Byung-Chul Han critica el capitalismo. Y tiene argumentos ontológicos que habría que escuchar. Desde ellos acusa a
Negri de no ser suficientemente anticapitalista. O mejor, de serlo de forma imperdonablemente naïf.
¿Por qué hoy no es posible la revolución? desliza la hipótesis de una profunda complicidad cultural entre izquierda y derecha para mantener un orden cuya infraestructura no es ya económica, sino metafísica.
Han insiste en este odio a lo real, a la común alteridad de la existencia, que no ha dejado de extenderse bajo el abanico ideológico del primer mundo. Lo cual explicaría, según él, que casi todas las iniciativas internas resulten pronto integradas. Nos queda el exterior, pero lo dejamos para el turismo ocioso, pues despreciamos en bloque el conjunto de esas culturas, para nosotros atrasadas y despóticas. En este punto, muy cerca de su maestro
Baudrillard,
Han insinúa que la extrema derecha sólo dice en voz alta lo que piensa el entero arco democrático con la boca pequeña.
Byung-Chul Han utiliza aquella sabiduría de
Heidegger,
Borges o
Lacan frente a los que tenían prisa por enfrentarse al orden imperante. Como si para estos clásicos del pensamiento el mal no estuviera enfrente, sino arraigado en nuestras pulsiones más íntimas. Un poco la impresión que todavía hoy tenemos algunos al oír el discurso del espectro político, de un cabo a otro. Los militantes de las distintas ideologías dicen cosas diferentes, es cierto, pero aunados por la mirada panóptica de nuestro integrismo vacío, ese extremocentro que ignora lo absoluto de la existencia, una comunidad mortal que nuestro puritanismo compartido ha sepultado en lo privado.
Animados por esta improbable polémica, es conveniente leer al autor de
En el enjambre. En su modesto formato, este pensador continúa siendo provechoso: repetitivo como todos los moralistas, escandalosamente elemental, intuitivo. Deudor en suma, no ya de cien afirmaciones filosóficas que hemos leído y olvidado, sino también de la sabiduría popular. Ante todo, indiferente al largo rodeo académico que nos impide vivir y actuar.
Y no parece que las posiciones filosóficas de
Han tengan mucho que ver con lo que se podría llamar conservadurismo cínico. Es cierto que el pensador de origen surcoreano es radicalmente escéptico ante la posibilidad de subvertir la agobiante estabilidad de un orden social que siempre ha encontrado en las crisis la forma de realimentarse. Pero acaso la omnipresente revolución, La Revolución, ha de ser imposible para que alguna revolución sea factible, aquí o allá.
En todo caso, en el polémico artículo que sigue,
Han no se limita a constatar el hecho de que el orden neoliberal lo recicla todo, de manera imparable. El texto es sobre todo una denuncia de la profunda complicidad de las distintas ideologías políticas con el sistema. La revolución es hoy imposible porque nadie la quiere: estamos aferrados a un gigantesco y confortable interior que no quiere saber nada del vacío, de la nada que es patrimonio de una vieja humanidad que, para vivir, necesita siempre dar un salto.
Se puede votar a un partido y no participar de ninguna esperanza mesiánica de su ideología. De hecho, con frecuencia la gente vota así, con una sana indiferencia ante el universo de las mitologías políticas. Esta era básicamente la posición de dos pensadores del siglo pasado, partidarios de una guerra de guerrillas constante que no necesitaba ilusiones históricas. Para ellos lo universal era lo que irrumpía en la vida, siempre con el primer aspecto de lo banal y contingente. Es una pena que nuestra superstición mayoritaria nos impida hoy atender a esa fuente de certeza.
Siguiendo una antigua línea de intuiciones,
Han confía en el beneficio de lo traumático. Lo que algunos llaman pesimismo político es en él la vía para que algún día pueda ocurrir algo. En principio, ya no es poco estar atentos al entorno real y percibir los signos que caen del automatismo interactivo, este inmenso aparato de captura que nos retiene.
