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La musicoterapia consiste en el uso de la música para facilitar la comunicación y el aprendizaje. Su aplicación en entornos educativos resulta muy favorable, tanto para niños con necesidades especiales como para cualquier tipo de alumnos.
Existe una conexión clara entre la música y funciones cerebrales tales como la memoria, la orientación, el equilibro, la movilidad y la coordinación. También conecta directamente con las emociones, las provoca, las evoca y al mismo tiempo ayuda a expresarlas. Por este motivo, constituye una herramienta útil para la educación.
La música en el aula se puede utilizar:
-Como complemento o elemento de fondo, que contribuye a crear un ambiente agradable en el aula, cuando se imparte cualquier asignatura o se desarrolla alguna actividad práctica. En este caso, el alumno la escucha de manera pasiva, algo incosciente, pero repercute de forma directa en su bienestar, en su modo de estar y actuar en el entorno educativo.
-Como herramienta directa de trabajo, bien para aprender música o bien para potenciar habilidades motoras y comunicativas. En este caso, el alumno participa activamente al crearla con instrumentos, moverse a su ritmo o realizar una escucha atenta que despierta sus emociones de manera consciente.
La musicoterapia tiene las siguientes propiedades, según Thayer Gaston y Rolando O. Benenzon:
1- El establecimiento o restablecimiento de las relaciones interpersonales.
2- El logro de la autoestima mediante la autorrealización.
3- El empleo del ritmo para dotar de energía y organizar.
4- La identificación sonora personal, grupal y social que motiva y estimula.
5- El desencadenamiento de un proceso indirecto de cambio, al actuar como objeto intermediario que no despierta miedo, timidez, desconfianza o alarma.
Recursos específicos
Documentos sobre musicoterapia
Para Todos La 2 – Entrevista: Núria Escudé, musicoterapiaVer vídeo
Hace tan solo unos días, me tocó en la cola del supermercado detrás de un señor de pelo blanco, bastón en mano y grandes gafas. Según iba a pagar su compra la cajera le preguntó por su estado de salud. Y añadió aquello de: “ya me gustaría llegar así a su edad”. Los presentes no tardamos en saber que aquel hombre tenía 103 años. Incluso nos dio las claves para lograr una vida longeva. Defendía el señor, a partir de su experiencia, el “poquismo”: dormir poco y comer poco. En la contrabalanza un solo mucho: recordar mucho, esforzarse por retener en la memoria la mayor cantidad de información posible. No estaba yo muy seguro de que ese estoicismo popular que destilaba la conversación fuera la garantía de una vida sana. Cuantos habrá, pensaba, que hayan vivido según esos preceptos y ni siquiera hayan logrado alcanzar la vejez. Y es que hay en la salud, como en tantos otros ámbitos de la vida, un componente de azar, un factor que se escapa del control humano y que no podemos determinar. Hay quien vive sano y muere joven. Y también conocemos a quien vive insano durante largos años. Azares de la genética y la naturaleza. ¿Ocurrirá acaso lo mismo con la felicidad?
Los griegos utilizaban una palabra para referirse a la felicidad: “eudaimonia”. Tener un buen daimon, tener un buen espíritu diríamos hoy. Agarrándonos a este etimología se hace difícil escribir largos compendios de ética. O se tiene o no se tiene. O has sido “tocado” por los dioses y vives acompañado de ese duende, o por mucho que quieras y hagas el duende conseguirá escapar una y otra vez de tus manos. La idea puede parecer desesperante, pero no por ello resulta falsa. Repasemos mentalmente esa manida fórmula de la felicidad: salud, dinero y amor. ¿No es acaso la salud el producto de un azaroso tejido de genes? Por las mismas, el dinero va y viene y en los últimos años hemos podido ver cómo quienes creían estar seguros de poseerlo lo han perdido. ¿Qué decir del amor? ¿Existe alguna forma de asegurarse el encontrarlo y lograr que perdure, que sea una de esas características que nos hacen “felices”? Se hace difícil pensar de esta manera. Así que cabe la tentación de dejarse llevar del azar, pensar que la felicidad personal no depende de uno mismo, sino de las vicisitudes de la vida.
Existe, por supuesto, una versión moderna de esta idea griega y bien podría venir dada por la genética. Sabemos que la combinación de genes es totalmente azarosa, y que ésta puede llegar a determinar incluso ciertos rasgos de la personalidad. ¿Cómo dar entonces recetas felicitantes y consejos de tipo ético a quien no se haya visto agraciado por los genes? ¿Cómo guiar hacia la contención y el “poquismo” a quien genéticamente está programado para el exceso? Como decía antes, la perspectiva es un tanto desconsoladora: nada quedaría a nuestra mano para alcanzar la felicidad. Por un lado nos evadimos de responsabilidad alguna, siempre cabe la consolación de que “no nos ha tocado” ser felices. Pero por otro lado quedaría ese poso de amargura e insatisfacción, ese interrogante abierto de si realmente hicimos todo lo que pudimos (si es que se puede hacer más de lo que nuestros genes ordenan). Puede que en esta, como en tantas otras cuestiones, el camino del medio sea preferible: hemos de intentarlo todo, de poner todo lo que esté de nuestra parte, y confiar luego en que ese caprichoso espíritu tenga a bien acompañarnos durante un buen trecho de la vida. A ver si resulta que el fantasmilla de la felicidad se va a ir ahora con cualquiera: hemos de ganarnos su amistad. Siguen, de cualquier modo, las preguntas abiertas: ¿Somos responsables de nuestra propia felicidad? ¿Es esta un producto del azar?
Carles Cardó |