La actividad ordinaria en los exteriores urbanos –plazas, calles, avenidas...– está constituida por una urdimbre poco menos que innumerable de actividades diversas y dispersas protagonizada por personas que, individualmente o en pequeñas agrupaciones, hacen de tales marcos un escenario versátil para una cantidad extremadamente heterogénea de prácticas. En ciertas ocasiones, pero, esa amalgama plural de conductas conoce una súbita unificación que tematiza el espacio en que se da, en el sentido de que hace de él proscenio para un solo uso por parte de un conglomerado humano que ya no se conduce de manera difusa —cada componente a la suya—, sino que configura una conjunción dotada de unos principios complejos de actuación y organización concertadas. En estas oportunidades vemos generarse auténticas coaliciones viandantes de viandantes, cohortes compactas constituidas por desconocidos que se desplazan o permanecen juntos, haciendo lo mismo, en el mismo sitio o desplazándose a la vez en la misma dirección.
Tales coágulos humanos deben ser considerados como auténticas sociedades peripatéticas –en tanto existen en movimiento–, dotadas de una estructura y de dispositivos que la hacen posible y la mantienen, que ejercen funciones que pueden llegar a ser institucionales y a las que conviene atribuir una coherencia conductual, psicológica y sentimental propia. Por otra parte, tales órdenes sociales, tan efímeros como eventualmente enérgicos, emplean de manera intensiva una determinada parcela de la trama urbana –ciertas calles, ciertas plazas– que transforman y cuya elección nunca es irrelevante, puesto que conlleva el reconocimiento en ella de connotaciones morales que la hacen elocuente para la proclamación de identidades o voluntades compartidas.
Son estas oportunidades en las que los espacios de libre confluencia de una ciudad son usados como mucho más que como escenarios de las simples rutinas. Se trata de esos actos que no en vano llamamos multitudinarios —de las fiestas populares a los grandes motines sociales—, que escogen de manera nunca arbitraria un determinado espacio urbano para hacer que su función expresiva prevalezca sobre la empírica y los contenidos simbólicos que lo cargan de valor sean mucho más importantes que los instrumentales. En esos casos aparece radicalmente clara la evidencia de hasta qué punto toda práctica social practica el espacio, lo produce, lo organiza, cuando vemos formarse grandes coaliciones peatonales que funcionan como lo que
Erving Goffman llama unidades vehiculares, protagonizando situaciones secuenciadas que generan el contexto en que crean y en que se crean. Emergen entonces unidades de participación, es decir, unidades de interacción gestionadas endógenamente, que suelen presentar rasgos rituales —es decir, repetitivos en relación a ciertas circunstancias—, compuestas por individuos que están ostensiblemente juntos, en la medida en que pueden ser percibidos a partir de una proximidad ecológica que da a entender algún tipo de acuerdo entre los reunidos y dibuja unos límites claros entre el interior y el exterior de la realidad social que se ha conformado en el espacio. Esas unidades son órdenes sociales locales observables, cristalizaciones en el que se registran conductas relativamente pronosticables, que resultan comprensibles o al menos intuibles por quienes las constituyen siempre momentáneamente, fenómenos integrados y contorneables, constelaciones socioculturales acabadas provisionalmente y que pueden ser objeto de explicación socioantropológica y de comprensión histórica.
Se trata entonces de movilizaciones o movimientos sociales en un sentido literal, puesto que son encuentros de individuos que hacen sociedad entre ellos moviéndose, acumulándose de manera significativa y significadora en un espacio y un tiempo que modifican de manera radical. En estas oportunidades, si el conglomerado generado se conduce de manera que las autoridades consideran intolerable o se niega a obedecerlas, estas pueden actuar expeditivamente con tal de diluirlo. En estos casos, conminaciones policiales del tipo "¡circulen!", "¡disuélvanse!", "¡no formen grupos!", etc., indican la inquietud gubernamental ante la actividad del grumo humano que durante unos momentos ha conseguido hacerse con el control de una porción de ciudad y la determinación de desleírlo por la fuerza si es preciso.
La historia, las ciencias sociales y la teoría política han conceptualizado esa unidad social sobrevenida de diferentes maneras, entre las cuales la de masa es quizás la más remarcable por las implicaciones negativas o positivas a las que se ha visto conectada y la manera como lleva casi dos siglos centrando en torno todas las discusiones teóricas sobre asuntos que, directa o indirectamente, remiten al problema de la gobernabilidad de las ciudades, aspecto este en que se centrará el presente texto. Una de las definiciones de masa podría ser la de "cualquier conjunto relativamente considerable de personas que se hallan en interacción directa unas con otras en un sitio público" (Giddens, 1997: 645). Las masas, tal y como se las menciona para referirse a conglomerados de personas reunidas voluntariamente en espacios públicos en ciertas oportunidades, no son exactamente lo mismo que las multitudes urbanas, aunque ambas sean nociones a las que hace recurrente alusión para conceptualizar fenómenos específicos asociados por un lado a la revolución industrial o al papel histórico del proletariado y, por el otro, a un tipo de vida en las ciudades que llena las calles de individuos anónimos que, como consecuencia de un creciente desprestigio de la exterioridad, ni se dirigen la palabra y que aprenden enseguida a protegerse de esos desconocidos a quienes, ahí fuera, tienden a tomar por potenciales fuentes de incertidumbre y peligro.
