Durante demasiado tiempo he aceptado que la historia de la filosofía era casi autorreferencial. No quería caer en una especie de materialismo vulgar, de determinismo simplista. Me decía a mí misma que las situaciones históricas no eran la causa lineal de las ideas de un filósofo. No podía tomar en serio tampoco un psicoanálisis de pacotilla que estableciera como efecto de las condiciones familiares las genialidades de un pensador.
Y, sin embargo, en todo eso algo fallaba, algo chirriaba. Como si con el agua del baño, también me hubiera deshecho de la criatura. Poco a poco me he ido dando cuenta de que hay ejemplos, metáforas en los propios textos de los filósofos, o que hay anécdotas en sus vidas, que
colorean singularmente sus teorías. No sé si la palabra justa es “colorear”, o más bien sería “ilustrar”, porque lo bien cierto es que arrojan una cierta luz, a veces fulgurante, que puede ser una clave de comprensión. En la
Carta VII, Platón se escandaliza de que, en la corte corrupta de Siracusa, se comiera hasta hartarse tres veces al día y jamás se fuera nadie a la cama solo: entendemos la rigidez y austeridad del filósofo, muy alejado de las costumbres de los hombres reales. La imagen de
Spinoza disfrutando de un combate entre una araña y una mosca no deja de hacerte pensar que alguna relación puede tener esa afición con el modo en el que este filósofo observaba a los humanos. La afirmación de
Rousseau en el
Discurso sobre la desigualdad entre los hombres acerca de las necesidades de todo hombre -a saber, comer, beber y una hembra-, no debe pasar inadvertida y permite concluir que es falso que el filósofo esté hablando del género humano en general.
Es muy posible que tales anécdotas o elementos aparentemente sin importancia sean los que determinan la simpatía o rechazo con el que los lectores nos manifestamos ante una filosofía. En muchas ocasiones me han preguntado el porqué de mi elección de estos autores y no otros para mi colección de
Filosofía para profanos. Incluso algunas personas han llegado a sugerirme o a desear que escribiera sobre algunos autores que yo no contemplaba. Siempre he contestado lo mismo: he elegido con el corazón. Quizá también aquí las palabras son poco esclarecedoras. Pero empiezo a darme cuenta de que “con el corazón” es una expresión que se refiere a mi propia elección, que no ha pasado primero por el razonamiento o cuyo razonamiento es incompleto, quizá oculto a la conciencia. Como si los ojos de mi razón estuvieran focalizados en la parte central de una filosofía y las informaciones laterales que se escapan por los bordes fueran vistas sólo subliminarmente; y son justamente esos flecos los que han determinado que me incline por este o aquel autor.
¿Por qué no
Wittgenstein? me han preguntado muchas veces. Cuando estudié la carrera,
Wittgenstein era muy importante en la facultad. Cuando escribí la tesis doctoral sobre
Foucault, mi director de tesis, Nicolás Sánchez Durá, me sugirió que comparara el pensamiento de
Foucault con el de
Wittgenstein, y así lo hice. Pero en ningún momento le tuve “simpatía”, aunque no supiera decir exactamente por qué. Hace poco tuve una revelación al respecto. Sabía que
Wittgenstein había abandonado Cambridge para hacerse maestro de escuela, pero leyendo
La familia Wittgenstein de Alexander Waugh me quedé de piedra al enterarme de que en la pequeña escuela primaria de Otterhal, en la Baja Austria, en la que enseñaba, golpeó a una niña hasta que sangró por los oídos y poco después a un chico de 11 años hasta hacerle perder el conocimiento. Fue denunciado y, por lo visto, en su declaración ante el juzgado mintió. Más tarde dijo que durante el resto de su vida se había arrepentido ¡¡¡de haber mentido ante el tribunal!!!
Sé que los detalles no son concluyentes y que cada lector puede subrayar aquellos que considere pertinentes. Pero de lo que estoy segura es de que las ideas provienen, aunque por caminos sinuosos, de la materia de las vidas de los filósofos. Algunas cosas nos llamarán la atención más que otras, serán más importantes para mí que para otros lectores. A mí me gusta, por ejemplo,
John Dewey participando en una manifestación feminista por el derecho al voto en EEUU, portando una pancarta, que las organizadoras le habían dado, en la que se podía leer: “Si los hombres pueden votar, ¿por qué yo no?”.
Son los propios filósofos los que nos han hecho creer en la autonomía de las ideas. Son ellos los que se han pensado a sí mismos como hijos de un segundo parto no carnal. Somos quizá las mujeres lectoras de los filósofos las que tenemos que señalar que todo parto está hecho de carne y de sangre. A mi modo de ver, la filosofía se vuelve así más sabrosa y más auténtica.
Maite Larrauri,
La materia de las ideas, Filosofía para profanos, 18/01/2014