De todos los estudios mediante los cuales los hombres adquieren la ciudadanía en la comunidad intelectual, ninguno es tan indispensable como el del pasado. Saber cómo se ha desarrollado el mundo hasta el momento en que empieza nuestro recuerdo individual; saber cómo han llegado a ser lo que son las religiones, las instituciones, las naciones en las que vivimos; estar familiarizados con los grandes hombres de otros tiempos, cuyas costumbres y creencias diferían ampliamente de las nuestras es, todo ello, indispensable para tener consciencia de nuestra situación, y para emanciparnos de las circunstancias accidentales de nuestra educación. La historia no es sólo valiosa para el historiador, para el estudioso de archivos y documentos, sino también para cuantos son capaces de un examen contemplativo de la vida humana. Con todo, el valor de la historia es tan multiforme que aquéllos a quienes uno de sus aspectos llama la atención con especial fuerza están en peligro constante de descuidar todos los demás.
1La historia es valiosa, digamos para empezar, porque es verdadera; y esto, aunque no constituye todo su valor, es el fundamento y la condición de todo lo demás. Parece al menos probable que todo el saber, como tal, es en cierto grado bueno; y el conocimiento de cualquier hecho histórico posee, al menos, este elemento de bondad, aunque no poseyera ningún otro. La mayoría de los historiadores modernos parecen considerar a la verdad como único componente del valor de la historia. Sobre esta base exigen que el historiador se borre a sí mismo ante el documento; temen que una intrusión de su propia personalidad implique cierto grado de falsificación. Debe procurarse la objetividad ante todas las cosas, dicen; hay que limitarse a narrar los hechos y dejar que estos hablen por sí mismos —si tienen lengua—. Se sigue, como parte de esta posición, que todos los hechos son igualmente importantes. Y aunque esta doctrina nunca puede ser plenamente aplicada en la práctica, parece cernerse sobre muchos espíritus como un ideal hacia el que la investigación puede aproximarse gradualmente.
Sería absurdo discutir la opinión de que la narración histórica ha de basarse en el estudio de los documentos. Sólo éstos dan prueba de lo que realmente ocurrió; y está claro que la historia no verdadera no puede tener gran valor. Por otra parte, hay más vida en un documento que en cincuenta historias (omitiendo algunas de las mejores); por el mero hecho de contener lo que pertenece al tiempo pasado real, el documento tiene una vida muerta extrañamente viva, como la que pertenece a nuestro propio pasado cuando un sonido o un olor nos lo evoca. Y una historia escrita después de los acontecimientos difícilmente puede hacernos sentir que los actores ignoraban el futuro; es difícil creer que los últimos romanos no supieran que su imperio estaba a punto de caer, o que Carlos I fuera inconsciente de hecho tan notorio como su propia ejecución.
Pero si los documentos son, en tantos sentidos, superiores a cualquier historia reflexionada, ¿qué función le queda al historiador? Está, para empezar, la tarea de selección. Es fácil que todos estén de acuerdo en este punto, pues los materiales son tan abundantes que resulta imposible presentarlos todos de manera exhaustiva. Sin embargo, lo que no siempre se comprende es que la selección supone un patrón de valor entre los hechos e implica, consiguientemente, que la verdad no es el único objetivo que la acción de registrar el pasado se propone. Todos los hechos son igualmente verdaderos; y hacer una selección entre ellos solamente es posible mediante un criterio distinto al de su verdad. La existencia de tal criterio es algo obvio; nadie mantendrá, por ejemplo, que los pequeños escándalos de la Restauración registrados por Grammont son tan importantes como la cartas sobre las matanzas piamontesas por las que Milton, en nombre de Cromwell, emplazó a los calmosos potentados de Europa.
