Escribir sobre las opiniones filosóficas de un poeta es siempre
difícil, temerario y probablemente injusto. Por un lado, porque
los poemas suelen ser unos artefactos demasiado breves, concisos,
demasiado contenidos en sí mismos, como para permitir una reconstrucción
de las ideas de su autor; por otro, porque lo poético, a diferencia
del discurso filosófico, se lleva bien con la alusión,
lo evocativo, la metáfora, el fervor y, por supuesto, con la
contradicción, que son rasgos que no solemos aceptar cuando
perseguimos el rigor conceptual. Sucede, sin embargo, que hay poetas
con una clara vocación metafísica, y entonces lo que
podríamos llamar la crítica ideológica se impone
con necesidad. En estos casos creo que debemos ejercer la severa libertad
de la filosofía, y no ceder al simple panegírico amable:
la honestidad siempre será nuestro mejor homenaje. Ahora bien,
en el ejemplo de César Simón ello todavía estaría
más justificado, pues este autor no sólo usó
muchos de sus poemas para elaborar y expresar sus preocupaciones metafísicas,
sino que éstas animan explícitamente la prosa de sus
dietarios. Siciliana, Perros ahorcados y En nombre de nada, escritos
respectivamente en 1984, 1994, y en 1996 y 1997, vienen a ser la expresión,
hecha sobre todo desde el sentimiento y la sensación, del Schopenhauer
y del Unamuno que el César Simón poeta, con matices
propios, llevaba dentro.
Pues bien, quisiera aquí presentar y analizar críticamente
tres aspectos centrales de las reflexiones o pasiones filosóficas
de César Simón: la cuestión del mal en el mundo,
el problema del misterio de lo existente y la actitud que ante estas
características de lo real cabría observar. Como se
desprende de lo dicho, me mueve en buena parte la intención
del polemista, y no, claro está, por el ridículo despropósito
de demostrar cuán equivocado pudiera estar nuestro autor respecto
de estos asuntos, sino en aras de algo más simple y profiláctico.
Creo que planteamientos como los de César Simón pueden
llevarnos en el terreno poético a una exacerbación de
lo numinoso, es decir, a lo sagrado y, con ello, a un tipo de poesía
casi sacerdotal cercano a la oración. Y personalmente ambos
movimientos me desagradan. Pero entremos ya en materia.
El problema del mal en el mundo -el llamado problema de la teodicea-
es planteado por Cesar Simón tanto en la vertiente humana como
en la animal. Por decirlo en pocas palabras: la crueldad es lo que
preside y rige la relación entre los animales, la actitud de
los seres humanos hacia los animales y la misma relación entre
los humanos. El guepardo devorando una gacela thomson, la carnicería
hutu-tutsi de Ruanda, los perros ahorcados, la matanza del cerdo,
el ser humano que por azares absurdos va quedando apartado de la pequeña
felicidad que da la vida vivida desde la normalidad, etc., son hechos
particulares que César Simón eleva al rango de categoría
para mostrar que, detrás de las superficiales amabilidades
de la vida, la realidad es cruel, ciegamente salvaje, atroz. Y no
se trata de mera crueldad, sino de absurda y absoluta crueldad: absoluta,
porque es crueldad cósmica, ontológica, y no meramente
social o política, aunque también pueda serlo; absurda,
porque es inexplicable -de hecho, ni siquiera es injusta- y porque
por mucho que se hiciera no es paliable. Sin duda, éste es
un tema schopenhaueriano: detrás del velo de las apariencias
lo que hay es una ciega voluntad de destrucción.
Ahora bien, ¿cómo se pasa de la mera crueldad a la
crueldad absoluta y absurda? ¿No es ello una exageración
metafísica? Convengamos en que la crueldad es un rasgo de la
realidad, ¿pero es el rasgo definitorio de la realidad? Y de
aceptarlo así, ¿qué cabe hacer? Mientras que
Schopenhauer derivó hacia un pesimismo metafísico que
implicaba aceptar lo real -lo cruel- mediante una anulación
del yo y del deseo, César Simón mantuvo un vehemente
y apasionado intento de negar la crueldad, es decir, la afirmación
ante lo real del yo y del deseo, del yo quiero. Con todo, el problema,
para él, no era el problema empírico de intervenir sobre
esta o aquella crueldad concreta intentando eliminarla o, la menos,
suavizarla -esto sería lo político o lo ético.
