es interesante porque da que pensar sobre un tema imprescindible y no resuelto para la filosofía ética y política moderna: ¿desde donde legitimar la justicia?. Quizás el libro es demasiado ambicioso y trata demasiados temas, a veces nos perdemos entre tantas cuestiones. Para da muchos materiales para pensar y el hilo conductor de los derechos humanos como una fórmula adecuada de centrar el tema de la justicia. Hay cuestiones que deberían matizarse, como la afirmación de que el problema de la política en la democracia es como solucionar los problemas comunes. Me parece que es, sobre todo, como garantizar los derechos para todos. Discrepo en las consideraciones que hace del psicoanálisis lacaniano, pero esto es un tema menor. Y falta, a mi modo de ver, incorporar una concepción socialista renovada como la que hace, por ejemplo, Axel Honneth, junto a la populista de Laclau o la liberal de Rawls. En todo caso mis felicitaciones por un libro de alto nivel que merece ser leído y pensado.
La consciència és l’estat de la ment que ens permet adonar-nos de les coses que passen al nostre voltant i dins de nosaltres mateixos. Tots els animals amb cervell tenen un cert grau de consciència. Se sap que sorgeix de la interacció dinàmica de moltes xarxes neuronals, com les implicades en els sentits, la memòria o les emocions, i que hi ha tres zones del cervell que li són imprescindibles: el tronc encefàlic, responsable de mantenir el cervell actiu; el tàlem, que és el centre de l’atenció i marca el llindar entre les experiències conscients i les preconscients, i dues zones de l’escorça cerebral implicades en l’anticipació i la planificació. Ara bé, encara no se sap com la interacció dinàmica d’aquestes zones ens permet ser conscients del nostre entorn per relacionar-nos-hi de manera autodirigida.
L’autoconsciència és el procés cognitiu que ens permet ser conscients que som conscients, la qual cosa permet que puguem interpretar el món de manera reflexiva. Curiosament, és l’única característica mental que no perdem mai. S’han estudiat molts casos de persones que, a causa d’un traumatisme, un accident vascular, una operació quirúrgica o una malaltia neurodegenerativa han patit la pèrdua d’alguna característica cognitiva, segons la zona del cervell afectada. No obstant això, mai s’ha trobat cap cas en què una persona hagi perdut la capacitat de percebre’s com a subjecte individual diferenciat de la resta. Hi ha diverses àrees cerebrals implicades, totes necessàries però cap suficient per ella mateixa, de manera que aquesta facultat resideix en les connexions dinàmiques, passatgeres i fluctuants que s’hi estableixen. I és just aquí on resideix el misteri. Si l’activitat és dinàmica, fluctuant i passatgera i, per tant, aparentment làbil, per què mai no deixem de ser conscients de la nostra pròpia existència?
David Bueno, 10 coses que encara no sabem del cervell, ara.cat 12/12/2020
En general, el cervell interpreta la realitat mitjançant la comparació. Per això un cercle envoltat de cercles grans sembla més petit que el mateix cercle envoltat de cercles petits. Tot plegat fa que es parli de dos grans tipus d’il·lusions. El primer tipus d’il·lusions són les fisiològiques, associades a una estimulació excessiva dels ulls o el cervell, cosa que crea un desequilibri que altera la percepció. Les causes més habituals són la disposició de les imatges, l’efecte dels colors, l’impacte de la llum, distorsions de la grandària, la forma o la longitud de la imatge o canvis en la perifèria d’un objecte. L’estimulació repetitiva, la lluminositat, inclinació i color i el cansament de la retina són els principals factors.
Les segones, les cognitives, es produeixen quan la realitat interactua amb preconcepcions errònies sobre el món fixades d’alguna manera al cervell. La conseqüència és una interpretació errònia de la realitat. N’hi ha de paradoxals, quan el cervell ens retorna imatges impossibles; distorsionades, degudes a errors de percepció sovint causats per una mala interpretació d’una figura geomètrica; ambigües, quan el cervell opta per una interpretació de la imatge d’entre diverses de possibles; i fictícies o al·lucinatòries, quan no es confon la imatge sinó que es veu però simplement no existeix. Aquestes últimes solen coincidir amb trastorns mentals.
