Esta serie de artículos trata de denunciar la indigencia y la torpeza del discurso de quienes no creemos que la independencia de Cataluña resuelva ninguno de nuestros problemas (frente a la fortaleza y la habilidad del discurso de quienes creen lo contrario), y en el último de ellos prometí que intentaría explicar por qué me parece equivocado el modo de plantear la cuestión lingüística de los dos discursos antinacionalistas que circulan en Cataluña, que son el del PP y el de Ciutadans y UPyD. Cumplo lo prometido.
En lo esencial, el problema consiste en creer que la defensa y el fomento del catalán equivalen a la defensa y fomento del nacionalismo catalán (o del independentismo) y que impedir la extensión del catalán equivale a impedir la extensión del nacionalismo o el independentismo catalán. Esto no es sólo falso, sino también dañino. Es verdad que, como otros nacionalismos, el catalán siempre ha apoyado sus reivindicaciones en la existencia de una lengua propia, fiado en la idea romántica de que la lengua es una emanación del pueblo y una herramienta de construcción nacional; pero no es menos verdad que cederles a los nacionalistas la lengua es regalarles una baza fabulosa: el nacionalismo es una ideología de unos pocos, pero la lengua es un tesoro de todos, incluidos quienes ni la hablan ni la leen, porque pueden llegar a hacerlo. Sobre todo cuando se trata de una lengua tan rica y próxima al castellano; tan próxima que –como muestra el episodio del Quijote que evoqué en mi artículo anterior, donde Don Quijote y Sancho dialogan sin problemas con unos bandidos que hablan en catalán– es facilísimo entenderla, y por tanto hacerla nuestra. Pero además, antes que una cuestión política, esta es una cuestión moral, de respeto, no ya por la lengua catalana, que es una abstracción, sino por los catalanoparlantes, que somos individuos concretos. Tengo amigos que son independentistas sobre todo por motivos lingüísticos: porque piensan que sólo una Cataluña independiente podría garantizar la plenitud del catalán e impedir episodios que les indignan –igual que indignan a cualquiera con dos dedos de frente–, como el del LAPAO, que busca abolir el catalán en Aragón. A ellos hay que decirles que se equivocan: primero, porque no está claro que la independencia de un país garantice la salud de su lengua, como demuestra el caso de Irlanda, donde, una vez conseguida la independencia tras dos guerras feroces, los políticos se ocuparon poco o nada del gaélico, porque lo que les interesaba era el poder, no el gaélico; y segundo, hay que demostrarles que se equivocan, impidiendo atropellos como el del LAPAO y haciendo que España fomente el catalán con la misma energía con que fomenta el castellano. Es seguro que la convivencia en Cataluña entre ambas lenguas puede ser muy mejorada, pero también lo es que puede hacerse mucho más por la difusión y el reconocimiento del catalán, sobre todo fuera de Cataluña. Esto no sólo lo digo yo. También lo dice, por ejemplo,
Francisco Rico, quizá nuestro primer hispanista, quien no hace mucho escribió en estas páginas que el Estado “no ha sabido asumir y favorecer” el conocimiento de las lenguas minoritarias. O José Manuel Lara y Carmen Balcells, el mayor editor y la mayor agente de la lengua española. En un diálogo entre ambos publicado por La Vanguardia, el primero declaraba que desde hace décadas pide que no se deje la defensa del catalán en manos de los independentistas, a lo que la segunda responde: “Pero es lo que ha pasado, porque hoy a nadie se le ocurre identificar al Estado español con la defensa del catalán, sino con lo contrario”.
Vuelvo al principio de este artículo: una de las causas del auge del independentismo catalán es la indigencia y la torpeza del discurso opuesto a él; el diagnóstico sobre Cataluña es equivocado, y el remedio, en vez de resolver el problema, lo agudiza: necesitamos un diagnóstico certero y un remedio eficaz. Vuelvo al principio de esta serie: quienes piensan que nuestros problemas se arreglan con la independencia de Cataluña no tienen a mi juicio razón, pero tienen muchas razones; quienes pensamos lo contrario quizá tengamos razón, pero no tenemos razones. Y una razón sin razones no sirve de nada. Necesitamos con urgencia razones que sirvan.
Javier Cercas,
La razón sin razones (y3), El País semanal, 02/03/2014