A mediados de los setenta del siglo pasado el sociólogo
Daniel Bell, en su libro
Las contradicciones culturales del capitalismo, puso sobre el tapete un diagnóstico de esas contradicciones y dos propuestas para superarlas que siguen siendo de actualidad. En cuanto al diagnóstico, las sociedades posindustriales necesitan para sobrevivir y mejorar que sus ciudadanos desarrollen la virtud de la civilidad, que estén dispuestos a trabajar por su comunidad política, y resulta difícil lograrlo cuando lo cierto es que en esas sociedades faltan proyectos y valores compartidos y reina una desigualdad profunda entre sus miembros. ¿Cómo pedir a quienes están situados en los escalones inferiores que se esfuercen por un bien supuestamente común, del que no participan? ¿Cómo pedir a los bien situados que se ocupen del bien común, y no sólo del particular, si no hay un proyecto compartido? Y, sin embargo, la cooperación de los ciudadanos es indispensable para construir una buena sociedad.
En aquellos años
Bell proponía dos caminos para superar esta contradicción y merece la pena reflexionar sobre ellos porque, aunque las circunstancias han cambiado, siguen abiertos como posibilidades. Uno consiste en promover en la comunidad política una religión civil; el otro, en bregar por la justicia social.
La religión civil es la religión de la ciudad, de la comunidad política. Desde tiempos remotos se entendía que cada ciudad tiene sus dioses, que luchan por defenderla frente a los dioses y los hombres de las demás ciudades. Fue
Maquiavelo quien vio en la religión civil una ayuda espléndida para construir una nueva república romana, contando milagros si es preciso, como la leyenda de Rómulo y Remo, y
Rousseau dedicó a ese tipo de religión un apartado en el penúltimo capítulo de
El contrato social. Tras haber meditado sobre los distintos aspectos de ese contrato por el que las personas pasan a ser ciudadanas de una comunidad política, se pregunta si no es dudoso que vayan a cumplir el pacto, y propone como medida necesaria para lograrlo recurrir a una religión que dote a los ciudadanos de una fe común y asegure desde ella su civilidad. No se trata de la religión del hombre, que le liga directamente con Dios, sino de la religión del ciudadano, la religión civil, que le liga a la polis.
Para construirla pueden seguirse dos procedimientos. O bien tomar una religión trascendente y convertirla en la religión de la ciudad, o bien dar a los símbolos de la comunidad política un halo sagrado. Es decir, dotar de un carácter sagrado a una determinada versión de la historia, a la bandera, al himno, a las fiestas, al pueblo, a la raza o la etnia, incluso al equipo de fútbol.
Las personas somos animales simbólicos, y esos símbolos, dotados de un carácter numinoso, que excede con mucho a sus soportes materiales, se inscriben en el terreno fértil de las emociones y hacen vibrar a quienes los comparten. Sintiéndose emocionalmente miembros de esa comunidad sagrada los que están siendo tratados de forma desigual olvidan que es así y trabajan con entusiasmo por una comunidad que sienten como suya. Con lo cual se va tejiendo emotivamente una voluntad común, aunque la desigualdad sea palmaria.
Ciertamente, es preciso tener en cuenta en cualquier proyecto social el valor de los símbolos, pero la religión civil es una solución premoderna, que ya no era de recibo en el siglo XVIII, cuando
Rousseau la propuso, no digamos en el siglo XXI. En nuestros días es bien claro que el Estado y la sociedad civil son los responsables de crear cohesión social, no con leyendas y milagros emotivos, sino poniendo en práctica la justicia social.
Y llegados a este punto conviene recordar que el
VII Informe sobre exclusión y desarrollo social en España, elaborado por FOESSA y auspiciado por Cáritas, arroja unos datos escalofriantes, que se han convertido en la primera preocupación de los españoles, y deberían serlo de cualquier partido político que aspire a gobernar. La población excluida representa el 25%, cinco millones se encuentran en exclusión severa, y de entre los excluidos, el 77,1% está excluido del empleo, el 61,7% de la vivienda y el 46% de la atención sanitaria.
Naturalmente, el barómetro del CIS de septiembre 2014 refleja que ésas son las principales preocupaciones de los españoles: el paro, la corrupción y el fraude que roban recursos públicos, los partidos políticos y la situación económica. Pero otros temas son igualmente urgentes, porque afectan a derechos humanos, por poner un solo ejemplo, el caso de la inmigración. Es doloroso que Europa no se preocupara de la ingente cantidad de africanos que moría por el ébola y, sin embargo, encontrara rápidamente dinero para intentar hacerle frente en cuanto la posibilidad de contagio cruzó el Estrecho de Gibraltar. Construir soluciones con altura humana para los inmigrantes en el marco de la Unión Europea es uno de los retos ante los que Europa no puede mirar hacia otro lado.
Abordar cuestiones como éstas es el proyecto que puede crear civilidad honradamente. Los partidos que se ocupen prioritariamente de ellas habrán tomado la política en serio.
Adela Cortina,
¿Religión civil o justicia social?, El País, 27/12/2014