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¿CÓMO ES QUE EDIPO NO
SOSPECHÓ QUE YOCASTA ERA SU MADRE?
REFLEXIONES EN TORNO AL ESCEPTICISMO SOBRE LA INDUCCIÓN Antoni Defez i Martín
El análisis de la justificación de la Inducción y la refutación del escepticismo filosófico que este problema suele generar han sido planteados en términos lingüísticos dentro de la filosofía analítica durante la segunda mitad del siglo xx. Autores como el segundo Wittgenstein, P.F. Strawson, P. Edwards o M. Black, a pesar de matices diferenciadores, han coincidido en afirmar que las conocidas palabras de C. D. Broad "inductive reasoning (..) the glory of Science (...) the scandal of Philosophy" 1 no deberían ser ya consideradas como representativas del estado de la discusión filosófica, una vez que se ha puesto de manifiesto que la exigencia de una justificación de la Inducción, junto al escepticismo que parece derivarse, es producto de una confusión conceptual. Dicho con otras palabras: que la demanda de una justificación de la Inducción no sólo es algo imposible, como ya demostrara D. Hume2, sino que se trata además de algo insensato e innecesario porque sencillamente se trata de un pseudo-problema. Para entender en qué sentido estos autores han utilizado en este contexto el concepto de 'pseudoproblema' será conveniente comparar su planteamiento con el realizado por A. J. Ayer en los años treinta, para quien el problema filosófico de la Inducción no era tampoco ningún problema. En opinión de este último el problema de la Inducción era un problema 'ficticio' en la medida en que carecía de respuesta. En consecuencia, era inútil, en su opinión, intentar ofrecer una solución. La única cosa que se podía decir a favor de la Inducción era mostrar que de facto los procedimientos inductivos funcionan, es decir, que mediante ellos se consigue lo que nos proponíamos o, si se quiere, que son exitosos en la práctica3. Ahora bien, esta apelación al éxito no debía ser tomada, según Ayer, qua garantía lógica de la validez de la Inducción, sino que se trataba, en realidad, de una apelación de tipo pragmatista, en la línea de lo que H. Reichenbach proponía ya en 1929 y que más tarde ha hecho suya W C. Salmon, para quienes el problema de la justificación de la Inducción, a diferencia de lo que Ayer pensaba, es un problema real. Usamos procedimientos inductivos, se nos viene a decir, porque funcionan, y porque es la mejor cosa que podemos hacer para conocer la Naturaleza y predecir el futuro4. En contra de este tipo de análisis, el planteamiento lingüístico parece ofrecer, al menos de entrada, razones distintas para llegar no obstante a una conclusión similar a la de Ayer. Sus defensores encontrarían insatisfactoria la anterior reflexión. Decir que el problema de la Inducción es un problema ficticio porque carece de solución sería precisamente el punto de partida del escepticismo y de ninguna manera una razón suficiente y convincente para hacer de esta cuestión un pseudoproblema y del escepticismo una posición epistémica insensata. No se trataría, por tanto, de afirmar que, dado que la cuestión de la Inducción no puede ser contestada, es una pseudocuestión, sino que, por el hecho de ser una pseudocuestión, no puede ser contestada. Podríamos decir que se trata de que los bueyes vayan en su lugar y el carro detrás. Ahora bien, plantear así las cosas obliga a explicar qué hace del problema de la Inducción un pseudoproblema o un problema ficticio, dilucidando las confusiones conceptuales en que descansa, y poder, de esta manera, hacer desaparecer el erróneo supuesto o prejuicio de que la Inducción está necesitada de una justificación. Y precisamente en ello se centran buena parte de la reflexiones de los autores citados al principio de este escrito. Podemos comenzar la presentación del planteamiento lingüístico indicando las diferencias existentes entre los razonamientos inductivos y los deductivos. La idea es escolarmente conocida: mientras que en un razonamiento deductivo las conclusiones se siguen lógicamente de las premisas, por lo que sería lógicamente contradictorio afirmar las premisas y negar la conclusión, en un razonamiento inductivo la negación de la conclusión no sería lógicamente contradictoria con la afirmación de las premisas, ya que aquella no se seguiría lógicanente de éstas. Tal caracterización se corresponde a lo que de hecho ocurre en el seno de nuestras prácticas lingüísticas y de nuestra actividad judicativa. Con todo, la cuestión de hecho parece insuficiente, a no ser que aceptemos la máxima ex facto ius oritur. Reconozcamos, por tanto, que a esta cuestión de hecho podemos hacerle corresponder una cuestión de derecho que se interrogue por la justificación o la racionalidad de estas prácticas y que desembocaría en nuestro caso en una demanda de justificación de la Inducción en general. En forma de pregunta: ¿Qué razones nos asisten para confiar en la verdad de las conclusiones de nuestros razonamientos inductivos? ¿Está justificado racionalmente el hábito de la Inducción? Tradicionalmente, detrás de la cuestión de derecho, como coinciden en señalar los defensores del planteamiento lingüístico, se ha escondido el deseo absurdo e inalcanzable de querer demostrar que la Inducción es alguna clase de deducción. Veamos, en primer lugar, por qué se trata de un deseo inalcanzable. El proyecto de reconvertir todo razonamiento inductivo en un razonamiento deductivo sólo es posible bajo la condición de introducir premisas generales a partir de las cuales poder deducir las conclusiones inductivas. Sin embargo, estas premisas, de ser posibles, presentarán a su vez el mismo tipo de problema de justificación que las inferencias que se quería asegurar mediante su concurso, porque admitiendo que tales generalizaciones estuviesen justificadas respecto el pasado o respecto un determinado número de casos, ¿qué seguridad tenemos de que continuarán siendo válidas en el futuro o respecto a casos todavía no considerados? Llegados a este extremo es necesario distinguir entre el hecho psicológico de que uniformidades pasadas causen expectativas de futuro, y la cuestión filosófica de si existe algún fundamento racional en favor de tales expectativas. Este