No, para César Simón había que intervenir sobre
la crueldad como un todo: salvar el mundo, redimirlo de la crueldad.
Pero ¿cómo? Sólo hay una manera: mediante la
actitud personal, una actitud personal que introduzca sentido -un
sentido absoluto- donde no lo hay. Si el mundo es absurdo, absurdamente
cruel, hay que intentar vivir no sólo contra la crueldad, sino
negando la crueldad.
A César Simón el vegetarianismo le atrajo con los años
cada vez más, y no porque no le gustase la carne -eso, en el
fondo, sería irrelevante o circunstancial-, sino porque ser
vegetariano suponía infligir un mentís a lo real, a
la crueldad absoluta y absurda. Tratar a los animales como personas,
como conciencias capaces de padecer, evitar su sufrimiento -no el
sufrimiento inútil, sino todo sufrimiento-, el ejercicio de
la piedad, de la conmiseración, etc. es introducir un sentido
absoluto en el mundo: salvar el mundo mediante una actitud que sacraliza
a la conciencia y al sufrimiento, pues lo que hace absurda la crueldad
no es que sea inútil, sino que recaiga sobre algo sagrado,
algo que debería ser intocable. Pero atención: ese salvar
el mundo se resuelve, en definitiva, en un salvar al mundo en nosotros,
un salvarnos a nosotros -lo máximamente sagrado-, en tanto
que ya no nos sentimos parte de la crueldad del mundo.
Llegamos así al tema de lo sagrado, pero antes de abordarlo
en sí mismo reproduzcamos otra de las vías por las que
César Simón accede a él: me refiero al problema
del misterio de la existencia. Aquí su actitud es ambivalente,
aunque creo que predomina una especie de platonismo, para mí,
lacerante. A veces, la mayoría de las veces, considera que
el misterio del mundo, el misterio de su existencia y que sea como
es, se encuentra detrás del mundo: es un algo, un eso, lo que
se revela, lo que se insinúa o muestra sin llegar a decirse,
lo innombrable, lo inimaginable, lo que no podemos concebir, una mera
presencia de nada. Es lo que las religiones occidentales de una manera
cultural y antropomórfica han dado en llamar 'dios', y que
a César Simón le parece injustificable, pues resulta
de un intento de verbalizar lo que no puede decirse, de proyectar
lo humano en lo que no podría serlo. Pero he aquí el
problema: César Simón no cae en la cuenta de que un
algo, un eso, lo innombrable, lo inimaginable, etc., son también
palabras, intentos de decir lo que no se puede decir y que, en realidad,
sólo admitiría el silencio, el grito, el canto, el baile,
el quejido...
Con todo, hemos de reconocer que en algunas ocasiones, sobre todo
en las páginas finales de En nombre de nada, César Simón
parece darse cuenta de esto último, desdiciéndose de
aquel intento de reificar el misterio, de hacerlo cosa. Ahora el misterio
no es sino la propia realidad del mundo, su presencia muda -simplemente
que el mundo sea y que sea como es-, no algo oculto, escondido y a
la espera. Se trata de aquellos pasajes en que de una manera casi
azoriniana César Simón encuentra el misterio en la desolación
del secano, en el silencio de las casas viejas de los pueblos, en
la lluvia que cae como un fenómeno antiguo, en el narcótico
enigma de su gato o en la alegría de los perros abandonados
que él mismo alimenta. Diriase que lo misterioso del mundo
está en realidad a la vista, que es como un brillo y, por ello,
ni está oculto, ni cabe exiliarse del mundo para encontrarlo.
Dicho de otra manera: es dentro del mundo, dentro de lo existente,
incluyendo nuestra propia conciencia, donde vive el misterio, al igual
que es desde dentro del lenguaje y del pensamiento como debemos llegar
a lo impensable, lo inimaginable y lo indecible. Y es que lo indecible,
lo impensable, lo inimaginable no es algo -ni siquiera una nada- que
no se deje decir, pensar o imaginar por alguna insalvable dificultad.
Por el contrario, el problema es que no hay nada que decir, pensar
o imaginar. Entender esto es lo más difícil de lo fácil:
ver que más allá de lo fácil, es decir, de lo
que podemos pensar, imaginar y decir -más allá de lo
que existe- ya no hay nada más que decir, ni pensar, ni imaginar.
