El historiador Robert Paxton pasó el 6 de enero de 2021 pegado a su televisor. Estaba en su piso de Upper Manhattan cuando vio a una multitud que se dirigía hacia el Capitolio, sobrepasaba las barreras de seguridad y los cordones policiales e irrumpía en el interior. Muchos asistentes llevaban la gorra de béisbol roja de MAGA, mientras que otros lucían la gorra de color naranja brillante propia del grupo de extrema derecha de los Proud Boys. Unos cuantos iban vestidos de forma más estrambótica. ¿Quiénes son estos personajes con ropa de camuflaje y cuernos? se preguntó. “Me quedé absolutamente atrapado”, me dijo Paxton cuando fui a verle este verano a su casa del valle del Hudson. “No imaginaba que pudiera haber un espectáculo así”.
Paxton, de 92 años, es uno de los mayores expertos estadounidenses en fascismo y quizá el mayor especialista estadounidense vivo en la historia europea de mediados del siglo XX. Su libro de 1972, La Francia de Vichy: vieja guardia y nuevo orden, 1940-1944, estudia las fuerzas políticas internas que llevaron a los franceses a colaborar con los ocupantes nazis y obligaron al país a hacer un exhaustivo examen de conciencia sobre lo ocurrido durante la guerra.
La obra resultó muy actual cuando Donald Trump obtuvo la nominación republicana en 2016 y empezaron a proliferar en la prensa estadounidense artículos que comparaban la política estadounidense con la de Europa en los años treinta. Michiko Kakutani, entonces jefa de la sección de libros de The New York Times, convirtió la reseña de una nueva biografía de Hitler en una alegoría poco disimulada sobre un “payaso” y un “imbécil”, un ególatra y un mentiroso patológico con el don de saber leer y explotar la debilidad. En The Washington Post, el comentarista conservador Robert Kagan escribió: “Así es como el fascismo llega a Estados Unidos. No con botas y manos en alto”, sino “con un charlatán televisivo”.
En un artículo escrito para un periódico francés y reproducido a principios de 2017 en Harper’s Magazine, Paxton pedía contención. “Debemos dudar antes de aplicar una etiqueta tan tóxica”, advertía. Paxton reconocía que el “ceño fruncido” y la “mandíbula prominente” de Trump recordaban a “los absurdos gestos melodramáticos de Mussolini” y que Trump tenía afición a echar la culpa de la “decadencia nacional” a “los extranjeros y las minorías despreciadas”; todos ellos, componentes básicos del fascismo, según escribía en el artículo. Pero la palabra se utilizaba con tanta ligereza que había perdido su poder esclarecedor. A pesar de las semejanzas superficiales, había demasiadas diferencias. Los primeros fascistas, decía, “prometieron vencer la debilidad y la decadencia nacional a base de fortalecer el Estado y subordinar los intereses de los individuos a los de la comunidad”. Por el contrario, Trump y sus compinches querían “subordinar los intereses de la comunidad a los de los individuos; al menos, los de los individuos ricos”.
(Sin embargo)El 6 de enero fue un punto de inflexión. Para un historiador estadounidense de la Europa del siglo XX, era difícil no ver en la insurrección ecos de los Camisas Negras de Mussolini, que en 1922 marcharon hacia Roma y tomaron la capital, o de la revuelta violenta protagonizada por veteranos de la guerra y grupos de extrema derecha en el Parlamento francés, en 1934, para trastocar la toma de posesión de un nuevo Gobierno de izquierdas. Pero las analogías importaban menos que lo que a Paxton le pareció una transformación del propio trumpismo. “Hubo un giro hacia el uso de la violencia tan explícito, descarado y deliberado que no quedaba más remedio que cambiar la forma de hablar sobre ello”, dijo Paxton. “Pensé que era necesario un nuevo lenguaje porque estaba ocurriendo algo nuevo”.
Un redactor de Newsweek se puso en contacto con Paxton y este decidió anunciar públicamente que había cambiado de opinión. En un artículo publicado en internet el 11 de enero de 2021, Paxton escribió que la invasión del Capitolio “elimina cualquier objeción que pueda tener a la etiqueta de fascista”. Las palabras de Trump que “alentaron la violencia civil para anular unas elecciones traspasaron una línea roja”, continuaba. “Ahora, la etiqueta parece no solo aceptable, sino necesaria”.
Este verano pregunté a Paxton si, casi cuatro años después, se reafirmaba en su pronunciamiento. Con cautela pero franco, me dijo que no cree que el uso de la palabra tenga ninguna utilidad política, pero reiteró el diagnóstico. “Está aflorando desde abajo en aspectos muy preocupantes, de forma muy parecida a los fascismos originales”, contestó. “Es lo mismo, de verdad”.
Llamar a alguien o algo “fascista” es la máxima expresión de la repulsión moral, un impulso emocional al que es difícil resistirse. Pero el fascismo tiene un significado específico y, en los últimos años, el debate se ha centrado en dos preguntas: ¿Es una descripción certera de Trump? ¿Y es útil?
La mayoría de los comentaristas responden sí o no a ambas preguntas. Paxton es, en cierto modo, el único que responde sí a la primera y no a la segunda. “Sigo pensando que es una palabra que caldea más que esclarece”, dijo mientras contemplábamos, sentados, el río Hudson. “Es como hacer estallar una bomba de pintura”.