tipo de planteamiento de la cuestión de derecho acaba con la búsqueda de algún principio supremo o general de la Inducción que nos permita saber que en el futuro seguirán siendo válidas las mismas leyes o regularidades que lo han sido en el pasado. Planteándolo como lo hiciera B. Russell en 1912: para justificar el tránsito de los 'futuros pasados' a los 'futuros futuros' estamos necesitados de un principio no-empírico de la Inducción que apele a la Uniformidad de la Naturaleza, cosa de la cual debemos desesperar en opinión de Russell5. Un tal principio nos conduce a un callejón sin salida. Apelar a la ley de la Uniformidad de la Naturaleza como principio supremo de la Inducción no resuelve el problema porque, o bien dejamos este principio sin fundamentar y lo admitimos metafísicamente con lo cual nos veríamos devorados por el círculo vicioso de presuponer aquello mismo que intentamos demostrar, o bien intentamos fundamentarlo inductivamente como pretendiera J. Stuart Mill6, empresa imposible, ya que aquello que necesitaríamos para justificarlo es precisamente aquello que esperamos justificar con su concurso. Como vemos, ambas posibilidades -bien aceptar un principio de la Inducción a partir de su supuesta 'evidencia intrínseca', o pretender establecerlo inductivamente- parecen abrir paso al escepticismo y a la negación de la racionalidad o justificación de nuestras prácticas inductivas, desoladora conclusión ante la eminencia de la cuestión de hecho. Como sugería R Edwards en 1949, no necesitamos de ningún principio de la Inducción; nos es suficiente con los 'futuros pasados', o como indicábamos nosotros anteriormente ex facto ius oritur. Pedir más, en opinión de este autor, no es sino un caso de ignoratio elenchi por redefinición, esto es, un caso de insatisfacción o de desconfianza injustificada ante lo que es el uso común de nuestros conceptos y la práctica usual de nuestras actividades judicativas. Tanto aquel que pretende extraer una lección escéptica de la no-justificación de la Inducción, como aquel que se esfuerza en encontrar una justificación, cometerían el mismo error: ignorar o no aceptar como 'razones inductivas' aquello que normalmente en la ciencia y en el sentido común usamos como 'razones inductivas', pretendiendo redefinir o reconstruir este concepto como si se tratase del concepto 'razones deductivas' 7. De esta manera, la confusión que subyace en la duda hacia la racionalidad de la Inducción -duda propia del escéptico y del justificacionista- residiría en el hecho de que a la cuestión «¿Es la Inducción un procedimiento justificado o capaz de ser justificado?» no se le ha dado un significado determinado. Y no es difícil de ver por qué parece que lo tenga: en general, es correcto inquirir respecto a una creencia particular o a un determinado razonamiento inductivo, si su adopción está o no justificada, esto es, si hay alguna evidencia a su favor, y si ésta es buena o deficiente. Sin embargo, del hecho de que esta demanda sea correcta en casos particulares de razonamientos inductivos, no se sigue que también lo sea en el caso de la Inducción en general qua proceder cognoscitivo. En opinión de Strawson, se trata de un non sequitur pretender tal cosa, ya que al aplicar o reservar los calificativos de 'justificada' o 'bien fundamentada', etc., a creencias específicas apelamos a normas inductivas establecidas, mientras que no hay normas tales a que apelar cuando nos preguntamos si la aplicación de las normas inductivas está justificada o bien fundamentada. Así como tiene sentido -y ésta es una metáfora del propio Strawson- preguntarse si una determinada conducta es o no legal, pero no lo tiene cuestionarse si es legal o no el conjunto de las leyes de un Estado, sería perfectamente legítimo cuestionarse la justificación que tienen concretos razonamientos inductivos, pero no así cuestionarse la legitimidad del proceder inductivo. El segundo Wittgenstein también en diversas ocasiones se cuestionó el significado de los conceptos de 'razón' y 'justificación' en relación a los razonamientos inductivos. En su opinión, la actitud del escéptico vendría definida por su negativa a aceptar ninguna cosa como una razón o como evidencia en favor de una creencia inductiva. Nada, según el escéptico, nos puede dar tanto. Ahora bien, una vez determinada la etiología del escepticismo, Wittgenstein procede a su disolución. El escéptico, nos viene a decir Wittgenstein echando mano de la polaridad de los conceptos 'razón' y 'justificación', no está utilizando los conceptos de 'razón' o 'justificación' con el significado que poseen en el intercambio lingüístico, ya que al negar que nada pueda ser una razón -digamos, una 'buena razón'- hace desaparecer la diferencia acreditada entre lo que es una 'buena razón' y lo que es una 'deficiente razón' para la aceptación de una creencia. Por el contrario, es un hecho que existen buenas y malas razones, y aquello que convierte a una razón en una 'buena razón' viene determinado por nuestros 'juegos del lenguaje'. Nuestras concretas prácticas lingüísticas y cognoscitivas nos proveen de criterios para determinar en cada caso qué es una 'buena razón' o una ‘evidencia adecuada'. Podríamos decir que se trata de una cuestión interna a cada específica práctica lingüística y cognoscitiva y, por ello, contextualmente determinada. De esta forma, Wittgenstein, coincidiendo con la metáfora legal de Strawson, considera que los conceptos de 'razón' y ‘justificación’ tienen una vida limitada: su aplicación está circunscrita a la existencia de las concretas actividades dentro de las cuales discriminamos si una razón es buena o deficiente. Donde no sea posible hacer estas valoraciones, donde no juegue ni papel la distinción entre justificaciones adecuadas y no adecuadas, allí no tendrán aplicación los conceptos de 'justificación' o de 'razón'. En tal situación estos conceptos habrán perdido su uso y su significación. Y es precisamente por este motivo que carece de sentido el intento de cuestionarse la confianza en nuestro proceder inductivo en general. Éste no es el tipo de cosa de la cual se pueda dar una 'razón’, ni buena ni mala, ni una 'justificación' adecuada o deficiente8. Lo mismo