Por supuesto, que un mundo de seres honrados y honestos, donde nadie robase, jamás se mintiese, en el que predominase la cooperación y el cuidado de los desvalidos, sería más vivible. Habría dinero para lo que parece que ahora falta: pensiones, hospitales, colegios y otros servicios públicos, además de para financiar infraestructuras, investigaciones científicas y logros culturales. Sin embargo, esta emotiva apelación a la cooperación y al abandono del egoísmo tiene, lamentablemente, una deficiencia. Un punto débil, una brecha por la que entra de nuevo la tentación del mal. Ya lo descubrió Platón, y en su diálogo Protágoras lo expone insuperablemente. Lo inteligente, lo sensato, no es la guerra de todos contra todos. En una situación de lucha despiadada urge la pacificación a través de la moral. Epicuro, unos años después de Platón, ya propugnaba una suerte de contrato social para mejorar la convivencia. Por tanto, nadie discute la necesidad de sustituir, en la medida de lo posible, los costosísimos sistemas de vigilancia por la convicción íntima de la necesidad de ser morales. Y si, ya en retirada la idea de un Dios que premia o castiga en otra vida, esta convicción ha de asentarse sobre la base de la racionalidad de la conducta moral desde el punto de vista de la teoría de la elección a partir de sopesar costes y beneficios, pues adelante con consideraciones de esta índole. Pero no conviene olvidar que, a la racionalidad así entendida de la vida moral, se superpone una racionalidad superior. Como descubrió Protágoras, lo que más conviene a un individuo es que todos los demás se comporten moralmente y él viva por encima de estas normas, siempre que no se sepa, que nadie descubra que es un outsider. Es el caso que pone de relieve el anillo de Giges, del que habla Heródoto y Platón utiliza en la República precisamente para contestar a la pregunta: ¿por qué hemos de ser justos? Según la tradición, el anillo tiene el poder de volver invisible a quien lo porta en su dedo cuando lo gira de forma que el engaste no quede hacia el dorso de la mano. El anillo mágico es imagen de la impunidad derivada de la invisibilidad. La posesión de esta joya cambia radicalmente las condiciones en que ha de aplicarse la teoría de la elección racional. Si las normas son todas condicionadas, mientras sean medios muy idóneos para conseguir una sociedad más agradable, lo inteligente es cumplirlas por el riesgo de ser descubierta su infracción. En el caso de que este riesgo desaparezca o se minimice, lo racional será incumplirlas, a la par que se preconiza su estricto cumplimiento por parte de los otros. Es la implacable lógica del tramposo, al que más que a nadie le interesa el respeto escrupuloso de las leyes (por parte de todos los demás). Buena parte de nuestra clase dirigente política y económica ha atendido a esta racionalidad. Se han creído poseedores del anillo de la invisibilidad y han procedido en consecuencia. Que sus cálculos resultasen erróneos –lo que está por ver– no quita un ápice a la racionalidad del principio que guió su conducta: «Obro egoístamente, a condición de que no se descubra, mientras que a la vez promuevo el comportamiento altruista de mis conciudadanos». Contra la tentación de aprovecharse de la honradez ajena, es mera pusilanimidad la advertencia epicúrea de que hay que ser honrados incluso cuando se tenga garantizada la impunidad, pues si cabe escapar al castigo de la sociedad, no cabe escapar al temor de ser castigado.
Juan José García Norro, Ética para todo y para todos, Revista de Libros, 19/01/2015 [www.revistadelibros.com]