Xavier Pujol Gebellí, Quan la vista i el cervell ens enganyen, ara.cat 12/12/2020
Salió a prisa en busca de una farmacia de guardia . No era fácil un domingo de resurección. Las calles estaban desiertas. Nadie absolutamente. Ni una alma fuese atea o cristiana . Anduvo largo rato sin parar incansablemente. Los pies últimamente les dolian muchisimo y casi con las maravillosas plantillas que le hizo doña Carmen una podóloga más vieja que Matusalen , algo podía caminar. La silla de ruedas que se había comprado ya hacía unos meses con sus 60 años no era moco de pavo , era mecánica pero acolchada y reforzada. La guardaba en la habitación contigua a la suya , la de su madre que había desaparecido .
A toda prisa divisó una farmació gracias al rótulo tintinellante a colores rojo y azul . Hipócrates , su farmacia indicaba el rótulo en la puerta de madera recia . Llamó al timbre . Al cabo de un rato un hombre con bata blanca le abrió una pequeña ventanita que había en la parte superior de la puerta.
- ¿Dígame , qué desea ?
- Quisiera por favor comprar un placebo
- ¿Oiga, me está tomando el pelo?
. No , se lo digo en serio , quiero un placebo para que me sirva para todo .
. Pero usted sabe lo que me pide , ¿acaso sabe cuanto vale un placebo ? Llevo años sin vender alguno por su elevado precio .
- Traigalo que yo sea lo que sea se lo pago .
- Voy a por ello .
El farmaceutico con una gran barba blanca que le llegaba a la panza se metió al interior de la botica. Al cabo de largo rato volvió con un pequeño tubito que a penas se podía coger con los dedos de lo pequeño que era.
- Aquí tiene
- ¿Dígame lo que vale ?
- Pues son 1000010100100000000000 bruits
-¿Cómo dice ?
-Pues eso que le he dicho .
-Pero oiga yo no sé lo que són los bruits , ¿me está tomando el pelo otra vez nuevamente?
Hipócrates que así se llamaba el farmaceútico por la identificación que le colgaba de la solapa de la bata parecía nervioso y algo alterado .
- Esta bien , si me dice como o donde puedo encontrar los bruits lo intentaré buscar para pagarle.
-Mire usted , un bruit no es más que un piñon de montaña , o sea, de piña de pinar negro , de esos que en latín se les llama "pinus negrum" .
- ¿y dónde encuentro yo esa cifra tan grande de piñones ? ¿Cómo puede ser que me pida eso ?
- No es mi problema , asentó Hipócrates, si no le gusta lo que le digo pues no lo compre y ya está.
Aquel día decidí irme al mónte a encontrar un pinar para poder empezar la recogida de tal cantidad. Me preparé bien con mis botas , mis plantillas de doña Carmen, mi mochila , mi tienda de campaña , mis platos y enseres, mi sopa deshidratada, mis barritas hipercalóricas, mi agua, ..mi linterna y me fuí lejos de la ciudad. Al coger el tren me puse a pensar que lo que me sucedía era muy curioso , ¿como podía yo encontrarme con una farmacia y un farmaceútico tan complicado ?
Estuve más de 4 meses recogiendo piñones y almacenándolos en una bolsa que guardaba , Hasta que por fin un día me dí cuenta que lo que me había pedido Hipócrates no era otra cosa que dejar de preocuparme por mi y recolectar piñones en medio de la montaña en la naturaleza con aire puro y que eso precisamente me había hecho olvidar absolutamente todos los males , nostalgias, tristezas, paranoias, y demás cosas durante todo ese tiempo .
Y pense , en el fondo eso que me ha recetado es ni más ni menos que un efecto , el placebo.
Gustavo Duch, concís:  [https:]
Com no deixar-se portar pel desesper? Què fer?
"Don Quijote es el descubridor del alma como aquella instancia desde la cual lo que postulamos como lo mejor que podemos llegar a ser, se dirige a lo que somos. Por eso es cima y resumen de un Siglo de oro que duró doscientos años. No estoy seguro de que pueda servirnos de mito nacional, pero sí me parece que Cervantes nos ha mostrado en su novela inmortal cómo se construye un mito, el mito necesario para ver reflejado en él aquello que nos obliga a estar a la altura de lo mejor que podemos llegar a estar".
