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Alexander Luria |
La psicología es una ciencia fascinante por muchas razones, una de las cuales es encontrarse atravesando por una especie de adolescencia, de la que tiene muchos síntomas. El hecho de no estar aún bien consolidada como disciplina científica «adulta» la hace indiscutiblemente todavía más atractiva; no solo se debate entre un arsenal de incertidumbres y complejos sobre su propia naturaleza (del cual es muy evidente el de la «bata blanca»), sino que se abren multitud de apasionantes incógnitas sobre su propio objeto de estudio, que van cambiando casi a diario dada su amplitud y complejidad. El resultado es un crecimiento desigual, confuso en ocasiones y conflictivo, como si se tratara de una pubertad en la que uno ha de encontrar su lugar en el mundo atormentado por preguntas existenciales.
Algunas de ellas han generado agrias polémicas, cismas y corrientes divergentes, como la clásica cuestión alrededor del individualismo frente al peso del cuerpo social en el desarrollo de la persona: ¿cómo influye la colectividad en la que crecemos en nuestro propio desarrollo psicológico? ¿Hasta qué punto somos «libres» de elegir o en cambio somos criaturas restringidas por nuestra época y cultura? No hace falta tener un máster para encontrarle las cosquillas políticas a este problema, lo que contribuye a complicarlo aún más. El caso es que si nos arremangamos para profundizar en esto nos tropezamos con otro de los ejes principales en que psicólogos, investigadores y aficionados se tiran los trastos a la cabeza. ¿Qué es lo que puede estudiar satisfactoriamente la psicología? El acercamiento cientifista parte de aquello observable, del sustrato biológico y se centra únicamente en procesos básicos como atención, memoria o el estudio de las funciones cerebrales hurgando en los sesos de la gente. Sin embargo, hay un abismo que separa todavía lo que conocemos en este terreno de los procesos psicológicos superiores, tan subjetivos e inatacables ellos, como el pensamiento, la abstracción o el lenguaje. Pues bien, resulta que en la época y el lugar más insospechado tuvo lugar un único e irrepetible estudio alrededor de estos asuntos de resultados bastante interesantes. Estoy hablando nada menos que de Uzbekistán, 1931.
Sí, amigos, en la antigua Unión Soviética se pone de manifiesto esta cuestión y además lo hace en formas bastante peligrosas, por lo que astutamente he elegido este escenario de emociones fuertes y montañas … rusas —risas en lata aquí— para ilustrarla. Dedicarse a la ciencia en la URSS podía meterte en graves aprietos si cometías la torpeza de centrarte exclusivamente en tu trabajo y no atender a las implicaciones políticas de las conclusiones, por lo que la investigación se convertía en una especie de ruleta…rusa. Ya, ya paro, prometido.
A falta de teología con la que discutir sobre sexo de los ángeles, la psicología podía resultar comprometida por poner en entredicho o interpretar libremente alguno de los supuestos teórico-prácticos fundamentales del marxismo. Y ya saben lo que pasa cuando uno ataca las bases del dogma: tomar postura en este debate te podía costar muy caro, ya que sugerir una vía alternativa a la doctrina oficial conllevaba sorpresitas en forma de ostracismo, condena y olvido. El Partido podía borrarte de la foto de un plumazo, camarada, esgrimiendo la espantosa acusación de «idealista», que aunque parezca ridículo era un asunto muy serio. Así que los grandes de la disciplina en la URSS tuvieron que hacer juegos malabares para poder seguir dedicándose a la investigación de lo suyo.
Y el caso es que los grandes de la psicología soviética eran bastante grandes. Al estallar la revolución y fundarse la nueva sociedad sobre principios marxistas, oficialmente la doctrina era el materialismo dialéctico. Si se fijan bien, materialismo implica conocimiento sobre la realidad material basado en la experimentación, mientras que la dialéctica —tesis, antítesis y síntesis de
Hegel— tiene una dimensión social del tamaño de la catedral de Burgos. Esta discrepancia abre la pregunta de cómo se transforma un pequeño bebé soviético, todo biológico y material él, en un socialista inserto adecuadamente en la colectividad. Como fuere que
Marx pasó de considerar este asunto, la dirección del Partido decidió que ni puñetera falta que hacía: el Instituto de Ciencias de la URSS determinó que la única línea a seguir eran los estudios de
Pavlov sobre reflexología, más conocidos como los de perritos salivando. Así que solo la psicología fisiológica era científica y marxista, curioso y paradójico paralelismo con la por entonces naciente corriente conductista en los EE. UU.