Cuando hace un año debatí con Antonio Negri en el Berliner Schaubühne, escribe Han, tuvo lugar un enfrentamiento entre dos críticas del capitalismo. Negri estaba entusiasmado con la idea de la resistencia global al empire, al sistema de dominación neoliberal. Se presentó como revolucionario comunista y se denominaba a sí mismo profesor escéptico. Con énfasis conjuraba a la multitud, la masa interconectada de protesta y revolución, a la que confiaba la tarea de derrocar al empire. La posición del comunista revolucionario me pareció muy ingenua y alejada de la realidad. Por ello intenté explicarle a Negri por qué las revoluciones ya no son posibles.
¿Por qué el régimen de dominación neoliberal es tan estable? ¿Por qué hay tan poca resistencia? ¿Por qué toda resistencia se desvanece tan rápido? ¿Por qué ya no es posible la revolución a pesar del creciente abismo entre ricos y pobres? Para explicar esto es necesario una comprensión adecuada de cómo funcionan hoy el poder y la dominación.
Quien pretenda establecer un sistema de dominación debe eliminar resistencias. Esto es cierto también para el sistema de dominación neoliberal. La instauración de un nuevo sistema requiere un poder que se impone con frecuencia a través de la violencia. Pero este poder no es idéntico al que estabiliza el sistema por dentro. Es sabido que Margaret Thatcher trataba a los sindicatos como “el enemigo interior” y les combatía de forma agresiva. La intervención violenta para imponer la agenda neoliberal no tiene nada que ver con el poder estabilizador del sistema.
El poder estabilizador de la sociedad disciplinaria e industrial era represivo. Los propietarios de las fábricas explotaban de forma brutal a los trabajadores industriales, lo que daba lugar a protestas y resistencias. En ese sistema represivo son visibles tanto la opresión como los opresores. Hay un oponente concreto, un enemigo visible frente al que tiene sentido la resistencia.
El sistema de dominación neoliberal está estructurado de una forma totalmente distinta. El poder estabilizador del sistema ya no es represor, sino seductor, es decir, cautivador. Ya no es tan visible como en el régimen disciplinario. No hay un oponente, un enemigo que oprime la libertad ante el que fuera posible la resistencia. El neoliberalismo convierte al trabajador oprimido en empresario, en empleador de sí mismo. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona. También la lucha de clases se convierte en una lucha interna consigo mismo: el que fracasa se culpa a sí mismo y se avergüenza. Uno se cuestiona a sí mismo, no a la sociedad.
Es ineficiente el poder disciplinario que con gran esfuerzo encorseta a los hombres de forma violenta con sus preceptos y prohibiciones. Es esencialmente más eficiente la técnica de poder que se preocupa de que los hombres por sí mismos se sometan al entramado de dominación. Su particular eficiencia reside en que no funciona a través de la prohibición y la sustracción, sino a través del deleite y la realización. En lugar de generar hombres obedientes, pretende hacerlos dependientes. Esta lógica de la eficiencia es válida también para la vigilancia. En los años ochenta, se protestó de forma muy enérgica contra el censo demográfico. Incluso los estudiantes salieron a la calle. Desde la perspectiva actual, los datos necesarios como oficio, diploma escolar o distancia del puesto de trabajo suenan ridículos. Era una época en la que se creía tener enfrente al Estado como instancia de dominación que arrebataba información a los ciudadanos en contra de su voluntad. Hace tiempo que esta época quedó atrás. Hoy nos desnudamos de forma voluntaria. Es precisamente este sentimiento de libertad el que hace imposible cualquier protesta. La libre iluminación y el libre desnudamiento propios siguen la misma lógica de la eficiencia que la libre auto-explotación. ¿Contra qué protestar? ¿Contra uno mismo?
