Carlos Fernández Líria |
Como profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y tras la imposición del Plan Bolonia en los planes de estudio, ¿se atreve a hacer un diagnóstico del estado actual de esta disciplina?
Estamos en un momento muy difícil para la filosofía. A la devastación introducida por el ministro Wert en la enseñanza secundaria hay que sumar la situación en la que el Plan Bolonia y la crisis económica van a dejar las facultades de Filosofía. La antigua licenciatura de Filosofía, que contaba con 3.200 horas lectivas, se verá reducida a cosa de 900 horas de estudios de filosofía. Y 900 horas son absolutamente insuficientes para entender un texto cualquiera de la historia de la filosofía. La dificultad de un texto de Aristóteles, de Kant, de Hegel (o de Foucault o de Habermas) es siempre inmensa. La historia de la filosofía exige mucho tiempo de estudio, mucha paciencia, un trabajo que a veces parece inabarcable. Este trabajo, por cierto, es muy improbable sin contar con la ayuda de buenos profesores. La verdad es que los alumnos de la licenciatura, tras cursar 3.200 horas, reconocían salir con una formación muy modesta y sabían que, si de verdad les interesaba la filosofía, les esperaba toda una vida de esfuerzos incansables. Los alumnos del “grado Bolonia” no alcanzarán, sin embargo, más que una formación banal de cultura general sobre filosofía. Ahora bien, la filosofía es exactamente lo contrario que la cultura general. El resultado será, sencillamente, una estafa.
En el título de su último libro (¿Para qué servimos los filósofos?) emplea el verbo “servir” y el sustantivo “filosofía”. ¿En qué sentido y medida es esta útil?
Ahora que vemos dañada su enseñanza, es una buena ocasión para reflexionar sobre para qué sirve eso de la filosofía. Hay dos maneras de encarar este asunto. En principio, comparado con los efectos demoledores que el gobierno de Wert ha tenido para la enseñanza pública en general, lo que le haya ocurrido o le vaya a ocurrir a la Filosofía es un asunto periférico. No digamos ya si lo contextualizamos en la agresión general contra el estado del bienestar emprendida por el salvajismo neoliberal de esta legislatura del PP. Lo más grave, sin duda, es la privatización de la sanidad y la demolición de los derechos laborales más elementales. La Filosofía no podía esperar salir ilesa de este desastre civilizatorio en el que se han perdido en un año dos siglos de heroicas conquistas sociales. Probablemente, esta legislatura del PP será histórica, pues marcará el momento en el que nuestro país ingresó en el tercer mundo, quizás para siempre. Esto sentado, hay otra manera de encarar el asunto. El diagnóstico desde el punto de vista filosófico no puede ser más grave. Y no por intereses corporativistas, aunque sea mucho lo que los departamentos de filosofía pueden llegar a perder. Es un asunto que solo se aprecia en la medida en que se ama la filosofía con mucha intensidad. Los profesores de filosofía no tienen la culpa de que para defender algo que aman por encima de todo, tengan, al mismo tiempo, que defender su trabajo y sus condiciones laborales. ¿Se pierde mucho al perderse la filosofía? Desde un cierto punto de vista, perderse, no se pierde nada. La filosofía no tiene ninguna utilidad especial en esta vida. Desde otro punto de vista, en cambio, se pierde algo más importante que la vida misma: aquello que hace a la vida digna de ser vivida. Se puede vivir sin justicia, sin verdad y sin belleza. Pero la cuestión es si la vida sigue entonces mereciendo la pena. La filosofía es la única posibilidad que tenemos los seres humanos de comprender qué es lo que ocurre cuando se introducen en este mundo esas tres inquietantes tensiones éticas y políticas a las que podemos llamar platónicamente Verdad, Justicia y Belleza. Frente a la Verdad, somos iguales. Ante la Justicia, somos libres. Frente a la Belleza, nos descubrimos sintiendo que sentimos lo mismo que los demás, nos sentimos, por tanto, fraternos. Para eso sirve la filosofía, para entender qué significa eso de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
Asegura que “la filosofía no nos eleva a los cielos. Nos ayuda a poner los pies en la tierra, para pisar suelo firme”. ¿De qué mecanismos se sirve para ello?