de lo mismo, pero de una manera un poco más sistemática, es lo que ha afirmado M. Black a través del concepto de 'institución inductiva'. Para este autor es un hecho la existencia de patrones generales que sirven para elaborar y evaluar inferencias inductivas. Estos patrones son compartidos por los hablantes de una misma comunidad y han sido adquiridos a través del aprendizaje y la experiencia. Es decir, para Black, dominar un lenguaje inductivo significa estar sometido a normas implícitas de creencias y de conducta impuestas por la institución inductiva social. En consecuencia, el problema de justificar los razonamientos inductivos sólo puede planteársele a alguien que sea miembro de las instituciones inductivas y que, por tanto, se encuentra ya comprometido con sus reglas constitutivas. En conclusión: el problema de la Inducción ya no tomará la forma de nuestra inicial cuestión de derecho, sino que quedará reducido a la simple cuestión de hecho, esto es, al problema de si una determinada 'razón' puede ser o no legítimamente aducida en favor de una determinada conclusión dentro de un determinado razonamiento inductivo9. Como podemos comprobar, esta reducción o disolución de la cuestión de derecho en la cuestión de hecho es la estrategia básica del planteamiento lingüístico. Por una parte, con ella se pretende eliminar el problema filosófico de la Inducción; por otra, se caracteriza tanto al escéptico como al justificacionista como víctimas de un deseo absurdo e irrealizable; por último, con tal reducción se aboga por una explicación de tipo naturalista de nuestro conocimiento, lejana del fundamentalismo racionalista o empirista. A las preguntas «¿Por qué pensamos o actuamos inductivamente?» o «¿En qué descansa nuestra confianza en el proceder inductivo?», la única respuesta posible y legítima es que «así y así funcionamos los seres humanos, de esta manera pensamos y actuamos» o «éstos son nuestros criterios y nuestras normas inductivas». No obstante, llegados aquí, parece que para el planteamiento lingüístico el problema de la Inducción deba transformarse en el problema de la justificación de los criterios y de las normas inductivas. ¿No se repetirán en este caso todas las dificultades anteriormente señaladas cuando pretendamos ofrecer la justificación de por qué las aceptamos y usamos? Sin embargo, no es este el caso, según Wittgenstein. Para este autor no es únicamente nuestro proceder inductivo lo que no está ni necesita estar justificado; esta ausencia de justificación y de necesidad de justificación también abarca a las propias coberturas de juicio que determinan qué es una 'buena razón' y qué es una 'razón deficiente'. Como afirma él mismo, el modelo no está fundamentado, ya que la justificación a través de la experiencia tiene un límite; si no lo tuviese no sería una justificación10. Podemos presentar esta cuestión siguiendo a N. Goodman, quien, pese a proponer la disolución del problema general de la Inducción, considera que el auténtico problema -lo que él llama “el nuevo enigma de la Inducción”-, que es el de definir la diferencia entre predicciones válidas e inválidas, tiene una conclusión escéptica11. La única razón que tenemos para confiar en la validez de la predicción de que las esmeraldas serán en el futuro verdes y no verdules no es otra que el atrincheramiento y proyectabilidad -o, si se quiere, el hábito o el éxito pasado- que en nuestras prácticas judicativas sobre esmeraldas tienen el concepto 'verde' frente al no-atrincheramiento y no-proyectabilidad del concepto 'verdul'. Así, lo que en opinión de Goodman no sería suficiente para garantizar nuestra confianza en la validez futura de nuestras normas inductivas, sí lo es para los defensores del planteamiento lingüístico. Veamos cómo el planteamiento lingüístico se enfrenta con estas dos críticas. Comencemos por la denuncia de convencionalismo y arbitrariedad. A tal efecto, convendrá reconsiderar el mismo concepto de 'razonamiento inductivo'. Hasta el momento hemos venido hablando de razonamientos inductivos sin ninguna especificación, lo cual da la impresión de que mediante el concepto de 'razonamiento inductivo' hubiese una clase única y bien definida de procesos judicativos. Ahora bien, ¿está legitimada tal suposición? Sin llegar al extremismo de K. Popper, que ha negado la existencia de la Inducción en favor de una concepción conjetural del conocimiento12, Wittgenstein afirmaría que nos enfrentamos con un caso de 'ansia de generalidad', un ejemplo de la injustificada tendencia de buscar algo en común en todas las ocurrencias de un concepto, en vez de analizar y describir las distintas aplicaciones de este concepto en los diversos juegos de lenguaje o contextos lingüísticos en que aparece. En definitiva, y por decirlo a la wittgensteiniana, debemos estar preparados al hecho de que entre los distintos razonamientos inductivos sólo existan 'parecidos de familia'. Wittgenstein emprende este análisis analizando las razones por las que se suele mantener una determinada creencia. Centrando su discusión en el llamado 'contexto de justificación', concluye que el uso y el papel de las 'razones' en un razonamiento inductivo no siempre es el mismo. A veces, por 'razones' debemos entender el cálculo que hemos llevado a término para obtener determinada conclusión o formarnos una concreta opinión. En otras ocasiones, sin embargo, las razones juegan un papel a posteriori, ya que serían aquello que podemos aducir como lo que soporta nuestra creencia pero que no hemos tenido en cuenta conscientemente a la hora de establecerla o que no ha formado parte de nuestro cálculo. Wittgenstein nos da algunos ejemplos de este tipo de creencias inductivas: "Este lápiz no podrá pasar, sin dolor, a través de mi mano", "Mi dedo al tocar la mesa experimentará una resistencia", "El fuego me quemará si lo toco con la mano", etc. De acuerdo con Wittgenstein, en estos casos no hemos llegado a las conclusiones mediante un cálculo de razones. Son casos donde, sólo posteriormente a defender la creencia, solemos, si alguien nos lo pide, ofrecer ‘razones'. Y aun así, son casos en los que comparecen cientos de razones, que apenas se dejan hablar las unas a las otras, no siendo