Puede decirse, sin embargo, que el único principio de selección verdadero es el puramente científico; deben considerarse importantes los hechos que conduzcan a la determinación de leyes generales. Es imposible adivinar si existirá alguna vez una ciencia de la historia; en todo caso, lo cierto es que esta ciencia en la actualidad no existe, salvo, en cierto leve grado, en el campo de la economía. Para que sea aplicable el criterio científico de importancia en la selección de los hechos, es necesario que se elaboren dos o más hipótesis, cada una de las cuales explique gran número de hechos, y que se descubra un hecho crucial que sirva para elegir alguna de ellas. En las ciencias inductivas los hechos son importantes sólo en relación con las teorías, y las teorías nuevas dan importancia a los nuevos hechos. Así, por ejemplo, la doctrina de la selección natural dio importancia a todas las especies transitorias e intermedias, a la existencia de rudimentos de órganos, y al registro embriológico de la descendencia. Pero difícilmente puede mantenerse que la historia haya alcanzado, o esté a punto de alcanzar, un punto en que tales patrones sean aplicables a los hechos históricos. La historia, considerada como cuerpo de verdades, parece destinada a continuar siendo por mucho tiempo casi puramente descriptiva. Las generalizaciones que se han sugerido —omitiendo la esfera de la economía— son, en su mayor parte, tan claramente insostenibles que ni siquiera merece la pena refutarlas. Burke argüía que todas las revoluciones finalizan en tiranías militares, y predijo el advenimiento de Napoleón. En la medida en que su razonamiento se basaba en la analogía con Cromwell fue un hallazgo afortunado, pero en ningún caso una ley científica. Es cierto que no siempre se necesitan muchos ejemplos para determinar una ley, siempre que las circunstancias esenciales y relevantes puedan discernirse fácilmente. Sin embargo, en la historia son relevantes tantas circunstancias de naturaleza pequeña y accidental, que no resultan posibles las uniformidades amplias y sencillas.
Hay otro punto en contra de esta concepción de la historia como ciencia sólo o principalmente causal. Cuando nuestro principal objetivo es descubrir leyes generales, las consideramos intrínsecamente más valiosas que los hechos que éstas interrelacionan. En astronomía está claro que es de más valor conocer la ley de la gravitación que la posición de un planeta determinado durante una noche particular o incluso durante todas las noches del año. En la ley hay un esplendor, una simplicidad y una sensación de dominio, que ilumina una enorme masa de detalles de otro modo carentes de interés. Lo mismo ocurre en la biología: hasta que la teoría de la evolución dio significado a la aturdidora variedad de estructuras orgánicas, los hechos particulares sólo eran interesantes para el naturalista. Pero en la historia la cuestión es muy distinta. Es cierto que en economía los datos se subordinan a menudo a las empresas de la ciencia que se basan en ellos, pero en todos los demás campos los datos son más interesantes y la superestructura científica menos satisfactoria. Muchos de los hechos históricos tienen un valor intrínseco, un profundo interés por sí mismos que los hace merecedores de estudio con absoluta independencia de la posibilidad de ligarlos entre sí por medio de leyes causales.
El estudio de la historia se recomienda a menudo por su utilidad respecto de los problemas de la política actual. Es imposible negar que la historia tiene gran utilidad en este terreno, pero es necesario limitar y definir muy cuidadosamente el tipo de orientación que debe esperarse de ella. Las «enseñanzas de la historia», en el sentido superficial de la expresión, presuponen el descubrimiento de leyes causales, generalmente de muy amplio alcance; y las «enseñanzas» de esta especie, aunque en determinados casos pueden no ser perjudiciales, siempre son teoréticamente infundadas. En el siglo XVIII constantemente, y ocasionalmente en nuestros días, se extraían de Grecia y de Roma argumentos acerca del valor de la libertad o de la democracia; según las inclinaciones del autor, se atribuían a estas causas su grandeza o su decadencia. ¿Puede haber algo más grotesco que la retórica de los romanos aplicada a las circunstancias de la Revolución Francesa?
