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Educación y filosofía
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¿Por qué estudiar la historia?Marcos Santos Gómez
A la hora de impartir la asignatura “Fundamentos pedagógicos e historia de la escuela”, gran parte de mi esfuerzo se centra en mostrar a los alumnos la necesidad de conocer el pasado, por varias razones. Pero subyace una que más allá de las muy manidas de no repetir los viejos errores (una falacia, porque ningún tiempo es exactamente igual a otro y sólo hasta cierto punto se puede asumir que conocer el pasado prevenga de graves equivocaciones en el presente) o de conocer bien el presente (lo cual sí es más razonable siempre que entendamos bien lo que la presencia del pasado en el hoy significa, el modo en que lo que ha existido perdura vivo de alguna extraña forma en lo que hacemos), me seduce y me obsesiona hasta el punto de estar coleccionando fotografías del siglo XIX en un álbum virtual o de hallarme inmerso en buenos y deliciosos libros de grandes historiadores. Si de todas las actividades con las que uno puede degustar la historia, nos referimos a la búsqueda de viejas fotografías, me surgen algunas preguntas: ¿qué pretendo captar, qué veo aún latente en las imágenes añejas, qué aura viva y no muerta pero vilmente reproducida hay en ellas? O mejor dicho, ¿qué muerte viva, intensamente viva las tiñe? Es esa nostalgia de lo otrora vivo, esa lástima tenaz y esa ternura la que las pinta, con las que vibran mis ojos y con las que empaño mis horas de ardua lectura en las que en los gruesos tomos que describen, narran o explican la historia también busco algo que no acabo de saber qué es.
La primera razón para estudiar la historia es obviamente espiritual. Es decir, creo que nuestra conexión con el pasado y con la realidad puede asumir una tonalidad mística, como ocurre en la conexión estética con la obra de arte, a la que se parece mucho, o incluso con el aprendizaje y la delectación en los distintos idiomas. La historia es, como señala Ellacuría, la pintura que el hombre va haciendo de sí mismo en la extensión del tiempo, descubriendo además que él es esa misma pintura. Nos deriva directamente al Ser, que se hace patente en nuestra historicidad empañada de finitud, señalaba Heidegger, e impulsa ese gozo por el mismo, agridulce, que llamamos “mística”. Esta misma extensión temporal, en lo que tiene de fatal y de pérdida, es ya, de por sí, trágica, y es ese componente trágico el que irradia de lo que los hombres hacen, su condena, lo que significan de torpe, precario y levemente fosforescente intento de persistir. Sin embargo, los hombres lo somos no tanto cuando persistimos, sino cuando asumimos la muerte y ésta tiñe la historia como en un grito. Sé que esto es horrible, pero se trata de algo más allá de toda política ni de sus imprecisas consecuencias prácticas. No trato de conducir esta reflexión hacia una moralización de la historia, que ha también de hacerse, del tipo “todo pasa”, “nada merece la pena”, “no hagas mal”, sino que se trata de algo más terrible que emerge cuando la lectura moral desaparece.
La historia es tenebrosa. Éste es el presupuesto de la lectura benjaminiana de la misma, la evidencia de que en lo que somos, o sea, en lo que hacemos, hay poca luz y muchas sombras. También es de una ternura asfixiante. No todas las lágrimas que rezuman de ella son de dolor, aunque ese dolor puede, tristemente, orientar hacia la cuestión básica de que somos la pena por lo malogrado, una especie de equivocado paréntesis en el universo. Pero no creo que haya que detenerse en el lamento, tan justo, sino que a la historia habría que mirarla en silencio, como una larga oración que nadie recoge, en la nada más absoluta, como un ingente esfuerzo, como una suave desmesura, todo ello captado en la más absoluta impavidez, boquiabiertos, asombrados.
Igual que cuando en silencio contemplamos un amanecer en el campo y vivimos la religación universal, hay una interconexión, una religación, con lo que somos, con lo que hemos sido y con lo que venimos siendo en el permanente llanto del niño emergente que hace la historia. Se puede, pues, buscar algo sobrecogedor y bello en el estudio y en la investigación de la historia. Para eso está, de hecho, la academia y la universidad. Para el asombro. De ello emana la lástima y la ternura a la que me refería. Mirar la historia es escuchar un rumor que es una música terrible, hacerse con un empeño en continuar la obra como si no pasara nada, olvidando lo esencial acaso por no ceder a la locura. Así, por ejemplo, sumergirse en la biografía ajena de quien vivió hace siglos y ver transformada esa nada que fue en un áspero texto que no deja de ser literatura, aunque lleno de citas, referencias eruditas y alusiones a sesudas fuentes, tras haber rastreado papeles y archivos, es como escuchar una canción que no suena, muda, pero que llega suave a nuestros oídos. Nuestra alma se modela y sintoniza con la misma. Incluso en la lejanía y aridez que mata propia de un texto científico hay esa música. Acompaña a todo lo que hace el hombre, a todas las presencias y a las muchas ausencias, y puede constituir, acaso, el único y precario sentido de la vida, el agridulce fruto que finalmente el historiador pueda saborear en la más espantosa de las soledades, en su escritorio. Por esto, por esto hay que estudiar la historia.