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Lo confieso: me encantan los malos. Al menos en la ficción (eso ayuda). Me embolico con las pelis y las series de narcos, mafiosos y tunantes de toda calaña. Siento una enorme simpatía, cuando no admiración, por los grandes capos, los magnates de la droga, las familias dedicadas al crimen organizado, los pistoleros crepusculares, los caníbales refinados y los sicarios posmodernos. ¿Qué me pasa?
He de añadir que los malos que me gustan son malos de los buenos, y poco tienen que ver con ningún bandido justiciero, simpático timador o ladrón de guante blanco. A los antihéroes que yo me refiero – queridos monstruos como Tony Soprano, Michael Corleone, Walter White, Frank y Claire Underwood… – les da igual aplastar lo que sea y a quién sea con tal de acrecentar su poder y su riqueza, un deseo que apenas disfrazan (cuando lo hacen) como interés por los “suyos” o como natural “adaptación al medio”. ¿Por qué, entonces, los amamos? ¿Por qué nos revienta que los pillen o que se desmorone su imperio? ¿Por qué seguimos el culebrón de sus vidas con el mismo entusiasmo con el que roncamos viendo Gandhi o Cuento de Navidad?
Empecemos por disolver un equívoco importante: no hay en esto ninguna “fascinación por el mal”. Es imposible que nos fascine nada que no nos parezca realmente bueno, por más que, a la vez, lo tildemos explícitamente de malo. Qué le vamos a hacer, no siempre estamos de acuerdo con nosotros mismos. Eso sí: convendría hacer terapia filosófica y reconocer los valores que encarnan todos esos magníficos desalmados. A ver si así nos aclaramos.
El primero de estos valores es el del poder. Es evidente que, a todos, por más que disimulemos, nos atrae imperiosamente el poder. No solo por la supremacía y los privilegios que promete, sino por algo más profundo. El poder designa la capacidad para conformar el mundo a la horma de nuestros deseos. ¿Y quién no quiere eso? En este sentido, la admiración que provoca el poder es independiente de para qué se use. El poderoso seduce por poderoso, ya se trate del Papa o de Hitler, de Dios o del diablo.
Otro valor indudable de estos malvados antihéroes es su talento. El “malo” no solo tiene poder (antes de que, por exigencias del guion, lo pierda o se le arrebate), sino que lo tiene gracias a su inteligencia, penetración, conocimiento del medio, dotes sociales, inventiva y hasta eso que ahora llaman “inteligencia emocional”, por la que es capaz de reconocer y controlar emociones propias y ajenas. ¿No es para admirarlos?
Y no es solo eso. Frente al simple y maniqueo representante del “bien” (el policía obcecado, el fiscal justiciero, el político incorruptible), el antihéroe típico de las series (parece proliferar, por razones varias, en este formato) exhibe un discurso ético más complejo y ambiguo, y, por ello, más familiar al de un espectador inteligente. Si hacemos abstracción de la ley (y de los artificios estéticos y narrativos), el “malo” llegar a ser, en ocasiones, no solo ejemplo de emprendimiento económico, sino también moral: un carismático creador, a lo nietzscheano, de su propio sistema de valores. Es por ello que goza, en la imaginación del público, de una vida sublime, tal vez breve (la moraleja obliga), pero emocionante y lúcida como pocas.
Otros valores que, en la ficción, suelen hacer buenos a los malos son el valor, la honestidad consigo mismos, la autoestima, y la resilienciacon que se enfrentan a un sistema (el Estado, los grandes “poderes fácticos”) que, en general, es bastante más poderoso, corrupto y despiadado que ellos. En muchos casos, el narco o el mafioso encarnan descarnadamente el mito liberal del miserable que sale de la nada y lucha sin rendirse por llegar a lo más alto, o el relato análogo del burgués enriquecido que busca redención mediante el ascenso social.
¿Quieren ustedes, en fin, educar moralmente a alguien (a sus hijos, a sus alumnos o a sí mismos)? Pues olviden esa ñoñería de los valores cívicos y reflexionen acerca de lo que nuestra cultura realmente aprecia: el poder, la inteligencia, la autoafirmación, el emprendimiento, la competitividad. Las películas, las series televisivas, los videojuegos son un filón extraordinario para hacerlo. A ver si tienen ustedes lo que hay que tener – argumentos éticos – para proponer(se) algo mejor (para soñar) que ser como uno de esos magníficos y hobbesianos lobos de las películas. No es fácil. El poder y la gloria están de su parte. También, me temo, en este otro lado de la realidad. ¡Malditos sean!