La organización de una Ciudad-Estado, basada en la esclavitud, sin instituciones representativas y sin imprenta, es algo tan alejado de una democracia moderna que convierte cualquier analogía, como no sea muy vaga, en algo totalmente frivolo e irreal. También respecto del imperialismo se sacan argumentos de los éxitos y fracasos de los antiguos. ¿Creeremos, por ejemplo, que Roma se arruinó por la perpetua extensión de sus fronteras? ¿O creeremos, con Mommsen, que el fracaso en conquistar a los germanos entre el Rhin y el Danubio fue uno de sus más fatales errores? Estos argumentos se manejan siempre según los prejuicios del autor; y todos, aunque contengan cierto grado de verdad respecto del pasado, son completamente inaplicables a la época actual.
El mal es mayor cuando se considera que la historia enseña alguna doctrina filosófica general, como que el Derecho es, a la larga, Poder, que la Verdad prevalece siempre finalmente, o que el Progreso es una ley universal de la sociedad. Todas estas doctrinas exigen, para su fundamentación, una cuidadosa elección de lugar y de tiempo; y, lo que es peor, una falsificación de valores. Carlyle es un flagrante ejemplo de este peligro. En el caso del puritanismo, le condujo a justificar todos los actos de impaciencia y de ilegalidad de Cromwell, y a finalizar arbitrariamente su análisis en 1658; es imposible decir cómo explicaba la Restauración. En otros casos, ese peligro le extravió todavía más. A menudo resulta difícil descubrir de qué lado está el Derecho, mientras que el Poder es visible a todos los hombres; de este modo la doctrina de que el Derecho es Poder se convierte insensiblemente en la creencia de que el Poder es Derecho. De ahí que se ensalce a Federico, Napoleón y Bismarck, y de ahí el desprecio despiadado por los negros, los irlandeses y las «treinta mil angustiadas costureras». En tal sentido, cualquier teoría general que afirme que todo es lo mejor posible se ve obligada por los hechos a defender lo indefendible.
Pese a todo, la historia tiene una función con respecto a las cuestiones corrientes; pero se trata de un función menos directa, menos precisa y menos decisiva. En primer lugar, puede sugerir máximas menores cuya verdad, cuando se proponen por vez primera, puede advertirse sin la ayuda de los acontecimientos que las sugirieron. Así ocurre en buena medida en la economía, donde la mayoría de los temas implicados son sencillos. Lo mismo puede decirse, con parecida razón, de la estrategia. Cuando, a partir de los hechos, puede obtenerse un razonamiento sencillo, deducible de premisas indudables, la historia puede proporcionar preceptos útiles. Pero solamente serán aplicables cuando el fin esté ya determinado, y serán, por tanto, de naturaleza técnica. Nunca enseñarán al estadista qué fin debe éste proponerse, sino solamente, dentro de ciertos límites, cómo pueden ser alcanzados algunos fines más definidos, tales como la riqueza o la victoria en la guerra.
2La historia tiene, sin embargo, otra utilidad distinta y mayor. Amplía la imaginación y sugiere posibilidades de acción y de sentimientos que no se le habrían ocurrido a un espíritu no instruido. Selecciona los elementos significativos e importantes de las vidas pasadas, llena nuestros pensamientos de ejemplos espléndidos y del deseo de fines mayores que los que una reflexión desamparada podría haber descubierto. Relaciona el presente con el pasado, y con ello, el futuro con el presente. Hace vivo y visible el desarrollo y la grandeza de las naciones, permitiéndonos extender nuestras esperanzas más allá de la breve duración de nuestras propias vidas. De tales modos, el conocimiento de la historia puede dar a los dirigentes políticos o a nuestra reflexión diaria una amplitud y un ámbito inalcanzables para quienes limitan su concepción al presente.