ninguna de ellas más segura que aquella creencia que debieran fundamentar. En realidad, en estos casos las razones no parecen llevamos a ninguna parte, en el sentido de que no hacen más segura nuestra creencia, no pueden ser su justificación. Son casos en los que no existe 'contexto de descubrimiento', entendido como el proceso de cálculo que en otros casos nos lleva de las razones a la conclusión. Aquí sólo cabe hablar de aprendizaje y experiencia pasada. Con todo, se trata de casos en los que, según Wittgenstein, el error es imposible: no nos podemos equivocar. En estos casos 'seguridad' no significa, a diferencia de los anteriores, probabilidad en mayor o menor grado. Al contrario, 'seguridad' aquí significa ahora que nada nos puede hacer cambiar de opinión, nada puede hacerme pensar que el fuego no nos quemará, por ejemplo13. La aceptación de este tipo de 'certezas' yace, como nos dice Wittgenstein, en la base de nuestros juicios y de nuestros comportamientos lingüísticos y no-lingüísticos, como si fuesen los ejes sobre los que giran estos últimos: su cancelación implicaría la supresión de nuestra capacidad de juzgar y de actuar. Estas 'certezas', tales proposiciones 'exentas de duda' configuran nuestros criterios de racionalidad, la cobertura legal o nuestro 'sistema de referencia', esto es, "el trasfondo sobre el cual distinguimos entre lo verdadero y lo falso" 14. Como ha indicado I. Dilman, su falta de fundamentación corresponde al papel que juegan en nuestras actividades judicativas: no las aceptamos en función de alguna supuesta debilidad cognoscitiva o credulidad, más bien pertenecen a la estructura de nuestros juicios y razonamientos y como tales, están más allá de la disputa y la discusión15. Estas consideraciones de Wittgenstein abren el camino de la respuesta que el planteamiento lingüístico puede dar a las críticas de Salmon. En síntesis, se podría afirmar: no es lo mismo decir que hemos sido conducidos a una creencia sin consideraciones cognoscitivas o 'razones', que decir que se trata de una creencia arbitraria o meramente convencional. Sólo significa que de esta creencia resultará ilícito intentar dilucidar las 'razones' o las 'justificaciones' que hay para sostenerla. No obstante, la cuestión de por qué la aceptamos o la usamos tendría un perfecto sentido. Sin embargo, no se trataría de una cuestión que interroga por 'razones', sino por las 'causas'. En este caso la pregunta de 'por qué' no haría referencia a nada semejante a un soporte cognoscitivo, una especie de cálculo que hayamos de seguir paso a paso para alcanzar la conclusión. Por el contrario, se trataría de una investigación sobre las causas de tales creencias, por ejemplo, y respecto a los casos anteriores, del estudio de la naturaleza humana y de los objetos que la envuelven, del análisis de los procesos de aprendizaje, etc. En esta misma línea M. Black ha estado más atrevido, ya que para este autor las normas inductivas pueden ser concebidas como 'cristalizaciones' en reglas lingüísticas de las maneras generales de respuesta al Universo que nuestros antepasados han encontrado ventajosas para sobrevivir. Cristalizaciones en las que descansarían nuestras prácticas lingüísticas, es decir, el conjunto de prohibiciones y de autorizaciones, de máximas de conducta que la humanidad ha modelado alrededor de los hechos naturales y que serían transmitidos de generación en generación a través de la educación y el ejemplo16. No obstante, decir que no es de interés filosófico el estudio de las 'causas' -como afirma Wittgenstein- ya incluye la reflexión filosófica del tipo y del valor explicativo que tendrá hablar de 'causas': que no debemos confundir 'causas' con 'razones'. De esta manera, podemos decir que desde la perspectiva del planteamiento lingüístico es precisamente esta confusión la que estaría detrás de las opiniones de Salmon y, en general, de la pretensión justificacionista de carácter pragmatista. La cuestión «¿Por qué aceptamos reglas inductivas o por qué los hombres coinciden en esta aceptación?» tiene sentido si aquello que se nos pide son las 'causas'. Si, por el contrario, se nos pregunta por las 'razones' que justifican tales aceptaciones, tendremos que recordar el significado del concepto 'razón' y considerar la pregunta como ilícita. Como advierte Wittgenstein, "cuando reprimimos la pregunta «por qué», frecuentemente empezamos a damos cuenta de los hechos importantes" 17. Con todo, ésta no puede ser toda la historia. Alguna cosa más parece que pueda ser dicha sobre el valor explicativo de las 'causas'. Hablar de 'causas' de nuestras creencias inductivas nos lleva ineludiblemente al terreno del éxito o de los buenos resultados -"la bondad de los hechos", por usar las mismas palabras de Wittgenstein- como aquello que ha permitido a nuestras normas inductivas solidificarse o cristalizar18. No hemos de olvidar, sin embargo, que no se trata de afirmar que el éxito sea una razón que justifique la adopción de normas inductivas; se trata solamente de la 'causa' de su adopción. Y de la misma forma que hasta ahora determinadas normas inductivas han sido exitosas, pueden dejar de serlo: podría ocurrir que los hechos las volvieran obsoletas. De esta manera, al apelar al éxito no estamos contestando la cuestión de su racionalidad, sino la de por qué han sido aceptadas dentro de nuestras prácticas judicativas, por qué confiamos en ellas respecto al futuro. Podemos analizar esta apelación al éxito o a la bondad de los hechos en función de los rasgos lógicos de los razonamientos inductivos. Con ello nos enfrentaremos ya a la acusación de circularidad que anteriormente veíamos que se lanzaba contra el planteamiento lingüístico. En contra de una supuesta circularidad, M. Black ha presentado los razonamientos inductivos como un tipo de actividades autorregulativas, autosuficientes y autoapoyadas. Un razonamiento inductivo es una actividad en la cual se da un ajuste dual entre lo que son las reglas inductivas acreditadas y las inferencias a que éstas dan lugar. No habría circularidad porque en ningún momento se abandona el terreno de probabilidad, un probabilidad cuyo grado aumenta o disminuye en función del éxito o de la bondad de los