Este artículo fue publicado originalmente por el autor en
El Correo ExtremaduraPese a su vulgaridad, tiene cierto interés el reproche lanzado estos días a los miembros de la CUP, tras haber vetado la investidura de Mas en Cataluña. Se les ha acusado (desde Junts pel Si, pero también desde sectores de la propia CUP) de dos cosas: de “
anteponer la ideología a la independencia”, y de ser “
incapaces de pactar con alguien que piensa diferente”. Es interesante, digo, porque con estas dos frases se resumen dos componentes ideológicos de la atmósfera política que respiramos: el casi absoluto
desprecio a las ideas, y el
pragmatismo como omnímodo principio democrático.
Cuando se le objeta a la CUP que
antepone su ideología a la independencia se está asumiendo que la
independencia no es ella misma un producto ideológico, sino algo más radicalmente valioso,
algo por encima de toda ideología, un
bien común indiscutible que está más allá de la vil y humana política (siempre condenada a la controversia ideológica). Este desprecio a la ideología parece presuponer que hay algo por ahí mucho más valioso que las ideas; algo que – por ser de naturaleza no ideológica – no se debería poder pensar, ni razonar, ni discutir, sino solo creer, sentir o contemplar como una suprema evidencia.
Así, el nacionalismo (cualquiera, no solo el catalán, también el español) intenta colarnos la idea de que él mismo
no es una idea política más, sino, más bien, una suerte de
derecho natural (el Derecho de Autodeterminación de los Pueblos, el Principio de la Indivisible Unidad de la Patria), racionalmente inatacable y que hay que acatar, por tanto, como una revelación sostenida por pura voluntad (la
voluntad de poderque presuntamente asiste a los Pueblos) o por una emoción inefable e infalible (atada a su correspondiente imaginario
arcádico y patriótico).
Pero el dogmatismo nacionalista no es el único síntoma del desprecio a las ideas y el culto al irracionalismo en el ámbito político. Otro, muy claro, y complementario, es el
pragmatismo, que, en sentido ancho y común, significa
hacer todo lo que sea útil (es decir: pactar todo lo que sea necesario)
para lograr lo que nos proponemos (fines que también se suponen trascendentes al debate ideológico). La idea de
pacto (acuerdo, contrato...) está en el origen de la democracia moderna, y parte del principio – discutible, pero atractivo para la mayoría – de que
la coincidencia entre los intereses socialmente en juego es esencial o prácticamente imposible. Dado que, por nuestro egoísmo consustancial, carecemos, casi, de intereses comunes – se dice –, la razón (que sería un simple
instrumento al servicio de tales intereses) no es útil para lograr la armonía social. Así:
como ni tú me vas a convencer ni yo te voy a convencer a ti, solo queda negociar: yo cedo en A a cambio de que tu cedas en B, siendo A y B inversamente proporcionales a la fuerza de la mayoría que asiste a cada uno. La idea de que “todo se puede pactar o negociar” equivale, por tanto, a la idea de que
no hay posibilidad de mutua convicción posible. Es decir: que, en política, nada, o casi nada, es racional. Este pragmatismo es, pues, parte de la raíz misma de la democracia y, como tal, inevitable. La cuestión es que no prolifere e invada a la otra parte: la de
los principios que nos incumben a todos (la igualdad, la libertad, la solidaridad...) y en torno a los cuales se pueden articular, de manera polémica y racional, las distintas ideologías políticas.
Pero cuando la democracia lleva su degeneración al límite, todo esto, el
irracionalismo y el
pragmatismo, se desbocan. El desprecio irracional a las ideologías (en nombre de una que se adopta como dogma indiscutible), y la proliferación de todo tipo de pactos, se convierten entonces en actitudes comunes, que no despiertan apenas escándalo. Así lo estamos viendo en Cataluña, en donde en nombre de ese irracional que es la
Libertad de la Patria, pactan anticapitalistas y liberales. Y así lo veremos, dentro de poco, en España, en donde en nombre de la
Unidad de la Patria, acabarán pactando los socialistas con la derecha liberal del PP y Ciudadanos – coadyuvados, desde luego, por el compromiso de Podemos con los nacionalismos periféricos, compromiso al que parecen subordinar todos sus objetivos sociales y de regeneración política –.
Este proceso, llevado a un punto de no retorno, solo tiene un fin posible. Como decían los viejos filósofos griegos, el fin de la absoluta degeneración de la democracia es la tiranía. Cuando el rechazo a las ideologías, paralelo al ascenso de una ideología redentora (como el nacionalismo), y acompañado de un pragmatismo sin límites (se pacta lo que sea con quien sea), llega al punto de ebullición, emergen las tendencias totalitarias y el conflicto. No será la primera vez que hemos visto algo así en Europa.
Todo sea por la patria.