D. Bell (Les Contraidictions culturelles du capitalisme, traducido por M. Matignon, PUF, 1979) pone el acento en lo esencial al reconocer que el hedonismo y el consumo —que es su vector— son el epicentro del modernismo y del posmodernismo. Para caracterizar la sociedad y el individuo moderno, el punto de referencia más crucial es el consumo: «La verdadera revolución de la sociedad moderna se produjo en el curso de los años veinte cuando la producción de masa y un fuerte consumo empezaron a transformar la vida de la clase media» (p. 84). ¿Cuál revolución? Para D. Bellésta se identifica con el hedonismo, con una revolución de los valores que pone estructuralmente en crisis la unidad de la sociedad burguesa. Podemos preguntarnos sin embargo si la obra histórica del consumo no está de algún modo minimalizada por una problemática que la asimila a una revolución ideológica, y a unos contenidos culturales en ruptura. La revolución del consumo que no llegará a su plenitud hasta pasada la Segunda Guerra Mundial tiene, a nuestro modo de ver, un alcance mayor: reside esencialmente en la realización definitiva del objetivo secular de las sociedades modernas, es decir, el control total de la sociedad y, por otra parte, la liberación cada vez mayor de la esfera privada en manos del autoservicio generalizado, de la velocidad de la moda, de la flexibilidad de los principios, roles y estatutos. Al absorber al individuo en la carrera por el nivel de vida, al legitimar la búsqueda de la realización personal, al acosarlo de imágenes, de informaciones, de cultura, la sociedad del bienestar ha generado una atomización o una desocialización radical, mucho mayor que la que se puso en marcha con la escolarización en el siglo XIX. La era del consumo no sólo descalificó la ética protestante sino que liquidó el valor y existencia de las costumbres y tradiciones, produjo una cultura nacional y de hecho internacional en base a la solicitación de necesidades e informaciones, arrancó al individuo de su tierra natal y más aún de la estabilidad de la vida cotidiana, del estatismo inmemorial de las relaciones con los objetos, los otros, el cuerpo y uno mismo. Es la revolución de lo cotidiano lo que ahora toma cuerpo, después de las revoluciones económicas y políticas de los siglos XVIII y XIX, después de la revolución artística a principios de siglo. El hombre moderno está abierto a las novedades, apto para cambiar sin resistencia de modo de vida, se ha vuelto cinético: «El consumo de masa significaba que se aceptaba, en el importante ámbito del modo de vida, la idea del cambio social y de la transformación personal» (p. 76). Con el universo de los objetos, de la publicidad, de los mass media, la vida cotidiana y el individuo ya no tienen un peso propio, han sido incorporados al proceso de la moda y de la obsolescencia acelerada: la realización definitiva del individuo coincide con su desubstancialización, con la emergencia de invidiuos aislados y vacilantes, vacíos y reciclables ante la continua variación de los modelos. Cae así el último reducto que escapaba a la penetración burocrática, a la gestión científica y técnica de los comportamientos, al control de los poderes modernos que en todas partes aniquilan las formas tradicionales de sociabilidad y se dedican a producir-organizar lo que debe ser la vida de los grupos e individuos, hasta en sus deseos e intimidades. Control flexible, no mecánico o totalitario; el consumo es un proceso que funciona por la seducción, los individuos adoptan sin dudarlo los objetos, las modas, las fórmulas de ocio elaboradas por las organizaciones especializadas pero a su aire, aceptando eso pero no eso otro, combinando libremente los elementos programados. La administración generalizada de lo cotidiano no debe hacer olvidar su correlato, la constitución de una esfera privada cada vez más personalizada e independiente; la era del consumo se inscribe en el vasto dispositivo moderno de la emancipación del individuo por una parte, y de la regulación total y microscópica de social por otra. La lógica acelerada de los objetos y mensajes lleva a su punto culminante la autodeterminación de los hombres en su vida privada mientras que, simultáneamente, la sociedad pierde su entidad específica anterior, cada vez más objeto de una programación burocrática generalizada: a medida que lo cotidiano es elaborado minuciosamente por los conceptualizadores e ingenieros, el abanico de elecciones de los individuos aumenta, ese es el efecto paradójico de la edad del consumo.
Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barna 1986