El Roto |
La erosión de lo cotidiano está minando este país, y es obvio que me estoy refiriendo a Catalunya. Porque la obligación ética, que apenas si tiene que ver con la moralidad o el compromiso ciudadano, tan citados hace décadas, ahora se limita a lo esencial, y lo esencial es la pregunta más estúpida que en apenas dos años hizo suya la casta para perpetuarse: ¿es usted independentista? Para los que vivimos el Euskadi de la década de los ochenta, las conversaciones empezaban, y en ocasiones terminaban, de manera similar: “¿Tú eres abertzale o españolista?”.
Escribir para un público amplio se ha convertido en un ejercicio de estilo en el que el firmante debería añadir, a nombre y apellido, una apostilla: “Este texto que ustedes leen está redactado en el benéfico estilo de Tartufo”. Es decir, no es todo lo que pienso, ni siquiera la mitad de lo que pienso, pero es la única manera de no tener problemas y que no te increpen los talibanes de la nueva verdad histórica reforzada por sus historiadores más eminentes -el viejo maestro Josep Fontana se ha vuelto muecín de mezquita (almuédano, se decía en castellano antiguo) y ha proclamado que los catalanes históricamente somos superiores a los castellanos, que no merecen ni que se les explique su inferioridad; una idea que tuvo ya gran éxito en África del Sur. Por tanto estamos en el brete de corregir lo intempestivo por lo tartufesco.
A mí me hubiera gustado escribir sobre un magnífico libro que está pasando sin pena ni gloria. De título poco feliz y además con 500 páginas. Humo humano, del norteamericano Nicholson Baker (Editorial Debate), una auténtica exhibición de talento literario, periodístico e histórico sobre cómo los poderes fácticos manejaron la preparación y extensión de la Segunda Guerra Mundial. Pero por más fascinante que me parezca este libro, el lector habitual consideraría este guiño a ampliar los horizontes de nuestros debates, y por tanto de nuestra cultura, como escapismo. El columnista se arruga y no se atreve a tocar lo que realmente está pasando: nuestro proceso, que cada vez tiene menos elementos políticos y cada vez se inclina más hacia lo kafkiano.
Por tanto, no nos queda más remedio que volver a nuestras ruedas de molino y soportar la mirada oblicua de los controladores. Contra el enemigo vale todo, pero ¡ojito con ofender a los nuestros! Lo más llamativo de la situación que vivimos en Catalunya es la desaparición de la izquierda. Desde la más ortodoxa, que representaba el propio Josep Fontana, conspicuo estalinista y rojo oficial, al que en su momento sus colegas universitarios, siempre tan solidarios, negaron la categoría de “catedrático emérito” -deberían volver a reunirse y corregir la pifia ahora que es de los nuestros y en grado superlativo-. Sugiero la lectura de su reciente entrevista en El Periódico de Catalunya, de la que aún me cuesta dar crédito, pero que quizá ayude a adentrarse en la paranoia que vivimos y de la que va a ser difícil salir. Porque el nacionalismo, en general, no sería nada sin la aportación de los historiadores. Y ahí está una diferencia capital que coloca a la literatura en un lugar de excepción. Un escritor de fuste que pretenda representar a un país debe escribir bien, un historiador académico, por la esencia de su ser, puede pensar con las orejas y escribir con el culo.
La disolución de la izquierda en Catalunya viene de lejos. El pujolismo la trabajó con esmero, aunque, para ser objetivos, se lo pusieron tan fácil que bastaba una oferta y ya se convertían en intelectuales transversales. Es un fenómeno que no sólo ocurrió aquí sino en toda España. La traición de los clérigos, el libro tan citado y sobrevalorado de Julien Benda, felizmente muy poco leído, aquí debería denominarse La fragilidad de las conciencias intelectuales.
Catalunya, que fue con toda seguridad el semillero más importante de la inteligencia española durante varias décadas, habría de sufrir, o de gozar, depende del ángulo con que se mire, las más llamativas transformaciones. Si me pusiera a citar nombres, además de que aumentaría algebraicamente el número de indignados, apenas si tendría espacio para más (con minúscula). Baste citar uno, emblemático, que además ocupa la Conselleria de Cultura, Ferran Mascarell, que pese a ser un intelectual ágrafo, sin obra, especie abundante en nuestra cultura local, representa perfectamente lo que quiero expresar.
No es sólo una cuestión de las élites de la inteligencia, lo que sería grave pero no letal, sino que afecta a los militantes de formaciones radicales y no digamos a los sindicatos, auténticos sustentos del poder hasta grados insospechados; aquí y allá. Con la diferencia de que aquí eran más potentes y estaban más imbricados en las luchas de clases -disculpen el arcaísmo-, ya fuera en fábricas que hoy no existen o en asociaciones de vecinos hoy devenidas en “amicales de excursionistas”. La izquierda en pleno de Catalunya, la que aparece en los papeles, no me refiero a lo oculto que aún está por ver lo que puede dar de sí, esa izquierda reconocida no tiene otra preocupación que la institucional. ¿En qué se diferencia Convergència de la CUP, por ejemplo? En nada que sea fundamental, porque para ambas en este momento el objetivo es el mismo, la independencia; lo demás es letra pequeña.
Fíjense si esto es así, que ninguno de los supuestos implicados en la estafa económico-moral de Jordi Pujol y su Sagrada Familia ha tenido el más mínimo inconveniente en que sea el máximo dirigente de la CUP, David Fernández, el que presida la investigación parlamentaria. Eso no sería posible si fuera un adversario, pero resulta pertinente cuando se trata de un colega solidario.
Y qué decir del grupo más enraizado en la historia de la izquierda catalana, el heredero del PSUC, el partido más importante que tuvo Catalunya durante más de 40 años de historia reciente. Basta decir que su reconversión le llevó a denominarse Iniciativa por Catalunya, un apelativo que haría las delicias de la Liga Norte italiana y que revela algo muy simple: para ser aceptado en la nueva sociedad que fue creando CiU y el oasis pujoliano, había que pagar el peaje de la hegemonía nacionalista y conservadora, y eso exigía ser más nacionalista que los propios dominadores de las instituciones de la Generalitat.
La prueba del nueve fueron los dos gobiernos tripartitos, de cuyos polvos salieron estos lodos, siguiendo esa tradición histórica común a la izquierda europea en los momentos de debilidad: los mejores liquidadores de aquellos que ambicionan cambiar la sociedad son los que salieron de sus mismas filas. Son perfectos, porque asumiendo el papel de padres de la patria, nueva o vieja, no tienen ningún rubor en convertirse en implacables ejecutores de lo que los más conservadores no se atreverían a hacer. Por eso les contratan como verdugos con pedigrí. No les bastan los motivos, se sienten orgullosos de haber ido más lejos de lo que cualquier conservador hubiera podido llegar sin saltarse las reglas del juego y la legalidad vigente. Y así tenemos lo que podríamos llamar la paradoja catalana: los que por principio deberían defender los pisoteados derechos de los parados, de la sanidad, de los barrios abandonados, de la libertad de expresión… son los más fieros defensores de una independencia que manejarán los amos.
Gregorio Morán, Sobre la disolución de la izquierda, La Vanguardia, 25/10/2014