Empezaré con una pregunta nada retórica: ¿Qué
sucedería si quien ahora les habla impartiese esta comunicación
en catalán? Creo no equivocarme con el siguiente diagnóstico:
algunos de ustedes, pocos, se sentirían satisfechos de poder
escuchar unas reflexiones filosóficas en una lengua que, aun
no siendo la propia, consideran patrimonio común, es decir, algo
que con más o menos proximidad pertenece a su identidad, a la
identidad española; por el contrario, otros, la mayoría,
pienso que se sentirían incómodos y, aún peor,
tal vez agredidos. La situación, reconocerán ustedes,
no deja de ser extraña y anormal, pues todos, si mi voz resonase
en inglés, francés o alemán, estarían a
buen seguro contentos y orgullosos de escuchar y poder entender un discurso
en una lengua extranjera, una lengua considerada como de alta cultura.
Lo repito: la situación, al menos para mí, no deja de
ser extraña, anormal y también, permítanme que
lo diga, preocupante. Y es que, amparándome en las palabras de
alguien tan ranciamente español como Miguel de Unamuno, creo
que todos los españoles deberían ser capaces de entender
y leer el catalán.
Todo esto, sin duda es discutible, pero no menos discutible que cualquier
otra cosa. Además, viene al pelo del tema que quisiera tratar
aquí: el problema de las identidades nacionales y, en concreto,
algo de las nuestras. Mi tesis básica al respecto es que las
naciones, incluida España, no existen por sí mismas, es
decir, no son clases naturales, no son entidades que se autoidentifiquen,
sino que, por el contrario, y como ha dicho lúcidamente David
Miller, sólo existen en la medida que hay una masa crítica
suficiente de personas que cree en ellas. Las naciones, digámoslo
con la expresión feliz de Benedict Anderson, son un tipo de comunidades
imaginadas, pero no por ello irreales. Y es que las naciones, a pesar
de todo lo relevante que puedan ser los hechos económicos, geográficos,
culturales o históricos para su explicación objetiva,
son realidades intensionales que para existir y ser como son dependen
necesariamente de las actitudes proposicionales de los individuos que
las integran. Como diría un wittgensteiniano: entre nación
y creencias colectivas -y también, claro está, aspiraciones
políticas- se da un vínculo interno o conceptual.
Esta tesis me parece la más fructífera para analizar
el problema de las identidades nacionales, pues no sólo nos coloca
en la mejor posición para entenderlas, sino que además
nos permite abordar cuestiones adicionales que desde otra óptica
me parecen intratables. Por ejemplo, una consecuencia de esta tesis
es, como ya señalara Ernest Renan, que las naciones, al no existir
per se, son o pueden llegar a ser lo que sus miembros puedan llegar
a creer y desear. En concreto, no está en ningún lugar
escrito lo que pudiera llegar a ser la nación española,
ni por lo que se refiere a sus límites geopolítcos y temporales,
ni tampoco respecto a la manera como cabría entender su identidad
cultural o, si se quiere, espiritual. En este sentido es posible un
españolismo integrador, que no avasallador o aniquilador, de
lo catalán, de lo vasco, de lo gallego, de lo andaluz, de lo
castellano, etc. Así las cosas, y en teoría, podría
llegarse a construir una España donde alguien en Toledo pudiese
leer una conferencia catalán sin otro resultado que la posterior
tranquila discusión de su contenido. En suma: España,
el Estado español, está haciéndose y deshaciéndose
constantemente, como lo están Catalunya o Euskadi. Idealmente
todo es posible, aunque luego la práctica será la que
decida.
De aquí, por su puesto, y ésta sería otra consecuencia
de la tesis que defiendo, según cómo seamos capaces de
definir -creer, desear, hacer- la nación española se seguirá
que colectivos más o menos reacios a lo español o más
menos excluidos de lo español, entendido ahora "lo español"
de manera monolítica desde lo castellano-estremeño-manchego-andaluz,
puedan sentirse a gusto con dicho proyecto colectivo y partícipes
de él. Si éste no fuera el caso, como de hecho no lo es
a mi parecer, entonces hay que prepararse para las legítimas
aspiraciones de independencia, soberanía compartida, etc., sean
o no éstas opciones factibles. Téngase en cuenta que,
como decía Isaiah Berlin, respecto de las identidades, la libertad
es en buena parte una cuestión de reconocimiento, y no sólo
de reconocimiento formal, sino de reconocimiento material, es decir,
de sentirse apreciados y estimados, de sentir que los otros quieren
hacer suyo lo nuestro.
