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El mecanismo del sorteo fue un rasgo distintivo de la democracia antigua. Pretendo mostrar cómo ayudó a evitar la concentración de recursos políticos en pocas manos. Las democracias representativas modernas han construido espacios políticos diferenciados, con lenguajes propios y cuyo acceso requiere procesos de especialización (dominio de una ideología, conocimiento de esquemas políticos, inserción en redes partidarias, familiaridad con sus problemas). Sólo entonces los individuos se sienten competentes políticamente. Quienes no entran en ese marco se ven condenados a la participación ocasional (movilizaciones, elecciones) y al consumo más o menos pasivo del espectáculo de concurrencia entre los profesionales. La democracia radical antigua permitió una distribución masiva de recursos políticos que evitó que se creara un gremio cerrado de especialistas.
Mas ¿fue Atenas una democracia? Democracia existía para una quinta parte de la población adulta, descontando metecos, esclavos y mujeres: si incluimos a los futuros ciudadanos menores de edad, una quinta parte de los atenienses vivía en democracia. La democracia, por lo demás, no fue estática: fue ampliándose hacia cada vez más grupos sociales, eliminando de derecho o de hecho las barreras censitarias, aunque siempre con el terrible límite de la esclavitud y la exclusión de las mujeres.
Nuestra visión de la relación entre condiciones sociales y democracia en Atenas ha conocido diferentes fases. Durante el siglo XVIII aún se la consideraba una democracia donde participaban los trabajadores y agricultores. Ello daba ocasión a alabanzas –caso de
Montesquieu– o a reproches: James Harrington o Adam Ferguson deploraban que personas serviles pudieran implicarse en política. En el siglo XIX, y un ejemplo es la interpretación de
Hegel, comenzó a considerarse que la democracia se sostenía sobre los esclavos y fue esa interpretación la que heredó el marxismo. Sabemos que en el siglo XVIII se encontraban mucho más cerca de la verdad: Atenas, fuese cual fuese el peso de la esclavitud, integró en la política a los ciudadanos que además trabajaban –tal y como nos explica Ellen Meiksins Wood–. Pese a todo, todavía se argumenta que la democracia fue un producto de la esclavitud, el imperio o una floreciente economía o fortuna geográfica. Al respecto de lo primero,
Cornelius Castoriadis propone una respuesta indiscutible: esclavitud existía en muchos lugares pero en pocos engendró democracias. Lo mismo cabe decir sobre el imperio, introduciendo además un argumento importante de Mogens Hansen los mayores logros de la democracia ateniense se produjeron en el siglo IV, momento imperialmente más mustio.
Parece pues que fue la democracia la que elevó a los atenienses. Cuando Atenas estaba derrotada, nos recuerda Josiah Ober, quienes buscaron su apoyo en las guerras de diádocos o contra Roma (respectivamente: Demetrio Poliocertes y Mitrídates del Ponto) restauraron la democracia: sabían que sin ella Atenas valía poco. Atenas pudo tener grandes capacidades virtuales para una democracia de participación tan densa: esclavos, imperio (cuando lo hubo), minas y el trabajo femenino. Dichas capacidades permitían otras utilizaciones posibles. Quienes radican la democracia ateniense en cualquiera de tales subordinaciones deben responder a una pregunta: para que exista participación política densa hoy, ¿no es posible promoverla sin ninguno de esos rasgos? ¿No es posible la democracia con adelantos técnicos y conflictos menos acuciantes que los que tocaban a una ciudad exhausta por guerras internas y externas? Para ayudar a responder que sí, deben aclararse ciertos rasgos de la democracia ateniense. Mi confianza es que con ellos pueda estimularse nuestra imaginación política.
Primer elemento: el sorteo nunca comandó solitariamente la designación en democracia. Siempre se aceptó que determinadas funciones requerían especialización y que convenía escoger colegios –y no cargos unipersonales: ése fue un rasgo central de la democracia, las magistraturas colegiadas– de gente preparada. Acompañaban al sorteo y la elección dos instituciones fundamentales: la rendición de cuentas al abandonar los cargos y, antes de acceder, la evaluación previa de los candidatos. Otros principios como el de rotación sólo se aplicaban en determinados órganos. En fin, en lo que a la elección toca, ésta determinaba funciones militares, los tesoreros de los fondos militares y de los espectáculos y los intendentes de las fuentes. Por sorteo se elegían los 500 miembros de la
Boulé y muchos cientos de magistrados. De los 6.000 miembros del Tribunal del Pueblo asignados cada año, se recurría al sorteo diario para los jurados.
