Filosofia i poesia
"¿AUTOVÍA DE VALENCIA?
REFLEXIONES SOBRE LO ESPAÑOL"


Antoni Defez i Martín
(Universitat de Girona)


"Soy ciudadano español, para mal o para bien. Pago
las contribuciones como todo el mundo, así que no
dejo la idea de España a los falangistas, ni a los de
antes ni a los de ahora"
Suso de Toro


Empezaré con una pregunta nada retórica: ¿Qué sucedería si quien ahora les habla impartiese esta comunicación en catalán? Creo no equivocarme con el siguiente diagnóstico: algunos de ustedes, pocos, se sentirían satisfechos de poder escuchar unas reflexiones filosóficas en una lengua que, aun no siendo la propia, consideran patrimonio común, es decir, algo que con más o menos proximidad pertenece a su identidad, a la identidad española; por el contrario, otros, la mayoría, pienso que se sentirían incómodos y, aún peor, tal vez agredidos. La situación, reconocerán ustedes, no deja de ser extraña y anormal, pues todos, si mi voz resonase en inglés, francés o alemán, estarían a buen seguro contentos y orgullosos de escuchar y poder entender un discurso en una lengua extranjera, una lengua considerada como de alta cultura. Lo repito: la situación, al menos para mí, no deja de ser extraña, anormal y también, permítanme que lo diga, preocupante. Y es que, amparándome en las palabras de alguien tan ranciamente español como Miguel de Unamuno, creo que todos los españoles deberían ser capaces de entender y leer el catalán.

Todo esto, sin duda es discutible, pero no menos discutible que cualquier otra cosa. Además, viene al pelo del tema que quisiera tratar aquí: el problema de las identidades nacionales y, en concreto, algo de las nuestras. Mi tesis básica al respecto es que las naciones, incluida España, no existen por sí mismas, es decir, no son clases naturales, no son entidades que se autoidentifiquen, sino que, por el contrario, y como ha dicho lúcidamente David Miller, sólo existen en la medida que hay una masa crítica suficiente de personas que cree en ellas. Las naciones, digámoslo con la expresión feliz de Benedict Anderson, son un tipo de comunidades imaginadas, pero no por ello irreales. Y es que las naciones, a pesar de todo lo relevante que puedan ser los hechos económicos, geográficos, culturales o históricos para su explicación objetiva, son realidades intensionales que para existir y ser como son dependen necesariamente de las actitudes proposicionales de los individuos que las integran. Como diría un wittgensteiniano: entre nación y creencias colectivas -y también, claro está, aspiraciones políticas- se da un vínculo interno o conceptual.

Esta tesis me parece la más fructífera para analizar el problema de las identidades nacionales, pues no sólo nos coloca en la mejor posición para entenderlas, sino que además nos permite abordar cuestiones adicionales que desde otra óptica me parecen intratables. Por ejemplo, una consecuencia de esta tesis es, como ya señalara Ernest Renan, que las naciones, al no existir per se, son o pueden llegar a ser lo que sus miembros puedan llegar a creer y desear. En concreto, no está en ningún lugar escrito lo que pudiera llegar a ser la nación española, ni por lo que se refiere a sus límites geopolítcos y temporales, ni tampoco respecto a la manera como cabría entender su identidad cultural o, si se quiere, espiritual. En este sentido es posible un españolismo integrador, que no avasallador o aniquilador, de lo catalán, de lo vasco, de lo gallego, de lo andaluz, de lo castellano, etc. Así las cosas, y en teoría, podría llegarse a construir una España donde alguien en Toledo pudiese leer una conferencia catalán sin otro resultado que la posterior tranquila discusión de su contenido. En suma: España, el Estado español, está haciéndose y deshaciéndose constantemente, como lo están Catalunya o Euskadi. Idealmente todo es posible, aunque luego la práctica será la que decida.