hechos. El éxito de inferencias inductivas concretas aumentará el grado de confianza que podemos tener en las reglas inductivas que las han originado. Y, a su vez este mayor grado de confianza en las reglas nos hace tener más confianza en las inferencias futuras. Lo mismo sucedería con los resultados decepcionantes: también en este caso habría un ajuste dual entre reglas e inferencias inductivas concretas. No habría circularidad, por tanto, ya que en ningún momento se pretende que el éxito pasado sea una garantía lógica del éxito futuro19. Ahora bien, la creencia en un 'probable' éxito futuro ¿no continúa siendo merecedora de la acusación de circularidad? Para ver cómo el planteamiento lingüístico intenta zafarse de esta nueva acusación debemos reconsiderar el estatus de la creencia en la Ley de la Uniformidad de la Naturaleza. Lo que se pretende cuando se dice que la Naturaleza es tal que el futuro se adecuará al pasado, es extremadamente vago. Se pretende, por una parte, afirmar algo sobre la constitución del Universo tal que nuestras prácticas inductivas en el futuro continuarán siendo válidas, es decir, dando buenos resultados. No es posible, sin embargo, interpretar esta supuesta ley en el sentido de que los hechos del pasado se repetirán en el futuro, ya que esto último sería una clara falsedad. Por el contrario la idea que se quiere expresar con ella es algo como lo siguiente: que sean como sean los cambios que la Naturaleza experimente, éstos tomarán una forma tal que no invalidarán nuestros procedimientos inductivos y, por tanto, continuarán siendo exitosos en el futuro. Ahora bien, ¿de qué clase será una proposición como ésta? Evidentemente no se trata de una proposición necesaria, ya que hablar de un 'mundo caótico', a pesar de su ininteligibilidad, no sería lógicamente contradictorio: es perfectamente imaginable que las uniformidades pasadas queden in toto alteradas en el futuro. Dicho de otra manera: el éxito futuro de nuestras prácticas inductivas no se deriva lógicamente de los éxitos pasados. Esta observación parecería conducirnos a la idea de que la creencia en la Uniformidad de la Naturaleza -la creencia de que nuestras prácticas inductivas serán también exitosas en el futuro- ha de ser una proposición empírica y, por tanto, con apoyo inductivo. Esta última posibilidad ha sido defendida por Strawson20. Este autor propone que diferenciemos entre las dos siguientes proposiciones: (i) «El Universo es tal que la Inducción continuará siendo exitosa»; y (ii) «La Inducción es racional (o razonable)». Consideremos sus distintos significados. La proposición (i) es sumamente vaga, y equivale a decir que hay y continuará habiendo regularidades y uniformidades con un grado de simplicidad humanamente negociable con las que podremos entendemos. Se trata de una proposición contingente y, según Strawson, tenemos buenas razones inductivas para creerla. Creemos que algunas de nuestras recetas inductivas continuarán siendo válidas porque durante mucho tiempo han sido válidas, y creemos que nos será posible formar nuevas y útiles recetas porque nos ha sido posible hacerlo de una forma repetida en el pasado. En suma: tanto el hecho de que el mundo muestra regularidades como el, hecho de que los seres humanos han sido capaces y continuarán siéndolo de construir exitosos razonamientos inductivos, son hechos empíricos y contingentes. Respecto de (ii) Strawson afirma: "...la racionalidad de la Inducción, a diferencia de su éxito, no es un hecho referido a la constitución del mundo. Se trata de qué cosa queramos decir con la palabra «racional» cuando es aplicada a cualquier procedimiento usado para formar opiniones sobre aquello que queda más allá de nuestras observaciones o de los testimonios disponibles. Porque tener buenas razones para cualquier opinión de este tipo equivale a tener un buen apoyo inductivo a su favor" 21. En consecuencia, no es de la Inducción en general de lo que se pueda afirmar que es o no es «racional», de la misma manera que no era tampoco susceptible decir de ella que estaba o no justificada. Las proposiciones (i) y (ii), por tanto, afirman cosas bien distintas, como pone de manifiesto la relación que entre ellas existe. De entrada, resulta absurdo intentar utilizar (i) para justificar (ii), es decir, intentar usar la afirmación sobre la constitución del Universo para demostrar que la Inducción en general es una práctica «racional» o que está «justificada». De hecho, un Universo caótico -un Universo donde no existiesen regularidades de ninguna clase- no sería un Universo donde la Inducción dejase de ser racional. Simplemente sería, según Strawson, un Universo en el cual no sería posible formar expectativas racionales respecto de la ocurrencia de hechos específicos. En un Universo de esta índole sería racional abstenerse de formar expectativas, y esperar que no acaeciesen sino irregularidades. Ahora bien, precisamente eso mismo es una Inducción de orden más elevado: cuando la irregularidad es la regla, se han de esperar nuevas irregularidades. Aprender a no contar con las cosas es una lección inductiva tanto como lo es aprender cuáles son las cosas con las se puede contar. También en este caso el hecho de que seamos capaces de formar opiniones «racionales» sobre aquello no observado y que continuemos haciéndolo en el futuro, son hechos meramente contingentes. En realidad, ésta no sería sino otra manera de expresar lo que intenta afirmar la proposición (i). Por el contrario, es una verdad necesaria que, si es posible formar opiniones racionales de esta clase -sobre lo no observado-, entonces estas opiniones han de poseer apoyo inductivo. Dicho de otra manera: es una verdad necesaria, conceptual o a priori, y no contingente o empírica, en opinión de Strawson, que una creencia racional descansa sobre 'razones', 'evidencias' o 'justificaciones'. Se trata simplemente de una explicitación del significado del concepto de 'creencia racional justificada'. Así pues, el error que habría infectado al problema de la Inducción no sería otro que el de intentar reunir la cuestión a la cual respondería la proposición (i) con la cuestión a la cual respondería la proposición (ii), las cuales son totalmente