La segunda institución que creo necesario destacar es la reforma del sistema de tribus. Clístenes convirtió en diez las tribus de Atenas y les asignó una realidad política, no geográfica. Cada tribu tenía un componente urbano, otro rural y otro marítimo. Esta reorganización, comparable a un experimento de producción artificial de un cuerpo político, permitió, por un lado, deshacer las redes de dominio personal presentes en las pequeñas comunidades y, por el otro, incentivar la relación entre ciudadanos de distintos espacios geográficos. Dado que el Consejo de los 500 se organizaba como una cámara territorial (se sorteaban 50 por tribu), el efecto fue la creación de un cuerpo deliberativo sorteado (y en rotación) donde se tejían vínculos entre ciudadanos de todo el Ática. Una red de contactos permite acumular información y disponer y jugar con los interlocutores; lo sabemos quienes conocemos las prácticas políticas habituales. Quien domina más redes puede movilizarlas contra quien domina menos. El Consejo de los 500, fundado en un sistema de agrupación territorial sin base geográfica, pluralizaba el número de individuos capaces de acumular conocimiento y contactos y restringía las posibilidades de que éstos fuesen monopolizados por un grupo minoritario. Los cálculos muestran que alrededor de un ciudadano sobre tres fue miembro del Consejo y que uno entre cuatro podía ser presidente de la República de Atenas, cargo que duraba únicamente veinticuatro horas.
Otra dimensión fundamental,
la tercera, es que el sistema democrático se estabiliza mediante una redistribución de capital económico y simbólico. Comienzo por los recursos económicos: los ciudadanos recibían un salario por asistir a los tribunales, por participar en la Asamblea y, quienes formaban parte, cuando se reunía el Consejo. Los días festivos recogían el salario para la asistencia a los espectáculos e idéntico sucedía para quienes participaban en desfiles militares. Tales medidas fueron progresivamente desarrollándose como condiciones económicas de la democracia, con lo cual, resume Hansen «en la segunda mitad del siglo IV muchos ciudadanos atenienses podían esperar percibir, de una u otra forma, cierta suma de dinero del Estado durante la mayor parte del año». Un sistema de seguridad social ayudaba a los enfermos sin recursos y aseguraba la educación de los hijos del ciudadano muerto en combate. Los ancianos podían utilizar los jurados para mejorar sus ingresos y los precios del trigo estaban regulados para evitar el hambre.
La financiación de los asuntos públicos competía a los ciudadanos más ricos, cuyas donaciones eran demandadas para afrontar los gastos de la ciudad, ya sea para fiestas o para la Armada. Constituían la
clase litúrgica (aquella susceptible de afrontar tales impuestos o «liturgias» ) y se encontraban obligados a financiar bajo vigilancia actividades rituales o militares. Los tribunales podían recibir quejas por parte de algún «agraciado» con la liturgia de que alguien más poderoso se evadía de las mismas y, si llevaba razón, el honor de servir a la ciudad cambiaba de destinatario. Un impuesto de propiedad (
eisphora) se imponía en condiciones extraordinarias a los más ricos, así como la obligación de equipar los trirremes de la Armada (
trierarquía).
Los procesos de redistribución del prestigio movilizan dos elementos. Primero, una redefinición democrática de las virtudes ciudadanas. Así, por ejemplo,
el coraje democrático no es idéntico al de la Grecia arcaica. El coraje aparece como franqueza al deliberar, como capacidad de decir lo que no se desea oír (y capacidad también de escucharlo) y de cuestionar las propias tradiciones. El héroe democrático no se mide con idénticos parámetros al héroe homérico y aristocrático. Las palabras que
Tucídides (II, 40) atribuye a Pericles son un ejemplo: «Lo cierto es que sólo nosotros decidimos o examinamos con rectitud los asuntos, sin considerar un daño para la acción las palabras, sino más bien el no informarse mediante debate antes de emprender lo que se va a ejecutar».
En cuanto a la redistribución de honores, ésta ocupaba buena parte del trabajo de la Asamblea. Josiah Ober ha reconstruido la aplicación de un decreto del Consejo de los 500 en el 324 y muestra cómo la aplicación del mismo se encontraba incentivada por premios (económicos y simbólicos) y por castigos terriblemente onerosos desde el punto de vista monetario.
Para terminar con este apartado debo apuntar un aspecto. Atenas, pese a un mito popularizado, no era una sociedad donde funcionasen las relaciones cara a cara: bien al contrario, fue una de las mayores metrópolis de su tiempo donde la mayoría de los ciudadanos no se conocían. Además, el conocimiento estrecho y los vínculos que conlleva, lejos de considerarse una virtud se valoraban como un problema político. La reforma de las tribus de Clístenes parece tener como objetivo restringir el poder de tales redes en la formación de los criterios de evaluación y juicio de los individuos.
Tres cuestiones antes de seguir. El valor del sorteo, al fin y al cabo una técnica de selección de gobernantes, depende de su contribución a un ideal político democrático –pues el sorteo tiene también utilizaciones no democráticas, por ejemplo para evitar conflictos entre las élites–. En principio, una democracia supone la capacidad de coordinarse, mediante la acción colectiva y la utilización de recursos comunes, para lo cual los agentes disponen de conocimientos diversos, de motivación mayor o menor y con disposiciones más o menos amplias a comportarse como gorrones, esto es, individuos que usan el conocimiento y la acción colectiva para su provecho personal. Cómo conocer qué necesita hacerse, cómo motivar a la gente para hacerlo, cómo evitar que se comporten como gorrones: son las claves para combatir la ignorancia política, la apatía y el cinismo.
José Luis Moreno Pestaña,
Democracia y sorteo, La Maleta de Portbou nº20, noviembre-diciembre 2016