Es importante distinguir entre el poder que impone y el que estabiliza. El poder estabilizador adquiere hoy una forma amable, smart, y así se hace invisible e inatacable. El sujeto sometido no es ni siquiera consciente de su sometimiento. Se cree libre. Esta técnica de dominación neutraliza la resistencia de una forma muy efectiva. La dominación que somete y ataca la libertad no es estable. Por ello el régimen neoliberal es tan estable, se inmuniza contra toda resistencia porque hace uso de la libertad, en lugar de someterla. La opresión de la libertad genera de inmediato resistencia. En cambio, no sucede así con la explotación con la libertad. Después de la crisis asiática, Corea del Sur estaba paralizada. Entonces llegó el FMI y concedió crédito a los coreanos. Para ello, el Gobierno tuvo que imponer la agenda liberal con violencia contra las protestas. Hoy apenas hay resistencia en Corea del Sur. Al contrario, predomina un gran conformismo y consenso con depresiones y síndrome de burnout. Hoy Corea del Sur tiene la tasa de suicidio más alta del mundo. Uno emplea violencia contra sí mismo, en lugar de querer cambiar la sociedad. La agresión hacia el exterior que tendría como resultado una revolución cede ante la autoagresión.
Hoy no hay ninguna multitud cooperante, interconectada, capaz de convertirse en una masa protestante y revolucionaria global. Por el contrario, la soledad del autoempleado aislado, separado, constituye el modo de producción presente. Antes, los empresarios competían entre sí. Sin embargo, dentro de la empresa era posible una solidaridad. Hoy compiten todos contra todos, también dentro de la empresa. La competencia total conlleva un enorme aumento de la productividad, pero destruye la solidaridad y el sentido de comunidad. No se forma una masa revolucionaria con individuos agotados, depresivos, aislados.
No es posible explicar el neoliberalismo de un modo marxista. En el neoliberalismo no tiene lugar ni siquiera la “enajenación” respecto del trabajo. Hoy nos volcamos con euforia en el trabajo hasta el síndrome de burnout (fatiga crónica, ineficacia). El primer nivel del síndrome es la euforia. Síndrome de burnout y revolución se excluyen mutuamente. Así, es un error pensar que la multitud derroca al empire parasitario e instaura la sociedad comunista.
¿Y qué pasa hoy con el comunismo? Constantemente se evocan el sharing (compartir) y la comunidad. La economía del sharing ha de suceder a la economía de la propiedad y la posesión. Sharing is carin (compartir es cuidar), dice la máxima de la empresa Circler en la nueva novela de Dave Eggers, The Circle. Los adoquines que conforman el camino hacia la central de la empresa Circler contienen máximas como “buscad la comunidad” o “involucraos”. Cuidar es matar, debería decir la máxima de Circler. Es un error pensar que la economía del compartir, como afirma Jeremy Rifkin en su libro más reciente La sociedad del coste marginal nulo, anuncia el fin del capitalismo, una sociedad global, con orientación comunitaria, en la que compartir tiene más valor que poseer. Todo lo contrario: la economía del compartir conduce en última instancia a la comercialización total de la vida.
El cambio, celebrado por Rifkin, que va de la posesión al “acceso” no nos libera del capitalismo. Quien no posee dinero, tampoco tiene acceso al sharing. También en la época del acceso seguimos viviendo en el Bannoptikum, un dispositivo de exclusión, en el que los que no tienen dinero quedan excluidos. Airbnb, el mercado comunitario que convierte cada casa en hotel, rentabiliza incluso la hospitalidad. La ideología de la comunidad o de lo común realizado en colaboración lleva a la capitalización total de la comunidad. Ya no es posible la amabilidad desinteresada. En una sociedad de recíproca valoración también se comercializa la amabilidad. Uno se hace amable para recibir mejores valoraciones. También en la economía basada en la colaboración predomina la dura lógica del capitalismo. De forma paradójica, en este bello “compartir” nadie da nada voluntariamente. El capitalismo llega a su plenitud en el momento en que el comunismo se vende como mercancía. El comunismo como mercancía: esto es el fin de la revolución.(Byung-Chul Han, ¿Por qué no es posible la revolució?, El País, 3/10/2014).