“Libertad, Igualdad, Fraternidad” fue el lema de una revolución que removió los cimientos de este mundo, que comenzó por guillotinar a un rey y que decidió cuál había de ser en adelante nuestro referente político más irrenunciable: una república en estado de derecho, una ciudadanía bajo el imperio de la ley, en la que ningún dios ni ningún amo pudiera despóticamente ordenar y mandar a siervo alguno. Fue el alumbramiento de la ciudadanía. Desde entonces, los seres humanos no se resignan a obedecer a otras leyes que las que ellos se han dado libremente a sí mismos. En este sentido, los que creemos en la filosofía creemos también que sin ella habremos perdido lo más valioso de cuanto poseemos: la posibilidad de comprender el modelo político más irrenunciable de la historia de la humanidad.
Es como si un explorador pierde su brújula o tuviera una brújula con los polos invertidos. No es posible orientarse en el espacio sin distinguir la izquierda de la derecha. Lo mismo pasa en política. Lo más grave que le puede pasar a un ciudadano es perder la posibilidad de distinguir entre izquierda y derecha. La historia de la filosofía estudia el mecanismo de esa brújula. Sin ella, corremos el riesgo de perder la capacidad de orientación. Los filósofos no han estado nunca en la luna, como suele decirse. Es al contrario: la filosofía consiste en hacerse cargo de la tensión política más radical.
En ¿Para qué servimos los filósofos? dedica todo un capítulo a Sócrates. En él pone de manifiesto el poder del diálogo para resolver asuntos que afectan, en términos arendtianos, a la comunidad (al ámbito no privado). Pero ¿cómo puede ayudar la filosofía a resolver el desajuste entre ambos terrenos? ¿Cómo acercar los problemas de la polis a las casas?
La Ilustración tiene su condición de posibilidad en “las Luces”, en la luz de la palabra pública. Ahora bien, los tiempos han demostrado que esta “publicidad” tiene condiciones materiales de existencia muy determinadas, y que de ninguna manera basta con decretar la libertad de expresión y la ausencia de censura. Es preciso que la población en general, que cualquier particular, tenga posibilidad de hacerse oír en las mismas condiciones que cualquier otro. Y, para eso, es preciso que haya unos medios de comunicación públicos absolutamente blindados frente a cualquier injerencia gubernamental o económica. Yo diría que hacen falta unos medios de comunicación estatales, tan públicos al menos como es pública la escuela pública. La realidad es muy distinta, claro. Los medios de comunicación, es decir, las condiciones materiales del uso público de la palabra, están secuestradas por poderes privados descomunales. No es extraño, pues, que el ciudadano sienta que no tiene nada que hacer en política, excepto, tal vez, votar cada cuatro años.
¿Cómo combatir el escepticismo de la sociedad actual sobre las disciplinas humanísticas (filología, filosofía, historia, etc.)?
Parece que el mercado no necesita filósofos, historiadores o poetas. Sin embargo, hace falta recordar que no hay nada más interesante que lo desinteresado. Los intereses de la razón son los intereses de lo desinteresado. No cotizan en el mercado, pero cotizan en dignidad. Quizás no sean muy útiles, si de lo que se trata es de vivir a cualquier precio; pero sí si de lo que se trata es de vivir una vida digna de ser vivida. Si queremos vivir –como suele decirse– en un estado de derecho, hay que tener esto muy claro. Todo el entramado de intereses sociales y económicos debe someterse a la autoridad más alta de los intereses de la razón, que son los intereses de lo desinteresado. De lo contrario, no tendremos una sociedad en estado de derecho, sino un derecho en estado de sociedad. Y eso es lo peor que puede ocurrir. Es, de hecho, lo que está ocurriendo.