Las pandemias de antaño podían ser consideradas como castigos divinos, así como la enfermedad en general durante largo tiempo fue exógena al cuerpo social. Hoy, la mayor parte de las enfermedades es endógena, producida por nuestras condiciones de vida, de alimentación y de intoxicación. Lo que era divino se ha vuelto humano, demasiado humano, como dice Nietzsche. La modernidad estuvo largo tiempo bajo el signo de la frase de Pascal: “el hombre supera infinitamente al hombre”. Pero se supera “demasiado” —es decir, sin elevarse ya a lo divino pascaliano—, así que no se supera en absoluto. Más bien se enreda en una humanidad superada por los acontecimientos y las situaciones que produjo.
Ahora bien, el virus atestigua la ausencia de lo divino, puesto que conocemos su complexión biológica. Descubrimos incluso hasta qué punto lo viviente es más complejo y menos comprensible de como lo representábamos. Hasta qué punto también el ejercicio del poder político —el de un pueblo, el de una supuesta “comunidad”, por ejemplo “europea”, o el de regímenes violentos— es otra forma de complejidad también ella menos comprensible de lo que parece. Comprendemos mejor hasta qué punto el término “biopolítica” es irrisorio en estas condiciones: la vida y la política nos desafían juntos. Nuestro saber científico nos expone a no ser tributarios más que de nuestro propio poder técnico, pero no hay tecnicidad lisa y llana, porque el saber mismo implica sus incertidumbres (basta con leer los estudios que se publican). Como el poder técnico no es unívoco, cuánto menos puede serlo un poder político que supuestamente responde a la vez a datos objetivos y a expectativas legítimas.
Por supuesto, de todos modos es una objetividad presunta la que debe guiar las decisiones. Si esa objetividad es la del “confinamiento” o del “distanciamiento”, ¿hasta qué grado de autoridad hay que ir para hacerla respetar? Y por supuesto, en sentido inverso, ¿dónde comienza la arbitrariedad interesada de un gobierno que quiere —no es más que un ejemplo entre muchos otros— preservar unos Juegos Olímpicos de los que espera diversos beneficios, expectativa compartida por muchas empresas y representantes de los cuales el gobierno es en parte el instrumento? ¿O bien el de un gobierno que aprovecha la ocasión para avivar un nacionalismo?
La lupa viral aumenta los rasgos de nuestras contradicciones y nuestros límites. Es un principio de realidad que golpea la puerta del principio de placer. La muerte lo acompaña. Ella que habíamos exportado con las guerras, las hambrunas y las devastaciones, ella que pensábamos confinada a algunos otros virus y a los cánceres (estos últimos en expansión casi viral), de pronto nos acecha en la esquina. ¡Vaya! Somos humanos, bípedos sin plumas dotados de lenguaje, pero con seguridad ni sobrehumanos ni transhumanos. ¿Demasiado humanos? O bien, ¿no habrá que comprender que jamás se lo puede ser?
Por cierto, y por si alguien lo duda: el pensamiento crítico no puede ser competencia específica de ninguna otra ciencia más que de la filosofía. La razón es que ninguna ciencia particular puede someter a crítica al mundo, al conocimiento o a los valores sin suponer un enorme punto ciego (el de su propia concepción de la realidad, de la verdad, y de lo que es –al menos, científicamente– valioso). Solo la filosofía admite (y transmite) una práctica íntegra del «pensamiento crítico», pues únicamente ella presume de actuar sin ningún presupuesto (ontológico, epistémico, axiológico) que no sea, a la vez, puesto permanentemente en duda.
Abandonar a los niños frente a la tele o el móvil y no darles, también desde el principio, y a su nivel, las herramientas críticas para defenderse de ese tsunami (des)informativo, es una irresponsabilidad gravísima. ¿Quieren algo mejor –e infinitamente más efectivo– que el control parental, las prohibiciones o la censura de lo que el Estado o las compañías entiendan como «nocivo» o «falso»? Enseñen a los niños a pensar de forma crítica, o lo que es lo mismo –pero mejor–: enséñenles a filosofar.
