No se sabe qué admirar más en Hannah Arendt, si la penetración de su inteligencia o su libertad de espíritu. Sus capacidades intelectuales son tanto más vigorosas cuanto más próximas se hallan a la evocación poética o literaria, y a la referencia culta inesperada. Nunca es previsible el rumbo de su argumentación. Siempre obliga a reflexionar. Pocas veces se lee a alguien que de manera tan sistemática y constante desafía los grandes tópicos de los estados de opinión. Pero todo ello se conjuga con una capacidad de teledirigir la reflexión siempre hacia grandes unidades, o grandes conjuntos.
Su portentoso libro Los orígenes del totalitarismo demuestra esa gran cualidad. Y sin embargo, ese gran fresco se desmenuza en miles de pasajes en los que se van reflexionando, de manera individual, muchos de los más complejos temas de la filosofía política del siglo XX. (...)
La vida de Arendt empieza, hacia finales de los años 30, a sufrir los tiempos terribles del ascenso del nazismo. Sigue su exilio a París y a Norteamérica, y su acomodo, en vísperas de la segunda guerra mundial, al ambiente ideológico y político de Estados Unidos: sus nuevos contactos y amistades, sus relaciones personales, su segundo matrimonio.
Poco después de la guerra escribe su obra magna: Los orígenes del totalitarismo. Una obra así es suficiente para que pensemos en esta mujer como en la figura más sobresaliente de la filosofía política del pasado siglo. En realidad es un peculiar libro: uno y trino, como Dios. Posee una sutil unidad, y no estoy de acuerdo con la opinión de la crítica, incluso de la propia autora, de que se encuentre desequilibrado. Y si lo está, bendito sea ese desequilibrio, el que se descubren en las mejores obras filosóficas o musicales (en todo Mahler, por ejemplo, o los últimos cuartetos de Beethoven).
Es fascinante recorrer esa trilogía o tríptico, en la que se trata el Antijudaísmo, en el primer libro, el Imperialismo, en el segundo, y el Totalitarismo, en el tercero. De hecho los dos primeros van creando las bases de la parte más intensa (y estremecedora) de todo el libro: la reflexión que la autora hace sobre el totalitarismo en su doble versión, alemán y ruso. Sólo Hitler y Stalin alcanzaron este concepto en plenitud. Téngase en cuenta que el libro se publica a principios de los 50. Quizás cuando se disponga de mayor conocimiento será posible evaluar si el experimento maoísta también se corresponde con esta noción. La cual adquiere, en esta pensadora, un nivel de rigor y fuerza de comprensión que la hace insustituible.
La caracterización del totalitarismo por parte de Arendt es extraordinaria, y no es casual que desencadenase una polémica interminable. Hoy, con la distancia que tenemos de esas fechas inmediatamente posteriores al fin de la II guerra mundial, aparece en toda su grandeza la idea de un doble modo totalitario en el que este concepto se realiza en plenitud: el que asoló Alemania con el nacionalsocialismo, y el que practicó el genocidio con la propia población en la URSS durante veinticinco años tenebrosos. La conexión que establece Arendt, (...), entre el totalitarismo y los campos de concentración, o entre el concepto totalitario y la práctica masiva e indiscriminada del terror, constituye una aportación excepcional a lo que, finalmente, constituye el tema y el objeto de todos los desvelos reflexivos, éticos y políticos de esta gran pensadora: la naturaleza del mal. El mal radical, el mal sin paliativos. Un mal que Arendt tuvo el peculiar destino de sufrir.
Las informaciones sobre el exterminio de los judíos se iban conociendo. Como una y otra vez decía en artículos retrospectivos, sucedió lo que jamás hubiera debido suceder. Nunca debió permitirse que sucediera: frase que repite en un texto sobre la Solución Final hitleriana. Una Resolución que sólo desde la locura es posible negar (como sucede a veces desde voces islámicas). Pero Hannah Arendt, a diferencia de quienes, desde ópticas sionistas radicales, piensan ese Mal Absoluto siempre en referencia al Pueblo Elegido, esparce el miasma de su Horror, y lo reparte equitativamente, con buen criterio, entre los dos totalitarismos (de ultraderecha y ultraizquierda). El Gulag soviético encarna ese Mal con los mismos títulos que Dachau o Auschwitz.
Un mal radical que exige una reflexión metafísica, teológica, como la que nunca falta en esta gran judía exiliada, afincada finalmente en Estados Unidos, pero de raíces hondas en la gran cultura alemana, literaria y filosófica, y en toda la cultura occidental, desde sus raíces griegas y cristianas. A diferencia de otros judíos de aquellos tiempos turbulentos jamás creyó que el reencuentro con sus raíces místicas, teológicas, de la tradición judía debería apartarle de la impronta greco-latina de nuestra tradición. De hecho sus coordenadas fueron siempre laicas, y aborrecía la fusión de algunos sionistas entre religión y política.
Su agudeza y, sobre todo, su libertad de juicio dieron lugar a un reguero de críticas. Los sionistas radicales, incluso algunos tan sobresalientes como Gerhard Scholhem, no pudieron aceptar sus ideas acerca del juicio de Eichmann, de lo que dio testimonio en su célebre y escandaloso libro Eichmann en Jerusalén. De hecho le persiguió siempre la polémica, que ella misma provocaba en ocasión de cuestiones conflictivas relacionadas con la política de la guerra fría, con los conflictos raciales en Estados Unidos, o con las tensiones que llevó consigo la consolidación del Estado de Israel. (...)
Es siempre esperanzador que el tiempo termine por dirimir con justicia los valores del pensamiento filosófico, sobre todo cuando no han sido del todo comprendidos en su propia época. La aparición de ese libro excepcional que es Los orígenes del totalitarismo se produjo en pleno ascenso del marxismo en Europa, en medio de la guerra fría, en un clima en el que la palabra totalitarismo era sobre todo usada por la ideología política liberal para designar el régimen de la URSS. En ese tiempo el libro de Arendt fue reconocido y discutido. Ocasionó mucha polémica. Pero la época no estaba mentalmente preparada, todavía, para advertir el inmenso calado de sus principales tesis, la grandeza y potencia de sus análisis filosóficos, y la extraordinaria síntesis creada en ese texto de un espectro tan amplio de asuntos. Hoy se tienden a valorar, así mismo, otros grandes textos suyos, como su obra final La vida del espíritu, o bien su tesis doctoral sobre el amor en San Agustín, o su libro La condición humana.(...)
Eugenio Trías, Hannah Arendt, el cultural.es, 12/10/2006