Cada vez que un psicólogo social monta un experimento
Rousseau se revuelve en su tumba y todos los ingenuos cantores de la bondad humana lloran por las esquinas. Convocas a los tipos que servirán de cobayas, los sometes a rigores variopintos, anotas los resultados y, ¡voilá! Se esfuman la voluntad, el libre albedrío, el individuo, nuestra idolatrada moralidad... o todo a la vez. Es lo que ocurrió en la década de 1960 cuando
Stanley Milgram (Nueva York, 1933-1984), de la Universidad de Yale, llevó a cabo una serie de controvertidos ensayos que demostraron que, sometidos a las órdenes adecuadas, somos capaces deelectrocutar a nuestros semejantes sin contemplaciones. El libro en el que Milgram resumió sus conclusiones es
Obediencia a la autoridad (Capitán Swing, 2016).
'Obediencia a la autoridad'Milgram arrancó sus experimentos en julio de 1961, tres meses después de que
Adolf Eichmann fuera juzgado y condenado a muerte por crímenes contra la humanidad. Aquel nazi que había planeado, profesional y puntilloso, el genocidio de varios millones de judíos se parapetó durante el proceso en una defensa numantina: sólo era un mandado, hizo lo que le ordenaron. Su juicio sirvió en bandeja a una célebre filósofa llamada
Hanna Arendt el concepto de banalidad del mal, o cómo seres anodinos -y a priori poco amenazantes- pueden ejecutar monstruosidades sin nombre expuestos a directrices perversas que no osan discutir. Somos peligrosos zombis sin voluntad.
¿En qué consistió el experimento?
"Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son de enorme importancia, pero dicen muy poco sobre cómo se comporta la mayoría de la gente en situaciones concretas. Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor inflingiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedía un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los imperativos morales de los sujetos". Así resumió
Stanley Milgram los desalentadores resultados de su experimento. ¿En qué consistió?
Llegan dos personas a un laboratorio psicológico para participar en una investigación "de memoria y aprendizaje". Una es el "enseñante", la otra, el "aprendiz". Al aprendiz se le introduce en una habitación acristalada, se le sienta en una silla, se le ata con correas y se le sujeta un electrodo en la muñeca. Mientras, el psicólogo instruye al enseñante, verdadero centro de la operación. A través de una amenazadora máquina, deberá suministrar descargas eléctricas más y más potentes cada vez que el aprendiz falle en un juego de emparejamiento de palabras. Las descargas son simuladas y el aprendiz es un actor. Pero el enseñante no lo sabe. ¿Y cómo reacciona? ¿Se niega a electrocutar a esa persona a la que no conoce y sale del laboratorio como cabría esperar?
Ni uno sólo de los participantes en el experimento lo abandonó. Pero es que además, y pese a tibias protestas, la mayoría prosiguió hasta el final, hasta la última descarga del generador y entre los gritos de dolor -simulados- del aprendiz. "Obedecen al experimentador", se sorprende
Milgram al relatar el proceso, "sin tener en cuenta la vehemencia de la persona objeto de esas descargas, sin inmutarse por lo dolorosas que estas descargas parecen ser y sin que les importe la petición que la víctima pueda hacer de que se la libere". El experimento se repitió en otras universidades -la última vez en 2006- con el mismo resultado desconcertante: aquellos 'torturadores' sobrevenidos no eran sádicos, no eran monstruos, eran obreros, profesionales, directivos, personas tan corrientes como el triste y letal burócrata Eichmann.
Obediencia frente a rebelión
Entre las más desalentadoras conclusiones del experimento
Milgram destaca la que afecta a esos valores de los que solemos enorgullecernos pero que constantemente sobrevaloramos. Si en condiciones teóricamente amables, como las de un laboratorio, no optamos por la única decisión moralmente posible, rebelarnos, tal vez nuestro sentido moral resulte al cabo muy inferior a nuestro instinto de obediencia. "Bastan unos pocos cambios en las rúbricas de un periódico, una llamada desde el Consejo del destacamento, órdenes que emanan de una persona con charreteras, y ahí tenemos a uno que va a ser conducido a matar sin dificultad", anota
Milgram.
