Mente y Mundo
John McDowell
Ediciones Sígueme
Salamanca, 2003
Traducción: Miguel Ángel Quintana
En 1994 John McDowell, profesor de la Universidad de Pittsburgh,
publicaba con el nombre "Mente y Mundo" el texto de las
conferencias John Locke que había impartido en Oxford en 1991:
un libro, sin duda, interesante para todo aquel que se ocupa de cuestiones
epistemológicas y de filosofía del lenguaje. No se trata
de un manual al uso, sino de una reflexión en vivo -a veces,
un tanto farragosa de seguir- que consigue poner el dedo en la llaga
de uno de los problemas centrales de la filosofía contemporánea:
la cuestión de la experiencia en la validación de nuestro
conocimiento.
McDowell toma como punto de arranque las críticas de W. Sellars
y D. Davidson a la impugnación que desde la década de
los 50 hiciera W. v. O. Quine de los dos dogmas del empirismo contemporáneo.
En concreto, la idea que éste último continuase aceptando
lo que ha venido a llamarse posteriormente el tercer dogma empirista:
el Mito de lo dado, es decir, la idea de que nuestros lenguajes y
conocimientos crecen a partir de una masa de datos sensoriales previos
e independientes de cualquier conceptualización, el también
llamado a veces "flujo caleidoscópico de la mente".
McDowell echa mano de la idea de Sellars del espacio lógico
de las razones, o la distinción davidsoniana entre esquema
y contenido, como decimos, en aras de neutralizar dicho mito filosófico.
Ahora bien, McDowell acertadamente observa que la impugnación
del Mito de lo dado no puede tener como consecuencia el abandono de
la noción de experiencia ni de su valor epistémico o
normativo respecto del conocimiento. Y es que sería posible
-como de hecho muestran los desarrollos últimos de la naturalización
de la epistemología, por un lado, y la aparición de
posiciones convencionalistas o de idealismo lingüístico,
por otro- proponer una epistemología sin ninguna dosis de empirismo.
Efectivamente, es posible pretender que todo lo que se puede decir
sobre la parte experiencial del conocimiento es reductible a la investigación
científica de los procesos físicos involucrados. Igualmente
se puede intentar ahogar toda justificación epistémica
en un puro intercambio de razones.
Sin embargo, el precio que pagaríamos tanto en un caso como
en el otro sería demasiado caro: o renunciamos al carácter
normativo que nuestras experiencias tienen respecto nuestro conocimiento
-y, a larga, también al carácter normativo del conocimiento
mismo-, o renunciamos a la idea de que nuestro conocimiento está
anclado en el mundo a través de nuestras experiencias. Ni una
ni otra opción son, según McDowell, recomendables: ni
las dimensiones normativas del conocimiento humano sería explicables
totalmente por alguna disciplina científica, ni se trata tampoco
de reducirlas a un mero intercambio de razones. Por el contrario,
necesitamos del concepto de experiencia y su normatividad o, si se
desea, que es necesario un mínimo de empirismo. Ahora bien,
¿cuál será este concepto de experiencia?
McDowell apela a la naturaleza humana, y introduce el concepto de
"segunda naturaleza": "Los seres humanos -escribe-
adquieren una segunda naturaleza en parte por ser introducidos en
capacidades conceptuales, cuyas interrelaciones pertenecen al espacio
lógico de las razones" . En otras palabras: el error filosófico
surge cuando creemos que hay un dicotomía excluyente entre
esquema y contenido, o entre el espacio lógico de las razones
y el espacio de la investigación científica. Para McDowell,
en realidad, tanto en el ámbito de los contenidos como en el
espacio de la investigación natural ya se da la conceptualización.
En suma: el abandono del concepto de experiencia y sus valores normativos
sería producto de una errónea visión de lo que,
de hecho, es lo dado o científicamente investigable.
En este sentido, McDowell se ampara en la epistemología kantiana
y, a mi entender, ello constituye el elemento más flojo de
su reflexión. Ya sabemos que a Kant, de no haber existido,
habría que inventarlo para que todos los filósofos de
orden -realistas metafísicos y, en general, los amantes de
los happy ends filosóficos, etc.- pudieran convertir cualquier
detalle de su vida y obra en motivo de efemérides, pero este
no es nuestro caso. En el intento de construir un concepto de experiencia
no disociado de la naturaleza humana, mal amparo conceptual puede
darnos un filósofo que no sólo fue, por motivos inevitables,
predarwiniano, sino que siempre filosofó de espaldas a la naturaleza
humana: bien porque la consideraba irrelevante -es el caso de su filosofía
teorética-, o bien, como sucede en su filosofía moral,
como algo empírico y patológico.
No, el análisis de McDowell habría ganado bastante
con otros referentes: por ejemplo, el naturalismo débil de
D. Hume o del segundo Wittgenstein. Es decir: la idea que nuestros
lenguajes y conocimientos crecen a partir de nuestras acciones y reacciones
naturales, las acciones y reacciones que tenemos en tanto que somos
los animales que somos, y sobre las cuales, de forma inextricable,
se entrelazan nuestros conceptos, de manera que deviene intratable
la distinción tradicional entre naturaleza y cultura. Así,
se entendería mejor esa "segunda naturaleza" de la
que McDowell nos habla. Y no es que McDowell acabe diciendo algo distinto
de esto último -de hecho, él mismo parece sugerirlo
sobre todo en los capítulos finales; el problema es que invocar
a Kant a tal fin puede llegar a confundirnos a nosotros los lectores,
e incluso confundir al propio autor.
Sea como sea, esta búsqueda de padrinazgo en Kant no desmerece
el valor del libro de McDowell. Y por ello es un acierto esta traducción
al castellano de Miguel Ángel Quintana. No olvidemos que en
filosofía, como en todo, a veces de quien más podemos
aprender es de los que no piensan como nosotros, o de aquellos que
no dicen las cosas como nosotros las diríamos.
Publicat en Daimon.
Revista de Filosofía nº 34, pàgs: 182-183.
Universidad de Murcia, Múrcia, 2005.