De aquí, por su puesto, y ésta sería otra consecuencia de la tesis que defiendo, según cómo seamos capaces de definir -creer, desear, hacer- la nación española se seguirá que colectivos más o menos reacios a lo español o más menos excluidos de lo español, entendido ahora "lo español" de manera monolítica desde lo castellano-estremeño-manchego-andaluz, puedan sentirse a gusto con dicho proyecto colectivo y partícipes de él. Si éste no fuera el caso, como de hecho no lo es a mi parecer, entonces hay que prepararse para las legítimas aspiraciones de independencia, soberanía compartida, etc., sean o no éstas opciones factibles. Téngase en cuenta que, como decía Isaiah Berlin, respecto de las identidades, la libertad es en buena parte una cuestión de reconocimiento, y no sólo de reconocimiento formal, sino de reconocimiento material, es decir, de sentirse apreciados y estimados, de sentir que los otros quieren hacer suyo lo nuestro.

Pues bien, tras esta larga digresión introductoria, paso ya a abordar lo que será el tema de mi intervención: la imagen que los españoles satisfechos tienen actualmente de lo otro español. Formulado con una pregunta: en la actualidad ¿en qué sentido el nacionalismo español dominante ve a los otros españoles? O más específicamente: ¿cómo el nacionalismo español dominante ve lo español de los otros? Es decir: ¿de qué manera, según el nacionalismo español dominante, los otros son también españoles o no lo son, o podrían llegar a serlo? El tema me parece muy interesante y necesario para lo que podamos hacer con España: sobre todo lo debería ser para los españoles satisfechos que no se consideran del grupo de los otros, del grupo de los insatisfechos o excluidos.

Se trata, en definitiva, de un ejercicio de autoanálisis y autocrítica, para el cual, como dicen los antropólogos, se necesita la distancia que ofrece la mirada del otro, esto es, verse a sí mismo tal y como nos ve el otro: por ejemplo, en este caso yo o uno como yo, un español insatisfecho o excluido. Pues bien, mi exposición se construirá a partir de ejemplos o anécdotas, es decir, desde lo concreto, y por razones obvias serán ejemplos o anécdotas referidas a lo otro catalán o valenciano. Este proceder de apelar a lo concreto está justificado, creo, por el hecho de que en lo más concreto se suele ocultar lo más significativo, aquello que nos pasa desapercibido por sernos tan conocido, tan obvio. Y aunque estas circunstancias aisladamente o tomadas una o una pudieran no ser demasiado significativas, en conjunto si son muy iluminadoras. Comencemos, pues.

Y la primera en la frente: ayer cuando venía hacia Toledo confirmé un hecho en el que ya había reparado en otras ocasiones: la carretera por la que circulaba no llevaba por nombre "Autovía de Madrid" o un simple número, sino que se llamaba "Autovía de Valencia", como si sólo importase un sentido de marcha. Sin duda, este sería un buen ejemplo de centralismo; un ejemplo de centralismo, de entrada, bastante inocuo, ya que lo que caracteriza al españolismo dominante, lo preocupante del españolismo dominante no sólo es el centralismo. Si fuera éste el problema de España, el problema no sería importante, pues el centralismo es algo inevitable en cualquier sociedad. Ahora bien, que sea inevitable, no quiere decir tampoco que debamos cultivarlo desenfrenadamente, pues de hacerlo así acabaremos ofendiendo a los otros. En una palabra: hubiera preferido otra designación para la citada carretera, alguna designación que no me hiciera sentir extraño, una designación que a nadie hiciera creer que su lugar de destino es sólo su lugar de origen, o que su lugar de origen no es, en realidad, ningún origen, pues es, de hecho, el destino únicamente de los otros. ¿Será por esta razón, por esa claridad de destino, por lo que madrileños y castellanos no pagan peajes, mientras que catalanes y valencianos sí los pagamos cuando nos visitamos? Recuérdese que la carretera que une a estos últimos se llama sólo y bellamente "Autopista del Mediterráneo": aquí ni hay origen ni destino. Pero bueno dejemos este problema...