Me dijo que lo que vio el 6 de enero le sigue afectando todavía; le ha costado “aceptar que los otros son unos conciudadanos con motivos legítimos para quejarse”. Eso no quiere decir, aclaró, que no haya quejas legítimas, sino que la forma política de abordarlas ha cambiado. En su opinión, el trumpismo se ha convertido en algo que “no es obra de Trump, curiosamente. Es decir, lo es, si pensamos en sus mítines. Pero él no ha enviado a gente a que organice estas cosas; han germinado sin más, por lo que yo sé”.
Sea lo que sea el trumpismo, viene “desde abajo como un fenómeno de masas y los líderes están corriendo todo lo que pueden para ir por delante”, dice Paxton. Así, explicó, comenzaron el fascismo italiano y el nazismo, cuando Mussolini y Hitler
aprovecharon el descontento de las masas tras la Primera Guerra Mundial para hacerse con el poder. Él sostiene desde hace mucho tiempo que centrarse en los líderes es una distracción que impide entender el fascismo. “Lo que hay que estudiar es el caldo de cultivo del que han salido”, afirma. Para que el fascismo arraigue, tiene que haber “una grieta en el sistema político, que es la pérdida de tracción de los partidos tradicionales”, dice. “Tiene que haber una verdadera fractura”.
Paxton no había cumplido aún 40 años cuando publicó su revolucionario libro sobre el régimen de Vichy. Al revelar que los dirigentes franceses
hicieron todo lo posible por colaborar con los nazis y que, al principio, contaron con el apoyo de gran parte de la opinión pública, demostró que lo que experimentó el país durante la guerra no fue una mera imposición, sino que surgió de sus propias crisis políticas y culturales internas: un Gobierno disfuncional y la sensación de decadencia social.
Posteriormente, Paxton empezó a escribir desde un punto de vista comparativo sobre los movimientos fascistas de toda Europa en los años veinte y treinta: por qué habían crecido y se habían hecho con el poder (como en Italia y Alemania) o habían fracasado (como en el Reino Unido). La obra era una respuesta a lo que él consideraba un error fundamental de algunos de sus colegas, que definían el fascismo como una ideología. “Parece dudoso”,
escribió Paxton en The New York Review of Books en 1994, “que una posición intelectual común pueda ser el elemento determinante de unos movimientos que valoraban la acción por encima del pensamiento, los instintos por encima de la razón, el deber para con la comunidad por encima de la libertad intelectual y el particularismo nacional por encima de cualquier tipo de valor universal. ¿Es el fascismo un ismo?”. El motor del fascismo, argumentaba, fueron más los sentimientos que las ideas.
Los movimientos fascistas triunfaron, escribió Paxton, en entornos en los que se acusaba a la democracia liberal de producir divisiones y decadencia. Eso sigue ocurriendo hoy no solo en Estados Unidos, sino también en Europa, especialmente en Francia, donde el partido de extrema derecha, la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, lleva varios ciclos electorales aproximándose cada vez más al poder. “Marine Le Pen se ha desvivido para dejar claro que no hay nada en común entre su movimiento y el régimen de Vichy”, me dijo Paxton. “Pero a mí me parece que ocupa el mismo espacio dentro del sistema político. Plantea cuestiones similares sobre la autoridad, el orden interno, el miedo al declive y al otro”.
“Me parecía extraño que, cada vez que alguien publicaba un libro o escribía un artículo sobre el fascismo, empezaba por el programa”, me dijo Paxton cuando volvimos a vernos. “El programa, normalmente, era transaccional. Estaba ahí para intentar ganar adeptos en un periodo determinado. Pero, desde luego, no era el factor determinante”.
En 1998, Paxton publicó un trascendental artículo titulado
“Las cinco etapas del fascismo” (pdf), que sirvió de base para su libro canónico de 2004,
Anatomía del fascismo. En el artículo sostenía que uno de los problemas a la hora de definir el fascismo surgía de la “ambigua relación entre doctrina y acción”. Los académicos e intelectuales, como era natural, querían clasificar los movimientos en función de lo que sus líderes decían creer. Pero era un error —decía— tratar el fascismo como si fuera comparable con doctrinas del siglo XIX entre las que estaban el liberalismo, el conservadurismo o el socialismo. “El fascismo no se basa explícitamente en un sistema filosófico elaborado, sino en los sentimientos populares sobre razas dominantes, agravios e injusticias y la legítima primacía sobre otros pueblos inferiores”, escribió en Anatomía del fascismo. A diferencia de otros ismos, “la verdad era cualquier cosa que permitiera al hombre nuevo fascista (y la mujer) dominar a los demás y cualquier cosa que hiciera triunfar al pueblo elegido”.
Según Paxton, la mejor forma de describir el fascismo era como un comportamiento político caracterizado por una “preocupación obsesiva por el declive de la comunidad, la humillación o el victimismo”.
A Hitler no lo eligieron —señaló—, sino que lo designó legalmente el presidente conservador Paul von Hindenburg. “Una teoría”, dijo, “es que, si no hubieran convencido a Hindenburg para que eligiera a Hitler, la burbuja habría estallado y el nuevo canciller de Alemania habría sido un conservador normal y no un fascista. Y creo que esa es una hipótesis verosímil, porque Hitler estaba perdiendo peso”. En Italia, Mussolini también fue nombrado legítimamente. “Lo escogió el rey”, dijo Paxton, “a Mussolini no le habría hecho falta marchar sobre Roma”.
El poder de Trump, sugiere Paxton, parece diferente. “Da la impresión de que el fenómeno de Trump tiene una base social mucho más sólida”, dice. “Una base que no tenían ni Hitler ni Mussolini”.
Elisabeth Zerofsky, ¿Es Trump un fascista?, El País 03/11/2024