Aunque está claro que
Han no es un nuevo
Heidegger ni otro
Deleuze, y tampoco se presenta así, no parece muy justo responder de manera "sumaria", ni siquiera en el bazar de bisutería llamado Facebook, a un texto (largo, para el tamaño actual de los mensajes) que maneja argumentos. En la hostilidad seca de la izquierda ante
Han, como antes ocurrió con
Baudrillard y otros, es como si estuviéramos pontificando para los ya convencidos: se le acusa de pesimismo político, de cinismo, de complicidades con el neoliberalismo y su "fin de la historia", etc. Pero con este automatismo estamos confirmando la circulación endogámica que precisamente denuncia
Han en la cultura capitalista. Si ninguna alternativa puede escuchar argumentos incómodos, tomarlos en serio y sopesarlos, entonces las perspectivas de algún cambio (que permita pensar que las "alternativas" no son parte del sistema) son más estrechas todavía de lo que
Han pensó.
Desde fuera, nuestra respuesta habitual ante lo anómalo parece realizar la operación básica de mantener unida a la tribu. En el caso de
Han, se trata de consumar la función sectaria de la ideología: conseguir que los que no han leído a
Han, la inmensa mayoría de militantes que ponen sus "likes", no se les pase por la cabeza intentarlo. Una vieja historia, por tanto: la ideología como coartada para ignorar, sin complejo de culpa, y mantener la seguridad partidaria.
En realidad, no es justo colocar a
Han en la lista de los pensadores cómplices con el neoliberalismo y la ideología imperial triunfante. Los cuatro o cinco libros que conocemos en España de este autor pueden tener varios defectos, pero no otros. En sus textos no hay ni una sola línea de complacencia con la democracia capitalista como
Summa final de la historia. Fijémonos en un momento de
En el enjambre, un libro posiblemente menor comparado con
La sociedad del cansancio o
La agonía del Eros: "La cultura digital descansa en los dedos que cuentan. Historia, en cambio, es narración. Ella no cuenta. Contar es una categoría
posthistórica. Ni los
tweets se cuentan para dar lugar a una narración. Tampoco la
timeline narra ninguna historia de la vida, ninguna biografía. Es aditiva, no narrativa" (p. 60). Etcétera.
Pero es que, además, el texto publicado por
Han en El País presenta dos críticas distintas al capitalismo, la de él y la de
Negri.
Han acusa incluso a
Negri de ser desoladoramente ingenuo en su crítica. Según su punto de vista el "fin de la Historia", el final de las posibilidades de un cambio profundo, estaría del lado de
Negri. Lo que
Han denuncia en toda una onda política alternativa, no sólo en
Negri, es ignorar la profunda implicación del capitalismo, como cultura, en el consenso numérico contra la negatividad, contra un afuera real que para él, por sus lazos con
Heidegger y con otros, sigue siendo referencial. El conjunto de la cultura, incluida su ala alternativa, funciona según
Han en una especie de circuito cerrado. Aunque sea múltiple y de geometría variable, con sus venas abiertas al espectáculo urbano, la cultura capitalista funciona sin ninguna relación con la exterioridad. En tal sentido,
Han acusa a
Negri y su órbita de trabajar para el
fin de la Historia. Cosa que, dicho sea de paso, no está tan lejos de aquel argumento de
Tiqqun (y antes, de
Deleuze y
Foucault) contra buena parte de la izquierda alternativa.
Han denuncia en este nuevo "comunismo" que está en boga un mero simulacro para consumo interno, una fiesta alternativa que reanima el poder mundial del Imperio. Como si dijera, que no lo dice: donde no llega el Tea Party, llegarán los Simpson, pero el odio al afuera se mantiene.
Relajados, progresistas de izquierda comparten caros Godello en las terrazas de la Ría de Arousa. Después, en septiembre, vuelve el prestigio caciquil de la Universidad, las nuevas tecnologías y sucomunitarismo virtual, las asambleas digitales con votación instantánea. Más tarde el apoyo de las redes sociales y las cadenas privadas de televisión, aunque a veces rocen la telebasura. ¿Puede venir de aquí una Revolución pendiente? El propio Lenin se partiría de risa con este "asalto al cielo" desde las terrazas de agosto y los pisos altos de las Facultades de Políticas o Sociología. Precisamente una de las argumentaciones de
Han es que las mil aberraciones que padece a diario la panorámica occidental provienen de un exceso de cielo. Habría que buscar, seamos obreros o profesores, nuevas vías para la dureza de la negatividad, sin la cual no hay ninguna visión, ninguna experiencia real ni autonomía.
