Uno de los inventores de plantilla de Google, el experto en robótica de origen alemán Sebastian Thrun, hace un anuncio extraordinario en el post de un blog. La compañía ha desarrollado «coches que pueden conducir solos». No se trata de un par de prototipos desgarbados que holgazanean por el aparcamiento de Googleplex con marchas reductoras. Son vehículos de verdad, legales —Toyota Prius, para ser precisos— y, según revela Thrun, ya han recorrido más de 150.000 kilómetros en carreteras y autopistas de California y Nevada. Han circulado por Hollywood Boulevard y la Ruta Estatal 1, cruzado varias veces el Golden Gate y rodeado el lago Tahoe. Se han incorporado a una autopista congestionada, cruzado intersecciones peligrosas y marchado a paso de humano en atascos de hora punta. Han realizado maniobras para evitar colisiones. Y han hecho todo esto solos. Sin ayuda humana. «Creemos que esto es un hito en investigación robótica», escribe Thrun con astuta humildad. (...)
La llegada del coche independiente de Google altera algo más que nuestra concepción de la conducción. Nos fuerza a cambiar nuestro pensamiento sobre lo que pueden y no pueden hacer ordenadores y robots. Hasta aquel aciago día de octubre, se daba por sentado que muchas habilidades importantes estaban fuera del alcance de la automatización. Las máquinas podían hacer muchas cosas, pero no todo. En un influyente libro de 2004,
The New Division of Labor: How Computers Are Creating the Next Job Market, [«La nueva división del trabajo: cómo los ordenadores configuran el mercado laboral del futuro»] los economistas Frank Levy y Richard Murnane sostenían, convincentemente, que existían límites prácticos a la capacidad de los programadores de software para replicar capacidades humanas, particularmente aquellas que implicaban percepción sensorial, reconocimiento de patrones e inteligencia conceptual. Mencionaban específicamente el ejemplo de conducir un coche en una carretera, habilidad que requiere la interpretación instantánea de una mezcolanza de señales visuales y la capacidad de adaptarse a la perfección a situaciones cambiantes y con frecuencia no previstas. Poco sabemos acerca de cómo logramos hacer semejantes cosas nosotros mismos, así que la idea de que un programador podría reducir todos los entresijos, aspectos intangibles y contingencias de la conducción a una serie de instrucciones, a líneas de código de software, parecía absurda. «Ejecutar un giro a la izquierda con tráfico en ambos sentidos», escribían Levy y Murnane, «concita tantos factores que es difícil imaginar el conjunto de reglas que puede replicar el comportamiento de un conductor». Parecía una apuesta segura, para ellos y prácticamente para cualquier persona, que el volante seguiría siendo controlado por manos humanas.
Al evaluar la capacidad de los ordenadores, economistas y psicólogos han fijado desde hace mucho tiempo una distinción básica entre dos tipos de conocimiento:
tácito y explícito. El conocimiento tácito, al que también se le conoce en ocasiones como conocimiento procesal, se refiere a todo lo que hacemos sin pensar activamente sobre ello: montar en bicicleta, atrapar una pelota de béisbol, leer un libro, conducir un coche. No son habilidades innatas —debemos aprenderlas, y algunas personas lo hacen mejor que otras—, pero no se pueden expresar con una simple receta, una secuencia de pasos definidos con exactitud. Estudios neurológicos demuestran que, cuando haces un giro con tu coche en una intersección con bastante tráfico, muchas áreas de tu cerebro están trabajando, procesando estímulos sensoriales, haciendo cálculos de tiempo y distancia y coordinando tus brazos y piernas5. Pero si alguien nos pidiera que documentásemos todo aquello que está relacionado con ese giro, no podríamos hacerlo, al menos sin recurrir a generalizaciones y abstracciones. Esa habilidad reside en la profundidad de nuestro sistema nervioso, fuera del ámbito de nuestra mente consciente. El procesamiento mental continúa sin que nos demos cuenta.