independientes. Una de ellas, la primera, es una proposición empírica que se refiere a la constitución del Universo y a la manera de comportarse de los seres humanos; la otra, la segunda, por el contrario sólo demanda la dilucidación del concepto de 'racional' o de 'justificable'. Confundir ambas cuestiones habría llevado a los filósofos, según Strawson, a plantearse cuestiones confusas o carentes de significación como, por ejemplo, «¿Es el Universo de tal naturaleza que haga racionales los procedimientos inductivos?», y, posteriormente, a intentar usar la supuesta Ley de la Uniformidad de la Naturaleza para validar la Inducción. Es decir, se ha intentado usar (i) para justificar (ii). Ahora bien, ello sería ilegítimo, porque ningún hecho referente al mundo ni al comportamiento de los seres humanos puede validar la verdad necesaria y a priori enunciada por (ii), a saber, que para poder calificar a una conclusión inductiva o una creencia como 'racional' ésta ha de descansar sobre soportes inductivos adecuados. Wittgenstein por su parte, y a diferencia de Strawson, considera que la Ley de la Uniformidad de la Naturaleza sería una proposición 'exenta de duda' y, por tanto, ni lógicamente necesaria ni empírica. Wittgenstein compara explícitamente esta creencia con creencias del tipo «El fuego me quemará si lo toco con la mano», y con ello parece querer indicamos que al hablar de la uniformidad de la Naturaleza estamos refiriéndonos a un rasgo básico de la vida humana, un rasgo fundamental de nuestra forma de vida, de cómo hablamos y actuamos: la seguridad de que nuestros procedimientos inductivos serán exitosos en el futuro. Inmersos en tal 'seguridad' vivimos, aunque a veces podamos resultar decepcionados por los hechos, ya que no es una contradicción que estos hechos puedan llegar a desmentir nuestras expectativas. La Ley de la Uniformidad de la Naturaleza no es, por tanto, para Wittgenstein una proposición 'verdadero-falsa' que describa el hecho de que en la Naturaleza hay y habrá regularidades tales que harán exitosos nuestros procedimientos inductivos en el futuro, como parece ser la opinión de Strawson. Por el contrario, es algo presupuesto en el mismo uso del lenguaje y en la realización de nuestros juicios y actividades, tanto lingüísticas como no-lingüísticas. No admitirla o dudar de ella representaría la eliminación de nuestra capacidad de juzgar y de actuar. Podríamos afirmar que tiene el carácter de una regla sobre la que giran nuestras actividades, tanto lingüísticas como no-lingüísticas. Se trata de una proposición cuya certeza no se puede fundamentar -no podemos dar 'razones' a su favor-, pero tampoco es necesario. Y en eso reside precisamente su papel fundamental: en el hecho de que esté fuera de toda duda. No tendría sentido hablar de su verdad ni tampoco incluirla en el inventario de lo que conocemos. Por este motivo Wittgenstein no le reconoce la posibilidad de ninguna 'actitud proposicional', salvo la actitud de «creer en ... ». No creemos que la ley de la Uniformidad de la Naturaleza sea verdadera; en realidad, «creemos en» en la ley de la Uniformidad de la Naturaleza, lo cual equivale a decir «confiamos en la uniformidad de la Naturaleza»22. Así las cosas, para Wittgenstein, vivimos inmersos en la 'seguridad' o en la 'confianza' de que nuestros procedimientos inductivos continuarán siendo válidos en el futuro, tal y como lo fueron en el pasado; e inmersos, además, en la 'seguridad' de que seremos capaces de crear nuevos procedimientos inductivos, en el caso de que fracasen aquellos de que hasta ahora nos hemos servido. Dicho de otra manera: que los seres humanos vivimos inmersos en la seguridad de que el mundo será suficientemente uniforme como para que nuestros procedimientos inductivos continúen siendo válidos, y también en la seguridad de que ante cualquier cambio inesperado, intentaremos salir con éxito en nuestro trato inductivo con la realidad. En este sentido, Wittgenstein estaría de acuerdo con Strawson en la tesis de que sería absurdo intentar aducir la Ley de la Uniformidad de la Naturaleza como una ‘razón’ a favor de la Inducción en general o en favor de nuestras prácticas inductivas concretas. Y es que no se trata de nada que forme parte de nuestros razonamientos; pero tampoco se trata de nada que deba ser probado con la finalidad de que nuestras inducciones estén justificadas o sean racionales. Asimismo, también Wittgenstein estaría de acuerdo con la afirmación strawsoniana de que la Inducción en general no es el tipo de cosa que sea ni racional ni no racional, ya que el concepto de 'racional' sólo tiene aplicación a razonamientos inductivos concretos, haciendo referencia únicamente a la valoración que hacemos de las 'razones' o 'evidencias' que funcionan como soporte de la conclusión. Wittgenstein en cierta ocasión compara la situación en que se encuentran los seres humanos respecto la Inducción y la Ley de la Uniformidad de la Naturaleza, con la conducta de los animales. Así como, por ejemplo, las ardillas no concluyen por Inducción que el próximo invierno necesitarán reservas, de igual forma los seres humanos tampoco necesitamos una ley de la Inducción para justificar nuestras acciones y nuestras predicciones23. La llamada Ley de la Uniformidad de la Naturaleza no forma parte de nuestros razonamientos -no es una de las 'razones'- pese a que su importe esté incluido en nuestras actividades. Y esto se aprecia claramente en lo que podría ser su aprendizaje: no aprendemos nada similar a «nuestros procedimientos inductivos del pasado serán exitosos en el futuro» o «La Naturaleza es tal que ... »; por el contrarío, somos adiestrados en concretas prácticas inductivas y, al aprender a realizarlas y a confiar en ellas, ya obtenemos todo lo que se espera de la Ley de la Uniformidad de la Naturaleza. El antecedente al que se querría apelar ya se encuentra incluido en las concretas y particulares prácticas inductivas24. Wittgenstein parece estar apostando, por tanto, por la idea de que los humanos somos 'animales inductivos', esto es, que el carácter inductivo de nuestro comportamiento responde a nuestra naturaleza y a nuestra forma de vida. Y, de esta manera, estaría planteando el problema de