Pues bien, tras esta larga digresión introductoria, paso ya
a abordar lo que será el tema de mi intervención: la imagen
que los españoles satisfechos tienen actualmente de lo otro español.
Formulado con una pregunta: en la actualidad ¿en qué sentido
el nacionalismo español dominante ve a los otros españoles?
O más específicamente: ¿cómo el nacionalismo
español dominante ve lo español de los otros? Es decir:
¿de qué manera, según el nacionalismo español
dominante, los otros son también españoles o no lo son,
o podrían llegar a serlo? El tema me parece muy interesante y
necesario para lo que podamos hacer con España: sobre todo lo
debería ser para los españoles satisfechos que no se consideran
del grupo de los otros, del grupo de los insatisfechos o excluidos.
Se trata, en definitiva, de un ejercicio de autoanálisis y autocrítica,
para el cual, como dicen los antropólogos, se necesita la distancia
que ofrece la mirada del otro, esto es, verse a sí mismo tal
y como nos ve el otro: por ejemplo, en este caso yo o uno como yo, un
español insatisfecho o excluido. Pues bien, mi exposición
se construirá a partir de ejemplos o anécdotas, es decir,
desde lo concreto, y por razones obvias serán ejemplos o anécdotas
referidas a lo otro catalán o valenciano. Este proceder de apelar
a lo concreto está justificado, creo, por el hecho de que en
lo más concreto se suele ocultar lo más significativo,
aquello que nos pasa desapercibido por sernos tan conocido, tan obvio.
Y aunque estas circunstancias aisladamente o tomadas una o una pudieran
no ser demasiado significativas, en conjunto si son muy iluminadoras.
Comencemos, pues.
Y la primera en la frente: ayer cuando venía hacia Toledo confirmé
un hecho en el que ya había reparado en otras ocasiones: la carretera
por la que circulaba no llevaba por nombre "Autovía de Madrid"
o un simple número, sino que se llamaba "Autovía
de Valencia", como si sólo importase un sentido de marcha.
Sin duda, este sería un buen ejemplo de centralismo; un ejemplo
de centralismo, de entrada, bastante inocuo, ya que lo que caracteriza
al españolismo dominante, lo preocupante del españolismo
dominante no sólo es el centralismo. Si fuera éste el
problema de España, el problema no sería importante, pues
el centralismo es algo inevitable en cualquier sociedad. Ahora bien,
que sea inevitable, no quiere decir tampoco que debamos cultivarlo desenfrenadamente,
pues de hacerlo así acabaremos ofendiendo a los otros. En una
palabra: hubiera preferido otra designación para la citada carretera,
alguna designación que no me hiciera sentir extraño, una
designación que a nadie hiciera creer que su lugar de destino
es sólo su lugar de origen, o que su lugar de origen no es, en
realidad, ningún origen, pues es, de hecho, el destino únicamente
de los otros. ¿Será por esta razón, por esa claridad
de destino, por lo que madrileños y castellanos no pagan peajes,
mientras que catalanes y valencianos sí los pagamos cuando nos
visitamos? Recuérdese que la carretera que une a estos últimos
se llama sólo y bellamente "Autopista del Mediterráneo":
aquí ni hay origen ni destino. Pero bueno dejemos este problema...
Otro ejemplo, un ejemplo que es una variación de aquel clásico
"asombrose un portugués que en Francia todos los niños
hablasen francés". Me ha sucedido frecuentemente que yendo
por la calle con mis hijos hablando o jugando, alguna bienintencionada
señora sorprendida me ha dicho: "¡Qué gracia,
tan pequeños y ya hablan valenciano!". La verdad es que
no veo dónde esté la gracia, pues es lo más normal
del mundo que los niños hablen la lengua de sus padres, sean
estos catalano-hablantes, castellano-hablantes o lo que sean. Ni la
gracia ni lo extraordinario. Y he aquí el problema: ¿por
qué es contemplada esta circunstancia como extraordinaria sólo
cuando se trata de niños catalano-hablantes?