Handke y otros estarían de acuerdo en que el afuera es compatible con luchar materialmente por las reivindicaciones sectoriales. Pero, sobre todo, dirían que es obligado abrir vías anímicas con la alteridad rechazada en nuestras vidas. Abrir grietas arcaicas en nuestro automatismo
smart: ¿es esta idea intolerable para nuestros delicados oídos radicales?
Refrito, se dice de
Han. Sí, y esto es lo grave. Cuando nadie se acuerda ya de
Heidegger o de
Levinas, tampoco de
Hegel, aparece en Alemania un señor de origen surcoreano (el dato es importante) que, con un buen refrito del romanticismo europeo, vuelve a decir algunas verdades elementales. Entre ellas, ésta: nuestras enfermedades masivas "son infartos ocasionados no por la negatividad de lo otro inmunológico, sino por un exceso de positividad". Refrito guiado, entonces, por una intuición potencialmente muy popular, la fidelidad al exterior olvidado en el orden social imperante.
Han insiste en la implicación profunda de la subjetividad occidental (habla más de Europa y Norteamérica que de Colombia o Argentina) en el mantenimiento del orden establecido, un poder que tiene en la exclusión de lo real su piedra de toque.
Nada entonces de un fin de la historia. Precisamente la negatividad reprimida de la que habla
Han, este cierre de la historia en un fin ilusorio, anuncia nuevas catástrofes, una hilera de historias demoníacas. Y esto incluso cuando "todo va bien", en medio de nuestro confort. El exceso de positividad supone de hecho una promiscuidad de las ideologías y de las clases, unafusión neuronal en un gigantesco conglomerado que desvanece cualquier posible ruptura. Fijémonos cómo, en el llamado Primer Mundo, se integran gradualmente los distintos movimientos indignados. Recordemos el efecto invariablemente conservador o reformista de los más virulentos movimientos sociales, y a veces del propio terrorismo. A su manera minimalista, el autor de
La sociedad del cansancio llama la atención sobre lo que queda fuera de la permanente voluntad de crisis y reforma que es consustancial al capitalismo.
No parece que
Han, dentro de sus límites, colabore con el horizonte de un tiempo histórico caducado, en el cual no se podría provocar ninguna subversión. En su reivindicación metafísica de la "negatividad" absoluta, su posición nada tiene que ver con la complacencia de
Fukuyama en un fin de la historia que enseguida se mostró un completo fiasco, pues jamás ha habido más conflictos que desde la caída del Muro. Más bien parece que
Han denuncia el complot de los intelectuales (políticos, profesores, comunicadores, expertos), la laya descarada de los nuevos amos contra los que hablaba
Deleuze, para que esos mil conflictos que se relevan puertas adentro no se precipiten en una metamorfosis real. Tal extremismo de centro, frente a la tierra, impide que las luchas que a diario recorren Alemania, Italia o España confluyan en algo distinto a engrosar las filas del imperio, y a veces con sangre muy fresca.
Han habla contra un "fin de la historia" pactado por el conjunto del espectro político, pacto que él sitúa en lasolución final que nuestra elite ha impuesto a una vieja exterioridad. Y pone tal claudicación en todo el abanico ideológico, de derecha a izquierda, unido contra la indefinición de la existencia y el fondo de los pueblos. De ahí que piense que la palabra revolución, omnipresente en el mercado informático y en el espectáculo social, es un arma retórica de nuestra endogamia neuronal.
Sharing is caring. Contra los liberales tipo
J. Rifkin, para
Han compartir es hacer circular, de modo masivo y personalizado, el olvido de la negatividad. Compartir escuidar nuestro retiro de la alteridad que es eje de la presencia real. Ante ella nos enredamos: aislados e hiperconectados, vivimos solos para estar más juntos. Se comparte el narcisismo, el aislamiento de los perfiles que suman "amigos".