Ahora bien, César Simón sucumbe una y otra vez en la
concepción platónica del algo, de lo alto, de lo oculto,
de lo que está detrás, de aquello que puede que dé
sentido a lo que no lo tiene, en definitiva, de lo sagrado. Pero ¿cómo
se pasa del misterio a lo sagrado? Decía antes que un Unamuno
habitaba dentro de César Simón, y aquí es donde
lo notamos. Pero es un Unamuno sin iconografía católica.
Unamuno acabó afirmando que dios tiene que existir, pues yo
lo necesito para dar sentido a mi vida, para poder ser inmortal conservando
mi identidad personal. Para Unamuno, su fervor, su vehemencia es lo
que decide, no los argumentos. Y César Simón está
de acuerdo en esto, pero en poco más: lo que decide es el sentimiento,
nuestro ser carne abierta al sentido, sí; pero este sentimiento
no lleva a un dios, sino a una nada, a una nada que no deja decirse,
ni pensarse, pero que tampoco deja de hacerse presente y que al final
lo podría ser todo.
Así las cosas, tal vez la desolación de los campos
de secano, el silencio de las casas viejas de los pueblos o la lluvia
signifiquen algo: no sólo que sean misterio, sino que sean
misterio porque anuncian algo. Igualmente, nuestra conciencia, nuestra
ansia de sentido tal vez también signifiquen algo. Y entonces
el misterio no sería el mundo, ni el mundo reflejándose
en la conciencia, ni siquiera nuestra conciencia, sino algo más
profundo, algo oculto, escondido y a la espera: lo sagrado, aquello
que puede salvarnos y que redimirá al mundo de su absoluta
y absurda crueldad, pues otorgará el sentido a lo que visto
desde aquí no lo tiene. Lo sagrado como aquello inexplicable,
intocable, último que satisfaría nuestras demandas y
anhelos. Pero fijémosnos bien en lo que aquí se nos
dice sin ser expresado claramente porque en ello podemos descubrir
la mistificación que encierra la apelación a lo sagrado.
Lo sagrado es sagrado porque redime al mundo, porque nos salva, porque
da sentido a lo existente y nos promete durar más allá
de la muerte. Es decir, que lo sagrado -ese algo o esa nada supuestamente
sagrado- únicamente es sagrado porque redime y salva a lo que
en sí es sagrado, a saber, la conciencia personal, la vida
consciente, la capacidad de sufrir y de padecer. Y aquí hemos
llegado a un lugar semejante al que llegábamos en el caso del
mal en el mundo: que lo sagrado somos nosotros -lo humano-, o los
animales en tanto que humanos. ¿De qué valdría
ese algo o esa nada -lo alto- si no nos reportase ningún beneficio,
ningún consuelo absoluto? Pero ¿no es esto arrogancia
metafísica y autopiedad?
César Simón tuvo una actitud religiosa ante el mundo
y la vida, una actitud religiosa sin religión. No sólo
la actitud de depender de algo no humano -el mundo, el misterio del
mundo-, sino de depender de algo infinitamente valioso, lo sagrado.
En realidad, una vehemencia frustrada, pues lo sagrado ni puede existir
ni dejar de existir: como acabamos de ver, se trata sólo de
una actitud, de un anhelo que quiere dar cumplimiento a la arrogancia
y a la autopiedad humana. Lo sagrado no es la vivencia del misterio:
es algo añadido. Por ello, quien busca lo sagrado no se conforma
con el silencio, quiere ir más allá de la aceptación
del misterio; pero sin lograrlo, pues más allá de los
límites de lo concebible nada marcará ninguna diferencia:
digamos lo que digamos, da lo mismo. Ya se lo decía L. Wittgenstein
a M. Schlick el 30 de diciembre de 1929:
Puedo muy bien imaginar qué quiere decir Heidegger con su
ser y angustia. El hombre tiene la tendencia a correr contra las barreras
del lenguaje. Piensen por ejemplo en el asombro que causa saber que
algo existe. El asombro no se puede expresar en forma de pregunta,
ni tampoco hay respuesta para él. Cuanto podamos decir, podemos
a priori considerarlo como sin sentido. A pesar de todo corremos contra
las barreras del lenguaje (...) la tendencia, el correr contra, señala
a algo. Esto ya lo sabía San Agustín cuando decía:
Qué, tú, alimaña inmunda, ¿no querías
decir un disparate? ¡Pues dilo, no importa!.
Publicat en La siesta del lobo nº 14, pàgs: 68-72.
Albacete, 2002.
Versió per a imprimir