Si hubiera que seleccionar la afirmación de
Immanuel Kant más conocida y celebrada, probablemente el honor recaería sobre la que sigue, extraída, como muchos sabrán, de su
Crítica de la Razón Práctica: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. No habría que descartar que, a simple vista, alguien que ignorara por completo el contenido de la aportación kantiana diera en pensar que, más allá de su indudable belleza, la frase en cuestión podría haber sido suscrita como aquel que dice casi por cualquier filósofo, sin que a nuestro ignorante se le hiciera evidente la razón por la que corresponde a un autor al que se suele describir como el protagonista de un giro copernicano en la historia de la filosofía..
A esta persona habría que decirle que lo específico del planteamiento de
Kant en las citadas palabras no reside en el qué sino en el cómo. Así, su actitud ante la desmesura de la naturaleza ni tiene su origen ni da lugar a afirmación alguna de carácter trascendental (por ejemplo, de signo religioso, como le sucedía a aquella anciana devota que, indefectiblemente, cuando veía su entorno iluminado por la estallido de luz de un rayo o se sentía intimidada por el estruendo de un trueno, exclamaba de inmediato: “¡el poder de Dios!”). Por el contrario, dicha desmesura constituye para el filósofo de Könisberg el mayor estímulo para emprender la tarea del conocimiento, eludida desde antiguo por las supersticiones de variado tipo con las que pretende romper la modernidad kantiana.
Modernidad que se sustancia en la invitación a que la humanidad se sacuda el peso de todo el oscurantismo que le ha aplastado durante siglos y entre de una vez en su mayoría de edad. O, si se prefiere decirlo de otra manera, a que el ser humano asuma la condición de protagonista de su propio destino, haciéndose cargo de manera decidida, consecuente y radical de su propia razón. ¿Por qué de esta manera? Porque es la razón la única arma propia que le permite enfrentarse no sólo al imperio del azar y de las leyes naturales (en vez de resignarse ante ellas), sino también a quienes, lejos de situar la ley moral en el ámbito de la conciencia, como afirmaba
Kant en la cita inicial, promueven esa específica forma de inhabilitación moral que es la heteronomía, esto es, la idea de que las normas de conducta nos vienen dadas (e impuestas) desde fuera, por alguna variante de legislador moral que decide (e impone) qué debemos hacer, qué está bien y qué está mal.
Ahora bien, el
giro copernicano llevado a cabo por Kant en el ámbito de la filosofía no se reduce a un cambio en la ubicación de las piezas, sino que comporta una profunda reconsideración en la manera de entenderlas. Porque ese ser humano que ahora ocupa el centro del escenario teórico, y sobre el que pasa a gravitar el entero universo del discurso y sus esferas, es pensado, en efecto, en términos autónomos y soberanos, pero sin que ello comporte perder de vista los límites y los condicionamientos de su protagonismo. De ahí que no encontremos en los textos kantianos sombra alguna de un progresismo banal o un optimismo bobo, que dieran por descontado -como si de una premisa indiscutible se tratara- que la humanidad progresa siempre hacia mejor.
Que haya o no ese específica mejoría que denominamos progreso dependerá, viene a decirnos
Kant, de la humanidad misma. O más exactamente, de si los hombres deciden que es bueno que lo haya y se arremangan a continuación para hacerlo realidad. Pero lo que podemos dar por seguro es que poco progreso de este tipo se producirá si continuamos aceptando la heteronomía, plegándonos acríticamente ante unas normas y criterios que, tras su rotunda y solemne apariencia de necesidad (y, a estos efectos, tanto da que ésta sea divina, histórica o de cualquier otro tipo), como designios de una instancia cuasi sagrada, esconden la más frágil e interesada contingencia. Y si a alguien este lenguaje le resulta abstruso y no termina de entender exactamente a qué se está haciendo referencia, le sugiero que vaya a Youtube y vuelva a ver el impagable gag de
La vida de Bryan en el que a un torpe Moisés se le cae al suelo, haciéndosele hace añicos, una de las tres tablas de la ley entregadas por Dios, lo que le obliga a reducir sobre la marcha los quince mandamientos originarios al decálogo famoso que todos hemos conocido.
A algunos tal vez se les hiele la sonrisa en los labios al caer en la cuenta del escaso fundamento de aquello en lo que creyeron durante tanto tiempo, pero a otros más les valdría que no se rieran demasiado (la heteronomía, compañeros, se dice de muchas maneras).
Manuel Cruz,
Entre el corazón y las estrellas, El País, 07/02/2015