Han habla contra la prisión de régimen abierto que es la era del acceso. Una prisión múltiple, es cierto, tan flexible como nuestras cien franjas horarias. Si el
real time es la obsesión del sistema es porque el poder debe confundirse hoy con el control del tiempo (un tiempo que nunca ha sido más escaso), 24 horas al día y 7 días a la semana. En resumidas cuentas,
La sociedad del cansancio y los otros libros luchan contra el ideal de la informática, por fin expandido al individualismo nómada, a nuestro sedentarismo portátil.
En este aspecto, sin decirlo abiertamente,
Han denuncia una americanización de la vieja Europa, en una línea no muy lejana de la de
Heidegger,
Deleuze o
Baudrillard. ¿Es una revuelta metafísica incompatible con la fidelidad moral y política a las necesidades populares? En absoluto. Radicaliza esa fidelidad popular, como hizo
Sartre y tantas figuras de otras décadas, un poco menos castradas que ésta.
¿No es finalmente el turbocapitalismo un ordenrevolucionario desde hace mucho, partidario de derribar los últimos tabúes? Ya en el siempre olvidado
Post-Scriptum,
Deleuze ponía lo más pérfido del control mundial en el movimiento enrollado, en la ondulación incansable y alternativa, no en el quietismo rancio de antaño.
Han será un conservador, más cercano tal vez a
Pasolini que a
Foucault, pero jamás un neoliberal: quiere conservar lo otro entre nosotros, el demonio del afuera. ¿Es esto, tal como está el patio, un pecado mortal? Situarlo en la órbita de la ideología capitalista es como poner a
Deleuze,
Foucault y
Baudrillard, que han hablado de la fusión del control con la geometría variable de los espacios abiertos, en la órbita del neoliberalismo. A todas luces, valga la expresión, parece excesivo.
La agonía del Eros no está lejos de otra idea: la exterioridad que rechazamos dentro se manifiesta también en el odio que mantenemos a los otros pueblos y culturas de la tierra. Confiamos en nuestra masa interconectada, en nuestra multitud cooperante. Cuando tal multitud aparece por fuera, en Egipto o Colombia (en los pueblos conectados, no por el aislamiento puritano de perfiles sumados, sino por una proximidad analógica y mortal) todas nuestras alarmas y armas se disparan. El pueblo es justamente lo que nos repugna, lo que despreciamos como antidemocrático, tiránico y atrasado.
¿Qué quedó de aquellos deliciosos días de incertidumbre mediática en torno al 15-M? Tal vez otro partido más. Bienvenido. No obstante, por valiosa que sea su fuerza reformista, ¿cuánto durará bajo la sobreexposición de nuestra positividad? Un ejemplo colateral: Teresa Ramos sobrevivió al Ébola, incluso al gobierno. Enhorabuena. La pregunta siguiente es: ¿cómo, con qué anticuerpos sobrevivirá a la información? ¿Se convertirá en otra estrella mediática o tendrá sencillamente que desaparecer? Preguntémonos por qué nuestra enfermedades se hacen crónicas (la depresión, el pánico, el cáncer...), alimentando series de televisión que se convierten en objetos de culto. Es lo que este modesto pensador surcoreano ve tras el
síndrome de burnout, con su sorda denegación de lo ocurrido. Solo desde nuestra fatiga crónica, y nuestro aburrimiento compartido, las asambleas digitales parecen un nuevo Octubre Rojo. ¿No sería mejor reconocer de una vez, para que alguna revolución sea posible un día, que nuestro actual horizonte interactivo es plano frente al ser de la tierra?
Esta es aproximadamente la posición moral de este modesto pensador coreano. Por tal razón es harto improbable que en nuestro patio católico, de derecha y de izquierda, provoque otra cosa que bostezos hostiles y silencio.
Ignacio Castro Rey,
Tríptico de octubre, fronteraD, 25/10/2014