El prolífico autor estadounidense Philip K. Dick encontró en la ciencia-ficción el género que mejor reflejaba su extraño e intrincado universo mental, sus preocupaciones filosóficas y metafísicas. Mientras preparaba su novela El hombre en el castillo —una ucronía en la que Japón y Alemania habían ganado la Segunda Guerra Mundial—, tuvo ocasión de leer el diario de un miembro de las SS destinado a Polonia. En él encontró una frase que le provocó una gran consternación: «Por la noche nos mantienen despiertos los gritos de hambre de los niños». Según explicó posteriormente en una entrevista, pensando en torno a dicha frase llegó a la conclusión de que su autor poseía «una mente tan emocionalmente defectuosa que no se le puede aplicar el calificativo de humana y lo peor es que me di cuenta de que ese rasgo no era forzosamente alemán. Es una tara que, tras la Segunda GuerraMundial, se ha exportado a todo el mundo y que puede tenerla gente de cualquier lugar y en cualquier momento».
Dicha idea iría madurando en la mente de Dick y le llevaría finalmente a escribir ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, donde «el androide es una metáfora para la gente que tiene una apariencia humana pero no se comporta como tal». Esta novela fue publicada en 1968 y ya el año siguiente encontró a un por entonces novato pero prometedor director interesado en adaptarla al cine: se trataba de Martin Scorsese. No sabemos si por suerte o por desgracia, pero el proyecto finalmente no cuajó y años después terminó pasando a manos del director de Matar a un ruiseñor, Robert Mulligan, que comenzó a preparar una versión que se llamaría Dangerous Days. Pero finalmente terminó descolgándose debido a las diferencias creativas con el guionista encargado de adaptar la novela y que también sería el productor, Hampton Fancher. Un personaje muy curioso por cierto, que en los años cincuenta estuvo viviendo en España ejerciendo de bailarín de flamenco bajo el nombre de Mario Montejo y posteriormente se casó con la actriz que hizo de Lolita en la película de Kubrick. Más adelante, ya en el año 1980, se incorporó quien sería finalmente su director, Ridley Scott. Con él llegó también otro guionista, David Peoples, que introduciría cambios fundamentales sobre la versión de Fancher. Uno de ellos fue un monólogo de reminiscencias nietzscheanas que recitaba la voz en off del detective protagonista tras ver morir al replicante que momentos antes le había salvado la vida:
Lo supe en el tejado aquella noche. Roy Batty y yo éramos hermanos. Modelos de combate del más alto nivel. Habíamos luchado en guerras aún no soñadas… en vastas pesadillas aún por nombrar. Éramos la nueva gente… Roy y yo y Rachael. Fuimos hechos para este mundo. Era nuestro.
Esa hermandad era metafórica, espiritual, pero Scott la malinterpretó tomándola en sentido literal… y le gustó. Aunque esas líneas finalmente no aparecieron en la película hicieron germinar en el director la idea de que el protagonista era también un androide. Algo que en el montaje del director que tuvo lugar años después se veía explícitamente (el sueño con el unicornio, que resultaba ser un implante), pero que en la versión original se insinuaba con sutileza en detalles como la obsesión común de los replicantes y de Deckard por las fotografías, que representaban un pasado imaginario al que aferrarse y que les dotaba de identidad. Una ambigüedad en la naturaleza humana/robótica del protagonista que conseguía recuperar la idea inicial de Philip K. Dick, para quien los androides como decíamos eran la metáfora de un comportamiento. De esa manera, a base de casualidades y malentendidos y sin ser completamente conscientes de lo que se traían entre manos, los creadores de Blade Runner lograron dotarla de una profundidad y de una riqueza de significados insospechada. La obra de arte a veces trasciende al artista, como si tuviera vida propia, y se convierte así en algo verdaderamente genial: en este caso en una de las mejores películas de la historia del cine.