Y aquí aparece un señor genial,
Lev Vygostki, a llevar la contraria. Sin haber completado unos estudios formales de psicología,
Vygotski puso patas arriba la comunidad científica de su época. Y eso que tuvo tiempo limitado, ya que murió de tuberculosis con treinta y siete años. Lector de
Freud y
Piaget, además de interesado en filosofía, literatura y teatro, propuso un modelo conocido como psicología socio-histórica, que defiende a grandes rasgos que el desarrollo intelectual y el aprendizaje del lenguaje en el niño no son un todo sino que corren paralelos, siendo este último no solo una herramienta para comunicarse con los adultos, sino para interiorizar la cultura de los que le rodean y desarrollar así su pensamiento racional. Esto a
Vygotski le parecía mucho más marxista, dónde va a parar, pero las autoridades comunistas no estuvieron de acuerdo. Aquello no era científicamente comprobable y más bien poco «materialista», por lo que su obra cayó en el olvido hasta hace pocas décadas en que se descubrió en Occidente la versión
uncensored. Paradójicamente, la dimensión social de la psicología no interesaba en un estado socialista.
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Lev Vygotski |
Sin embargo, pocos años antes de fallecer en 1934, ideó un experimento crucial junto con sus colegas Leontiev, Zajárova y especialmente el gran
Alexander Luria, que finalmente fue quien lo dirigió porque Lev no andaba fino de salud. Este neuropsicólogo se convirtió en uno de los más ilustres investigadores de la URSS y fue frecuentemente invitado a congresos internacionales; durante muchos años mantuvo correspondencia con
Oliver Sacks, con el que compartía su pasión por el estudio de las lesiones cerebrales. Precisamente fue este campo de estudio de
Luria, las lesiones cerebrales (para el cual contó con abundante material en cuanto estalló la Gran Guerra Patriótica), el que le permitió esquivar la prohibición que cayó sobre la obra de
Vygotski. Al fin y al cabo, el cerebro es una cosa material, ergo científica y marxista. También le ayudó mantener en secreto los resultados de su investigación en Asia Central, que no publicó hasta 1974 en el libro
Los procesos cognitivos. Análisis socio-histórico. Se dedicó a mantener pues un perfil más bien bajo teniendo en cuenta además que era judío —condición que se convirtió en delicada a mediados de los cuarenta— y psicoanalista, doctrina condenada por pequeñoburguesa por el PCUS.
Uzbekistán en 1931 era poco más o menos como la describe Borat: una región de Asia Central que permanecía prácticamente en el medievo, con una economía agraria, organización tribal, analfabetismo, islamismo y tradición por todas partes. La Revolución acababa de llegar allá de manos de técnicos del Partido, desembarcando con todas sus nuevas ideas sobre propiedad colectiva, marxismo y educación. Se construyeron escuelas, hospitales y carreteras con la misión de convertir a aquellas gentes en una sociedad moderna y socialista en una generación. Toda esta reforma de choque la pilotaba una minoría rusa instalada en la zona compuesta por intelectuales, ingenieros y profesionales. Así que era un escenario poco menos que único en el que convivían formas de vida tradicionales con otras propias de sociedades industrializadas. Todo un pastelito para unos investigadores sociales como
Marx manda.
El objetivo del estudio era precisamente comprobar las hipótesis de
Vygotski sobre el desarrollo de las funciones psicológicas superiores, en especial el pensamiento y el razonamiento abstracto. El procedimiento consistió en realizar un buen montón de entrevistas a campesinos, pastores de camellos y mujeres que vivían prácticamente encerradas en sus aldeas sin haber recibido ningún tipo de enseñanza, en las que se les planteaban algunos problemas lógicos a resolver. Los mismos problemas se requirieron también a campesinos incluidos en programas de alfabetización y misiones pedagógicas. Las respuestas de los primeros son bastante gráficas:
Abdurjamán, de treinta y siete años, aldea de Kashgaria.P: El algodón puede crecer solo donde hace calor y el clima es seco, en Inglaterra hace frío y humedad, ¿puede crecer allí el algodón?
R: No lo sé.
P: Piénselo.
R: Yo solo estuve en Kashgaria, no sé otra cosa.
P: ¿Pero de mis palabras se puede sacar alguna conclusión?
R: Si la tierra es buena allí, crecerá el algodón, pero si es mala y húmeda, no crecerá. Si es como en Kashgaria, también crecerá. ¡Si la tierra allí es blanda, claro que crecerá!
Campesino, treinta años:P: Todos los osos son blancos allá donde siempre nieva. En Novaya Zemlya siempre hay nieve. ¿De qué color son los osos allí?
R: Solo he visto osos negros y no hablo de lo que no he visto.