Otro ejemplo, un ejemplo que es una variación de aquel clásico "asombrose un portugués que en Francia todos los niños hablasen francés". Me ha sucedido frecuentemente que yendo por la calle con mis hijos hablando o jugando, alguna bienintencionada señora sorprendida me ha dicho: "¡Qué gracia, tan pequeños y ya hablan valenciano!". La verdad es que no veo dónde esté la gracia, pues es lo más normal del mundo que los niños hablen la lengua de sus padres, sean estos catalano-hablantes, castellano-hablantes o lo que sean. Ni la gracia ni lo extraordinario. Y he aquí el problema: ¿por qué es contemplada esta circunstancia como extraordinaria sólo cuando se trata de niños catalano-hablantes?

El problema puede ilustrarse con otra anécdota. Hace ya algunos años cuando José María Aznar, en aras de obtener el apoyo parlamentario del CiU, decía que hablaba catalán en la intimidad -no sé si con ello quería dar a entender que para él y Ana Botella el catalán tenia poderes erotizantes- en una entrevista a la TV3 afirmó que seguramente los catalanes hablaban catalán porque querían. La verdad es que me quedé de piedra, por la torpeza, pues en un sentido relevante, y no me refiero al caso de las azafatas que optan por un idioma u otro en el transcurso de una conversación, ni los castellanos hablan castellano porque quieren, ni los catalanes catalán. Las lenguas ni son meros instrumentos, ni se eligen. Sólo desde una concepción mistificadora e interesada de la realidad es posible afirmar lo contrario. Es más sólo desde el prejuicio, desde el prejuicio que genera un nacionalismo hegemónico, se puede llegar a creer que los otros hablan como hablan porque quieren. Y el paso siguiente, sin duda, es afirmar que los catalanes hablan catalán por fastidiar, porque son muy cerrados y muy suyos, o para que no los entendamos. Como pueden apreciar, lo que la sorprendida señora encontraba gracioso se ha convertido ahora, cuando hablamos de los adultos y no de niños, en desconfianza, incomprensión, hostilidad e intransigencia hacia lo otro.

"Ellos hablan así porqué quieren, nosotros no", "ellos son nacionalistas, nosotros no" o, incluso, "ellos son independentistas, nosotros no" son ejemplos que manifiestan de lo que podríamos llamar la transparencia de los nacionalismos hegemónicos, a saber, que los nacionalismos cumplidos y satisfechos en sus aspiraciones no se ven a sí mismos como lo que son: su nacionalismo les es transparente. Cuando además de ser cumplidos y satisfechos los nacionalismos son hegemónicos no sólo no se ven a sí mismos como lo que son, sino sólo ven como nacionalistas a los otros. Un nacionalismo que a veces puede ser sólo latente, pero que puede activarse, por ejemplo, cuando los otros hacen reclamaciones de tipo nacionalista. Por cierto, ¿es que los españoles no son independentistas? Desde luego que sí: los españoles son independentistas, y mucho, respecto a los EEUU, Inglaterra, Francia, Alemania, etc.

Por último, consideremos otro caso televisivo. En un documental se le pregunta a un agricultor manchego sobre los vascos y los catalanes, y la respuesta es como sigue: "Ah, a mí parece muy bien que quieran ser independientes: si se quieren ir que se vayan, pero que se lo dejen todo". Magnífica respuesta: que se lo dejen todo. He aquí una concepción territorial y patrimonialista de lo español. Cuando oí estas palabras, caí en la cuenta de cómo el pasado histórico pesa en el imaginario colectivo español: no olvidemos que los españoles tenemos también nuestra historia de limpiezas étnico-culturales: la guerra contra los árabes, la expulsión de los judíos, la de los moriscos, la de los protestantes, la de los que perdieron (o perdimos) la guerra del 36… Y todo ello, aunque no nos demos cuenta, está en nuestro inconsciente colectivo y se activa cuando los otros exigen su reconocimiento.

La actitud es similar mutatis mutandis a la de aquel padre de familia que, cuando su hija le anuncia que se va con quien él no quiere, dice que ya no tiene hija o que la deshereda. ¿No es ésta precisamente la actitud de lo español de ahora y de siempre hacia Portugal? Abran ustedes cualquier periódico de aquí: si exceptuamos el reciente aniversario de la Revolución de los claveles de 1974, no encontrarán nunca o casi nunca ninguna noticia sobre el país vecino. ¿Quién de ustedes conoce el nombre y la afiliación política del presidente actual de Portugal? ¿Hacemos una porra? Un nacionalismo no-integrador se manifiesta siempre de esta manera: desconfianza, incomprensión, hostilidad e intransigencia. Y a ello hay que añadir la negación ontológica del otro: si te vas tendrás que dejarlo todo; y, en cualquier caso, dejarás de existir para nosotros.