la Inducción de forma muy diferente a Russell y muy cercana a Hume. A diferencia de Russell, el principio de la Inducción no sería "una creencia que se encuentra firmemente arraigada en nosotros y de la cual haya que dar cuenta" 25. No es stricto sensu una 'creencia', sino más bien un rasgo de nuestra naturaleza y de nuestra forma de vida que no cabe justificar26, y con la cual nada podemos justificar, pues pertenece al orden de las 'causas'. Podríamos decir, en el lenguaje del Tractatus, que la Ley de la Uniformidad de la Naturaleza no 'dice' nada, pero 'muestra' un rasgo fundamental de nuestra naturaleza y de nuestra 'forma de vida': el hecho de que esperamos que la Naturaleza sea lo suficientemente uniforme como para seguir haciendo exitosos nuestros razonamientos inductivos27. Por este motivo, para Salmon, el problema de la Inducción no consiste en otra cosa que en determinar qué reglas inductivas consiguen tales propósitos y por qué. Consecuentemente, una inferencia inductiva será 'racional' si se ajusta a tales fines. Ello, claro está, no es ni una justificación deductiva, ni una justificación inductiva de la Inducción. No se trata, pues, de 'validar' la Inducción, pero sí de 'vindicarla', afirma Salmon. O dicho de otra manera: aquello que hace 'racional' a la Inducción es tanto el éxito pasado como el éxito futuro, lo que hasta el momento hemos ido comprobando y aquello que nos promete la extensión del conocimiento o el descubrimiento y la preservación de la verdad. La Inducción es 'racional', por tanto, porque nos asegura el mayor éxito posible. No es posible 'validar' la Inducción, porque no es posible establecer la Uniformidad de la Naturaleza con anterioridad a la justificación de la Inducción, pero podemos 'vindicarla' ya que es el método que más exitosamente puede habérselas con la Naturaleza, sea ésta uniforme o no28. Creo que la discusión entre el planteamiento lingüístico y el planteamiento pragmatista no siempre se ha llevado a cabo en el terreno auténtico de las discrepancias. Las diferencias respecto de la Inducción son la superficie de diferencias más profundas atañentes a concepciones generales del conocimiento. Por ejemplo: lingüísticos y pragmatistas difieren respecto de cuáles son los límites inteligibles de la 'duda' escéptica; discrepan respecto del problema de qué dudas son legítimas y cuáles no, o sobre qué podemos considerar como un escepticismo perverso y qué un escepticismo aceptable. Y de ahí surgen las tesis de superficie contradictorias: la necesidad o no de una justificación de la Inducción; las tesis de su legitimidad o ilegitimidad; la acusación de circularidad, que los pragmatistas lanzan a los lingüísticos, y la negativa a haberla cometido que estos últimos mantienen; el problema de la arbitrariedad o no en la elección de las normas inductivas, o lo que es lo mismo la posibilidad de distinguir entre argumentos inductivos válidos o inválidos. Veamos cómo es la diferente valoración del escepticismo aquello que provoca estas discrepancias. Tanto el escéptico como el justificacionista pragmatista asumen una misma actitud ante el problema de la Inducción. Podríamos decir, si se nos permite la licencia avícola, que tanto para uno como para el otro, somos ante aquello que no podemos verificar en el instante, meros 'pollos russellianos'. Alimentados y cuidados hasta el presente, desconocemos que cualquier día, en vez de comida o cuidados, nos retorcerán el pescuezo. Por contra, para el planteamiento lingüístico somos más bien 'ardillas wittgensteinianas' que viven inmersas en la confianza de que en el futuro nuestros procedimientos inductivos continuarán siendo válidos, ya que es de esperar que la Naturaleza, en lo importante, sea uniforme. El escéptico y el justificacionista pragmatista pretenden que somos 'pollos russellianos' por tres motivos: (Z) porque desconocemos que los 'futuros futuros' se asemejen a los 'futuros pasados'; (Y) porque hemos ya constatado decepciones inductivas; y (X) porque nuestro conocimiento es finito, no sabiendo si nuestras actuales leyes científicas son válidas en todo tiempo y lugar, o si, quién sabe, existe algún genio maligno que nos haya estado tomando el pelo hasta la fecha haciendo pasar por válidos nuestros razonamientos inductivos cuando, de hecho, no lo son. En rigor, de las tres condiciones ZYX la única realmente decisiva cara al problema del escepticismo es X, siendo la significación de Z e Y distinta, bien la aceptemos o no. No es extraño, por tanto, que los defensores del planteamiento lingüístico, como hemos visto, asuman con tranquilidad Z e Y, pero no X. Por contra, para aquel que X represente una verdadera posibilidad, como es el caso del pragmatista, entonces Z e Y son, en definitiva, concreciones de X. Aceptando X obtendríamos: (Z’) que nunca, bajo ninguna circunstancia podemos tener ninguna razón para pensar que los 'futuros futuros' se asemejarán a los 'futuros pasados'; e (Y’) que todas nuestras inferencias inductivas podrían haber sido un fiasco. Sin embargo, si no aceptamos X, se sigue simplemente: (Z") normalmente los 'futuros futuros' se asemejan, aunque no necesariamente, a los 'futuros pasados'; e (Y") que a veces, aunque no siempre, nuestras inferencias inductivas fracasan. Es decir: si no aceptamos X, sólo en el caso de poseer 'buenas razones' para sospechar que los 'futuros futuros' no se asemejarán a los 'futuros pasados' o que nuestras inferencias inductivas según normas acreditadas nos llevarán al fracaso, podemos dudar de que los 'futuros futuros' se asemejarán a los 'futuros pasados', o dudar de la validez de nuestras inferencias inductivas según normas acreditadas hasta la fecha. En caso contrario -si no disponemos de buenas razones para dudar-, entonces la duda se convierte en perversa y, como dirían algunos defensores del planteamiento lingüístico, en una duda ilegítima e insensata. Y precisamente es este tipo de duda tout court lo que introduce la condición X y lo que hace que los defensores del planteamiento pragmatista no acepten los análisis y las tesis del planteamiento lingüístico. Presentando nuestro problema a partir de la historia de Edipo que nos ha legado Sófocles: Edipo no tenía ningún motivo para