Además de haber publicado un libro sobre El Capital (Akal, 2010), imparte clases en la universidad sobre Karl Marx. Si pudiéramos hablar con él en este instante mientras le mostramos el estado actual del capitalismo, ¿cuáles cree que serían sus reflexiones? ¿Qué ayuda nos brinda la doctrina de Marx para analizar críticamente el panorama social y económico actual?
Se ha hablado mucho de poscapitalismo y posmodernidad, pero, al final, ha quedado claro que esta basura de mundo que vivimos es, más que ninguna otra cosa, un mundo capitalista. Y lo que Luis Alegre y yo hemos intentado demostrar en El orden de El Capital es que el capitalismo, básicamente, sigue respondiendo a las mismas leyes que Marx estudió. No hay más que ver lo que está ocurriendo. Hace 10 años casi nadie quería ya hablar de lucha de clases, se decía que el enfoque marxista de la lucha de clases había quedado superado por los tiempos. Pues aquí están los tiempos para demostrarlo: en un año de legislatura del PP hemos perdido derechos laborales y sociales conquistados por décadas y décadas de lucha de clases sin cuartel. Es irónico que fuera el magnate Warren Buffet quien declarara eso de: “Por supuesto que hay luchas de clases: y la mía es la que va ganando”. Por lo visto, mientras la izquierda cazaba moscas posmodernas, los capitalistas se volvían marxistas.
A la luz de la opaca relación actual entre clase política y sociedad, ¿se ha vuelto inaudible la voz del pueblo que clama por la justicia y la igualdad? ¿Es el pueblo el nuevo “carente de palabra”, al igual que lo fueron los esclavos en las sociedades de Atenas y Esparta en la Grecia Clásica?
Ya lo he dicho, sin unos medios de comunicación estatales que sean tan públicos al menos como lo es la sanidad pública o la escuela pública (o como pretenden ser de públicos los tribunales de justicia, frente a las agencias privadas de mediación de conflictos, por ejemplo), no hay ciudadanía que valga. Y si no hay ciudadanía, no hay estado de derecho. Y menos aún si la mayor parte de la población carece de independencia civil, es decir, depende enteramente de la voluntad de otro para subsistir. En otros tiempos, los siervos dependían del señor feudal. Ahora, la población es sierva de lo que decidan los mercados que están mucho más locos y son mucho más masivamente criminales que los señores feudales. Es decir que sí, somos esclavos y carentes de palabra. Tenemos muy pocos medios; y estamos en guerra y la vamos perdiendo.
Las garras de la necesidad son largas y afiladas. Ya lo contaba Homero cuando Níobe, ante la terrible visión de sus hijos muertos, se vio acosada por el hambre. Para que exista la filosofía, ¿deben estar cubiertas las necesidades más perentorias? ¿Es el ocio, en el sentido puramente griego, imprescindible para la reflexión?
Es preciso la experiencia de lo desinteresado y eso no es posible sin ocio, es decir, sin estar de alguna forma libre de la tiranía del tiempo. Tener tiempo libre es estar libre del tiempo. La mitología griega es muy sabia al respecto: la vida humana depende de que sea posible vencer al Tiempo, depende de que alguien (Zeus) acabe con la dictadura del Tiempo (Cronos). Que el tiempo no tenga la última palabra (que no sea cierto, como suele decirse que, al final, “el tiempo dirá”), es lo que llamamos libertad. Ahora bien, la libertad tiene mucho que hacer en este mundo, es todo lo contrario que un cruzarse de brazos o un encogerse de hombros. Pero la esencia de su tarea, por incansable y agotadora que sea, es la de profundizar en la victoria sobre el tiempo. De alguna forma, es lo mismo que pensaba Marx cuando decía que el fin del capitalismo marcaría el fin de la historia de la necesidad y el inicio de una historia de la libertad. Y en eso tenía razón su yerno Paul Lafargue: el comunismo tiene que ser, ante todo, el derecho a la pereza que tiene la humanidad. El derecho a no ser esclavo de la necesidad de supervivir, a tener tiempo para las obras de la libertad.
