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Educación y filosofía
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Arqueología de la paideia: la areté como distinción y cualidad de la nobleza en la Grecia arcaica (II).
Marcos Santos Gómez
Lo que hemos avanzado en el post anterior, que compone la primera parte de este escrito sobre la más arcaica versión de la areté de la paideia, la más antigua concepción de la virtud, como veremos, es ampliamente avalado por la interpretación de Jaeger. De hecho, no se corta lo más mínimo al probar esta intuición sobre la perduración de uno de los clichés más arraigados y primitivos en nuestra civilización, precisamente en los ámbitos más refinados de la misma, donde como en un espejo, se reflejan y duplican cansinamente. Asevera de manera muy certera que “El pensamiento ético de Platón y de Aristóteles se funda en muchos puntos, en la ética aristocrática de la Grecia arcaica” (p. 27). Sólo que yo voy algo más atrevidamente lejos, asumiendo el riesgo de simplificar en exceso que siempre se me puede disculpar, supongo, porque en internet nada pierde su naturaleza de simple borrador: ¡creo que también parte del pensamiento metafísico, o incluso todo él, corresponde a esta ética aristocrática arcaica!
De hecho, la naciente filosofía surge como conocimiento, decía, al que se accedía de manera costosa mediante el consejo constante y la dirección espiritual, como refleja la Odiseaen pasajes muy significativos (p. 35). Es decir, mediante una educación cuasi dirigida, en un sentido cercano al actual aunque todavía muy primitivo. Así lo afirma Jaeger: “La educación, considerada como la formación de la personalidad humana mediante el consejo constante y la dirección espiritual, es una característica típica de la nobleza de todos los tiempos y pueblos. Sólo esta clase puede aspirar a la formación de la personalidad humana en su totalidad; lo cual no puede lograrse sin el cultivo consciente de determinadas cualidades fundamentales” (p. 35). Esto exige una regulación (recordemos, la palabra que nos da la clave de la pedagogía medieval universitaria, hemos visto, regula). Es decir, surge, acaso por vez primera, el ideal formativo, la formación como manera de educarse a través de una metódica y ardua encarnación del ideal de una cultura, que constituye lo que hemos llamado areté, que en la Iliada es heroica y en la Odisea, en determinados pasajes que Jaeger asocia con el magisterio de una mujer en el héroe, alude a una belleza que se va a definir como valiosa por sí misma, en un plano diferente del de la utilidad o la guerra, y que tiene que ver con los paisajes, con las descripciones hermosamente elaboradas y con el lenguaje refinado.
Todo ello, en sendos poemas épicos, aparece como “material educativo” que emplea el paradigma o el ejemplo como método que pretende plasmar honda y sentimentalmente el ideal para que cobre vida en el hombre noble de aquel mundo arcaico que era educado consciente y tenazmente para ello, dentro del grupo reducido de su clase social. Se trata, como hemos dicho, de una regulación de la conciencia del hombre que aprende a ser como es requerido por la cultura y en la que ya se abren paso esquemas u subesquemas que van a tener una longeva vigencia en la educación y la cultura occidental, como son algunos pasajes en los que se va derivando un pensamiento más analítico que pretende superar y mirar con neutralidad las propias pasiones que suelen ir en dirección opuesta (¡asunto recurrente que logrará cierta conciliación en el ideal estoico tardío, de Séneca, siglos después). Resalta Jaeger la llamada Telemaquia, o relato de la “educación” de Telémaco para convertirlo en alguien selecto, en un alma refinada. Sin estar, advierte, con una novela de formación o pedagógica al estilo moderno, desde luego, tenemos ya los elementos básicos de la naciente pedagogía que los griegos estaban inventando: la constitución de un “corazón” y una conciencia, es decir, de un modo concreto de ser hombre, un tipo de hombre que precisa ser fabricado más allá de los procesos más “naturales” de la socialización.