Gran parte de nuestra capacidad para medir situaciones y hacer juicios rápidos sobre ellas provienen del reino borroso del conocimiento tácito. La mayoría de nuestras habilidades creativas y artísticas residen allí también. El conocimiento explícito, también conocido como conocimiento declarativo, es aquello que puedes escribir: cómo cambiar una rueda, cómo doblar una grulla de papel, cómo resolver una ecuación de segundo grado. Estos son procesos que pueden desmenuzarse en pasos bien definidos. Una persona se los puede explicar a otra mediante instrucciones escritas u orales: haz esto, luego esto, después aquello.
Dado que un programa de software es esencialmente un conjunto de instrucciones precisas, escritas —haz esto, luego esto, después aquello—, hemos asumido que mientras que los ordenadores pueden replicar habilidades que dependen del conocimiento explícito, no son tan buenos cuando se trata de habilidades que proceden del conocimiento tácito. ¿Cómo traduces lo inefable en líneas de código, en instrucciones rígidas, paso a paso, de un algoritmo? La frontera entre lo explícito y lo tácito siempre ha sido aproximada —muchas de nuestras habilidades participan de ambos tipos de conocimiento—, pero parecía ofrecer un modo válido de definir los límites de la automatización y, por ende, de delimitar el precinto exclusivo de lo humano. Las actividades sofisticadas que Levy y Murnane identificaban como fuera del alcance de los ordenadores —además de la conducción, señalaban la docencia y el diagnóstico médico— eran una mezcla de lo mental y lo manual, pero todas derivaban del conocimiento tácito.
El coche de Google traza una nueva frontera entre el hombre y el ordenador, y lo hace de una forma más drástica, más decisiva, que anteriores hitos de la programación. Nos dice que nuestra idea sobre los límites de la automatización siempre ha tenido algo de ficción. No somos tan especiales como pensamos. La distinción entre conocimiento tácito y explícito sigue siendo útil en el entorno de la psicología humana, pero ha perdido buena parte de su relevancia en los debates sobre la automatización.
Eso no quiere decir que los ordenadores tengan ahora conocimiento tácito, o que hayan empezado a pensar como pensamos nosotros, o que pronto serán capaces de hacer todo lo que podemos hacer las personas. Ni pueden, ni lo han hecho, ni lo harán. La inteligencia artificial no es la inteligencia humana. Las personas son conscientes; los ordenadores son inconscientes. Pero a la hora de llevar a cabo tareas exigentes, ya sea con el cerebro o el cuerpo, los ordenadores son capaces de replicar nuestros fines sin replicar nuestros medios. Cuando un coche sin conductor gira hacia la izquierda, no está aprovechándose de un pozo de intuición y destreza; está siguiendo un programa. Las estrategias son diferentes, pero los resultados, por motivos prácticos, son los mismos. La velocidad sobrehumana con la que los ordenadores pueden seguir instrucciones, calcular probabilidades y recibir y mandar datos significa que pueden utilizar el conocimiento explícito para realizar muchas de las tareas complicadas que hacemos con el conocimiento tácito. En algunos casos, la fuerza singular de los ordenadores les permite desplegar lo que consideramos habilidades tácitas mejor de lo que podemos desplegarlas nosotros. En un mundo de coches controlados por ordenador no necesitaríamos semáforos o señales de STOP. A través del intercambio incesante de datos a alta velocidad, los vehículos coordinarían su trayectoria perfectamente, incluso por los cruces más abarrotados, al igual que los ordenadores regulan hoy el flujo de cantidades inconcebibles de paquetes de datos por las autovías y vericuetos de Internet. Lo que es inefable en nuestras mentes se puede expresar en los circuitos de un microchip.
Resulta ahora que muchos de los talentos cognitivos que hemos considerado específicamente humanos no lo son. Una vez que adquieren suficiente velocidad, los ordenadores pueden empezar a replicar nuestra capacidad para detectar patrones, hacer juicios y aprender de la experiencia. Aprendimos la lección por primera vez en 1997, cuando el superordenador de IBM Deep Blue, jugador de ajedrez que podía evaluar mil millones de posibles jugadas cada cinco segundos, derrotó al campeón mundial Gary Kasparov. Con el coche inteligente de Google, que puede procesar un millón de mediciones ambientales por segundo, estamos aprendiendo la lección otra vez. Muchas de las cosas muy inteligentes que la gente hace no requieren realmente un cerebro. El talento intelectual de profesionales altamente cualificados no está más protegido de la automatización que el giro a la izquierda del conductor. Vemos la evidencia por todas partes. El trabajo creativo y analítico de toda clase está siendo mediatizado por el software. Los médicos usan ordenadores para diagnosticar enfermedades. Los arquitectos los usan para diseñar edificios. Los fiscales los usan para analizar pruebas. Los músicos los usan para simular instrumentos y corregir acordes. Los profesores los usan para supervisar a estudiantes y calificar trabajos. Los ordenadores no están apropiándose de estas profesiones enteramente, pero están apropiándose de muchos de sus elementos. Y están cambiando ciertamente la manera en que se realiza el trabajo.
