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CONTEMPLAR EL MUNDO EN SU NITIDEZ
Antoni Defez
Ahora, en las postrimerías del año recién acabado, y tras haber publicado un libro de haikus dedicado al ser y al vivir de los pájaros -Tierra en el cielo- y traducir al castellano Els ocells amics de Josep Maria de Sagarra, Antonio Cabrera nos ha puesto otra vez en las manos un gran libro. Con el aire (XXV Premio Ciudad de Melilla), es una obra en la que se desarrolla y ahonda aquella manera de entender la poesía: pensar la emoción y sentir el pensamiento en aras de que el poema cumpla con su promesa de hacer entender el misterio de la existencia: el misterio del mundo reflejándose en la conciencia y de la conciencia siendo reflejo del mundo. Veámoslo con cierto detalle, parafraseando algunos de sus versos. Tanto el mundo como la conciencia serían en sí mismos precarios, necesitándose el uno del otro. Así, mientras que el mundo -la luz del otoño, el aire, la frialdad de las manos, el cuerpo de la amada, unas naranjas, unas hojas secas al interior de un libro, el rojo escaramujo, los líquenes, la muerte, etc.- demanda una confirmación del sujeto -el registro de lo que sucede y de su existencia-, es el mundo también quien deja hueco a nuestro ser. Un destino recíproco, un mutuo existir que no puede agotarse mediante explicaciones empíricas. ¿Cómo podría serlo el hecho bruto del milagro estético de la existencia del mundo y de la conciencia? No, el mundo aquí es algo que se da, que se ofrece y, por ello, el poeta lo confirma y lo celebra. Y precediendo así, él mismo se ofrece, se entrega. Pero no creamos que se trata de llevar a cabo alguna actividad, de hacer algo: el mundo ahora ya no es lo manipulable, sino lo que se da aconteciendo. El mundo es don y el poeta, a diferencia de la aves -de la lechuza, pongamos por caso- sólo lo contempla escondido y a resguardo. Esta poética de la no intervención, de la mera contemplación y de la celebración es presente incluso en la relación amorosa. Desde luego que no en el sexo, pero sí en la conciencia del amor: por ejemplo, la amada cuando duerme es sólo mera presencia, algo que se da y se ofrece. El sueño de la amada permite al mundo ser exacto, tener la precisión de la mera existencia, la nitidez que tienen las cosas cuando no demandan nuestra intervención. Y es que cuando la amada despierte será necesaria la acción, tornándose difusos, descongelándose, tanto el mundo como nuestra conciencia. Ahora bien, lo que se ofrece siempre es algo que nunca acaba de darse del todo, siempre dice algo que no puede oírse, ni decirse con palabras: siempre hay una calima que crea la distancia. De no ser así, qué quedaría del milagro. Cabe decir, pues, que el mundo no sólo acontece, sino que palpita. Y también la conciencia: las ideas, los pensamientos, con sus pasos fugitivos son dardos que facilitan u obstaculizan el pensar. Pero con una diferencia: la nitidez del rojo escaramujo no la tiene la conciencia, pues el sujeto, inidéntico como es, sólo cruza el aire, recibiéndolo, dándolo. En realidad, somos nosotros los desvalidos: la presencia de una montaña, la indiferencia del pez en la charca, la indiferencia de la charca, por cotidianas que sean, nos excluyen, y al excluirnos los reconocemos y nos reconocemos. El mundo es el cincel que nos esculpe, y confirma en nuestra precariedad. Sin embargo, este contemplar y celebrar es también un cuidar. Pero no un cuidar del mundo como lo haría alguien que manipula, sino un cuidar el mundo: un cuidar el fuego o el cuerpo de la amada equivalente a un mantener vivo en la conciencia, en el ámbito del sentido. Un cuidar sin deseo, sin pasión, sin interés. Un cuidar que no nos queme, aunque el mundo -el cuerpo de la amada- sea el lugar donde muere cumplida nuestra ceniza. Un cuidar que no es tampoco comprender: si así fuera se destruiría el misterio, pues lo que se ofrece ya se habría dado por completo. No, como pasa cos los líquenes, únicamente constatar más belleza sin eco (sin comprensión) para el mundo. Tal vez sea en este cuidar donde la poética de Antonio Cabrera
revela mejor su sentido, pues la promesa de comprensión que caracterizaría
lo poético queda siempre en estado de promesa, en estado de cuidado.
Y no podría ser de otra forma, porque quién conoce, quién
ve y, a la vez, no confunde el crepitar de una ramas de olivo que se
queman sin prisa tras la poda. O el ímpetu de un pájaro
en el cielo.
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