Aunque hay que resaltar que esta proto-educación, en el contexto de aquel mundo primitivo, es presentada como algo inútil que no funciona si no existe en el educando la sangre noble, como si la areté mantuviera un elemento imponderable y sagrado, un origen divino. No muy lejos, por cierto, del ideal sacerdotal del monje o clérigo escolástico que ha dedicado su vida religiosamente al conocimiento, pero que los recibe sacramentalmente. La nobleza se irá convirtiendo en una nobleza del espíritu, con la educación cristiana, y en la universidad medieval, que será, junto con la Iglesia, su producto más avanzado, que se constituirá en templo del saber. No imaginará, por cierto, aquel defensor del ejemplo como lección que se aproxima en esto al método arcaico de los poemas homéricos, basados en vivir en coherencia con la propia sangre (p. 47) y por tanto con una cierta idea fatalista del destino que la tragedia ática va a reelaborar, más adelante, y a poner en pugna con una razón analítica esbozada como, precisamente, la impugnación de esa fatalidad. De estas poderosas imágenes heroicas procede, acaso, el encendido elogio que hacemos de las personas capaces de sacrificarse y de darlo todo por lo que dicen que constituirá precisamente la virtusestoica en Séneca, siglos después.
De manera muy digna de anotarse, incluso precisa Jaeger, aproximándose a la impresión de que en la epistemología y en la metafísica perdura la ética aristocrática en muchos casos, lo siguiente: “Y si se considera que, en último término, la estructura íntima del pensamiento de Platón es, en su totalidad, paradigmática y que caracteriza a sus ideas como ‘paradigmas fundados en lo que es’, resultará perfectamente claro el origen de esta forma de pensamiento. Se verá también que la idea filosófica de ‘bien’, o más estrictamente del agathon, este ‘modelo’ de validez universal procede directamente de la idea de modelo de la ética de la areté propia de la antigua nobleza” (p. 47). Para añadir, en el mismo párrafo, la importante precisión de que “El desarrollo de las formas espirituales de la educación noble, reflejada en Homero, hasta la filosofía de Platón, a través de Píndaro, es absolutamente orgánica, permanente y necesaria. No es una ‘evolución’ en el sentido seminaturalista que acostumbra a emplear la investigación histórica, sino un desarrollo esencial de una forma originaria del espíritu griego, que permanece idéntico a sí mismo, en su estructura fundamental, a través de todas las fases de su historia” (p. 47).
Homero nos conduce también a la pregunta acerca de cómo puede un poema ser educativo, y desde luego Jaeger se apresura a puntualizar, por si no había quedado claro, hacia el final de su análisis de la educación homérica, que no tiene nada que ver con la fábula o la poesía moralista. Porque lo educativo no se dirige a proporcionar ningún barniz, salvo que dicho barniz forme parte de la afirmación de un tipo de mundo y de sujeto caracterizados, tal vez, por la escisión de un conocimiento desnaturalizado, escisión que también subyace en la vana erudición o la pedantería. Es algo mucho más serio y profundo. Lo que hace de la poesía épica de Homero una pedagogía es su conexión con la esfera más íntima, señala (p. 49) del ser humano, del tener que hacerse, de manera que aliente un ethos que sea plasmación del ideal, o modo de ser, específico de una civilización. De la poesía emana un deber pero porque arraiga en la más honda necesidad de sentido que tenemos los hombres. No es, pues, ni moraleja o sermón, ni presentación de un simple fragmento de realidad, sino conexión con esa necesidad profunda de tener que hacernos y de elegir o asumir una forma específica de estar en el mundo y de ser hombre.