De manera que finalmente veíamos en la película a un detective sin conciencia que ejecuta («retira», prefiere decir) a lo que no considera más que máquinas, sin sentir la menor compasión por sus víctimas. Y frente a él unos superhombres sintéticos —o más coloquialmente, «pellejudos»— dotados de todas las cualidades deseables… excepto de la duración. La estrella que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, les dice su creador, pero eso no les sirve de consuelo. No quieren morir y es esa conciencia de la propia mortalidad lo que los convierte en humanos. Precisamente los antropólogos señalan que una de las características comunes a todas las sociedades humanas es la celebración de ritos funerarios; el hecho de que se hayan encontrado tumbas de neandertales es una característica fundamental que lleva a considerarlos como equivalentes nuestros, nos permite suponer que tenían conciencia. Tener presente la propia muerte es también lo que nos impulsa a tomar el control de nuestra propia vida, es la chispa del libre albedrío, de los proyectos y las metas. Tal como nos mostraba Borges en «El inmortal», un cuento en el que sus protagonistas caían en una eterna y completa apatía al saber que no iban a morir jamás. La misma idea en la que incidía Steve Jobs en en su célebre conferencia">[https:] de Stanford que ha llegado a hacerse viral con el tiempo.
Pero hay además otro aspecto en este asunto. En la Antigua Roma existía la costumbre durante los desfiles que celebraban alguna victoria militar de poner a un esclavo junto al general susurrándole «memento mori»: recuerda que morirás. Era una manera de evitar que en ese momento de gloria se viniese arriba, pues la conciencia de la muerte nos vuelve frágiles. Y de esa fragilidad surge precisamente la empatía, esa característica que escudriñaba el test de Voight-Kampff y que si se lo hubieran realizado en aquella azotea a Roy ya no habría podido identificarlo como replicante. Ese es el momento clave de la película. Justo cuando siente que está a punto de morir es cuando quiere que Deckard siga viviendo y lo salva de caer despeñado. Dice Fernando Savater sobre esa escena:
Al final cuando expira el tiempo, vuelve la constancia de lo irrepetible: «he visto atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhäuser». Espectáculos ni más ni menos asombrosos que cualquiera de los testimoniados por el individuo más modesto. «He visto… estuve allí… padecí… anhelé… perdí…»: solo es lo que no es, todo ya es pérdida y lo llamamos nuestro. «Momentos que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia». Bienvenido a la humanidad, hermano replicante.
El profesor de psicología de la Universidad de California, Michael S. Gazzaniga, en un libro titulado precisamente ¿Qué nos hace humanos? se plantea justo esta cuestión en torno a la empatía aunque partiendo desde un ámbito más fisiológico: «Si alguien no puede sentir una emoción (no hay actividad cerebral ni respuesta fisológica) ¿es capaz de reconocerla en otra persona?». La respuesta que da a continuación es negativa. Pone como ejemplo un paciente que sufría daños en unas regiones del cerebro llamadas ínsula y putamen (bonita palabra) que le impedían tener la sensación de repugnancia, y que por tanto no era capaz de reconocerla en otros cuando la sentían. Da igual cómo se lo intentasen mostrar o explicar, simplemente no era capaz de verlo. Pues bien, ocurre algo similar con las demás emociones, estados de ánimo, traumas y en general con toda clase de experiencias buenas y malas que se puedan tener en la vida. De la misma manera que si uno conoce bien la distribución de las habitaciones de su casa podrá deducir de forma bastante precisa cómo es la de su vecino de arriba, aunque nunca la haya visitado, quien tenga un hijo comprenderá mejor a quien acaba de ser padre, quien haya estado en paro sabrá mejor por lo que pasa alguien en dicha situación… Y, en definitiva, quien se sepa mortal entenderá lo frágil y valiosa que es también la vida de otros. Algo que no parecía comprender aquel miembro de las SS en Polonia pero sí nuestro agónico y entrañable androide interpretado por Rutger Hauer. Es hora de morir.
Javier Bilbao, Blade Runner y qué nos hace humanos, jot down, 22/09/2014