Como indicaba antes, mi pregunta era cómo ve el españolismo dominante al otro, a mí por ejemplo, y ahora creo que estamos ya en condiciones de dar la respuesta. Yo diría que se me ve desde la negación parcial. Se me considera español, pero no del todo: me falta algo -estoy a medio hacer- o, si se quiere, algo me sobra. En concreto, me sobrarían dos manías que tengo: la de hablar y escribir o, mejor, vivir en catalán, y la de querer autogobernarme. En suma: los españoles satisfechos me ven, sí, como español, ma non troppo. Soy, para ellos, un español defectuoso o, como a veces se dice, un "polaco". Además, si protesto y reclamo autogobierno, un insolidario. Por eso no se me acepta totalmente como soy, es decir, no se acepta que vivir en catalán pueda ser tan español como vivir en castellano -como mucho, se me consiente y mi hijo, sólo mientras sea un niño, es en el mejor de los casos muy gracioso cuando habla en su lengua materna. También por esa razón, no se permitiría que no quisiese ser por más tiempo español, o que pretendiese definir yo a mi manera mi vínculo con lo español, o que exigiese que los otros -por ejemplo, los toledanos-, como mínimo, entendiesen el catalán.

Ya ven ustedes que no tengo muy buena opinión del nacionalismo español dominante, además soy bastante pesimista. ¡Y ya me gustaría que las cosas fuesen por otros derroteros! Pero claro eso depende de todos. De entrada, sería necesario que los españoles satisfechos, incluso lo que se llaman a sí mismo no-nacionalistas, reconocieran su propio nacionalismo: sólo así será posible el derecho de los otros a ser también nacionalistas. Dos: repensar España, pues hemos recibido una idea de España que no nos deja pensar, que no nos deja pensar en España de otra manera, cosa que se aprecia con claridad cuando alguien pretende vivir de una forma no castellana o pide un referéndum de autodeterminación, o cuando se demanda una reforma de la estructura del Estado. Tres: abandonar toda idea esencialista de las naciones, incluida la propia, y contemplar las naciones como realidades que se construyen a partir de las creencias, las aspiraciones y, claro está, las identidades de sus grupos integrantes. Como recientemente ha enfatizado Suso de Toro, una España comprehensiva, una España de naciones, una España con las cuatro lenguas oficiales, una España donde el catalán, el vasco o el gallego sean tan españoles como lo es el castellano es, al menos teóricamente, una posibilidad. Por imaginar que no quede…

Sin embargo, la realidad es otra cosa, y soy pesimista. Los conflictos identitarios no suelen tener solución en el sentido de una solución que contente a todas las partes. Por el contrario, lo que suele ocurrir es que la solución consiste en que una de las partes se impone sobre las otras, o las aniquila o las minoriza, y de esa manera se acaban los problemas, al menos momentáneamente. No soy kantiano ni habermasiano, quiero decir, no soy metafísicamente optimista: sólo empíricamente optimista o pesimista. Y aunque no creo que llegue la sangre al río, deberíamos estar preparados, sobre todo los españoles nacionalmente satisfechos, a la posibilidad de que, mientras llega el momento del último suspiro de las naciones no castellanas, se manifiesten las insatisfacciones, las proclamas de ruptura autodeterminista o incluso el conato de alguna independencia. Otra cosa sería que nos pusiéramos manos a la obra, y de una vez por todas solventásemos el problema.


Ponència llegida en la Taula rodonda "Identidades colectivas" inclosa en el Congreso Anual de la Sociedad de Filosofía de Castilla-La Mancha dedicat al tema "Identidades y conflictos: perspectivas actuales", i que tingué lloc a la ciutat de Toledo els dies 7 i 8 de maig de 2004.


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