Una vez que parece haber amainado un poco la tormenta mediática inicial desencadenada por el destape del espionaje masivo de Estados Unidos, empieza el momento de hacer otro tipo de evaluaciones sobre algo que según muchos no cabe calificar de sorpresa. Mi observación es que esa falta de sorpresa debería sorprendernos y, sobre todo, preocuparnos. El usual argumento conservador que varios tábanos liberales han utilizado con diferentes variantes no es otro que la viejísima apelación a la evidencia: “No sé de qué se sorprenden, esto pasa todos los días”, como si con eso se pudiera despachar el asunto para quien intente asomarse más allá de la verja informativa. La naturalización que genera en nuestras mentes este recurso constante a la obviedad es precisamente la razón más poderosa por la que estas cuestiones no deben caer en el olvido, girando en el torbellino informativo hasta ser reemplazadas por el siguiente escándalo. ¿Por qué? Porque las preguntas sobre el concepto de “seguridad” han venido para quedarse y porque esa continuidad que poco a poco instituye su presencia en la vida pública es el verdadero problema.
Toda ideología es una naturalización gradual, sigilosa e inadvertida. Las declaraciones de Barack Obama justificando la necesidad del programa PRISM en lugar de presentar lo que cabe esperar ante tales hechos, es decir, una cascada de dimisiones, no han hecho más que poner de manifiesto la consolidación paulatina de un cierto discurso sobre seguridad que ya es a la vez argumento político e imaginario social, que está calando profundamente en la población y que recaba cada vez más apoyos silenciosos en vez de una saludable inquietud. En todos los niveles de la vida social, los ciudadanos venimos consintiendo la implantación progresiva e imparable de una pléyade de dispositivos cotidianos de control, desde el supermercado al aeropuerto, hasta un punto en el que la tolerancia a la intrusión y las garantías de diversos derechos constitucionalmente establecidos han descendido a niveles alarmantes.
Habiendo leído ya diversas reacciones, he llegado a la conclusión de que personalizar lo sucedido en la figura de héroes o villanos que probablemente ni siquiera querían serlo, o bien reducir la cuestión a una vulneración de derechos individuales supone un malentendido interesado sobre lo que está pasando. Si se “privatiza” el abordaje del problema, si su alcance e implicaciones se reducen a gestos o agresiones particulares, entonces se pierde de vista la perspectiva más necesaria, a saber, identificar qué tipo de sociedades son el marco donde estos fenómenos in statu nascendi se están estableciendo y, sobre todo, con qué posibles funciones. No he encontrado esta reflexión en ninguno de los artículos que he leído, y eso sí que me sorprende y me preocupa.
La naturalización de los dispositivos de control es una inquietante realidad. Silenciosa e implacablemente se está transformando en materia de consenso la idea de que es preciso un rosario creciente de sacrificios de derechos y libertades en nombre de un nuevo derecho: el derecho a la seguridad. En las democracias liberales se está produciendo una potente tensión interna entre libertad y seguridad; antinomia que, de no hacer nada al respecto, las irá corroyendo desde su interior. Es necesario abrir un verdadero debate público sobre el significado social del término “seguridad”. Porque el control y la seguridad están transformándose hoy en los dos polos semánticos de un continuo de dinámicas sociales sustentadas en el miedo y que se ejercen fundamentalmente en dos direcciones: el miedo a los otros y el miedo a uno mismo.
En las últimas décadas se ha consolidado la que podemos denominar una gobernanza del miedo. Esta gobernanza es el marco de rentabilización política de un clima social de temor artificialmente inducido. Se trata de un conjunto de prácticas institucionales y sociales, en muchas ocasiones con carácter paralegal, que se viene fraguando lenta e insidiosamente, pero con una gran efectividad. Nos encontramos en el día después del festín de desenfreno financiero cuyos costes sociales han recaído sobre las clases más vulnerables y la explosión social de su sentimiento de agravio está a la vuelta de la esquina. Es solo una cuestión de tiempo que la ideología de la seguridad y la criminalización de la pobreza se vuelvan a dar la mano en la historia. Casos como el del adolescente afroamericano Trayvon Martin, disparado por un “vigilante voluntario”, saltan al ámbito mediático, pero son solo la punta del iceberg. Este tipo de prejuicios se repiten cada día con distintas intensidades, en el marco del Warfare State o estado de guerra social en el que estamos penetrando sin apenas darnos cuenta. Dispara primero y pregunta después.
Una sociedad débil, en la que el vínculo social se encuentra cada vez más deteriorado y la acción política se intenta reducir al silencio opresivo y al consentimiento, es el sustrato ideal para que se implanten progresivamente, sin oposiciones internas, medidas políticas (tal vez sería mejor llamarlas antipolíticas) que excluyan estructuralmente a una parte de la población, eliminando posibles cortafuegos al ansia arrolladora de acumulación de los grandes entramados financieros. La militarización naturalizada de la vida social podría convertirse en un instrumento ideal para sostener a largo plazo esta hegemonía de los intereses privados que están fagocitando los bienes y servicios públicos. Un formidable aparato, ya no solo estatal sino crecientemente en manos de compañías privadas, capaz de reprimir la oposición a estos procesos metiendo en un mismo saco todas las formas de disidencia. Y esto, los Gobiernos actuales no lo ignoran. No será preciso poner ejemplos obvios y recientes de este tipo de mescolanzas interesadas, todos las tenemos en mente, por parte de representantes de los partidos políticos en el poder. El control institucional sobre el control no es un juego de palabras, es una necesidad real. Los griegos tenían la figura mitológica llamada Argos Panoptes: un gigante de mil ojos que vigilaba la morada de los dioses. El sueño de la ideología de la seguridad es el de monitorizar a la población en una miríada de espacios y tiempos. Para ello no solo hará falta llenar las ciudades de cámaras de vigilancia. La creación de sujetos temerosos hará que cada cual sea su vigilante íntimo y el de los demás.
En su curso Hay que defender la sociedad, el filósofo Michel Foucault entrecomillaba irónicamente esta expresión. Al investigar el discurso histórico sobre la figura del “enemigo interior”, adivinó en él las líneas maestras de la actual agresión de la sociedad contra sí misma, bajo el pretexto de defenderse. La hobbesianización de la sociedad, la guerra de todos contra todos, es un peligro real. Si la divisa ilustrada emancipatoria fue la de sapere aude —atrévete a saber— hoy esta debería ser modificada con un nuevo giro: “Atrévete a saber... qué se sabe de ti”. En otras palabras: reivindica tu derecho a saberlo frente a quienes, sin permiso, se apropian el derecho a saber de todos.
Alicia García Ruiz, Un gigante de mil ojos, El País, 23/07/2013 Alicia García Ruiz es investigadora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y autora del libro La gobernanza del miedo.