Tanto la poesía “educativa” como la acción más actual y modernamente pedagógica participan de este rasgo de creación de realidad, de valoración y afirmación “ejemplar” de un modo de vida particular. Esto lo hace mejor la poesía que el pensamiento sistemático, el logos discursivo, porque plasma imágenes entre la pura fluidez inasible de la vida y la distancia contemplativa del logos. Es más logos que la vida y más vital que el logos, expresa nuestro autor (p. 50). Así, más allá que constituirse en un reflejo de un mundo de caballeros y proezas propio de una sociedad arcaica y primitiva, lo que se muestra tiene, apunta Jaeger, una cierta vigencia universal, pues toca una de esas fibras que movilizan al oyente y conectan con algo esencial, en cierto modo. Así lo sintetiza: “El pathos del alto destino heroico del hombre es el aliento espiritual de la Ilíada. El ethos de la cultura y de la moral aristocráticas halla el poema de su vida en la Odisea” (pp. 51-52). Esto que es mito, y por tanto no estamos todavía en el intento consciente de normativizar de forma expresa y configurar al hombre que “quería” Atenas o Jonia, como veremos más adelante. Se trata de un lenguaje mítico que, como todos los mitos, ejerce una función educadora aun cuando no se lo proponga, pues impresionan y lanzan a la acción. Son cantos públicos e idealizadores cuya herencia recogerán más tarde las tragedias. “Y si consideramos que las formas de prosa literaria que tuvieron una acción educadora más eficaz, es decir, la historia y la filosofía, nacieron y se desarrollaron directamente de la discusión de las ideas relativas a la concepción del mundo contenidas en la épica, podremos afirmar, sin más, que la épica es la raíz de toda educación superior en Grecia” (p. 55). En los poemas homéricos hay, en este sentido, y aunque no sean textos discursivos ni filosóficos, una interpretación creadora de la tradición, que es reconsiderada dentro del propio relato, y por tanto, creo, el germen, a pesar de todo, de una cierta conciencia filosófica. Hay una lucidez todavía dentro de un plano imaginativo, en la poesía que reverbera sobre sí misma. En algún pasaje de la Odisea, por ejemplo, que no señala Jaeger pero que me resulta altamente elocuente, Odiseo llora con disimulo, emocionado, cuando escucha cantar sus proezas de la guerra de Troya en cierta corte de uno de los reinos que lo reciben en su retorno, si mal no recuerdo, ya embellecidas y sublimadas como tradición estética para ejemplo y modelo de todos y elevada a su propio ideal que tras su kenosis siempre debe volver a ello, a sí mismo, a ser ideal. Este viaje de la vida humana dentro del arte, ya es una forma de pensarse, de ver la propia vida magnificada y enmarcada por el verso, lo cual prefigura los círculos en que consistirá la racionalización del mundo.
Los poemas de Homero presentan las consecuencias del modo de ser heroico, sus vertientes existenciales, su carácter de respuesta o de intento de respuesta a las grandes preguntas del hombre y la propuesta de una forma de vida como su resolución, como un modo de ser hombre. Este modo “heroico” estriba en la aceptación de la propia misión, con sus peligros y sacrificios, en una vida consagrada a la muerte, en la elección deliberada de un destino peligroso. Todo lo cual reposa no sobre un mero deber o convención moral, sino en la normatividad que emana del ser de la realidad, de la íntima, terrible pero justa legalidad que vertebra lo que existe. El paradigma de un ser que impone su legalidad y que fluye, dotando de un orden, a menudo incomprensible, pero orden, al mundo (p. 61). Es decir, a pesar del torrente de pasiones propio de estos poemas homéricos, de su exaltación e hybris, de su pathos, hay un dique que podríamos tildar, hasta cierto punto, de racionalidad, una incipiente forma de racionalidad o de pretensión reguladora, en cuanto visión ordenada del universo. Se trata de que en lo que hace o siente el hombre existe una estrecha conexión con lo divino (esta es, creo, la intuición básica de cualquier mito pero que al escribirse comienzan a pensarse, independientemente de que Sócrates pretenda posteriormente la liberación del pensamiento de la escritura) y por tanto, nuestro modo humano de vida arraiga en algo mayor que lo dota de su razón y de su dignidad. Y esto es ya, señala Jaeger, una anticipación del saber filosófico: “La intervención de los dioses en los hechos y los sufrimientos humanos obliga al poeta griego a considerar siempre las acciones y el destino humanos en su significación absoluta, a subordinarlos a la conexión universal del mundo y a estimarlos de acuerdo con las más altas normas religiosas y morales” (p. 63).
Obra citada:
Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.