P: Pero, ¿qué implican mis palabras?
R: Si una persona no ha estado allí no puede decir nada en palabras. Si un hombre tuviera sesenta u ochenta años y hubiera visto un oso blanco y me lo contara, le podría creer.
Cuando les señalaban imágenes geométricas, los pastores uzbecos las nombraban como objetos de uso habitual, y agrupaban objetos en función no de categorías, sino de situaciones prácticas cotidianas. Los investigadores rusos encontraron que los campesinos analfabetos utilizaban un tipo de inteligencia práctica basada exclusivamente en su experiencia y eran completamente ajenos al razonamiento abstracto y los silogismos lógicos propios de aquellos que habían sido escolarizados.
Luria concluyó por tanto que mediante el aprendizaje se modificaban la estructura de los procesos cognitivos, desarrollando nuevas capacidades psicológicas. En otras palabras, que
Vygotski estaba en lo cierto y los procesos psicológicos están mediados culturalmente.
Este experimento no ha estado exento de críticas una vez que salió a la luz, algunas de ellas bastante fundamentadas, como el hecho de que los campesinos analfabetos se expresaran en uzbeco mientras que los funcionarios, investigadores y personal ayudante lo hacían en ruso; no se tuvo en cuenta si los sujetos eran bilingües o no, ni el hecho de que la educación formal fuera en ruso. Por otro lado, acudiendo a la teoría de
Vygotski, el propio
Luria se encontraría limitado por su propia subjetividad producto de su situación histórica y cultural y podría haber pasado por alto la relación social entre él y los sujetos. ¿Lo verían como peligro potencial? ¿O por el contrario tratarían de agradarle cooperando en exceso? ¿Podrían estar mediatizadas esas respuestas? También ha sido etiquetado como polémico, pero generalmente es una objeción desde la trinchera política opuesta, que en cuanto huele la palabra marxista lo ve todo rojo (valga la redundancia). Sin embargo, el estudio se ha replicado en otras condiciones (por ejemplo en Sudáfrica en 1984) obteniendo casi idénticos resultados.
Como se puede ver, la cuestión no está ni mucho menos resuelta, aunque sí parece que la tesis de los psicólogos rusos no anda desencaminada. Sin embargo, a pesar de que podían utilizarse para bendecir las políticas de colectivización agraria, los resultados de estas expediciones permanecieron ocultos y censurados por las autoridades estalinistas, por diversos motivos. No solo sostenían los «idealistas» postulados de
Vygostki, sino que el ascenso en Alemania del NSDAP empujó a la diplomacia soviética a negar cualquier tipo de teoría que afirmara diferencias raciales o nacionales… así que el estudio pasó a ser sospechoso de querer sugerir algo feo.
Luria sufrió pacientemente la censura hasta el deshielo de Jruschev y prosiguió pues por otros derroteros más fisiológicos, entre los que se encuentran el famoso caso del subteniente Zasetski, al que trató durante veintiséis años de las graves lesiones resultado del balazo que le destrozó la zona parieto-occipital izquierda del cerebro. O el de Solomon Shereshevsky y su memoria prodigiosa, que padecía una fuerte sinestesia que le dificultaba olvidar las cosas. Hay que reconocer no solo la brillante trayectoria científica de nuestro personaje en un contexto tan represivo y totalitario, sino también la fidelidad a sus orígenes intelectuales y a las tesis de su maestro. Nunca renunció a la psicología socio-histórica ni al psicoanálisis por mucho que tuviera que enterrarlo: se cuenta la anécdota de que Cesare Musatti, presidente de la asociación italiana de psicoanálisis, visitó Moscú y preguntó allí por el hecho de que esta disciplina estuviera vista como reaccionaria en la URSS mientras que en Italia se asociaba con la izquierda.
Luria le dio la versión oficial y al salir, fue al guardarropa y se puso el abrigo de Musatti, no se sabe si deliberadamente o en lapsus freudiano. Sí, podría ser accidental, pero hablamos de un congreso de psicoanalistas. Sea como fuere, el trabajo de
Luria siempre mantuvo un carácter global, más allá de la pura neurología y del reduccionismo biologicista, y nunca abandonó esa dimensión social y subjetiva sin la cual la investigación en psicología está pura y simplemente coja; sus descripciones detalladas de casos, al igual que los de
Sacks, son casi literarias. Luria no tuvo nunca problema en integrar ambos mundos, actitud imprescindible si uno desea acceder a una comprensión más completa de lo que constituye un ser humano.
Alejandro García,
Héroes de la psicología soviética: Luria y el experimento de Uzbekistán, jot down, 18/01/2015