Aunque las circunstancias que determinan un aumento en el número de hombres bien dotados en una misma tribu sean demasiado complejas para ser seguidas claramente, podemos recordar algunas de las etapas probablemente recorridas. En primer lugar, mejorándose el raciocinio y la previsión de los miembros, cada uno aprende pronto, por experiencia, que, si ayuda a sus semejantes, éstos lo ayudarán a su vez. Ya este móvil poco elevado, acostumbrándole a cumplir actos de bondad, podría fortalecer ciertamente el sentimiento de la simpatía que imprime la primera tendencia a la buena acción. Los hábitos seguidos durante muchas generaciones se encaminan a convertirse en hereditarios.
Hay todavía otro y más poderoso estímulo para el desarrollo de las virtudes sociales: la aprobación y la censura de nuestros semejantes. El amor del elogio o el miedo de la infamia débense primitivamente al instinto de la simpatía, el cual se ha adquirido, sin duda, como todos los demás instintos sociales: por selección natural. Excusado, es decir, que no sabemos decir en qué período los antecesores del hombre, en el curso de su desarrollo, han llegado a ser capaces del sentimiento que los impulsa a ser afectados por el elogio y la censura de sus semejantes. Sin embargo, los perros mismos son sensibles al estímulo, al elogio, a la reprobación. Que los salvajes más groseros experimentan el sentimiento de la gloria, pruébalo evidentemente la importancia que conceden a la conservación de los trofeos, frutos de sus proezas, su jactancia extremada y los excesivos cuidados que se toman para adornar y embellecer a su modo su cuerpo; tales costumbres no tendrían razón de ser si no hiciesen caso alguno de la opinión de sus camaradas.
Podemos admitir que, ya en una época muy remota, el hombre primitivo podía sentir la influencia del elogio y de la reprobación de sus semejantes. Es evidente que los miembros de la misma tribu debían aprobar toda conducta que les pareciese favorable al bien general y reprobar la que les perjudicase. Hacer el bien a los demás —hacer con los otros lo que quieras que te hagan ellos— es la piedra fundamental del edificio de la moral. Es imposible disminuir la importancia que el amor al elogio y el miedo a la reprobación han debido tener, aún en tiempos muy atrasados. El hombre a quien un sentimiento profundo e instintivo no impulsa a sacrificar su vida por el bien ajeno podía, con todo, ser movido a realizar parecidos actos por su sentimiento ambicioso de gloria, para excitar con su ejemplo el mismo deseo de otros, fortaleciendo así, por la práctica, la noble necesidad de la admiración. Con tales actos favorecía mas a la tribu que dejando en ella una prole numerosa heredera de su grande y orgulloso carácter.
Un aumento de experiencia y de raciocinio permite al hombre comprender las más lejanas consecuencias de sus acciones; y las virtudes personales, como la temperancia, la castidad, etc., que eran desconocidas en los primeros períodos, acaban por ser apreciadas y aún tenidas como sagradas. Lo que constituye en conjunto nuestro sentido moral o conciencia es un sentimiento complicado que nace de los instintos sociales; está principalmente dirigido por la aprobación de nuestros semejantes; lo reglamenta la razón, el interés y, en tiempos más recientes, los sentimientos religiosos, y lo fortalece la instrucción y el hábito.
Charles Darwin,
El origen del hombre, Capítulo V