Víctor Bermúdez, ¿Qué es pensamiento crítico?, El Periódico de Extremadura 20/03/2019
Con ocasión de la pandemia los gobiernos democráticos han recibido una doble recriminación en sentidos contrapuestos: porque son demasiado fuertes o porque son demasiado débiles.
Las situaciones de excepción no suspenden la democracia, tampoco su dimensión deliberativa y polémica. El pluralismo sigue intacto y el normal desacuerdo social continúa existiendo aunque su expresión deba estar condicionada a facilitar el objetivo prioritario de la urgencia sanitaria. La democracia, incluso en momentos de alarma, necesita contradicción y exige justificaciones. Las situaciones de alarma no suspenden el pluralismo sino tan solo su dimensión competitiva.
Por otro lado, los regímenes autoritarios, al reprimir esa crítica, se privan de los beneficios de la libre circulación de la información y de la institucionalización del desacuerdo. La ausencia de libertad de expresión y los obstáculos a la circulación de información están en el origen de muchos errores políticos que, además, tienen una más difícil solución en los sistemas políticos autoritarios que en las democracias liberales. Tenemos un ejemplo negativo en la gestión que China hizo de la crisis sanitaria: las disfunciones inherentes al sistema no permitieron a la información circular eficazmente entre las escalas administrativas locales y el poder central. Esta es la razón de que las medidas contra la epidemia se hayan revelado caóticas y contraproductivas, especialmente cuando la policía de Wuhan prefirió arrestar y reprimir a los médicos que habían lanzado las alertas antes que escucharlas advertencias y prevenirse contra el riesgo epidémico.
El verdadero poder de las democracias frente al señuelo autoritario consiste en su capacidad de proteger la crítica y el desacuerdo, estimular el contraste y las alternativas. La inteligencia de la democracia (Lindblom) es el resultado de una larga experiencia que nos ha llevado a los humanos a que la aspiración de que las sociedades sean gobernadas con eficacia esté compensada por una limitada confianza hacia los que gobiernan y por la posibilidad, siempre abierta, de que haya otros que lo puedan hacer de otra manera.Las teorías de la Camarilla Mundial (Teorías de la Conspiración) arguyen que debajo de un sinnúmero de sucesos que vemos en la superficie del mundo un solo grupo siniestro está al acecho. La identidad de este grupo puede cambiar: algunos creen que el mundo lo dirigen en secreto los masones, las brujas o los satanistas; otros creen que son extraterrestres, reptilianos o varias otras pandillas.
No obstante, la estructura básica sigue siendo la misma: el grupo controla casi todo lo que ocurre, y al mismo tiempo oculta ese control.
Las teorías de la Camarilla Mundial se deleitan en particular con la unión de los opuestos. Por lo tanto, la teoría conspirativa nazi decía que, en la superficie, el comunismo y el capitalismo lucen como enemigos irreconciliables, ¿no? ¡Error! ¡Eso es precisamente lo que la camarilla judía quiere que pienses! Y tal vez creas que las familias Bush y Clinton son enemigos jurados, pero solo están aparentando: a puerta cerrada, todos van a las mismas fiestas del vecindario.
A partir de estas premisas, surge una hipótesis. Los sucesos en las noticias son una cortina de humo diseñada con astucia para engañarnos, y los líderes famosos que distraen nuestra atención son meros títeres a merced de los verdaderos gobernantes.
Las teorías de la Camarilla Mundial son capaces de atraer a grandes grupos de seguidores en parte porque ofrecen una sola explicación sin rodeos para una infinidad de procesos complicados. Las guerras, las revoluciones, las crisis y las pandemias todo el tiempo sacuden nuestras vidas. No obstante, si creo en algún tipo de teoría de la Camarilla Mundial, disfruto la tranquilidad de sentir que entiendo todo.
¿La guerra en Siria? No tengo que estudiar historia del Medio Oriente para comprender qué sucede allá. Es parte de la gran conspiración. ¿El desarrollo de la tecnología 5G? No tengo que investigar nada sobre la física de las ondas de radio. Es la conspiración. ¿La pandemia de la Covid-19? No tiene nada que ver con los ecosistemas, los murciélagos y los virus. Sin duda es parte de la conspiración.