En las páginas finales de su último libro asegura que “el capitalismo ha colonizado el mar, la tierra y el aire. Aun así, todavía le quedaba el mundo inteligible por conquistar”. ¿Puede escapar la filosofía del interés económico, de la rentabilidad y, en definitiva, del influjo capitalista?
El capitalismo ha conquistado todos los rincones del planeta y todos los aspectos de la vida humana. Estamos a punto de que no sea posible respirar si eso no produce beneficio para los mercados. Sin embargo, hasta hace poco existía todavía un edificio bastante sólido que vocacionalmente estaba construido con criterios ajenos al ánimo de lucro. La distribución de departamentos, disciplinas, subdisciplinas, etc., en la comunidad científica, si bien es muy cierto que dependía de condiciones económicas históricamente determinadas, también es muy cierto que, por su misma esencia, tendía a depender tan solo de criterios científicos autónomos. Por supuesto que la ciencia depende de su época. Pero lo que en ella hay de científico escapa a su época. En resumen: la comunidad científica puede ser una pocilga, pero es lo único en este mundo que es un poco menos pocilga que el resto el mundo. Eso ya es mucho: sabemos que nos acercamos a la verdad, si sabemos que nos alejamos (aunque sea un poco) del error. Eso decía Aristóteles, ¿no? La ciencia no es la voz de su época. Como decía Husserl, la ciencia trabaja para la eternidad. Para los científicos, si de verdad lo son, su época, todo su entramado de intereses, ideologías y prejuicios, es, ante todo, un lastre. Un lastre que puede pesar mucho, muchísimo, pero que no deja de ser un lastre. Pues bien, Bolonia ha sido el empeño de invertir esa relación. Ahora los científicos tienen que ponerse al servicio de ese lastre. En la terminología de Bachelard: se ha descubierto que los obstáculos epistemológicos son más seguramente rentables (o más rápidamente rentables) que la verdadera ciencia. Y por tanto se ha decretado que los científicos no deben de tener la última palabra, sino las empresas, los agentes sociales, los mercados, la sociedad, en suma. Esto es tanto como permitir al capitalismo asaltar la ciudadela científica para saquearla y esclavizarla. Por eso he dicho que el capitalismo ha conquistado, también, el mundo inteligible. Y no va a dejar ahí piedra sobre piedra. En su lugar va a poner un puticlub de científicos al servicio del cliente.
Usted ha sido una de las cabezas visibles del movimiento en contra del Plan Bolonia y participa así mismo en un partido político. ¿Cuál es el nexo entre filosofía y política? ¿En qué sentido asegura en su libro que la filosofía sirve “para nada y para gobernar”?
Es, precisamente, el tema del libro que comentamos. Fue un encargo, y acepté escribirlo, sobre todo, para que no lo escribieran otros que me sé. Me espantaba que se respondiera eso de que la filosofía sirve para despertar el espíritu crítico y ese tipo de banalidades huecas políticamente tan correctas. La filosofía no sirve para nada y, precisamente, por eso debería servir para gobernar. Si queremos que nos gobiernen los intereses desinteresados de la razón, Platón estaba en lo cierto: el gobierno es cosa de filósofos. Eso no quiere decir que los gobernantes tengan que ser licenciados o doctores en filosofía, sino una cosa enteramente distinta: que nadie tiene derecho a ocupar el lugar de las leyes, que las leyes deben ser producto de la argumentación y la contraargumentación ciudadana, y que todo poder social debe estar sometido a la ley. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en este mundo en que vivimos, en el que los poderes económicos son poderes enteramente salvajes, sin civilizar, que actúan al margen de la ley, chantajeando la voz ciudadana.
Carlos Javier González Serrano, "La filosofía no sirve para nada. Justo por eso debería servir para gobernar", entrevista con Carlos Fernández Líria, Filosofía Hoy, abril 2013