El problema puede ilustrarse con otra anécdota. Hace ya algunos
años cuando José María Aznar, en aras de obtener
el apoyo parlamentario del CiU, decía que hablaba catalán
en la intimidad -no sé si con ello quería dar a entender
que para él y Ana Botella el catalán tenia poderes erotizantes-
en una entrevista a la TV3 afirmó que seguramente los catalanes
hablaban catalán porque querían. La verdad es que me quedé
de piedra, por la torpeza, pues en un sentido relevante, y no me refiero
al caso de las azafatas que optan por un idioma u otro en el transcurso
de una conversación, ni los castellanos hablan castellano porque
quieren, ni los catalanes catalán. Las lenguas ni son meros instrumentos,
ni se eligen. Sólo desde una concepción mistificadora
e interesada de la realidad es posible afirmar lo contrario. Es más
sólo desde el prejuicio, desde el prejuicio que genera un nacionalismo
hegemónico, se puede llegar a creer que los otros hablan como
hablan porque quieren. Y el paso siguiente, sin duda, es afirmar que
los catalanes hablan catalán por fastidiar, porque son muy cerrados
y muy suyos, o para que no los entendamos. Como pueden apreciar, lo
que la sorprendida señora encontraba gracioso se ha convertido
ahora, cuando hablamos de los adultos y no de niños, en desconfianza,
incomprensión, hostilidad e intransigencia hacia lo otro.
"Ellos hablan así porqué quieren, nosotros no",
"ellos son nacionalistas, nosotros no" o, incluso, "ellos
son independentistas, nosotros no" son ejemplos que manifiestan
de lo que podríamos llamar la transparencia de los nacionalismos
hegemónicos, a saber, que los nacionalismos cumplidos y satisfechos
en sus aspiraciones no se ven a sí mismos como lo que son: su
nacionalismo les es transparente. Cuando además de ser cumplidos
y satisfechos los nacionalismos son hegemónicos no sólo
no se ven a sí mismos como lo que son, sino sólo ven como
nacionalistas a los otros. Un nacionalismo que a veces puede ser sólo
latente, pero que puede activarse, por ejemplo, cuando los otros hacen
reclamaciones de tipo nacionalista. Por cierto, ¿es que los españoles
no son independentistas? Desde luego que sí: los españoles
son independentistas, y mucho, respecto a los EEUU, Inglaterra, Francia,
Alemania, etc.
Por último, consideremos otro caso televisivo. En un documental
se le pregunta a un agricultor manchego sobre los vascos y los catalanes,
y la respuesta es como sigue: "Ah, a mí parece muy bien
que quieran ser independientes: si se quieren ir que se vayan, pero
que se lo dejen todo". Magnífica respuesta: que se lo dejen
todo. He aquí una concepción territorial y patrimonialista
de lo español. Cuando oí estas palabras, caí en
la cuenta de cómo el pasado histórico pesa en el imaginario
colectivo español: no olvidemos que los españoles tenemos
también nuestra historia de limpiezas étnico-culturales:
la guerra contra los árabes, la expulsión de los judíos,
la de los moriscos, la de los protestantes, la de los que perdieron
(o perdimos) la guerra del 36
Y todo ello, aunque no nos demos
cuenta, está en nuestro inconsciente colectivo y se activa cuando
los otros exigen su reconocimiento.
La actitud es similar mutatis mutandis a la de aquel padre de familia
que, cuando su hija le anuncia que se va con quien él no quiere,
dice que ya no tiene hija o que la deshereda. ¿No es ésta
precisamente la actitud de lo español de ahora y de siempre hacia
Portugal? Abran ustedes cualquier periódico de aquí: si
exceptuamos el reciente aniversario de la Revolución de los claveles
de 1974, no encontrarán nunca o casi nunca ninguna noticia sobre
el país vecino. ¿Quién de ustedes conoce el nombre
y la afiliación política del presidente actual de Portugal?