Se entendería entonces que la multitud sería ese agregado de viandantes que coinciden involuntariamente en las calles y hacen un uso de estas hecho de distanciamiento, indiferencia e incluso una cierta aversión mutua. Ajenos y hasta potencialmente hostiles unos a otros, los transeúntes que se agitan en todas direcciones en un lugar abierto y de libre acceso en una gran ciudad están comprometidos en la ejecución de una proliferación poco menos que ilimitada de fines inmediatos. Esas multitudes son las que vemos reflejadas en los testimonios literarios de las nuevas formas de vida en las ciudades que se generalizan en el siglo XIX: Baudelaire, Edgar Allan Poe, Dickens, Victor Hugo, Eugène Sue..., que generan en sus cronistas una mezcla de fascinación, temor y repudio. En sus comentarios sobre Baudelaire, Walter Benjamin expresaba esos sentimientos encontrados del poeta de manera inmejorable: "Por un lado él sucumbe con que la multitud le atrae hacia sí y lo convierte enflâneur, en uno de los suyos, por otro, la conciencia del carácter inhumano de la masa no lo ha abandonado jamás". El gran amigo de Baudelaire, Edgar Allan Poe iba más lejos y hacía que el protagonista de su cuento "El hombre la multitud" descubriera que la razón última de su atracción por aquel desconocido cuya energía se nutría de las muchedumbres con las que buscaba mezclarse, era que en su rostro iba a descubrir la esencia de todo crimen, tan espantoso que, como un conocido libro diabólico, er lässt sich nicht lesen, "no se puede leer". Recordad que ese fue el texto que os di a leer para la clase de este jueves. También ese es el sentido del fragmento que os leí de La situación de la clase obrera en Inglaterra, de
Engels, publicado originalmente en 1845.
Ahora bien, si la multitud es una coincidencia meramente física, pero no psicológica, el concepto de masa remite a lo opuesto, es decir a un cúmulo de individuos que pasa a conformarse en una unidad anímica —en el caso de lo que podríamos llamar "masa abstracta"— y casi somática, en el caso de las compactaciones sobrevenidas de gente en un mismo momento y espacio. En este último caso, lo que era una relación entre personas hecha de reserva y la evitación de todo contacto físico, se troca en una atracción mutua que hace que los cuerpos tiendan casi a tocarse; la apatía, se convierte e enardecimiento; la frialdad mutua, en simpatía..., todo ello consecuencia de la generación de una homogeneidad febril e hiperactiva en la que cada molécula se ha visto arrastrada a convertirse en pieza de un mismo engranaje con las demás, con las que se encuentra en conexión mental y conductual. Así,
Max Weber (
Economía y sociedad, FCE) habla de "situaciones de masa" para referirse a aquellas en las que los individuos experimentan sensaciones, sentimientos y ante todo "pasiones de toda índole" que no experimentarían en solitario.
Aquí vamos a entender la noción de masa en el sentido de fundición humana indiferenciada, es decir que requiera para producirse una total o relativa despersonalización de los individuos que la componen, sea la compactación producida psicológica, moral, intelectual o física. Esa aclaración es pertinente, puesto que permite desambiguar la utilización de términos como masa, multitud, muchedumbre, público. .., que conviene considerar en función del contexto histórico y teórico en que cada autor los emplea. Así, quienes aparecen como los psicólogos de masas franceses de finales del XIX —
Le Bon,
Tarde...— no emplean el término
masse, sino
foule, para aludir a conglomerados humanos que actúan al unísono en la calle.
Robert Ezra Park presenta su tesis doctoral en 1903 en alemán con el título de
Masse und Publikum. pero la obra se traduce al idioma del autor como
The Crowd and the Public. A partir de los años 30, se generaliza en la sociología americana, y luego en esa disciplina en general, el valor masa para hacer referencia a una forma de masificación abstracta asociada a un amalgamiento desinvidualizante que se produce, por así decirlo, a distancia, y que da pie a hablar, por ejemplo, de "cultura de masas". Por citar una última muestra de esa diversidad de interpretaciones, más cercana: el libro de
Manuel Castells The City and the Grassgroots se traduce al español, se supone que con autorización de su autor, como
La ciudad y las masas.
Es ese rasgo de interactividad directa la que genera la masa como totalidad objetiva, es decir como una suerte de sujeto colectivo. Ese énfasis en la compactación no sólo física, sino también emocional, psíquica y conductual de la masa es la que remite el origen del término al latín
massa, la pasta de harina con que se hace el pan, de donde amasar como acción de mezclar harina u otro material –yeso o tierra, por ejemplo– con agua para generar una sustancia compacta distinta. Ese sustrato etimológico remite también a la física newtoniana, para la que la masa es una medida de la cantidad de materia que posee un cuerpo ocupando un espacio. Se habla pues de la masa social como unidad compacta, cuerpo único que pesa y que mide y que se hace presente como realidad física, como entidad dotada de características propias que no resultan de la suma de los elementos que la componen, que forman masa. No es la clase social, la gente o el pueblo: es literalmente eso, una masa, es decir no un mero agregado de partículas, sino otra cosa y más, y de otra cosa y más dotada de pensamiento y voluntad
sui géneris, pero también de una fuerza y una energía extraordinarias, que son el resultado de una exasperación nerviosa compartida que conduce y urge a la acción inmediata.
Manuel Delgado,
Multitud y masa, El cor de les aparences, 08/10/2014