sospechar que Yocasta era su madre hasta el momento en que empiezan a acumulársele buenas razones para creer lo contrario. Ahora bien, que Edipo fracasara en sus creencias respecto a los 'futuros futuros', o que Yocasta a partir de determinado momento fuese mejor nombrada o descrita por 'Yocastul' (= mamá Yocasta), no significa que no estuviera legitimado a creer que Yocasta no era su madre hasta ese momento. El problema es que la tragedia de Sófocles no es un buen modelo epistemológico. En esta obra encontramos tres rasgos que no corresponden a nuestra situación epistémica: Edipo tenía el papel de "pollo russelliano"; se daba una condición X: el fatum que iba a retorcerle moralmente el pescuezo a Edipo; y, por último, había un conocedor del destino o de los 'futuros futuros': Tiresias, humanamente ciego, pero dotado del ojo divino. Que nuestra situación epistémica no es la de Edipo, como parecen creer algunos escépticos perversos y otros justificacionistas, creo que no necesita demasiados comentarios. Tampoco podríamos, sin salimos del papel. Publicat en Marrades, J. & Sánchez, N. (eds.), Mirar con cuidado. Filosofía y escepticismo. Pre-Textos, València, 1994, pàgs: 221-236. ************************* 1 Citado por A. García Suárez en «Historia y Justificación de la Inducción» y tomado del libro The philosophy of Francis Bacon de C. D. Broad (Cambridge, 1926). El artículo de Suárez hace de Prólogo a la edición castellana de «Induction» de Max Black (cf. infra) publicado por Cátedra bajo el título Inducción y probabilidad (Madrid, 1979). 2 D. Hume, Investigació sobre I'enteniment humà (1748), Laia, Barcelona, 1982, 59 y ss. 3 A. J. Ayer, Llenguatge, veritat i lògica (1936), El Garbí, Valencia, 1969, 47 y ss; y The Problem of Knowledge (1956), Penguin Books, Middlesex, 1976, 71 y ss. 4 H. Reichenbach, Objetivos y métodos del conocimiento físico (1 929), F.C.E., México, 1983, 75 y ss; y La filosofia científica (1951), F.C.E., México, 1967,255 y ss. 5 B. Russell, Los Problemas de la Filosofía (1912), en Obras Completas, vol. II, Aguilar, Madrid, 1973, 1094 y ss. 6 J. Stuart Mill, System of Logic (1843), Longmans Green and Co., London, 1900, III, 21, 368 y ss. 7 P. Edwards, «Russell’s doubts about Induction» (1949), en R. Swinbume (ed.), The Justification of Induction, Oxford Univ. Press, 1974, 26 y ss. 8 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas (1958), UNAM-Crítica, Barcelona, 1988, § 421, § 483, § 486; y Sobre la Certeza (1969), Gedisa, Barcelona, 1988, § 315, § 482. 9 M. Black, «Induction», en P. Edwards (ed.), The Encyclopedia of Philosophy, Macmillan, London, 1966, vol. IV, 178 y ss. 10 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 485; y Sobre la Certeza, § 482. 11 N. Goodman, Fact, Faction and Forecast, Harvard Univ. Press, 1983, 65 y ss.; y «Posicionalidad y cuadros» (1960) y «Seguridad, Fuerza y Simplicidad» (1961), en P. H. Nidditch (ed.), op. cit., 217 y ss., 283 y ss. Para una discusión acerca de la cuestión de si el problema que presenta Goodman merece el calificativo o no de 'nuevo enigma' de la Inducción ver: S. F. Barker & P. Achinstein, «Sobre el nuevo problema de la Inducción» (1960), en P. H. Nidditch (ed.), op. cit., 262 y ss. 12 Como es bien sabido en opinión de Popper no existe ningún problema filosófico relacionado con la Inducción porque, en rigor, no existe la Inducción. La suposición errónea de su existencia derivaría de una concepción verificacionista del conocimiento, la cual también sería falaz. Por contra Popper, con su racionalismo crítico, apuesta por una concepción falsacionista del conocimiento desde la cual las hipótesis son meras conjeturas que superando las falsaciones a que son sometidas nos acercarían a la verdad. Así, para Popper, lo que haría verosímil a una determinada teoría no es su supuesto e inexistente apoyo inductivo, sino su éxito en superar los tests falsacionistas a que ha estado expuesta (cf. K. Popper, La lógica de la investigación científica (1934), Tecnos, Madrid, 1962, 27 y ss., 234 y ss.; Realismo y el objetivo de la ciencia (1956),Tecnos, Madrid, 1985, 51 y ss.; Conjeturas y refutaciones (1961), Paidós, Barcelona, 1991, 57 y ss.; El coneixement objectiu (1972), Edicions 62, Barcelona, 1985, 31 y ss.). No es tema de este artículo el análisis de las tesis de Popper. No obstante, podemos señalar dos cosas en su contra. En primer lugar, que la filosofía de Popper es el resultado de una exageración. No es cierto, malgré Popper, que la Inducción no exista, aunque podríamos decir que no hay tanta Inducción como los verificacionistas han supuesto normalmente. En segundo lugar, y como se ha dicho ya tantas veces, que no está claro que lo que Popper denomina verosimilitud de una teoría no sea, en realidad, su apoyo inductivo. 13 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 472 y ss, § 478, § 479, § 480; y Sobre la Certeza, § 220, §307. 14 L. Wittgenstein, Sobre la Certeza, § 85, § 94, § 167, § 341, § 558. 15 I. Dilman, Induction and Deduction. A Study in Wittgenstein, Basil Blackwell, Oxford, 1973, 40 y ss. 16 M. Black, op. cit., 179. 17 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 471. 18 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 324; y Sobre la Certeza, § 474, § 558, § 615, § 617, § 618. 19 M. Black, «Self-supporting inductive arguments» (1958), en R. Swinbume (ed.), op. cit., 127 y ss. 20 P. F. Strawson, op. cit., 261 y ss. 21 P. F. Strawson, op. cit., 262. 22 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 472; y Sobre la Certeza, § 494, § 499, § 500. 23 L. Wittgenstein, Sobre la Certeza, § 287. 24 L. Wittgenstein, Sobre la Certeza, § 133, § 135. 25 B. Russell, op. cit., 1098. 26 D. Hume, Tratado de la Naturaleza humana (1740), Edit. Nacional, Madrid, 1981, L. 1, P. IV, sec. I. 27 P. F. Strawson, Skepticism and Naturalism: some varieties, Methuen, London, 1985, 14 y ss; y T. Morawetz, Wittgenstein & Knowledge. The Importance of On Certainty, Harvester Press, Massachusetts, 1978, 56-57, 114. 28 W. C. Salmon, «The Concept on Inductive Evidence» (1965) y «The Pragmatic Justification on Induction» (1963), en R. Swinbume (ed.), op. cit., 48 y ss, y 85 y ss.
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