Lo que para nosotros significa el pasado puede juzgarse, quizá, por la consideración de esas naciones más jóvenes cuya energía y cuyas empresas despiertan la envidia de Europa. En ellas vemos desarrollarse un tipo de hombre, dotado de todas las esperanzas del Renacimiento o del Siglo de Pericles, convencido de que sus más vigorosos esfuerzos realizarán fácilmente cualquiera de las cosas que resultaron demasiado difíciles para las generaciones que le han precedido. Ignorante y despreciativo de los deseos que animaron a esas generaciones, inconsciente de los complejos problemas que intenta resolver, sus rápidos éxitos en cuestiones relativamente sencillas despiertan en él la confiada creencia de que el futuro le pertenece. Pero para quienes han crecido rodeados de los monumentos de hombres y proezas de querida memoria, hay una curiosa falta de consistencia en los pensamientos y emociones que inspiran su confianza; el optimismo parece sostenido por una búsqueda demasiado exclusiva de lo que puede conseguirse fácilmente, y las esperanzas no se convierten en ideales mediante el hábito de valorar los acontecimientos comunes por su relación con la historia del pasado. Se desprecia lo que difiere del presente. Este temple mental no puede admitir que hubiera grandes hombres entre quienes en nada contribuyeron al dominio de Mammón; ni que la sabiduría puede residir en aquéllos cuyos pensamientos no están dominados por la máquina. Acción, Éxito y Cambio son sus lemas; que la acción sea noble, que el éxito lo sea de una buena causa o el cambio una mejora en algo distinto de la riqueza, son cuestiones que no hay tiempo de plantear. Contra este espíritu en que toda ociosidad, toda preocupación por los fines de la vida, se sacrifican a la lucha por ser los primeros en una carrera sin sentido, la historia y el hábito de vivir con el pasado son antídotos seguros; en nuestra época estos antídotos son más necesarios que nunca.
El recuerdo de las grandes hazañas es una derrota para el Tiempo, pues prolongan su poder mucho después de que estas hazañas y sus autores hayan sido devorados por los abismos de la inexistencia. Respecto del pasado, donde la contemplación no resulta oscurecida por el deseo y la necesidad de acción, vemos más claramente que en las vidas que discurren ante nuestros ojos el valor, para bien o para mal, de los fines que los hombres han perseguido y de los medios que han adoptado para alcanzarlos. Es bueno considerar, de vez en cuando, el presente como si fuera ya pasado, y examinar cuáles de sus elementos enriquecerán el depósito de posesiones permanentes del universo, cuáles vivirán y darán vida cuando nosotros y toda nuestra generación hayamos desaparecido ya. A la luz de esta contemplación, toda la experiencia humana se transforma, y se elimina lo sórdido o lo personal. A medida que crecemos en sabiduría, se abre para nuestros ojos la caja de los tesoros de todas las épocas; cada vez más aprendemos a conocer y a amar a los hombres por cuya entrega es nuestra esa riqueza. Gradualmente, por la contemplación de las grandes existencias del pasado, se hace posible una comunión mística, que llena el alma como de música de un coro invisible. Todavía, desde el pasado, nos llaman las voces de los héroes. Al igual que, desde un elevado promontorio, la campana de una antigua catedral, incambiada desde el día en que el Dante volvió del reino de la muerte, nos envía aún su solemne advertencia a través de las aguas, así sus voces resonarán a través del mar del tiempo; todavía, como antaño, sus tonos de profunda calma hablan de las solitarias torturas de la aspiración enclaustrada, colocando la serenidad de lo eterno en el lugar de las inciertas luchas contra goces innobles y placeres transitorios. No son escuchadas por todos; pero hablan a los aires de los cielos, y éstos repiten el relato a los grandes hombres de los días posteriores. Los grandes hombres no son nunca solitarios; de la noche les llegan las voces de los que se han ido antes, claras y animosas; y así, a través de los tiempos, avanza una poderosa procesión, orgullosa, intrépida, inconquistable. Unirse a esta arrogante compañía, engrosar las huestes inmortales de aquellos a quienes el destino no ha podido vencer, puede no ser la felicidad; pero ¿qué es la felicidad para quienes tienen el alma colmada de la música celestial? Se les ha dado algo mejor que la felicidad: conocer la amistad de los grandes hombres, vivir bajo la inspiración de elevados pensamientos, y ser iluminados en todas las vacilaciones por la luz de la nobleza y la verdad.
