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Andan revuelas las aguas de la moral social. Llevamos ya varios meses, por no decir años, en los que parece que las noticias relacionadas con la moralidad del ser humano se están llevando toda la atención mediática. Y como suele ocurrir, no para bien. Centrémonos en dos modelos: Armstrong y la corrupción política. Ejemplos bien distintos, pero con algunos elementos comunes. Empecemos con el caso del ciclista dopado. El estupor y escándalo social conviven con un “se veía venir” que se ha podido escuchar por doquier. El deporte está bajo sospecha, y a los ciclistas les toca pagar los platos que no sólo rompen ellos. Es impensable que otros deportes que mueven muchísimo más dinero se vean tan acosados por la duda, casi hasta metódica. Sencillamente, el propio sistema lo impediría. Con todo, en estos días se ha podido escuchar una crítica más que acertada: no se puede aceptar que la misma sociedad que consume el espectáculo, que lo apadrina y fomenta, sea la que después se escandaliza cuando los seres humanos de turno reconocen públicamente que se les está pidiendo un esfuerzo inhumano.
No deja de ser sintomático que Armstrong nos diga que no se puede ganar siete veces el tour de Francia sin doparse. Otro campeón más humilde, y seguramente con mayor calidad humana, nos dejó bien claro que no se sube el Tourmalet con un plato de espaguetis en el cuerpo. La presión que recae sobre el deportista es creciente, y le sitúa ante un abismo peculiar: para estar a la altura deportiva parece casi necesario no estar a la altura moral. No sé si está justificado que la sociedad que lo estimula y las grandes empresas mediáticas que hacen negocio con el asunto se dediquen después a tirar todas las piedras que tienen a la mano sober el héroe caido. Y la reflexión da un paso más allá: probablemente la actitud de Armstrong sea en el fondo un modelo de lo que muchos harían. Un auténtico paradigma moral: saltarse las normas para lograr el objetivo. Y negar el asunto una y otra vez hasta que la presión, la misma que te empujó al dopaje, te hace saltar en mil pedazos. Armstrong, como tantos otros ciudadanos, no sólo es mentiroso y deshonesto, sino que además le falta nobleza para reconocer su falta una vez cometida. Un dechado de vicios morales, construido a golpe de exigencia social. ¿Cuántos de nosotros seríamos distintos?
En el fondo, el caso de Armstrong es el mismo que el de la corrupción que tanto nos preocupa. Una de las mayores muestras de inmoralidad a las que hemos asistido en los últimos meses es la llamada amnistía fiscal que ha impulsado el gobierno. Somos muchos los millones de ciudadanos que, sea por obligación o por la convicción de que es una obligación social, pagamos nuestros impuestos. Hay sin embargo quienes aprovechan cirscunstancias de privilegio para no hacerlo. Ha llegado un momento en que la situación “irregular” ha sido tan generalizada que el gobierno ha ofrecido la posibilidad de que los evasores declaren las cantidades por las que no han pagado, para pagar ahora una pequeña cantidad. En otras palabras: se premia la inrmoralidad, que resulta ser “un buen negocio”. Es como si al bueno de Armstrong se le hubiera dicho: venga, confiesa que te has dopado y te quitamos sólo cuatro de tus siete títulos. Este tipo de medidas y decisiones nos dan una idea del clima moral de la sociedad española. Los que evadieron son como Armstrong: mentirosos, deshonestos e innobles. Con una salvedad auténticamente inquietante: mientras que Armstrong será sancionado, el gobierno español ha ofrecido a todos los evasores un suculento premio fiscal. Así somos, así nos va: cuando se tratan estos asuntos es mejor no preguntar por ahí cuántos de los que critican la evasión fiscal o la corrupción dejarían de poner en práctica ambas actividades si las tuvieran a la mano. No vaya a ser que la respuesta resulte descorazonadora.