La llave maestra de la teoría de la Camarilla Mundial abre todos los misterios del mundo y me ofrece una entrada a un círculo exclusivo: el grupo de personas que entienden. Nos hace más inteligentes y sabios que la persona promedio e incluso me eleva por encima de la élite intelectual y la clase gobernante: los profesores, los periodistas, los políticos. Veo lo que ellos omiten… o lo que intentan ocultar.
Las teorías de la Camarilla Mundial cometen el mismo error básico: suponen que la historia es muy sencilla. La premisa clave de las teorías de la Camarilla Mundial es que es relativamente fácil manipular el mundo. Un pequeño grupo de gente puede comprender, predecir y controlar todo, desde las guerras y las revoluciones tecnológicas hasta las pandemias.
Este grupo tiene una capacidad particularmente extraordinaria para prever los siguientes diez movimientos en el tablero del mundo. Cuando suelta un virus en algún lugar, no solo puede predecir cómo se propagará por el mundo, sino también cómo afectará la economía global un año después. Cuando desata una revolución política, puede controlar su curso. Cuando empieza una guerra, sabe cómo terminará.
Sin embargo, no cabe duda de que el mundo es mucho más complicado. Por ejemplo, consideremos la invasión estadounidense a Irak. En 2003, la única superpotencia del mundo invadió un país de tamaño mediano en el Medio Oriente, bajo el argumento de que quería eliminar las armas de destrucción masiva del país y terminar con el régimen de Sadam Husein. Hubo quienes sospecharon que tampoco le habría importado aprovechar la oportunidad para obtener hegemonía sobre la región y dominar los vitales yacimientos petroleros de Irak. En busca de estos objetivos, Estados Unidos desplegó el mejor ejército del mundo y gastó billones de dólares.
Si nos adelantamos unos años, ¿cuáles fueron los resultados de este esfuerzo tremendo? Una completa debacle. No había armas de destrucción masiva y el país quedó hundido en el caos. En realidad, el gran ganador de la guerra fue Irán, pues se convirtió en la potencia dominante de la región.
Entonces, ¿deberíamos llegar a la conclusión de que George W. Bush y Donald Rumsfeld en realidad eran espías iraníes encubiertos a cargo de ejecutar una ingeniosa conspiración diabólica que ideó Irán? Para nada. Más bien, la conclusión es que es increíblemente difícil predecir y controlar los asuntos humanos.
No es necesario invadir un país del Medio Oriente para aprender esta lección. Si has estado en una junta escolar o un consejo local, o tan solo has intentado organizar una fiesta sorpresa para el cumpleaños de tu mamá, es probable que sepas cuán difícil es controlar a los humanos. Haces un plan y te sale el tiro por la culata. Intentas guardar un secreto y al día siguiente todo el mundo está hablando de él. Confabulas con un amigo de confianza y en el momento crucial te acuchilla por la espalda.
Las teorías de la Camarilla Mundial nos piden que creamos que, aunque es muy difícil predecir y controlar las acciones de mil o siquiera cien humanos, es sorprendentemente fácil tratar como títeres a 8000 millones.
A veces una corporación, un partido político o un dictador logran reunir una parte significativa de todo el poder del mundo en sus manos. No obstante, cuando sucede algo así, es casi imposible mantenerlo en secreto. Un gran poder conlleva una gran publicidad.
De hecho, en muchos casos una gran publicidad es un prerrequisito para obtener un gran poder. Por ejemplo, Lenin nunca habría obtenido poder en Rusia evitando la mirada del público. Y al principio, Stalin prefería las maquinaciones a puerta cerrada pero, para cuando monopolizó el poder en la Unión Soviética, su retrato colgaba en cada oficina, escuela y hogar desde el Báltico hasta el Pacífico. El poder de Stalin dependía de este culto a la personalidad. La idea de que Lenin y Stalin eran solo una fachada para los verdaderos gobernantes que estaban tras bambalinas contradice toda la evidencia histórica.
Percatarte de que no hay una sola camarilla que puede controlar en secreto a todo el mundo no solo es correcto, sino que también te empodera, pues quiere decir que puedes identificar las facciones que compiten en nuestro mundo, y aliarte con algunos grupos en contra de otros. De eso se trata la política verdadera.
Yuval Noah Harari, Cuando el mundo parece una gran conspiración, La Vanguardia 07/12/2020