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A lo largo de este curso he tratado de poner de relieve la actualidad de los debates a propósito de estas formas de acción colectiva a cargo de fusiones humanas que se apropian de manera regular de los exteriores urbanos. Se ha puesto el acento en cómo se conceptualizan y también cómo se emiten juicios morales y políticos a propósito de su naturaleza. Al respecto, se ha procurado confrontar dos expectativas bien diferenciadas, de las que el resultado son dos concepciones a propósito de la masa bien diferenciadas, una de ellas que la concibe como sagrada —por divina o por diabólica, tanto da— y la otra que la ve como una forma rebajada de lo profano. Masas con aura y masas sin aura. Una de ellas ha aplicado a ese tipo de fenómenos principios interpretativos derivados de las lecturas energicistas de lo social, cuyos precursores serian —desde perspectivas distintas, pero compatibles— la izquierda revolucionaria clásica, tanto marxista como libertaria, y la tradición sociológica francesa originada en
Durkheim y
Mauss, ambos coincidentes en una evaluación positiva de aquellas circunstancias en las que los individuos se reúnen y generan con ello una nueva forma social. Esta sería el producto de una extraordinaria aceleración e intensificación de la interacción humana, de la que se derivaba una súbita desactivación de los factores inhibidores de la conducta producidos por los principios éticos abstractos y universales.
En tales circunstancias, la coincidencia física de individuos desindividuados —es decir liberados de aquello que les sujetaba, que no era sino el sujeto mismo—, se ponían al servicio de una musculatura social que podía desplegarse sin más fin que advertir de su disponibilidad —como en el caso de las expresiones festivas— o que podía intervenir de manera decisiva en una realidad vivida como insoportable por los colectivos movilizados. Estas ópticas han entendido que las actividades tumultuosas en ciertas coordenadas históricas, al margen de su aspecto estocástico y hasta irracional, vehiculaban lógicas ocultas, pero de urgente aplicación, puesto que resultaban de la percepción compartida de ciertos obstáculos que era perentorio vencer en orden a cambios en las condiciones del presente. En estos casos, las multitudes masificadas se convertían en encarnación y a la vez en brazo ejecutor del inconsciente colectivo, entendido este como pleonasmo, puesto que el inconsciente no es precisamente sino lo colectivo, un extremo más en el que
Marx y
Durkheim estarían de acuerdo.
El otro bloque de posiciones a propósito de las compactaciones humanas en acción corresponde a perspectivas teóricas cuya génesis y desarrollo se ha tratado de resumir aquí y que platean un tipo de elitismo que coloca al individuo autoconsciente por encima y enfrente de toda forma de fusión que desbarate la hegemonía que merece tanto desde el pensamiento reaccionario aristocratizante como desde la filosofía en que se sostiene la democracia liberal. Para esta última, sobre todo, las masas asustan, como es obvio, por lo que tienen de peligro para los privilegios de aquellos sectores sociales que se escudan en la retórica de las mediaciones presuntamente neutrales, que hablan de ciudadanía, civismo, civilidad, sociedad civil, espacio público, esfera pública, consenso..., para soslayar los determinantes económicos de la vida social. Las multitudes asustan, pero se procura que parezca que más bien escandalizan y ofendan los principios sacrosantos en que se basa el reinado absoluto del sujeto. Lo interesante es constatar como esa mística de la subjetividad como núcleo de la vida social ha acabado alimentando, disfrazada tras un lenguaje y un tono de aspecto revolucionario, una parte de la izquierda postmoderna, que ha contribuido de manera decisiva a la desactivación de la capacidad creativa de las viejas masas con un nuevo intento, ahora con un lenguaje aparentemente novedoso, de convertirlas en público.
La cuestión, en cualquier caso, no es teórica. Cualquier especulación que se organice en torno al concepto de "masa", por muy abstractos que sean los atributos que le asigne, nunca pierde de vista su dimensión más empírica, aquella que remite bien a las multitudes que traginan por las aceras, hilvanando una forma particular de vida social cuyo análisis continua siendo un desafío para las ciencias sociales, bien a su súbita coagulación en forma de unidades sociales cuyo comportamiento, por encima de su aspecto a veces desconcertante, insinúa la activación de profundas lógicas sociales, capaces a veces de suscitar acontecimientos históricos. La masificación de la multitud —es decir, la aglomeración durante un periodo de tiempo de transeúntes que hacen un uso intensivo del espacio urbano con fines expresivos— continua siendo no sólo un problema apasionante para quienes creen que merece la pena esforzarse en entender —evocando a
Simmel— cómo es posible una sociedad así, sino una cuestión fundamental para cualquier agenda política, que nunca podrá ignorar la naturaleza central del control sobre las calles y sobre lo que en ellas transcurre. Las masas quizás no sean ya un problema teórico para filósofos y científicos sociales, pero no hay manual militar o policial en la actualidad que no recoja un apartado destinado a su control.