No solo las profesiones se están informatizando. Las vocaciones también. Gracias a la proliferación de
smartphones, tabletas y otros ordenadores pequeños, asequibles y que incluso se llevan encima, ahora dependemos del software para llevar a cabo muchas de nuestras faenas y pasatiempos diarios. Abrimos aplicaciones para ayudarnos en la compra, para cocinar, para hacer ejercicio, incluso para encontrar una pareja y criar a un niño. Seguimos instrucciones GPS, curva a curva, para llegar de un sitio al siguiente. Utilizamos las redes sociales para mantener amistades y expresar nuestros sentimientos. Buscamos consejo en motores de recomendación sobre qué ver, leer y escuchar. Consultamos a Google, o al Siri de Apple, para responder nuestras preguntas y solucionar nuestros problemas. El ordenador se está convirtiendo en nuestra herramienta universal para navegar, manipular y entender el mundo, tanto en sus manifestaciones físicas como sociales. Piense solo qué sucede estos días cuando alguien pierde su
smartphone o la conexión a la Red. Sin sus asistentes digitales, se siente inútil. Como observa Katherine Hayles, profesora de Literatura en la Universidad de Duke, en su libro
How We Think[«Cómo pensamos»] (2012), «cuando se estropea mi ordenador o falla mi conexión a Internet me siento perdida, desorientada, incapaz de trabajar; es más, me siento como si me hubiesen amputado las manos».
Nuestra dependencia de los ordenadores puede desconcertarnos en ocasiones, pero en general la aceptamos de buena gana. Nos encanta celebrar y presumir de nuestros nuevos y fantasiosos aparatejos y aplicaciones (y no solo porque sean tan útiles y estilosos). Hay algo mágico en la automatización informatizada. Ver cómo un
iPhone identifica una desconocida canción que suena en un bar es para la experiencia algo que hubiera sido inconcebible para la generación anterior. Ver a una tropa de robots alegremente pintados montar sin esfuerzo un panel solar o el motor de un avión es asistir a un exquisito ballet de metales pesados, cada movimiento coreografiado hasta la fracción de un milímetro y la décima de un segundo. Las personas que han montado en el coche de Google cuentan que la emoción es casi de otro mundo; su cerebro mundanal tiene dificultades para procesar la experiencia. Hoy parece realmente que estamos entrando en un mundo feliz, una Tierra del Mañana en la que los ordenadores y los autómatas estarán a nuestro servicio, aliviándonos de nuestras cargas, materializando nuestros deseos y, a veces, tan solo haciéndonos compañía. Muy pronto, nos aseguran nuestros magos de Silicon Valley, tendremos empleadas domésticas y chóferes robot. Todo tipo de objetos serán fabricados por impresoras 3D y llegarán a nuestras casas por medio de drones. El mundo de
Los supersónicos, o al menos de
El coche fantástico, nos está haciendo señas.
Es difícil no quedarse pasmado. O sentir aprensión. La transmisión automática puede parecer una tontería al lado del espléndido «flipa, sin humanos» de Google, pero fue precursora de este último, un paso pequeño en el camino a la automatización total, y no puedo sino recordar el bajón que experimenté cuando me retiraron la palanca de cambios de mi alcance —o, para poner la responsabilidad a quien corresponde, cuando supliqué que me quitaran la palanca de la mano—. Si la conveniencia de una transmisión automática me dejó un sentimiento de ausencia, de estar ligeramente
infrautilizado (como diría un economista laboral), ¿cómo será convertirse realmente en un pasajero dentro de mi propio coche?
Nicholas Carr,
Atrapados. Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas, Taurus, Madrid 2014