En los años en los que
Stanley Milgram propuso a los ciudadanos que frieran a sus semejantes, la sombra de Vietnam comenzaba a ensombrecer la manera en que los Estados Unidos se veían a sí mismos. La influencia de aquella guerra injusta y de las matanzas cometidas por americanos medios en los experimentos de
Milgram, como inspiración o ejemplo, es notable. El psicólogo así lo manifiesta en el libro: "Medidas terribles somo el uso de napalm contra civiles en Vietnam, la destrucción de la población india americana y otras atrocidades tuvieron su origen en la autoridad de una nación democrática".
En realidad, el experimento
Milgram no hacía más que iluminar, con los pesos y medidas del laboratorio, una tétrica faz de la naturaleza humana ya sospechada, que se hace explícita por ejemplo en la brillante y bienhumorada pluma del escritor
George Orwell: "En el momento en que escribo estas líneas, seres humanos altamente civilizados vuelan sobre mi cabeza tratando de matarme. No tienen sentimiento alguno de enemistad contra mí como individuo ni tampoco lo tengo yo contra ellos. Como se dice, no hacen otra cosa que 'cumplir con su deber'. La mayor parte de ellos, estoy yo plenamente convencido, son personas de buenos sentimientos, cumplidoras de la ley, que jamás soñarían en sus vidas privadas con cometer un asesinato. Por otra parte, si consigue una de ellas hacerme saltar en pedazos con una bomba bien colocada, no por ello dejará de dormir tranquilamente".
Milgram y la cultura popular
Medio siglo después del experimento
Milgram sorprende que las críticas al modo de proceder del investigador no cuestionen tanto el ensayo en sí -inmaculadamente replicado en otros laboratorios- como sus intenciones. Algunos dijeron entonces que
Milgram 'lavaba' la actividad homicida del régimen nazi al afirmar que "cualquiera de nosotros podría ser un genocida en potencia" (crítica, por cierto, que también recibió Arendt por su 'banalidad del mal'). Otros sospecharon acerca de lo que realmente había 'medido' aquel experimento. ¿Demostraba que el individuo es de natural conformista y grupal y prefiere que decida la comunidad antes que hacerlo él o probaba, más bien, que la esencia de la obediencia es la cosificación, sentirnos meros instrumentos de fuerzas superiores?
Más allá de su interpretación, las espectaculares implicaciones del célebre experimento Milgram lleva cinco décadas seduciendo a la cultura popular. Libros, películas, piezas teatrales e incluso una mención especial en un capítulo de los Simpsons. Este mismo año hemos podido ver
Experimenter, el filme de Michael Almereyda -con Peter Sarsgaard dando vida al doctor Milgram- o
Idiota, obra de teatro de Israel Errejalde inspirada libremente en la prueba.
Terapia eléctrica en Los Simpsons
Milgram concluye su libro con una advertencia destinada a aquellos que piensen que estos "asuntos de nazis" son ya cosas del pasado que no les incumben. Y su advertencia resuena con un eco amenazador en la primavera populista en la que el planeta -con Estados Unidos a la cabeza- parece adentrarse: "Estos resultados nos presentan la posibilidad de que no sea posible contar con la naturaleza humana o -de manera más concreta- con el tipo de carácter forjado en la sociedad democrática estadounidense para aislar a sus ciudadanos de la brutalidad y del trato inhumano una vez que caen bajo la dirección de una autoridad malévola. Un tanto por ciento muy grande de la gente hace lo que se le dice que haga, sin tener en cuenta el contenido de su acción, y sin trabas impuestas por su conciencia, siempre que perciba que la orden tiene su origen en una autoridad legítima".
Daniel Arjona,
'Milgram', el experimento que demostró que todos somos 'zombis' sin voluntad, El Confidencial 11/10/2016