La historia es, sin embargo, algo más que la relación de los hombres individuales, por grandes que sean: su ámbito es la biografía no sólo de los hombres, sino del Hombre; es presentar la larga sucesión de las generaciones como los pensamientos transitorios de una vida continua; es trascender su ceguera y brevedad en el lento despliegue del tremendo drama en el que todos tienen un papel. En las migraciones de las razas, en el nacimiento y la muerte de las religiones, en el ascenso y caída de los imperios, las unidades inconscientes, sin propósito alguno más allá del presente, han contribuido, sin advertirlo, al desfile triunfal de las épocas; desde la grandeza del conjunto, un aliento de grandeza sopla sobre cuantos participan en la marcha. En ello reside el misterioso poder de la historia oscura que está más allá de los documentos escritos. Ahí no se conoce más que las oscuras líneas generales de grandes acontecimientos, y no se recuerdan las vidas individuales que van y vienen. A lo largo de incontables generaciones, hijos olvidados han reverenciado las tumbas de olvidados padres, madres olvidadas han engendrado guerreros cuyos huesos blanquean las silenciosas estepas del Asia. El fragor de las armas, los odios y las opresiones, los conflictos ciegos de naciones mudas, perduran todavía como el fragor de una cascada lejana; lentamente, de la contienda, surgen las naciones que ahora conocemos, con un legado de poesía y piedad transmitido por el pasado enterrado.
Y esta cualidad, que es todo lo que nos queda de los tiempos prehistóricos, es propia también de los períodos posteriores, en los que el conocimiento de los detalles puede oscurecer el movimiento del conjunto. También aquí, con todos nuestros actos, jugamos nuestro papel en un proceso cuyo desarrollo no podemos barruntar: incluso los hombres más oscuros son actores en un drama del que sólo conocemos su grandeza. No podemos decir si será alcanzado algún objetivo valioso; pero el drama mismo, en todo caso, está lleno de grandeza titánica. El historiador ha de poner de relieve esta cualidad entre la embarazosa multitud de detalles irrelevantes. A partir de los antiguos libros, en donde están embalsamados los amores, las esperanzas y las creencias de las generaciones pasadas, el historiador evoca imágenes ante nuestros espíritus, imágenes de comportamientos elevados y valientes esperanzas, vivas todavía por sus cuidados, a pesar del fracaso de la muerte. Con todo lo envuelto en el olvido, el historiador debe componer nuevamente, en cada época, el epitafio de la vida del Hombre.
Sólo el pasado es verdaderamente real; el presente no es más que un penoso nacimiento al ser inmutable de lo que ya no es. Sólo lo muerto existe plenamente. Las vidas de los vivos son fragmentarias, inciertas y cambiantes; las de los muertos, completas, libres del yugo del Tiempo, todopoderoso señor del mundo. Sus éxitos y fracasos, esperanzas y temores, alegrías y penas se han convertido en eternos; y nuestros esfuerzos no pueden abatir un ápice de ellos. Pesares enterrados en la tumba, tragedias de las que sólo queda un recuerdo lejano, amores inmortalizados por la santa imposición de manos de la Muerte: todos tienen un poder, una tranquilidad mágica, intocable, a la que nada presente puede alcanzar.
Año tras año mueren los camaradas, muestran ser vanas las esperanzas, se desvanecen los ideales; la tierra encantada de la juventud queda más lejos, el camino de la vida se hace más tedioso, aumenta el peso del mundo hasta que el trabajo y las penas se hacen casi demasiado pesadas de soportar; la alegría se desvanece en las fatigadas naciones de la tierra, y la tiranía del futuro mina la fuerza vital de los hombres; todo lo que amamos se decolora, en un mundo agonizante. Sin embargo, el pasado, devorando siempre los productos del presente, vive por la muerte universal; firme e irresistiblemente añade nuevos trofeos a su templo silencioso, construido por todas las épocas; allí están enterradas todas las proezas, todas las vidas magníficas, todas las conquistas y fracasos heroicos. Por las orillas del río del Tiempo, la triste procesión de las generaciones humanas camina lentamente hacia la tumba; en el apacible país del Pasado, la marcha finaliza: ahí se quedan los cansados vagabundos, y todos sus llantos enmudecen.
Bertrand Russell,
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