Vemos, pues, que el problema sigue siendo, para los poderes y para los productores de significado a su servicio, el de las fusiones urbanas, es decir aquellas formas de vivencia radical de los colectivo que parecen dirigidas desde niveles y por necesidades que no pasan por el control de la conciencia individual ni sus determinantes éticos, ni tampoco por instancias de mediación o encuadramiento que las doten al menos a priori de argumentos racionales. Por supuesto que los individuos concurrentes, quienes han acudido a la cita, lo han hecho por motivaciones cuyo conocimiento se arroga la ciencia política; pero, una vez ahí, se ven arrastradas por urgencias compartidas cuya satisfacción puede y debe prescindir del lastre que supone, por ejemplo y para casos bien cercanos, la asunción obediente de principios universales de mediación, como los relativos a esas llamadas "buenas prácticas de ciudadanía" con las que se ha conseguido colonizar en buena medida nuestras conciencias individuales.
Digámoslo claramente. Cuando vimos como
Serge Moscovici procuraba una visión de conjunto de lo que habían sido las teorías de la psicología de masas de finales del XIX lo hizo titulando la obra resultante La edad de las multitudes (FCE). Pues bien, esa era de las multitudes todavía no ha acabado: continuamos en ella. No encontramos cada día y por doquier sino pruebas de ello. Desde las revueltas contra los gobiernos socialistas de finales de los 80 hasta las primaveras árabes y las grandes protestas de indignados de hace poco, pasando por las movilizaciones antiglobalización de principios de los 2000 o los motines en las periferias urbanas europeas o americanas, no han cesado en los últimos años los estallidos de apropiación masiva de las calles y las plazas para reprocharle a los poderes sus defectos. Su vigencia y su auge se corresponde con lo que se han dado en llamar "movimientos sociales", a los que el dialecto revolucionario había llamado hasta hace poco movimientos de masas, solo que la coincidencia debe ser matizada: los movimientos sociales no son movilizaciones, sino movimientos en un sentido literal, es desplazamientos, locomociones, coincidencias físicas, actividades en que los movilizados se mueven, se encuentran, circulan juntos, obturan vías urbanas y las hacen suyas. En esos casos, los movimientos sociales no pueden ser sino masas, unificación de comportamientos y de acciones por parte de cúmulos humanos en movimiento. Al margen de la forma y la intensidad que asuman y de su dimensión contingente —impuesta por sus respectivos contextos, es decir por la historia—, estas ocupaciones impertinentes del espacio urbano, en cuanto han dejado de ser "cívicas", han implicado una impugnación frontal de las elites dominantes, han hecho temblar gobiernos y, en ocasiones, los han hecho caer. El "orden público" en las calles está muy lejos de estar garantizado en las ciudades del mundo. Lo hemos visto en los últimos meses en nuestra propia ciudad, Barcelona, pero también en El Cairo, Atenas, Bogotá, Rio de Janeiro, Santiago de Chile, Estambul, anteayer en Hamburgo y ahora mismo en las calles de Burgos.
Las masas, las chusmas, la turba... Ese continúa siendo el asunto que ha acompañado toda la modernidad y que sigue activo incluso después de que ésta haya sido dada por difunta y siempre como consecuencia de la agorafobia crónica de unos poderes perplejos ante la madeja infinita de códigos desconocidos que despliegan las multitudes cotidianas y el temor a las descargas de energía que se producen cuando se coagulan. Desafiantes políticamente para cualquier poder instituido y epistemológicamente para cualquier estudioso de la vida colectiva, las masas, como ciertos dinosaurios, continúan ahí.
Capítulo aparte es el de en qué forma todo lo expuesto se incorpora de algún modo a las prácticas transformadoras reales, o al menos las de quienes las animan para que lo sean. Uno puede responder a esa cuestión desde dos perspectivas. Una sería la alentada por la convicción de que merece la pena todavía volver a intentar derrocar al capitalismo y se pondría al servicio de la restauración de tecnologías de análisis y de acción que habían sido canónicas en la izquierda revolucionaria y que las últimas tendencias en lucha social parecían haber descartado por obsoletas. En este caso se pondría del lado de intelectuales como
Slavoj Žižek a la hora de rescatar a Lenin del trastero teórico, en nuestro caso por lo que hace al ya mencionado segundo capítulo del ¿Qué hacer?, el relativo al viejo trabajo de masas, es decir a la importancia de ponerse al servicio de las multitudes en acción —las antiguas masas, hoy llamadas "movimientos sociales", al menos cuando pasan a la acción— para, parafraseando la consigna zapatista, mandarlas obedeciéndolas, es decir produciendo ideología, consignas, iniciativas que traduzcan su fuerza y su clarividencia en energía histórica. Otra perspectiva —acaso más sincera, secretamente compatible con la anterior—, sería la de quienes albergan serias dudas de que sea posible que, por fin, algún experimento en pos de una sociedad justa y libre —o al menos más justa y más libre— salga bien o al menos no sea un desastre. Ese pesimismo es, con todo, lo bastante alegremente cínico como para que no derive en pasividad y no implique abandonar los combates sociales, sino incorporarse a ellos incluso con entusiasmo, pero siempre con la sonrisa de quien lo hace porque no tiene otra cosa más importante que hacer o no quiere perder amistades. Estos últimos somos de esos a los que las multitudes nos dan de vez en cuando alguna alegría, al abrir un diario o al ir a su encuentro para mezclarse —hacer masa— con ellas.
Manuel Delgado,
Y las masas, como ciertos dinosaurios, continúan ahí, El cor de les aparencies, 13/01/2014