¿Hacemos una porra? Un nacionalismo no-integrador se manifiesta
siempre de esta manera: desconfianza, incomprensión, hostilidad
e intransigencia. Y a ello hay que añadir la negación
ontológica del otro: si te vas tendrás que dejarlo todo;
y, en cualquier caso, dejarás de existir para nosotros.
Como indicaba antes, mi pregunta era cómo ve el españolismo
dominante al otro, a mí por ejemplo, y ahora creo que estamos
ya en condiciones de dar la respuesta. Yo diría que se me ve
desde la negación parcial. Se me considera español, pero
no del todo: me falta algo -estoy a medio hacer- o, si se quiere, algo
me sobra. En concreto, me sobrarían dos manías que tengo:
la de hablar y escribir o, mejor, vivir en catalán, y la de querer
autogobernarme. En suma: los españoles satisfechos me ven, sí,
como español, ma non troppo. Soy, para ellos, un español
defectuoso o, como a veces se dice, un "polaco". Además,
si protesto y reclamo autogobierno, un insolidario. Por eso no se me
acepta totalmente como soy, es decir, no se acepta que vivir en catalán
pueda ser tan español como vivir en castellano -como mucho, se
me consiente y mi hijo, sólo mientras sea un niño, es
en el mejor de los casos muy gracioso cuando habla en su lengua materna.
También por esa razón, no se permitiría que no
quisiese ser por más tiempo español, o que pretendiese
definir yo a mi manera mi vínculo con lo español, o que
exigiese que los otros -por ejemplo, los toledanos-, como mínimo,
entendiesen el catalán.
Ya ven ustedes que no tengo muy buena opinión del nacionalismo
español dominante, además soy bastante pesimista. ¡Y
ya me gustaría que las cosas fuesen por otros derroteros! Pero
claro eso depende de todos. De entrada, sería necesario que los
españoles satisfechos, incluso lo que se llaman a sí mismo
no-nacionalistas, reconocieran su propio nacionalismo: sólo así
será posible el derecho de los otros a ser también nacionalistas.
Dos: repensar España, pues hemos recibido una idea de España
que no nos deja pensar, que no nos deja pensar en España de otra
manera, cosa que se aprecia con claridad cuando alguien pretende vivir
de una forma no castellana o pide un referéndum de autodeterminación,
o cuando se demanda una reforma de la estructura del Estado. Tres: abandonar
toda idea esencialista de las naciones, incluida la propia, y contemplar
las naciones como realidades que se construyen a partir de las creencias,
las aspiraciones y, claro está, las identidades de sus grupos
integrantes. Como recientemente ha enfatizado Suso de Toro, una España
comprehensiva, una España de naciones, una España con
las cuatro lenguas oficiales, una España donde el catalán,
el vasco o el gallego sean tan españoles como lo es el castellano
es, al menos teóricamente, una posibilidad. Por imaginar que
no quede
Sin embargo, la realidad es otra cosa, y soy pesimista. Los conflictos
identitarios no suelen tener solución en el sentido de una solución
que contente a todas las partes. Por el contrario, lo que suele ocurrir
es que la solución consiste en que una de las partes se impone
sobre las otras, o las aniquila o las minoriza, y de esa manera se acaban
los problemas, al menos momentáneamente. No soy kantiano ni habermasiano,
quiero decir, no soy metafísicamente optimista: sólo empíricamente
optimista o pesimista. Y aunque no creo que llegue la sangre al río,
deberíamos estar preparados, sobre todo los españoles
nacionalmente satisfechos, a la posibilidad de que, mientras llega el
momento del último suspiro de las naciones no castellanas, se
manifiesten las insatisfacciones, las proclamas de ruptura autodeterminista
o incluso el conato de alguna independencia. Otra cosa sería
que nos pusiéramos manos a la obra, y de una vez por todas solventásemos
el problema.
Ponència llegida en la Taula rodonda "Identidades
colectivas" inclosa en el Congreso Anual de la Sociedad de Filosofía
de Castilla-La Mancha dedicat al tema "Identidades y conflictos:
perspectivas actuales", i que tingué lloc a la ciutat de
Toledo els dies 7 i 8 de maig de 2004.
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